LAS PROPORCIONES JUSTAS

Miró la hora en su reloj de pulsera y sentada en una esquina de la cama se puso a examinarse las piernas. Acababa de descubrirse en la ducha unos puntitos rojos por toda la piel, y estaba furiosa con Fernando, que la había tenido todo el verano encerrada en una casa donde apenas se podía respirar. Pero ¿y si estaba realmente enfermo? La verdad es que tenía un aspecto fatal. Tan delgado y con aquella expresión de estar a punto de correr a la ventana y ponerse a pedir socorro.

—Soy mala —se dijo acercándose aún más al espejo, lo que aprovechó para quitarse una espinilla que acababa de descubrir junto a la oreja.

Pensaba esto porque esa mañana, de regreso a casa, se había encontrado con Nacho, un amigo común. Seguía igual a sí mismo, jugando su papel de eterno seductor y a ella había vuelto a resultarle cargante. De hecho, y durante el tiempo que estuvieron hablando, no dejó de mirarla con descaro, insinuándole que con sólo fijarse en sus ojos podía adivinar hasta el color de su ropa interior. En la conversación salió el viaje a Menorca, que habían hecho dos veranos atrás.

—Tenemos que repetirlo —le dijo Nacho, pero al referirse a Femando Marta le contestó con un cierto desapego, dándole a entender que Fernando y ella eran dos personas distintas, y que no tenían por qué coincidir en todos los veranos que aún les quedaban por vivir. Nacho lo cogió al vuelo, y se la quedó mirando con una sonrisa de complicidad. Luego, al ir a besarla para despedirse, prolongó el momento más tiempo de lo necesario, y ella sintió la presión de su mejilla y la raspadura de su barba.

Y le gustó, aunque más tarde, al pensar en ello, le hubiera dado la risa.

—No, si a lo mejor no estaba tan mal probar —se dijo.

Pero enseguida se puso a pensar en Fernando, y en lo bien que se lo pasaron en aquel viaje. En la noche en que robaron la moto, y en aquella otra en que los dos estaban fastidiados, por algo que habían comido, y Nacho les dio una centramina a cada uno haciéndoles creer que se trataba de una pastilla para el estómago. Terminaron subidos a una farola, y Fernando había estado graciosísimo, todo lo maravilloso que podía llegar a ser. Nunca había sido más feliz, ni había sentido con nadie esa sensación inigualable, la de que nada malo les podía pasar mientras estuvieran juntos. ¿Seguía siendo así? Marta respiró con dolor. Un grupo de niñas jugaba en la acera y cruzó a su lado sin apenas mirarlas, apartándolas a su paso como a esas ramas que en los paseos entorpecen nuestra marcha. ¿Para siempre? Hasta Julia, la mujer de su padre, era más lista que ella. Ella había corrido a explicarle su amor, y Julia se la quedó mirando con una sonrisa cariñosa, aunque de autosuficiencia.

—Sólo la muerte es para siempre —le dijo sentenciosa.

¿Tan mal estaban las cosas? Sí, la verdad es que sí. Habían sido unos meses fatales. Fernando acababa de perder una nueva oportunidad para entrar en la orquesta, y para colmo las cosas entre ellos no iban demasiado bien. Discutían por cualquier bobada, y Fernando no estaba bien de salud. Recordó la noche del jueves. Se había despertado ahogándose, y ella pensó en un ataque al corazón. Pero a pesar de su insistencia no quiso ir al hospital. Por fin, se durmió al amanecer. Ella estaba agotada, pero no tenía sueño, y fue a la cocina a beber agua. El vaso se escurrió de sus manos y se rompió contra el fregadero. Al ir a recoger los trozos se cortó. Una herida sin importancia, pero por la que había sangrado con abundancia. Y entonces tuvo aquella extraña reacción. La de quedarse mirando la herida sin hacer nada, viendo gotear la sangre sobre el fregadero, hasta teñirlo de rojo. Y por primera vez desde que vivían juntos había pensado que nada les protegía, y que estaban tan solos como todos los hombres y todas las mujeres del mundo.

Terminó de secarse, sobre todo el pelo, que frotó con fuerza con la toalla, y al ver de nuevo la hora en su reloj de pulsera se dio cuenta de que empezaba a andar apurada de tiempo. Abrió su armario y buscó, entre la ropa que acababa de regalarle Julia el vestido de tirantes. Era muy corto y se lo puso con la facilidad del que despliega una servilleta. Tampoco le cubría mucho más, y de hecho Julia había puesto resistencia a comprárselo.

—Estás indecente —le dijo con un gesto de incomodidad, al verla contonearse en la puerta de los probadores. Pero luego fue ella misma la que, temiendo que otra se les adelantara, lo cogió de la percha y se lo dio a la dependienta, aunque evitando mirarla a los ojos, como el que hace algo reprobable y teme ser juzgado por esa acción.

Marta estaba encantada con él, y de hecho, siempre que se lo ponía, no podía evitar, al verse en el espejo, un sentimiento de orgullo. Era un sentimiento que englobaba a todas las mujeres, como a una especie perfectamente diferenciada a la que se sentía orgullosa de pertenecer. Muy superior a todas las otras.

