EL PERRITO SABIO

He recibido carta de Regina. Me pide consejo sobre un litigio que tiene por unas tierras y, fiel a sí misma, me habla de su salud, «alborotada como un gallinero». Luego pasa revista a los últimos acontecimientos, y de pronto, como si la muerte de las personas fuera un hecho más de la vida del pueblo, ni más sombrío ni menos relevante que los otros, me dice que Miguel Oscar ha muerto. Lo encontraron en la isla, con el cuerpo ya medio descompuesto, pues la muerte debió de producirse una semana antes. Y Regina añade: «ya sabes cómo era». No he pensado en principio en esa muerte, pues llevaba años sin verle ni tener noticias de Miguel Oscar, pero poco a poco, a lo largo del día, su recuerdo ha ido volviendo a mí. Era un hombre taciturno, pero servicial y de trato afable, que vivió solo la mayor parte de su vida. Apenas bajaba al pueblo, y se pasaba las horas muertas en una isla que había en el centro del río, donde tenía una pequeña huerta.

Marta y yo nos reunimos por la tarde con Sagrario, Ventura y Chiqui. A Sagrario hacía tiempo que no la veíamos. Ventura me había llamado por la mañana para decirme que acababa de llegar, y que en recuerdo de los tiempos heroicos sería bueno que nos viéramos esa noche. Me pareció bien, aunque no me agradase en exceso la idea de volver a ver a Sagrario. Fuimos al cine y luego a tomar unas copas. A Sagrario la película no le gustó, y discutimos acaloradamente. Ventura y Chiqui estaban encantados, y Sagrario no podía entender que les gustara una película donde la violencia no parecía, ése era su argumento, surgir de los conflictos y los deseos más íntimos de los hombres, sino que fuera como un fenómeno atmosférico, algo que al igual que el buen o mal tiempo se apropiara de ellos sin más, llevándoles a cometer todo tipo de locuras, de las que luego como es lógico no guardaran memoria alguna.

—Vivimos rodeados de gente simple —sentenció.

Ventura trató de defenderse, y se enzarzaron en una discusión acalorada y reiterativa, en la que enseguida, tanto Marta como Chiqui, dejaron de participar para ocuparse de cosas más interesantes. No se ven, pero tengo el convencimiento de que las mujeres tienen un órgano parecido a las antenas de los insectos. Un órgano con el que exploran incansablemente el mundo. Digo esto porque me di cuenta, en una pausa de aquella discusión, de que Chiqui y Marta tenían esas antenas desplegadas. No tardé en comprender la razón. En el bar había entrado un mendigo y un pequeño perro, uno de esos perros inclasificables, pero listos y vivos como las ratas. El camarero se acercó para echarles cuando el mendigo dio una orden a su perro, que enseguida se puso a andar sobre las patas de atrás en medio de la aclamación general. A partir de ese momento, y ante la retirada del camarero, que se convenció enseguida de la impopularidad de sus pretensiones, asistimos a una actuación memorable, pues ciertamente aquel perro tenía unas condiciones excepcionales, por las que habría merecido actuar bajo la carpa de un circo. Era un auténtico perrito sabio. Se ponía de pies sobre las patas de atrás, se tumbaba en el suelo y giraba como un rodillo, daba unos saltos prodigiosos y lograba sostenerse en el aire por un tiempo que parecía no ir a terminar jamás. Luego le dio una gorra y fue pasando por las mesas para que le echáramos dinero, lo que hicimos con mucho gusto. Me fijé en Sagrario que, cuando se inclinó sobre el perrito para darle su parte, tenía los ojos llenos de lágrimas.

