Se detuvieron ante el escaparate. Marta había visto una falda que le gustaba y quería entrar a probársela.
—Te juro que no tardo nada —le dijo a Fernando besándole en el carrillo.
Iban cogidos de la mano y cuando Fernando quiso darse cuenta ya le había arrastrado al interior de la tienda. Había una chica altísima, que se desplazaba con los movimientos lentos y oscilantes de las jirafas. Tuvo que estirarse para coger la falda y parecía estar mascando las hojas de las acacias.
Marta le hizo entrar en el vestidor. Siempre era así. No sólo eso, sino que le gustaba hacer tonterías. Fernando la temía. Le daba por ponerse provocativa, y una vez estuvieron a punto de descubrirlos. Salieron los dos tan colorados que la dueña les miró con ojos criminales.
—Es una vergüenza —farfulló cuando estaban en la puerta.
Marta se volvió para contestarle.
—No tenemos casa —le dijo llena de orgullo.
No era verdad. Se habían casado hace dos años, y desde el primer momento tuvieron una casa para ellos. Un piso viejo que habían amueblado con la ayuda del padre de Marta que, sin embargo, no aprobó la boda. El dormitorio estaba en una habitación interior. Era muy pequeño y sólo cabía la cama. Marta se había empeñado en que fuera la más grande, y así se lo había hecho saber al dueño de la tienda, que era un viejo conocido de la familia.
—Tiene que ser la cama más grande.
Y había añadido, ante la mirada estupefacta de Julia, su madrastra (su padre se había quedado viudo muy joven y se había vuelto a casar enseguida):
—Es donde vamos a vivir.
Y así había sido, sobre todo al principio. Días enteros sin salir, sin moverse, arrebujados entre las mantas y las sábanas como dos animales en el corazón calentito de su madriguera. Incluso se llevaban allí la comida. Fruta, pero también bocadillos y galletas, aunque entonces el problema eran las migas entre las sábanas. Llamaban al teléfono o a la puerta y no se molestaban en contestar.
—Seguro que es el Hombre del Frac —decía Marta mientras retenía a Fernando tirándole de la manga de su pijama.
Pero no eran las deudas las que no les dejaban contestar, sino el frío que hacía. No tenían dinero, y desde el principio tuvieron que dosificar el gasóleo de la calefacción, que les llevaban a casa en unas bombonas de plástico, de cuatro en cuatro. Las recibían locos de felicidad, pero ni siquiera en los días en que el gasto de gasóleo era mayor la casa dejaba de ser heladora. En parte porque en aquella ciudad hacía un frío polar, y en parte porque ni una sola ventana ajustaba bien.
La falda le sentaba de maravilla, y Fernando pagó estremecido su precio. Luego siguieron paseando. Marta estaba muy contenta con su compra, y se apretaba muy fuerte contra Fernando, que prácticamente le sacaba la cabeza. Se acurrucaba debajo de su brazo como si su tórax fuera un tronco gigantesco, y quisiera meterse dentro, a la manera de los pájaros carpinteros.
De un lado a otro de la calle habían tendido guirnaldas de bombillas de colores. Representaban motivos navideños. Velas rojas, estrellas, rechonchos Papás Noel. Acababan de encenderlos porque empezaba a oscurecer. También los escaparates de las tiendas estaban encendidos, y ellos pasaban a su lado como entre grandes charcas de claridad. Hacía algo de viento y las ramas de los magnolios recordaban cabelleras empapadas de aceite.
Esa noche tampoco encendieron la calefacción. Llevaban dos días sin hacerlo, y al día siguiente hasta el agua que había en la mesilla de noche se había helado. Fernando se levantó para ensayar. Tocaba el violoncelo, y se estaba preparando para un examen que le permitiría tener un puesto en la orquesta. Tuvo que abrigarse como si fuera al rescate de uno de esos alpinistas que se pierden en los picos de las montañas.
Marta le encontró de esa guisa.
—Pobrecito —exclamó conmovida— por mi culpa te vas a morir de frío.
Enseguida le estaba besando.
—Te pareces al abominable hombre de las nieves —le susurró al tiempo que le mordía la oreja.