Días atrás había visto una fotografía en el periódico. Una muchacha se acababa de lanzar casi desnuda al campo de tenis, en plena competición, y los tenistas la miraban confusos y maravillados. La chica se cubría el pecho con el borde de un delantal, su única prenda, pero enseñaba sus largas piernas, y en su rostro había una expresión de incontenible júbilo. Había sentido envidia de aquella muchacha, de su atrevimiento y de su confianza. Como si no tuviera nada que temer, porque a los seres hermosos se les perdona todo.

Fue a la cocina a despedirse de Fernando, que estaba tan abstraído en su tarea, que ni siquiera se dio cuenta de que ella le miraba desde la puerta. Se sintió conmovida por él. Había conseguido un trabajo adicional de contable en un supermercado, y estaba luchando con las cuentas y las facturas. Llevaba cinco días sin salir de casa, embutido en aquellos libros, cuyas hojas estaban recorridas por rayas rosas, y que recordaban esos antiguos cuadernos en que los niños de las escuelas pobres aprenden a escribir.

El calor era insoportable, y Fernando se había quitado la camiseta. Estaba muy pálido, y era verdad que había adelgazado, aunque a ella le siguiera pareciendo guapo. No era, desde luego, ni falta que hacía, uno de aquellos robustos muchachos de la fotografía, tenistas inmaculados, que parecían alimentarse de las pelotas que utilizaban y de la carne joven de las muchachas que entre jugada y jugada se echaban a correr por el campo, locas por llamar su atención. Recordó una frase de su padre.

«Los intelectuales son unos pésimos esposos.»

No era cierto, y estar casado con uno tenía sus secretas compensaciones. Pensó en el libro que habían estado leyendo juntos en la cama unas noches antes. Fernando estuvo tan inspirado, que la cama entera se había transformado en una pradera interminable. ¿Y cómo podía suponer ella que los animales de las praderas pudieran resultar unos seres tan atrevidos y llenos de delicadezas?

—Chao, vaquero —le dijo tratando de expresar esa complicidad. Porque el libro se titulaba Búfalo Bill ha muerto, y era de un poeta norteamericano cuyo nombre había olvidado.

Fernando levantó los ojos de sus cuadernos y le dedicó una sonrisa tarda y exhausta.

En el salón Marta se encontró con el violoncelo. Descansaba en uno de los rincones, confinado en su funda de cuero negro. Fernando llevaba casi dos meses sin tocarlo.

—Te odio —le dijo.

Decía eso porque Fernando no era el mismo desde que le habían suspendido el examen. No quería reconocerlo, pero estaba hecho polvo. Se había preparado a fondo, ensayando durante meses un mínimo de seis horas al día, y el suspenso había supuesto para él un auténtico mazazo. Recordaba la última vez que le había acompañado al Conservatorio. Su concentración, su andar cansino, y aquel bulto inmenso que parecía esconder todas las reservas de drogas del país. La verdad es que daba un poco de pena, como si fuera por la calle cargando su propio ataúd.

Todo cambiaba cuando se ponía a tocarlo, sobre todo si era una de las suites de Bach. Ella se sentaba en el suelo del salón, con la caja de galletas, y podía pasarse escuchándole las horas muertas. No había nada más maravilloso. Comprendías que todo estaba bien. ¿Cómo era aquello? Que la vida tenía las medidas adecuadas. Trató de acordarse de cómo continuaba el poema, pero no pudo seguir adelante. Le dio tanta rabia que por un momento estuvo tentada de ponerse a buscar el libro de Búfalo Bill, para leer las palabras exactas, pero cambió de idea al volver a mirar su reloj de pulsera.

«Llegaré tarde», pensó, sacudiendo su pelo aún húmedo. Sus rizos caían salvajes sobre sus hombros desnudos, y ella sentía su peso y su frescura. Había una luz extraña en la casa. El sol entraba por la ventana, atravesando las cortinas verdes. Entraba con tal fuerza que todos los muebles tenían el verde del fondo del mar. Le pareció que la casa entera expresaba algo, pese a que nada a su alrededor pretendía expresar nada.

Pero antes de salir volvió a detenerse en la puerta. ¿Y si le pasaba algo, si de verdad tenía algo grave? Regresó a la cocina y acercándose a Fernando le besó suavemente en el cuello.

—Es como besar a un pollo —le dijo.

Y, enseguida, añadió:

—No te preocupes, seguro que no es nada.

Salieron exultantes del médico.

—Es increíble, increíble —murmuraba cada poco Fernando, que la habría cogido del talle y se habría echado a bailar con ella en plena calzada, haciendo parar a los automóviles.

Todo había comenzado un mes antes. Femando empezó a adelgazar sin motivo, a pesar de que tenía un apetito voraz, y a sentirse cada vez más cansado. Luego tuvo aquellas raras deposiciones, con coágulos de sangre, y sobre todo con aquellos restos extraños que parecían segmentos de piel, partes de un intestino que se estaba desintegrando. No le dio importancia hasta que habló con Ventura, un compañero del Partido. Le contó una historia truculenta, alguien con un cáncer de colon, y regresó a casa convencido de que también él lo tenía. Llegó blanco como una pared. Y, de hecho, al ver a Marta se mareó.

—Estoy fatal —acertó a decir, antes de marearse en sus brazos.

La noche antes había empezado a tener aquellas extrañas sensaciones, la de algo moviéndose en el interior de su abdomen, y eso les decidió a visitar al médico. El mareo de Fernando aceleró esa decisión. Marta llamó a Julia por la mañana.