En ese instante, por unos de esos raros mecanismos de la memoria, me acordé de Miguel Oscar. Mejor dicho, llegué a verle con los ojos de aquel niño de doce o trece años que tenía el verano en que me hice su amigo. Lo recordé en la orilla del río, orinando entre los juncos, mientras yo volaba en bicicleta a su encuentro. El calor era intenso, y de la tierra se desprendía un vapor transparente que hacía vibrar los contornos de las cosas. Todo estaba lleno de luz, y Miguel Oscar se confundía con los árboles de la orilla del río. El sombrero negro era la pequeña copa de sombra.

—Eh, desciende —me dijo Marta, y aprovechó la advertencia para acariciarme con rapidez la mejilla.

Era difícil no responder a aquella llamada. La miré despertando y, aún conmovido por su caricia, le dije que estaba de acuerdo con Sagrario y que el director de aquella película no sabía nada de las cosas esenciales de la vida. Ventura rezongó y Marta, que no quería que nos volviéramos a enzarzar en la conversación anterior, salió enseguida al quite.

—Y, según tú, ¿cuáles son esas cosas?

Me la quedé mirando sin pestañear, hipnotizado por la luz de sus ojos. Atrévete, me decía esa luz. Tengo una teoría. Cualquier vida se resume en una sucesión de rostros. Somos esa sucesión, la sucesión de ciertos rostros contemplados en instantes de dolor o de maravilla. El rostro de Marta formaba parte de ella. Tuve que hacer una pausa para reponerme. Iba a coger su brazo, pero en el último momento me decidí por el de Sagrario. Calculaba cada uno de mis gestos, como si estuviera desactivando una bomba.

—Si sois buenas —les dije dejando fuera a Ventura—, os lo explico a mi vuelta.

Guiñé un ojo a Chiqui, que me sonrió enseñándome los dientes, hermosos y húmedos, como si se hubiera pasado la tarde mascando la hierba de los jardines municipales, y me dirigí al servicio. Creo que en ese instante habría podido saltar limpiamente por encima del mostrador.

Cuando regresé mis amigos me estaban esperando con ansiedad.

—Venga —me dijo Marta al sentarme a la mesa—, las cosas esenciales… Antes de empezar volví a pensar en Miguel Óscar, al que ya nunca volvería a ver. También en lo injusto que había sido por no haberle vuelto a visitar, aun sabiendo que preguntaba a menudo por mí.

—Tres eran esas cosas —dije mirando a Marta y a Sagrario, en quien mi mirada se detuvo inesperadamente llena de congoja—: una bolsa de babas, un perrito sabio y una isla. Es todo lo que se necesita para vivir.

Mis palabras tuvieron un efecto devastador. Ventura se quitó las gafas, y Marta, Chiqui y Sagrario, sobre todo esta última, me miraron con una expresión entre recelosa y divertida, porque lo que acababa de plantearles era una adivinanza. Una adivinanza de cuya resolución dependía en gran parte el destino de aquella noche.

Marta y Chiqui permanecían con los ojos arrebatados de esos animales que antes de echar a correr se asoman a las bocas de sus madrigueras para otear por unos instantes el peligro. Me pareció que bastaría con intensificar un poco más el efecto de aquella atención, para que sus antenas resultaran finalmente visibles. Para verlas desplegadas sobre sus cabezas, temblorosas y erectas, brillando en la boca de la madriguera empapadas por el rocío de los campos. ¿Puede alguien pedir unas condiciones mejores para empezar a contar una historia? Eso hice yo, empezar a contar la mía. Consciente de que al propio Miguel Oscar le hubiera gustado que lo hiciera ante un público semejante, pues él tenía la teoría de que las mujeres eran mejores que nosotros.