Estaba guapísima. Ese verano se había rizado el pelo y la melena negra le caía ingrávida sobre los hombros. Era una mezcla entre el humo y las ramas de los árboles.
Olía a Eau de Rochas.
—Mira —le dijo, abriéndose el abrigo.
Llevaba la falda puesta, y Fernando la miró con ojos golosos.
—Ya sé que no la debimos comprar, pero corría un peligro terrible. La chica-jirafa se la habría comido.
Volvió exultante tres horas después.
—Ya tenemos dinero —exclamó exhibiendo teatralmente un sobre del que asomaban varios billetes.
—¿De dónde lo has sacado? —le preguntó Fernando sin dejar de tocar. La música del violoncelo se extendió por el cuarto como una ola, una ola del mar de la resignación.
—Soy maga —le contestó Marta, al tiempo que abandonaba a toda prisa el cuarto, porque era obvio que no quería más conversación sobre ese asunto.
Fernando se quedó solo. El sol entraba por el balcón y formaba un gran rectángulo blanco sobre la tarima, que tenía el brillo de la madera recién lavada. Era a Julia, su madrastra, a quien Marta le pedía el dinero, y a Fernando no le gustaba que lo hiciera. Lo habían discutido mil veces. Tenían que ser ellos los que se defendieran, sin ayuda de nadie. Marta asentía, pero antes o después volvía a pedírselo.
—En el fondo le encanta dármelo, así se siente nuestra salvadora —decía para justificarse ante Fernando—, Además, a mi padre le sobra el dinero.
El padre de Marta era notario, y Marta era su única hija, pues de su matrimonio con Julia no había tenido descendencia. Marta y su madrastra, a pesar de sus diferencias, se querían y se llevaban bien. Bueno, todo lo bien que se podían llevar, teniendo en cuenta que Julia alternaba con la sociedad más selecta de Valladolid, se pasaba el día jugando al bridge, y no se perdía rastrillo ni mesa petitoria; y Marta siempre escogía sus amigos, en expresión de la propia Julia, entre «lo más impresentable» de la Universidad.
Femando formaba parte de ese grupo de impresentables. Procedía de un pueblo, y sólo había podido estudiar a base de becas. Al terminar el bachillerato se matriculó en el Conservatorio para hacer la carrera de música. Se había decidido por el violoncelo desde una vez en que, siendo niño, oyera al entrar en la iglesia una música grave, profunda, y subiera al coro de donde procedía. Una muchacha estaba tocando aquel instrumento insospechado, cuyo sonido le recordó la respiración de los bueyes, y el dolor de los hombres en el trabajo. Quedó ganado por esa belleza melancólica. También por su fatalidad, nadie parecía necesitarlo. Era como si no estuviera hecho para tocar la música que existía, sino otra anterior, cuyas partituras se hubieran perdido. Como si sólo por benevolencia se le dejara estar en las orquestas. Luego, y siguiendo esa misma lógica, se había hecho comunista. «Sólo es bueno el dinero que se obtiene con el propio trabajo», le decía a Marta una y otra vez. Marta asentía, pero en el fondo no estaba de acuerdo. Pensaba en los tesoros que todavía debían de andar repartidos por el mundo, y que desde luego de encontrarse alguno ella no estaría entre las que lo fueran a devolver.
Fernando trató de concentrarse sin éxito en sus partituras. Se acordaba de su padre, que estaría solo en el pueblo (también su hermana acababa de casarse), y pensó en lo duro que tenía que ser para él pasar solo, por primera vez, aquellos días de Navidad. También en la desagradable conversación que había tenido el día anterior con dos camaradas del Partido. Le habían echado en cara su falta de compromiso, y discutieron acaloradamente. Uno de ellos hasta llegó a reprocharle que dedicara tantas horas a su violoncelo. «Creo —le dijo— que no comprendes la importancia de este momento.» Franco había muerto, y su régimen empezaba a hacer aguas por todos los lados. Incluso entre sus partidarios de siempre había empezado a cundir la alarma general. ¿Se daba cuenta de que la lucha tenía que intensificarse, hacerse en todos los frentes, hasta la extenuación? ¿Comprendía la importancia de esa tarea demoledora? Fernando, aquella tarde, regresó taciturno a su casa. ¿Qué tenía que comprender?, pensaba para sí. ¿Cómo podía explicarles que desde hacía unos meses todo lo que buscaba era volver a ver las flores azules de la alfalfa, los juncos a la orilla del río, las sábanas tendidas, el rostro perdido de su madre, y que sólo el sonido de su violoncelo le devolvía la visión de todas aquellas cosas? Que era su forma de hablar del dolor y del pensamiento, del trabajo humano y de la humillación.