—Seguro que es un corte de digestión.

Ésa era su forma de proceder cuando alguien trataba de contarle algo desagradable, fingir que había escuchado otra cosa.

Marta colgó sin contestarle.

—Vete a la mierda —murmuró cuando ya había colgado.

El médico frunció el ceño al escuchar la descripción de los síntomas, y pidió distintos análisis. La semana fue un verdadero infierno. Fernando tenía que terminar aquel trabajo del supermercado y ambos estaban nerviosísimos por lo que aquellos análisis pudieran revelar.

Finalmente volvieron al médico. Ya tenía el resultado de las pruebas, y formuló impávido su diagnóstico. Que enseguida adornó con una pequeña conferencia sobre la enfermedad, y con lo que había que hacer para atajarla.

Marta le preguntó incrédula que si estaba seguro.

—No hay ninguna duda, señorita —le dijo esbozando una sonrisa forzada, mientras con una de las manos se frotaba una y otra vez la frente como para apartar de sí inoportunos pensamientos.

Salieron de allí dándose empujones, conteniendo con dificultad las ganas que tenían reírse. Fernando no se lo podía creer.

—Esto hay que celebrarlo —dijo Marta.

Y se dirigieron al supermercado. Compraron varias clases de queso, salchichas, paté y dos botellas de vino. Marta no dejaba de darle cosas para que las fuera poniendo en el carrito, mientras él la miraba extasiado. Hasta en el supermercado, entre los expositores llenos de alimentos, parecía estar a sus anchas, como si todas aquellas cosas la esperaran allí desde siempre

—¿No crees que ya tenemos bastante? —le preguntó mientras se disponía a recibir una tarrina más de paté. Extendía su mano, para tomar la tarrina, como si quisiera recibirla a ella entera en aquella mano.

—Tenemos que alimentar a dos —le dijo Marta divertida.

Fernando la miró con ojos asesinos, aunque enseguida volvió a darle la risa. Marta recordó la escena del Centro de Salud.

—Tiene usted una tenia saginata —dijo imitando la voz grave del médico, al tiempo que reproducía su gesto de llevarse una y otra vez la mano a la frente.

Pero al llegar a casa Fernando volvió a sentirse mal y tuvieron que sentarse en las escaleras.

—Esta hija puta, ha vuelto a moverse.

Sentía a la tenia a la altura del estómago, moviéndose lentamente en dirección a su esófago. No eran, como cabe suponer, unos sentimientos tranquilizadores. Y Fernando se puso a sudar. Por fin llegaron a casa.

—Tú descansas un poco —le dijo Marta llevándole hasta el dormitorio—, mientras yo preparo la cena.

La tenia se debió de colocar de otra forma, porque enseguida Fernando volvió a encontrarse bien. Cenaron con ganas, y empezaron a juguetear. Terminaron otra vez en la cama, aunque esta vez estrechamente abrazados.

—Perdóname —le dijo Fernando, aprovechando para mordisquearle el lóbulo de la oreja—. Supongo que estos días no he sido un marido ejemplar.

Seguían muy juntos, un poco sofocados por lo que acababan de hacer.

—Ha sido genial —murmuró Marta devolviéndole los pequeños mordiscos, aunque ella prefirió detenerse en el cuello.

Todo había discurrido según mandaban los cánones: lenta, interminablemente, como si hubieran visto pasar a su lado los sucesivos compartimientos de un tren. O mejor dicho, como si se hubieran colado a escondidas en El Corte Inglés, cuando todos se habían ido, y hubieran estado visitando todas sus plantas. La planta de los zapatos, de la ropa de caballero, la de los juegos de mesa, la de los electrodomésticos, la de la ropa interior de las chicas…

—Vas a terminar conmigo —le dijo Fernando al oído.

Pero no debía de encontrarse tan mal porque aún había tardado mucho tiempo en separarse, y Marta se había quejado.

—Me ahogas.

Fernando se apartó un poco, y Marta aprovechó para escabullirse de sus brazos. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Se estuvo colocando el pelo.

—Creo que me lo voy a cortar.

Fernando protestó.

—Si lo haces me separo de ti.

Se puso a hacerle cosquillas y terminaron otra vez abrazados. Esta vez estuvieron visitando la planta de los menajes de cocina. Viendo cuberterías. Los cuchillos por un lado, los tenedores por otro; y, enseguida, las grandes cucharas soperas, que parecían hermosos hombrecillos dormidos.

—Quieto, quieto… —murmuró Marta.

Casi no le salía la voz. Y luego, separándose un poco, para que dejara de besarla, le dijo:

—¿Te acuerdas de cuando robaste la moto?

El encuentro con Nacho había reactivado aquel recuerdo, que ahora volvía exacto a su pensamiento.

—Entonces sí que me querías —concluyó.

Era una moto vieja, que parecía abandonada en una cuneta. Fernando la tomó del manillar y, pavoneándose, fue con ella en su busca y le pidió que se subiese. Lo sorprendente fue que se puso en marcha al accionar el pedal, y en apenas unos segundos huían por la carretera, como dos proscritos. Pero Fernando no acertó a encender el faro, y se salieron de la carretera en una curva. Ninguno de los dos se hizo nada, pues iban a muy poca velocidad. Cuando quiso darse cuenta de lo que pasaba vio a Fernando tumbado de espaldas, pidiéndole que se acercara.

—Ven —le dijo.