La historia se retrotraía a mi época en el pueblo, de donde no había salido hasta que vine a la ciudad a estudiar. Miguel Óscar vivía en ese pueblo, en una casa en las afueras, completamente solo. La mayor parte del tiempo se lo pasaba en la isla, una pequeña extensión de tierra situada en el centro de un río, por otra parte, prácticamente exhausto (su mismo nombre lo dice todo: El Sequillo). Miguel Óscar tenía allí su huerta. Era un hombre alto, de pocas palabras pero de gran amabilidad. No se parecía a las otras gentes del pueblo. Había sido maestro y poseía una apreciable cultura, en comparación al menos con la desolación de los alrededores. Su casa estaba llena de periódicos, de los que era un lector incansable. Llevaba siempre el mismo e invariable sombrero negro, no importa la estación, y caminaba recto y, por lo general apesadumbrado y absorto. Salvo cuando se encontraba con alguna mujer joven, en que sus ojos se encendían por un vertiginoso instante.

Después de la guerra, y durante un largo tiempo, sufrió el ostracismo de todos, pues tenía ideas socialistas y durante la República fue alcalde del pueblo por ese partido. De hecho, su vida llegó a correr un serio peligro, sobre todo por su enfrentamiento con uno de los señoritos del pueblo, Monleón. Se conocían de toda la vida y Monleón le odiaba a muerte. Por sus ideas irreconciliables, pero sobre todo por la intervención de Miguel Óscar en un litigio acerca de unas tierras. Su declaración supuso una sentencia en su contra, y había jurado vengarse. Entonces se presentó la ocasión. Acababa de estallar la Guerra Civil, y los hechos que estuvieron a punto de costarle la vida a Miguel Oscar tuvieron que ver con Tubería, su perro.

Marta intervino con reflejos:

—El perrito sabio, ¿verdad?

—Sí —continué, algo contrariado por la interrupción—, porque Tubería no era un perro común. Se lo habían regalado siendo un cachorro y Miguel Óscar lo crió y educó como si fuera una persona. No sólo era de una hermosura y viveza desconocida en los alrededores, sino que era además sumamente inteligente, y todo lo aprendía con presteza. Un auténtico perro sabio (y dije estas palabras muy despacio, con los ojos fijos en Marta, cuyas pupilas habían crecido de tamaño hasta ocupar casi por completo su iris). De hecho, a Miguel Oscar le bastaba con mirarle a los ojos para que éste comprendiera volando lo que le quería decir.

»Pero Tubería tenía un problema —proseguí—, su paladar estaba abierto. Era un problema de nacimiento, que, a pesar de todos los intentos de Miguel Oscar, que le hizo operar varias veces, una de ellas en la Universidad de Valladolid, no tuvo corrección posible. Esta malformación no le restaba viveza ni inteligencia, pero le hacía sumamente molesto, pues estornudaba la comida, e iba dejando a su paso, muchas veces encima de las paredes, los muebles, y hasta de los pantalones de la gente, restos de alimentos y babas. Esa noche Monleón estaba sentado en la plaza, con otros de su grupo. Iban vestidos con uniformes falangistas, y sus correas y botas brillaban oscura y fatalmente, como si acabaran de limpiárselas con el mismo aceite de las camionetas en que salían de noche en busca de sus víctimas. Y en este punto empezaba lo extraño, porque todos los que vieron la escena contaron luego que el perro pareció actuar con perfecta premeditación. Tubería cruzó la plaza, se dirigió a la mesa donde estaba Monleón, y al llegar a su altura estornudó. Acababa de comer y le puso perdidas las botas, circunstancia que produjo la hilaridad general. Monleón no dudó en su respuesta. Se levantó con parsimonia y llamó al perro, que acudió al instante con el rabo recogido entre las patas, pues también esto parecía haberlo previsto. Para entonces Monleón ya había sacado su pistola. Acarició dos veces con el cañón su cabeza y disparó a bocajarro. El perro se derrumbó sobre el suelo. Un inmenso charco de sangre se formó al punto bajo su hocico, y sus patas quedaron en una posición relajada y extraña, como si le hubieran arrojado desde lo alto de uno de los tejados próximos y el choque le hubiera roto los huesos. Nadie se atrevió a hacer nada, y la plaza quedó vacía en pocos segundos. Dos horas después vino Miguel Oscar con una carretilla. Cargó en silencio el cadáver del perro y se retiró en dirección al río.