Con Marta era distinto. Ella no pertenecía a ese mundo. Era como si de pronto, en aquel paraje inclemente, hubiera aparecido una criatura preciosa, una criatura que nadie hubiera visto antes y que no se supiera de dónde venía. Que hubiera aparecido una cierva. Una cierva delicada y vivaz, con esos ojos líquidos que a cada instante parecen decir bébeme. No sólo que hubiera aparecido, sino que se hubiera acercado a él, causando la admiración y la envidia de todos. ¿A quién le podía extrañar que tratara de retenerla, que sólo viviera para permanecer a su lado todas las horas del día?
Tal vez, después de todo, el padre de Marta había tenido razón, al oponerse tan tenazmente a su boda. De hecho, sólo la intervención de Julia, su mujer, poniéndose inesperadamente de su parte, le había hecho cambiar de actitud en el último momento. Fernando pasó el arco por las cuerdas del violoncelo y surgió un sonido grave y doloroso, que le hizo detenerse. Repitió el gesto unos segundos después y volvió a surgir el mismo sonido. Ten cuidado, decía ese sonido. Y sintió en el pecho una punzada de dolor.
Todo había sucedido demasiado deprisa. Se conocieron un mes de junio, y apenas cinco meses después ya se habían casado. Fue una decisión repentina, tomada con el callado asentimiento del que se sabe forzado irremisiblemente a aceptar, como cuando en la montaña rusa, al alcanzar la cima más alta, ya te veías precipitándote sin remedio en uno de sus valles vertiginosos. A partir de entonces los preparativos se habían sucedido sin pausa. El papeleo, la búsqueda del piso, y su puesta a punto, la tramitación de los pasaportes (Marta tuvo problemas para conseguir el suyo, porque no había hecho el Servicio Social). No tuvieron ni un solo minuto para pensar. Fernando le había recitado, la misma tarde en que se conocieron, unos versos de un poeta inglés, y Marta llegó a hacer de ellos durante aquellos días, llenos de incertidumbres, un auténtico himno de batalla.
No debe desaparecer la sensación de peligro:
por gradual que se vea desde aquí,
el camino ha de ser corto y abrupto;
y, hagas lo que hagas, tienes que saltar.
Eso habían hecho ellos. Dar ese salto sin dudarlo. Cuando quisieron darse cuenta estaban los dos juntos, en el tren que les llevaba a Lisboa, donde iban a pasar su luna de miel. Marta no paró de hablar durante la primera mitad del viaje y por fin, completamente agotada, se había quedado dormida sobre su hombro. Fernando vio entonces su cara, reflejada en el cristal de la ventanilla, con su melena negra confundiéndose con la oscuridad de la noche, y tuvo una reacción de pánico. «¿Qué he hecho —pensó—, si no sé quién es?»