Y ella se acostó a su lado.

—Aquélla es Venus —le dijo levantando su dedo para señalar una estrella, la más brillante de todas.

Había infinidad de estrellas, y estuvieron un buen rato contemplándolas en silencio. En aquel momento todo les pertenecía. Les bastaba con desear algo para tenerlo sin demora. Aún no habían llegado a ese punto en que descubrirían que había lugares en que no podrían entrar, al menos los dos juntos, como aquella pareja que eran. Vieron una estrella fugaz. Corrió por el firmamento dejando un rastro de luz, como si estuviera empapada de leche y la fuera perdiendo al caer.

—Pide un deseo —le dijo Fernando.

Y ella cerró los ojos y formuló su deseo. Aún se acordaba de él. Que nunca le dejara de querer. Ahora le hizo gracia que lo pidiera así. Y que, más que Fernando la abandonara, lo que hubiera temido es ser ella la inconstante. Reaccionó invirtiendo los términos.

—Estabas loco por mí —murmuró volviéndose a refugiar en sus brazos.

Le pareció que la moto aún estaba allí con ellos, y que les bastaba con cerrar con fuerza los ojos para encontrarla en algún lugar de sus sueños.

—Fue nuestro verano Azcona —murmuró Fernando.

Habían estado en Menorca, con unos compañeros comunistas. Uno del Partido les había proporcionado la casa. Les llamó por teléfono, y tuvieron que adelantarle el dinero del alquiler. Todo eran excelencias. Cuatro habitaciones, salón en perfecto estado, baño y ducha recién hechos, pero lo que se encontraron al llegar era bien distinto. El camarada era un aprovechado de aúpa, y les había metido en una casa casi en ruinas, sin ni siquiera una mesa en la que poner los platos, aunque, eso sí, llena de colchones. En el momento más álgido del veraneo llegaron a dormir quince personas.

—Ha venido el Partido entero —le dijo Marta.

El baño estaba en el patio. Y tenía por puerta una simple cortina. Era tan diminuto que tenían que salir a secarse fuera, por lo que siempre estaba concurridísimo, sobre todo cuando eran las chicas las que se duchaban.

—Creo —decía Nacho, que en aquellos instantes se servía de cualquier excusa para salir al patio— que deberíamos aprovechar para hacer un seminario sobre El Capital.

El tendal de la ropa, en que ellas colgaban su colada, parecía una de esas guirnaldas llenas de faroles de colores que ponen en las verbenas de los pueblos.

Por las noches preparaban meriendas. Llegaron a montar una barbacoa, y comían y bebían sin parar, sobre todo cervezas y gambas. Uno de los chicos había conseguido trabajo en un supermercado, de repartidor, y se presentaba cada tarde con una caja de gambas de cinco kilos, y una jaula de cervezas. Nadie se explicaba cómo podía sacar aquello sin que los encargados se dieran cuenta. Preparaban las gambas a la plancha, chupándose los dedos hasta arrancar de ellos la última reminiscencia marina. Mientras lo hacían reinaba en el patio un silencio que llegó a hacerse famoso. Incluso llegaron a ponerse un nombre, Brigada Anticapitalista de Devoradores de Gambas.

La madre de Marta procedía de Menorca, y sus dos hermanos, el tío Carlos y la tía Milagros, aún vivían allí. No se habían olvidado de Marta, a pesar de que llevaban años sin verla, y de hecho todas las Navidades le seguían mandando un paquete con productos menorquines: queso, sobrasada y turrones. Naturalmente, cuando supieron que se había casado y que tenía intención de veranear en la isla la escribieron conminándoles a que les fueran a ver. Marta y Fernando tardaron en decidirse, pues se temían lo que finalmente sucedió, un rosario de visitas e invitaciones a las que tendrían que dedicar una parte sustancial de su precioso tiempo de vacaciones.

El tío Carlos y la tía Milagros vivían en dos casas contiguas, comunicadas por el patio. La tía Milagros, que estaba soltera, vivía en una de las casas; en la otra, el tío Carlos con su mujer, Paz, y los padres de ésta, dos ancianos casi nonagenarios. La madre no se movía de la silla, y se limitaba a asentir a cuanto se le decía con una expresión bobalicona; y el padre, al menor descuido, burlaba la vigilancia de su hija Paz y se lanzaba impetuoso a la calle, de donde algún vecino le traía poco después. En esos momentos su rostro expresaba una profunda consternación. «Créeme —le decía a su hija—, no sabía volver.»

Fueron a verlos y se deshicieron en atenciones. Sobre todo la tía Milagros, a la que aquella visita trastornó por completo. No podía dejar de mirar a Marta. La hizo sentarse a su lado y la mantuvo sujeta por las manos todo el tiempo que pasaron juntos, porque parecía dudar de sus percepciones y temer que de un momento a otro pudiera desaparecer de su vista, a la manera de los espejismos. Y era para dudar de esas percepciones, pues Marta era igual que su madre, y así lo atestiguaban las distintas fotografías que les enseñó. La madre de Marta se había casado muy joven, y había pasado en Menorca el primer año de su matrimonio, donde el padre de Marta tuvo su primer destino como notario. Pasado ese primer año se fueron a Burgos y ya no regresaron nunca, lo que rompió el corazón de la tía Milagros, que siempre amó con locura a su hermana menor, a la que prácticamente había criado, pues había entre ellas una diferencia de veinte años. Su muerte, sucedida no mucho después, había sido sin duda el acontecimiento más penoso de su vida. Y ahora venía su hija, que era su vivo retrato, y tenía, más o menos, su misma edad de entonces, porque la vida era así de incomprensible, y superaba a diario los límites que se iba poniendo.