A Marta y Chiqui se les había puesto piel de gallina, y Sagrario se sentía tan sofocada que empezó

a abanicarse con el periódico. Ventura, por su parte, escuchaba con la boca abierta, tan atento a cada una de mis palabras que parecía que en ello le fuera la vida. Hice una pequeña pausa, para tomar también yo un poco de aire, y luego continué mi historia.

—Monleón llevaba varios meses detrás de Miguel Oscar y todos en el pueblo esperaban una tragedia, pero aquel hecho le hizo cambiar de actitud. Eso fue lo que supuso la muerte de Tubería. Quién sabe lo que pasó por su cabeza, el caso es que ese sacrificio tuvo el efecto de una sustitución, y Monleón no volvió a ocuparse de Miguel Oscar, que se retiró a su isla, de donde ya no saldría nunca. De hecho, muchos años después, cuando yo empecé a ir por allí, todo continuaba igual. Apenas bajaba al centro del pueblo más que para hacer sus compras de tabaco y la de los escasos alimentos que necesitaba. Y, por supuesto, jamás volvió a intercambiar una palabra con Monleón, con el que de vez en cuando coincidía por las calles. Ni siquiera cuando el paso del tiempo terminó por transformarles en dos ancianos.

»Yo conocía a Miguel Óscar porque en el pueblo todos nos conocíamos. Además porque era tío de Nani, mi mejor amigo. Nos gustaba ir a verlo a su isla. Le ayudábamos a regar, y nos repartíamos su merienda. Bebíamos unos traguitos de vino, que refrescaba sumergiendo la bota en la corriente, y hasta nos tendía su petaca para que liáramos un cigarro (práctica que terminamos por dominar, sobre todo Nani que liaba unos pitillos cilíndricos y prietos, como pequeños tallos). Miguel Oscar no era, a pesar de su soledad, un hombre huraño. Nos recibía siempre de buen humor, y hablaba de una forma parsimoniosa y elegante que enseguida captaba nuestro interés.

Hice una larga pausa. Sagrario rebulló en la silla, y a Marta se le escapó uno de sus suspiros. Realmente en esos suspiros parecía que se le iba la mitad de su alma. «El alma es el no ser», me dije sonriendo.

—Fue una de esas tardes —continué—, cuando nos contó la historia de la bolsa de babas. Aunque Miguel Óscar prefería llamarla la historia de los durmientes.

»Recuerdo que estábamos con él en la isla, y se presentó Isa, la prima de Nani. Venía acompañada de una amiga suya, que se llamaba Andreona, y le traía a Nani un recado de parte de su madre. Miguel Óscar las hizo sentarse con nosotros. Sabía tratar a las mujeres, y éstas se encontraban a gusto en su compañía. Hablaba con ellas, y ellas le miraban embelesadas, como si les estuviera poniendo una casa, una casa de palabras. Las palabras eran ramas, y él las tendía sobre sus cabezas para protegerlas del sol. Ramas sin tronco, eso era para las mujeres el tiempo de la juventud.

Chiqui me miró contrariada, con las zarpas dispuestas para el ataque. Pero yo no le di opción.

—Recuerdo —continué—, que Isa mordisqueaba una manzana, que enseguida abandonó en el suelo. No comía nada, y estaba por esa razón demasiado delgada. Nani aprovechó esa circunstancia para meterse con ella. Se puso muy bruto y estuvo a punto de hacerla llorar. Cuando se fueron, Miguel Oscar le recriminó su actitud. «Es una puta», fue su respuesta. Isa había sido sorprendida en situación más que comprometida con un forastero. No era la primera vez. Se había corrido por el pueblo y Nani, avergonzado, la quería humillar. Miguel Oscar volvió a intervenir. «¿Os he contado la historia de los durmientes?», preguntó. Negamos con la cabeza, y él empezó a contar.