—Eres igual que ella —le dijo en la misma puerta sin soltarla de las manos. Y a Marta, desbordada por aquella ternura, se le hizo un nudo en la garganta que le impidió articular una sola palabra.

Todo fueron atenciones. Les estuvo enseñando la casa, les trajo pastas, y quedaron en volver a verse esa misma tarde, cuando su hermano, el tío Carlos, hubiera regresado. Se despidieron en la misma calle, y hasta llegó a acompañarles un rato, pues se negaba a soltarle la mano, temiendo sin duda que también ella se fuera a marchar para no volver nunca, como había hecho su hermana.

—Me mira aterrorizada —le dijo Marta cuando por fin estuvieron solos.

Tu edad me asusta, te defiende y me acusa —recitó Fernando.

Marta se le quedó mirando con ojos estupefactos.

—Son unos versos de Móntale —continuó—. Pasaba de los setenta años cuando se enamoró de una joven escritora, que le iba a visitar a su casa. Traducían juntos a Emily Dickinson, y él le leía los versos que iba escribiendo en su ausencia, y en los que le decía que, aunque no sabemos lo que es la felicidad, no hay que ser crueles con esa vaga sensación de esperanza que sólo en nosotros permanece.

Marta se abrazó a su cintura.

—Yo a ti te querría aunque tuvieras setenta años —dando por supuesto que en aquel reparto de papeles a ella le tocaría ser la escritora joven.

—Eso dicen todas, pero luego se van con el repartidor de butano.

Marta le dio un pellizco.

—Eres un grosero, un jodido grosero.

Volvieron esa misma tarde, con intención de visitar al tío Carlos, al que no pudieron ver en su primera visita. Iban a llamar a su puerta cuando la tía Milagros empezó a hacerles señas desde su casa.

—Eh, eh —murmuró sacando al menos medio cuerpo por la ventana.

Fernando la miró estremecido, temiendo que se fuera a tirar.

—Ahora bajo —les dijo.

Enseguida les abría la puerta.

—Deprisa, deprisa —les dijo presa de una gran excitación. Actuaba con el nerviosismo de quien se expone a un gran riesgo.

Les hizo subir a su dormitorio, donde se dirigió a la cómoda y sacó un pequeño estuche que entregó a Marta, no sin antes asomarse a la puerta y volver a mirar hacia las escaleras.

—Son para ti —le dijo casi murmurando.

Eran dos pendientes de oro, en que estaban engastados dos pequeños corales.

—Eran de tu abuela.

Estaba radiante y sus ojos transparentaban como el agua.

—A ver cómo te sientan —le dijo, señalándole el espejo.

Marta se puso estremecida los pendientes, pensando que muchos años atrás su abuela, y tal vez su propia madre, se los habían puesto ante aquel mismo espejo, con la cabeza llena de sueños. ¿Recordaban esos sueños a los suyos? Le pareció que todos los sueños de las mujeres eran semejantes, porque todos tenían que ver con las ansias de ser amadas. También que, cuando se miraban al espejo, todas experimentaban la misma sensación de agotamiento y de irrealidad que ahora sentía ella. Porque intuían que en el fondo eso no era posible.

Entonces pensó en la tía Paz. No hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que todo en aquella casa pasaba por su control, y que antes o después echaría de menos los pendientes.

—No, no los puedo aceptar —dijo Marta.

—Tonterías —le contestó la tía Milagros—. Son míos y puedo dárselos a quien me dé la realísima gana.

Y lo decía en serio, porque después de tantos años de ciega sumisión a su cuñada, se había decidido a actuar por su cuenta. Hermosa y despectiva, como esas mujeres que después de superar las inseguridades de sus primeros años alcanzan de pronto el pleno dominio de sí mismas.

Luego pasaron a la casa del tío Carlos, que también los recibió con alegría y generosidad. Aunque resultara mucho menos atractivo que su hermana. Hablaba parsimoniosamente, dudando a cada paso de lo que decía, y buscando la mirada de Paz, su mujer, como si temiera su desaprobación. El comedor estaba en penumbra y se sentaron junto a la puerta. El padre de Paz estaba comiendo, y lo hacía con tal vehemencia y precipitación que gran parte de la comida iba a parar a sus ropas. La tía Paz se levantaba cada poco, y le reñía por esta razón.

—Padre —le gritaba al oído—, que ya no tiene que viajar.

Había sido viajante y, según la tía Paz, se había acostumbrado a comer a aquella velocidad, sólo pendiente de aprovechar al máximo el tiempo para realizar sus ventas.

—No le hagáis caso —les diría a su regreso de vacaciones el padre de Marta—. Es un avaro, un usurero que hizo toda su fortuna concediendo préstamos a unos intereses indignos. Seguro que come a esa velocidad porque piensa que le van a quitar la comida.

Cuando por fin salieron de allí no terminaban de dar crédito a lo que acababan de ver. Y no era para menos. Fernando, que estaba excitadísimo, se puso a hablar sin parar. Según él sólo la naturaleza perversa del hombre podía construir y sostener un lugar como aquél. Y empezó a enumerar los horrores: la pobre tía Milagros atemorizada por su cuñada; el abuelo completamente gagá, pero aún obsesionado por seguir rentabilizando su tiempo; el tío Carlos alimentando con su parsimonia aquel círculo de somnolencia, en el que el segundo principio de la termodinámica alcanzaba una súbita ratificación; y mientras tanto, y era el verdadero misterio, la tía Paz reinando.

—Te has fijado —exclamó Fernando—, en el fondo está encantada de que todos estén así. Vive para compararse con ellos.

—Seguro —dijo Marta— que termina por envenenarles.

—Te equivocas —le contestó Fernando con vehemencia—, Necesita ver cómo se van desintegrando. Los burgueses siempre han necesitado indigentes a su alrededor para sentir que sólo a ellos les está destinada la felicidad de tener.

Mientras tanto ellos continuaban en la casa del pueblo, haciendo vida común con los otros. Se levantaban tarde, y visitaban las calas de los alrededores, moviéndose por la isla en autostop, pues no tenían dinero para alquilar un coche. La gente iba y venía por aquella casa, y a todos se encontraba sitio para dormir. Algunos lo hicieron en el mismo comedor, sobre un colchón arrojado en el suelo, y te encontrabas sus cuerpos vencidos por el sueño cuando ibas al baño.

—Pura promiscuidad —sentenció Fernando, que aún recordaba haberse encontrado una noche, al pasar por el comedor, con la novia de entonces de uno de sus amigos con los pechos al aire. Y se había sentido turbado por aquella hermosura, tan semejante a la de los hongos que brotan en la oscuridad de los bosques.

Nacho era el rey. Salía entonces con una chica de San Sebastián y se pasaban el día discutiendo. La trataba a batacazo limpio.

—La igualdad de sexos no ha llegado aún al Partido —afirmaba Marta, deplorando las actitudes de Nacho. Semejantes a las de un gallito de corral.

Se encerraba con aquella chica en su cuarto, y empezaban las discusiones. Salvajes, irrepetibles, como si en cualquier momento pudiera llegar a cometerse un crimen. Lo misterioso es que luego salían tan tranquilos, indiferentes a aquellas palabras atroces que se habían llegado a decir. Sobre todo Nacho, que antes de alejarse se pavoneaba un poco por el comedor. La provocación era algo a lo que no podía renunciar.

Pero donde estaba a punto de cometerse un crimen cada noche era en el piso de arriba. No les habían alquilado toda la casa, sino sólo la planta baja. En la superior vivía un anciano y su nieto, un chico de unos catorce años. Desde la primera noche oyeron gritos. Gemidos del anciano, ruidos de muebles desplazados por el suelo con violencia. De objetos que golpeaban las paredes. Una noche fue tal el escándalo que Nacho y otro de los amigos se decidieron a subir. Nada más verles en la puerta el anciano les pidió socorro, afirmando que su nieto le pegaba. Pero enseguida comprobaron que no era lo que se dice un santo, pues amparándose en ellos le propinó al chico un terrible golpe en las costillas tan pronto tuvo ocasión. Volvieron a enzarzarse en una violenta pelea, y Nacho y su amigo se las vieron y desearon para separarles. Era tratar de llevar la cordura a dos animales salvajes. Finalmente lograron imponer la paz. Hablaron con ellos y, dos horas después, salieron con el convencimiento de haber resuelto para siempre aquel conflicto. Pero los propósitos de la enmienda duraron sólo hasta la noche siguiente, en que se volvieron a zurrar. Aunque esta vez de una forma sorda, casi sin ruidos. Parecía mentira que en el cuerpo delgado del anciano pudiera haber tal determinación homicida, y que prefirieran permanecer juntos, incluso dándose aquellas soberanas palizas, antes que desaparecer cada uno en una dirección distinta.

—No me lo puedo creer —exclamó una de las chicas, al enterarse de que los ruidos los provocaban aquellas peleas y que el abuelo no era precisamente la víctima.

—Tú no sabes de lo que es capaz cualquier persona —le contestó Nacho, que trataba de justificar con aquella reflexión universal acerca de los vicios inherentes a la naturaleza humana, el fracaso de su mediación.

Mientras tanto la tía Milagros volvió a dar señales de vida. Les hizo llegar una nota. «Venid esta noche a las nueve. Paz no estará en casa. Au revoir. Tía Milagros.»

—¿Has visto? —dijo Fernando con una sonrisa—. Tía Milagros habla francés.

—¿Y por qué no habría de hablarlo? —le contestó Marta.

Las mujeres de la familia se unían para defender su honor.

Se acercaron a la hora prevista. Tía Milagros estaba detenida en la puerta, con los ojos fijos en la carretera y nada más verlos empezó a hacerles señas con la mano.

—Tenemos media hora —les dijo, tirando de ellos hacia el interior de la casa. Y, enseguida, otra vez escaleras arriba.

Allí, en un pequeño joyero, estaban las joyas que faltaban. Un colgante, un collar de perlas, un prendedor y una pulsera.

—Quiero que te quedes con ellas —le dijo a Marta poniéndoselas en las manos.

Y luego, se dirigió a la cómoda y abrió uno de sus cajones, de donde sacó un camisón precioso. De seda, con bordados tan leves que parecían salpicaduras de espuma de mar.