»La historia había tenido lugar en un pueblo de las montañas de León, y le había sucedido a una amiga suya que era maestra. La mandaron destinada a ese pueblo nada más sacar las oposiciones, y todo transcurrió con normalidad hasta que empezaron los primeros fríos. Entonces observó una cosa, cada vez tenía menos niños. Uno tras otro dejaban de asistir a clase. No sólo eso, que no fueran a clase, sino que no los veía por ningún lado. También empezó a pasar eso con los mayores, de forma que el pueblo cada vez estaba más vacío, y los pocos que iban quedando rehuían sus preguntas con sequedad y nerviosismo creciente. La maestra, que era muy joven, se había hecho amiga de un leñador. Era un chico guapo y fuerte que de vez en cuando bajaba al pueblo para verla. No sabía leer y ella se había ofrecido a enseñarle. Empezaron con aquellas clases, y un buen día la maestra se dio cuenta de que vivía para esperar esos instantes. Era una hoja que temblaba al verle aparecer en la puerta, y cuando abría los libros para enseñarle, su emoción le hacía ver borrosas las letras. También le extrañaba su obediencia. Habría podido levantarla del suelo sirviéndose sólo de una de sus manos, levantarla y echársela sobre su hombro como si pesara lo mismo que una de sus chaquetas, y sin embargo todo cuanto ella le pedía lo hacía sin rechistar. Era como si un pajarito mandara sobre un toro.

»Una noche, y cuando ya el pueblo estaba medio vacío, el muchacho se presentó inopinadamente a verla. Llamó a la puerta, y ella, que ya estaba acostada, salió a abrirle en camisón. Estaba muy nervioso, y en su rostro había una rara expresión de ansiedad. “Venga conmigo”, le dijo. Pero ella, a pesar de que nada deseaba más en el mundo, se negó. A partir de esa noche tampoco a él volvió a verle. Y entonces lo descubrió todo. Se había quedado sólo con tres alumnos y de pronto uno de ellos también dejó de ir a la escuela. Conocía a sus padres, y decidió presentarse en su casa para preguntarles. Llamó a la puerta, pero nadie le abrió. Ya se estaba yendo cuando a la altura del establo le pareció oír algo, una respiración profunda. Entró y cuando sus ojos se hubieron acomodado a la oscuridad vio un espectáculo sorprendente. De una de las vigas colgaban dos bolsas enormes, pegajosas, en las que se adivinaban miembros humanos. Aún más, esos cuerpos estaban vivos, y lo que había percibido era su respiración. Salió corriendo, y regresó a su casa, donde se encerró. No sabía qué hacer, ni cómo explicar lo que había visto. Entonces llamaron a la puerta. Era la vieja vecina. Se sentaron a la mesa, y empezó a hablar. Aquél era un pueblo extraño, le dijo. Tal vez el único pueblo en el mundo en que los habitantes se retiraban a invernar. Lo hacían fabricando unas bolsas en las que se introducían, ya uno o varios juntos, según sus preferencias, cuando empezaban los primeros fríos. Los recién casados, por ejemplo, lo hacían juntos; también los niños pequeños y sus madres. Y permanecían en aquellas bolsas llenas de una sustancia pegajosa, que durante el largo sueño segregaban sus propios cuerpos, hasta que llegaba la primavera. Eso era todo. No era una cosa ni mala ni buena, pero así había sido en aquel pueblo desde que se guardaba memoria de él, y así seguiría siendo con toda probabilidad mientras quedara uno solo de sus moradores. Por eso el pueblo se estaba quedando vacío, y por eso muy pronto, cuando ella fuera a la escuela, se encontraría las clases vacías. “¿Y qué tengo que hacer?”, le preguntó mi amiga. “Irte de aquí, antes de que eso suceda”, le contestó la anciana sin vacilar. Lo hizo esa misma tarde, sintiendo, en principio, un inmenso alivio por haber tomado aquella decisión. Pero luego empezó a pasarle una cosa. No podía dejar de pensar en el leñador. En aquellas tardes en que ella le enseñaba a leer, mientras la luz dorada de la tarde temblaba sobre las páginas del libro con la ingravidez del polen. Pero sobre todo, en la noche en que le pidió que le acompañara. Supo entonces lo que había venido a pedirle. Que se metiera con él en una de aquellas bolsas para permanecer juntos los largos meses del invierno. Y trataba de imaginarse lo que habría sido estar así, los dos juntos en aquel interior palpitante, sólo pendientes de esas sensaciones elementales, el calor, la proximidad, la segregación de aquella sustancia pegajosa, que haría de sus miembros enlazados un único y lentísimo organismo. Y se dio cuenta de que no había nada en el mundo que hubiera deseado más.