—Tu abuelo lo mandó traer de Venecia —le dijo con los ojos llenos de lágrimas.

Marta se la quedó mirando. ¿Qué hacía tía Milagros en aquella casa? ¿Por qué no se iba? O mejor, ¿por qué no lo había hecho antes, cuando aún era joven y tenía fuerzas para elegir y defenderse? ¿Por qué tenía que darle en secreto algo que sólo le pertenecía a ella? Tuvo entonces una reacción inesperada.

—Vente con nosotros —le dijo.

Tía Milagros la miró con estremecimiento y gratitud.

—No —dijo moviendo la cabeza—. Éste es mi sitio. Ya soy demasiado vieja para cambiar.

Fernando se despertó esa noche y Marta no estaba en la cama. Salió en su busca. Se encontraba en el patio, con los ojos fijos en la oscuridad.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—No hago nada. Espero a que las cosas ocurran, como siempre.

Marta llevaba puesta su chaqueta, a pesar del calor sofocante.

—¿Tienes frío?

Marta no contestó. Al cabo de un rato, dijo:

—Vuelve a la cama. Enseguida voy yo.

Parecía dispuesta a penetrar en la oscuridad de un momento a otro. Era como esos nadadores que hace tiempo que han dejado de reparar en los que están a su lado, porque sólo viven pendientes del gesto decisivo que les apartará de la orilla.

—Me ha robado, el hijo de puta me ha robado…

Marta entró en el cuarto como una exhalación, y empezó a sacar la ropa de la maleta. Estaba tan excitada que la iba arrojando a los lados, como si hubiera dejado de servirle y no le concediera ningún valor.

—El camisón, los pendientes… Se lo ha llevado todo.

Se acababan de encontrar con el viejo. Estaba en el descansillo y al sentirles subir se fue corriendo a su piso. Tenía un aspecto muy extraño, aunque a Fernando apenas le dio tiempo a concretar cómo iba vestido. Sólo aquel aleteo blanco, escapando escaleras arriba, como si fuera envuelto en una sábana.

—¿Te has fijado? —murmuró. Pero Marta ya no estaba allí. Las puertas quedaron abiertas a su paso, y Fernando la siguió hasta su cuarto. Toda la ropa estaba diseminada por el suelo, y Marta permanecía de rodillas ante la maleta, sosteniendo en las manos su vestido verde, que tenía el color y la textura de las algas.

—Se lo ha llevado todo —repitió consternada.

El camisón, ¡eso era aquel resplandor blanco! El viejo no sólo había husmeado en sus maletas llevándose lo que había querido, sino que se había puesto el camisón por encima de sus propias ropas y sentado tan tranquilo en las escaleras para esperarles.

—Está completamente chiflado —murmuró Fernando, que se acercó a Marta y le tendió su mano.

Subieron al piso y empezaron a llamar.

—O nos abre —gritó Fernando— o rompo la puerta.

La patada no necesitó ser muy fuerte. La madera estaba podrida, y el pestillo se desprendió como si estuviera sujeto en manteca. El viejo empezó a gritar. Se había acurrucado en un extremo de la cama, y gritaba como una alimaña. Tenía los ojos inyectados en sangre.

—Al ladrón, al ladrón…

Fernando trató de tranquilizarle. En tales momentos, siempre surgía su vocación pedagógica.

—No le vamos a hacer daño —le dijo con una voz que pretendía ser tranquilizadora—. Sólo queremos hablar con usted.

Se había acercado mientras decía esto, y el anciano se puso a gritar con más fuerza, al tiempo que pataleaba, y soltaba espumarajos por la boca.

—Auxilio, auxilio, me están matando… Policía, policía… Cabronazos… Al ladrón, al ladrón…

Marta tomó la iniciativa.

—El único cabrón que hay aquí es usted —le dijo cogiéndole de las muñecas—. Y si ahora mismo no nos devuelve lo que nos ha robado, la que va a llamar a la policía soy yo.

—Ay, ay, me matan, a tomar por culo… Policía, policía…

Sólo entonces se dieron cuenta de que el nieto lo estaba contemplando todo desde uno de los rincones del cuarto. Llevaba puestos los pendientes, y se reía como un loco. Empezó a jalear al anciano.

—Venga, abuelo, no se lo deje quitar.

El anciano se revolvió y mordió a Marta en la mano, que le soltó dando un grito. Fernando se abalanzó de inmediato en su defensa. Esperaba encontrar más resistencia. Rodaron por la cama, y cayeron con violencia al suelo. El anciano se golpeó en la cabeza, y Fernando se asustó.

—Ay, ay, mi cabeza… A tomar por culo… Policía, policía…

El nieto seguía riéndose, y Marta se dirigió hacia él y le dio una bofetada.

—Los pendientes —le dijo, tendiendo la palma de su mano.

El chico se los dio sin protestar. Mientras tanto Fernando trataba de quitarle al anciano el camisón. Se aferraba a él como si sus manos fueran garras.

—Déjale —dijo Marta, y salió enseguida de allí.

Fernando soltó al anciano, y cogió el resto de las joyas, que estaban sobre la mesilla de noche. Antes de salir se detuvo en la puerta, y se le quedó mirando. Estaba acurrucado a los pies de la cama, con el cuello ligeramente torcido, como si fuera un cuerpo privado de autonomía que alguien hubiera dejado tirado de cualquier forma.

Alcanzó a Marta en la puerta.

—Vaya escenita —murmuró, cogiéndole de la mano.

Salieron a la calle. Marta estaba silenciosa, y anduvieron un buen rato sin hablarse. Las ramas de los plátanos recordaban miembros amputados. Marta se quedó mirando las ventanas de las casas.

—Estás llorando.

—No se lo digas a tía Milagros.

Fueron a Ciudadela en autostop, y a la vuelta se bañaron desnudos en el mar. El agua era transparente y se veían sus cuerpos, brillantes y elásticos. Al salir se sentaron en las rocas. No tenían frío.

El agua salada hizo que le escociera la herida, y Marta se estremeció al pensar en las encías y la saliva del viejo.

—Odio a los viejos —le dijo Marta.

—¿Por qué me dijiste que no le quitara el camisón?

—Ya no podría ponérmelo.

Había cogido los pendientes del bolsillo de su vaquero, y los tenía en sus manos mientras hablaban. En un gesto inesperado los arrojó al mar.

Era como esos pájaros que aborrecen sus huevos, si alguien anda en su nido.

—El eterno problema de la pureza —dijo Fernando.

Marta se lo quedó mirando con el rostro súbitamente lleno de dolorosa luz. Sus ojos flotaban en esa luz como si no se supiera para qué servían.

—¿Puede vivirse sin ella? —le preguntó.

Acababa de colgar teléfono.

—A que no sabes lo que me ha dicho Julia —le dijo muerta de risa—. Que tienes que hacer caca en un orinal con leche. A las tenias les gusta a rabiar y cuando la huelen salen a bebería.

Fernando estuvo tentado de contestarle una barbaridad, pero se contuvo. Llevaba varios días tomando el medicamento, y el plazo prescrito por el médico ya se estaba cumpliendo.

—Espero —pensó—, que no le dé por quedarse para siempre ahí.

Mientras tanto Marta, que acababa de llegar de la calle, se estaba terminando de desvestir. También ella pensaba en la tenia. El médico les había dicho que sólo podía desarrollarse por completo en el intestino humano, lo que equivalía a decir que si no existieran los hombres tampoco ellas existirían. Ambos estaban vinculados fatalmente, como esas parejas que no pueden dejar de estar juntas, a pesar de hacerse la vida imposible.

Entonces Fernando empezó a gritar.

—¡Corre, corre…!Marta se presentó volando en el cuarto de baño. Fernando, que aún tenía los pantalones bajados, le señalaba triunfalmente el orinal. Allí estaba la tenia. Inofensiva, aplastada como una cinta, con una longitud que desafiaba cualquier lógica.

—Parece mentira —dijo Fernando— que haya podido crecer en mí.

Era un animal perfecto, tenía las proporciones justas. Había encontrado su lugar y se adaptaba a él. De pronto, y por esos raros mecanismos de la memoria, Marta recordó los versos exactos de aquel poema. La vida tenía las medidas justas. Ni demasiado pequeña para morir por ella, ni demasiado grande para mentir por ella.

Y rompió a llorar. De forma repentina, incontenible, como si alguien la hubiera quemado con un hierro al rojo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Fernando.

Hizo ademán de ir a abrazarla, pero ella se fue corriendo y se encerró en su cuarto. Fue en su busca, y se puso a llamar a la puerta.

—Marta, por Dios. ¿Se puede saber qué te pasa?

—Déjame, déjame —la oyó decir entre lloros y sorbidos de mocos—, enseguida estoy bien.

Regresó a la cocina, y se sirvió un vaso de leche. Recordó lo que le había dicho su padre cuando le llevó a Marta para que la conociera.

—¿Qué te parece? —le había preguntado él.

Su padre asintió complacido con la cabeza. Pero su rostro adquirió enseguida una expresión de gravedad.

—Parece una buena chica, pero es mejor que no te cases. Todas las mujeres están locas. Uno siempre piensa que la suya es una excepción, pero antes o después termina comprobando que no es así.

Pero Marta no estaba loca o, si lo estaba, eso no quería decir que no tuviera sus motivos para llorar. Había algo que no le había dicho a Fernando. Hacía apenas una semana había estado a punto de abandonarle. Llegó a hacer la maleta, y a salir decidida a la calle. Pero se había detenido unas manzanas abajo, sin saber hacia dónde dirigirse.

No, aquel poema mentía. No era verdad que la vida tuviera las proporciones justas. Tampoco que se pudiera vivir sin mentir. Era demasiado vasta para ello.

—Ya pasó todo —le dijo desde la puerta de la cocina.

Se arrodilló a sus pies, y se abrazó muy fuerte contra su cintura.

—¿Por qué llorabas?

—Fue al ver a ese bicho —le dijo.

Y, entonces, volvió a mentir.

—Estos días lo he pasado fatal, llegué a pensar que te podías morir.

Fernando la estrechó emocionado contra su pecho. Marta estaba frente a él, y la abrazaba con brazos y piernas, como si quisiera meterla dentro de su cuerpo.

—¿Sabes una cosa? —continuó Marta con una sonrisa forzada, mientras se separaba un poco para poder mirarle a los ojos—. No debe de ser tan malo ser una tenia. Estar en un lugar tan pequeño, con las proporciones justas para vivir y tener en él una casa.

Y, después de una pausa, añadió:

—Que la vida sólo fuera posible al lado de los que amamos.