»Recuerdo —continuó Miguel Oscar—, que cuando me contó esto último los ojos de mi amiga se llenaron de lágrimas, y que su rostro adquirió una expresión de hondo abatimiento. “Me equivoqué”, añadió. “Debí quedarme en aquel pueblo. El resto de mi vida no ha sido sino la búsqueda de algo que había dejado atrás para siempre”.»

Y después de hacer una nueva pausa, Miguel Oscar, mirando con fijeza a Nani, sacó la moraleja de la historia. «Ya lo ves —le dijo—, las mujeres también buscan una bolsa de babas. En esto son iguales que nosotros.»

Fui yo el que entonces se detuvo antes de volver a seguir. Sagrario me miraba sin pestañear. Estaba muy guapa, y por la intensidad de aquella mirada me di cuenta de que había metido la pata contando aquella historia y que estaba pensando en el francés. En el tiempo en que también ella había estado metidita con él en una bolsa de aquéllas, llena de babas hasta las orejas. Pero enseguida reaccionó. En esos instantes las mujeres son como ardillas. Listas y malas como ellas. Esas ardillas que sólo piensan en tomarlo todo para sí. Que desearían llevarse el mundo entero al interior del tronco donde tienen su casa.

—Lo de la bolsa de babas suele estar claro en casi todos los casos —dijo Sagrario.

Y añadió con malicia:

—En el tuyo especialmente. Pero lo que no veo por ningún lado es al perrito sabio.

Sagrario se refería a mi historia con Marta, que había sido una historia loca, intensísima, que nos había mantenido apartados del mundo durante varios meses. Sagrario y yo habíamos tenido un pequeño asunto que, sin embargo, había terminado meses antes del comienzo de esa historia. Pero seguía considerando a Marta una intrusa, sobre todo en el terreno político. Mi bolsa de babas, como decía Sagrario, incluía a Marta, y al igual que a la maestrita del cuento de Miguel Oscar aún temblaba cuando pensaba en lo que habíamos hecho dentro. Incluso con más razones que ella, puesto que aún estaba en su interior, sumergido en un mar de delicias.

Me repuse como pude.

—Todos los hombres y mujeres —les dije— tienen o han tenido alguna vez el auxilio de una fuerza benéfica. A esa fuerza la llamo perrito sabio. Aún más, tengo el convencimiento de que ninguna vida sería posible sin esas intervenciones decisivas. Aunque la mayoría de las veces nos pasen desapercibidas.

Aquella noche estaba inspirado. Habría podido competir hasta con la misma Sherezade, consciente de que la verdad no está en un solo sueño sino en muchos sueños a la vez. Además la nueva historia me pertenecía.

—Marta y yo —continué— íbamos a pasar unos días a Santander y coincidimos en el compartimiento del tren con una mujer y su hijo, de unos seis años. El niño era tan inquieto e insaciable que terminó por agotarnos a todos. Jugamos a las adivinanzas, a las cartas, hasta la casi extenuación. En una pausa, Marta empezó a hablar con la madre. De pronto el niño se levantó. «Voy a hacer pis», nos dijo. Estábamos en la cola del vagón y de nuestro compartimiento al servicio había apenas diez metros. No había ningún problema, por lo tanto, en que el niño fuera solo. Sin embargo, en ese instante pasó algo extraño. Me levanté sin pensar en nada y fui detrás del niño. Mecánicamente, como siguiendo un mandato incomprensible. Apenas tuve tiempo para preguntarme por lo que estaba haciendo. El tren iba a toda velocidad y las dos puertas del vagón estaban abiertas. El niño, que se había encontrado de frente con una de ellas, retrocedía asustado ante el estruendo ensordecedor. Logré retenerle cuando se iba a precipitar por la puerta que tenía a su espalda. Creo que él ni se enteró. Le llevé al servicio y luego al compartimiento donde estaba su madre. Ni Marta ni ella habían reparado en nada, y dejé al niño entre las dos. Apenas me dio tiempo a salir de nuevo y dirigirme corriendo al servicio, donde devolví toda la comida. Era como Tubería, tenía el paladar abierto y por él escupía la comida que acababa de comer.

Hice una pausa. Ventura y las chicas me miraban estremecidos, sin poder articular palabra.

—Nunca me lo habías contado —dijo Marta, sin poder ocultar su emoción.

La miré a los ojos, como pidiéndole disculpas, y continué:

—Creo que la vida no sería posible sin esas figuras que nos auxilian. Que lo hacen sin que se lo hayamos pedido, y de cuyas intervenciones la mayoría de las veces no llegamos a damos cuenta.

Y añadí:

—En esta historia, el perrito sabio era yo.

Hicimos una larga pausa, que Sagrario volvió a romper.

—Te falta la isla —me dijo con brusquedad.

A esas alturas estaba claro que mis historias no habían sido oportunas, y quería ocultar como fuera su desamparo.

Iba a seguir pero, en el último momento, me detuve.

—No —le contesté—, también hay una isla, pero ése es un tema para otra noche.

Me sentía demasiado fatigado, y la mirada de Sagrario me había dejado literalmente deshecho. Era ella ahora la que tenía el paladar abierto. Me levanté y llamé al camarero, que enseguida nos trajo la cuenta. Luego salimos del bar. Ventura y Chiqui se despidieron unas calles más abajo, y Marta y yo acompañamos a Sagrario hasta su casa.

—Anda —insistió ante el portal—, dime lo que significa la isla.

Estaba muy hermosa, y por unos momentos estuve tentado de contestarle. Pero, al mirarla a los ojos, me di cuenta de que no debía hacerlo.

E, inclinándome sobre ella, rocé su mejilla con mis labios.

Cuando nos quedamos solos Marta se agarró con fuerza de mi brazo. Se había dado cuenta de todo, y también ella se sentía un poco culpable. «¿Aún le sigue queriendo, verdad?» Sagrario no tenía suerte con los hombres. Después de algunos escarceos con compañeros del Partido, entre los que me contaba, había tenido una relación con un francés, al que había conocido en una reunión en París. Fue una relación muy destructiva que la desquició por completo. Aún no se había repuesto, y proyectaba en sus amigos varones ese fracaso terrible.

Anduvimos un rato en silencio y de pronto Marta me preguntó que por qué no había querido contarles lo de la isla. Y como yo me encogiera de hombros, ella se molestó. El resto del paseo lo hicimos en silencio. Hubiera querido contestarle, pero le debía a Sagrario ese silencio. Al menos, esa noche. Sagrario me había mirado en el portal de su casa con una expresión enajenada y, en el último momento, había decidido callarme. O mejor dicho, me había dado cuenta de que no podía hablar de esa isla, porque Sagrario aún estaba en ella. Se parecía a Miguel Oscar y sólo confiaba en que su vida no tuviera que transcurrir sin abandonarla, como le había pasado a él.

Porque la isla era el lugar del perdón.