Pero en ese viaje fueron todo lo felices que suelen ser los novios en esos primeros tiempos de su unión. Acababa de tener lugar la revolución de abril, y la ciudad aún hervía por aquellos acontecimientos. Los cafés inmensos, llenos de gente que fumaba sin parar, el trasiego de los periódicos, que todo el mundo leía con avidez, en busca de noticias de un tiempo nuevo, la calle compartida y bulliciosa, les contagiaron su excitación. Todo estaba por decidir, y cualquier hecho parecía posible. Cogieron un tranvía, que les llevó renqueante hacia el barrio de Alfama. En uno de los asientos un soldado iba leyendo El estado y la revolución, de Lenin. Marta se lo hizo notar a Fernando dándole con el codo, y los dos le miraron exultantes. «Deberíamos quedarnos a vivir aquí», le dijo Marta al oído, viendo en aquella circunstancia inesperada, un soldado leyendo a Lenin, un signo de suprema civilización. Fernando, por su parte, entró en una especie de frenesí fílmico, naturalmente arrastrando a Marta tras él, que les llevó a visitar un cine tras otro tratando de recuperar en una semana todos los años que la censura franquista les había hecho perder. Vieron La grande bouffe de Marco Ferreri, Une femme est une femme, de Jean-Luc Godard, Viridiana de Buñuel. Una de esas veces entraron en el metro, pues el cine al que se encaminaban estaba en la otra punta de la ciudad. Una multitud se arremolinaba en el andén y Fernando fue arrastrado a uno de los vagones, mientras las puertas se cerraban dejando a Marta en el exterior. Fueron unos momentos de indecible angustia, pues Fernando, a pesar de sus esfuerzos, tampoco logró apearse en la próxima estación. Cuando por fin lo consiguió trató de situar el problema. ¿Qué tenía que hacer? Esperó al próximo metro y estuvo mirando por las ventanillas, pero iba tan atestado que apenas tuvo tiempo de revisar los vagones. Podía asegurar que Marta no sabía cuál era su destino, por lo que descartó la posibilidad de seguir su viaje y esperarla en su término. Es más, dudaba que se hubiera aprendido el nombre del hotel, o de la calle en la que estaba, dado que en esos asuntos era siempre él quien tenía que decidir por los dos.
—Los planos me marean —le decía Marta apartando la vista, cuando él se empeñaba en hacerle entender sobre el plano desplegado en dónde se encontraban.
Después de dudarlo por unos minutos, pues cabía la posibilidad de que se cruzaran por el camino, Fernando se decidió a ir a su encuentro. Tomó el metro de vuelta y se apeó en la estación en la que se habían separado. Marta estaba en el otro andén. Sentada tan tranquila en uno de los bancos. Dio la vuelta al túnel, y empezó a acercarse sin que se diera cuenta. No era sólo que no expresara en su rostro ninguna inquietud, ni la más mínima sombra de congoja o de temor por su estado, sino que miraba a su alrededor, el andén lleno de colillas, las paredes grasientas y húmedas, la bóveda ennegrecida, como si también ese lugar tuviera su belleza, y le causara placer fijar sus ojos en él. Le recordó a esos animales que viven en los terrenos más abruptos, que pasean absortos al borde de los precipicios sin que sus movimientos expresen la mínima preocupación.
«Dios mío —pensó Fernando tan sobrecogido como embelesado—, me he casado con Emily Dickinson. Terminará por encontrar un nido entre los raíles.»
Marta regresó bruscamente, interrumpiendo el curso ensimismado de sus pensamientos. Irradiaba alegría, y sus gestos precisos y resueltos denotaban que había tomado una decisión.
—Ya tengo el plan para la cena de Nochebuena —le dijo mientras se sentaba en el suelo y recostaba su cabeza sobre sus rodillas—. Julia quería que fuéramos a cenar con ellos, pero me las he arreglado para evitarlo. Le he dicho que te ha invitado el director de la orquesta y que no puedes decirle que no, porque te juegas el porvenir.
Marta giró la cabeza y miró a Fernando desde abajo. Sus ojos brillaban como las uvas.
—Cenaremos los dos juntos —continuó—. Una cena romántica, con velas y un vino de los que no se pueden olvidar.
No quiso preguntarle de dónde pensaba sacar el dinero para la cena, porque era obvio que de su sueldo no podía ser. Trabajaba de contable en la Mahou, una fábrica de cervezas. Con el dinero que le pagaban apenas tenían para comer, y para los gastos más comunes, alquiler, pago de la electricidad, y los escasos pedidos de gasóleo. Aunque, eso sí, a cambio tenían la casa entera llena de cervezas. Los de la Mahou le regalaban cajas constantemente, y él las aceptaba con callada resignación. Las aceptaba, pero no las bebían, porque a ninguno de los dos les gustaba. De forma que las cajas de cervezas, que apilaban en un pequeño cuarto junto a la cocina, iban creciendo de una forma amenazante. Las filas de atrás casi llegaban al techo.
—Lo hacen —decía Fernando reafirmándose en su análisis de clase— para mitigar su mala conciencia. —Y dejaba la nueva caja con las anteriores.
La alusión a la cena le recordó a Fernando el examen que le aguardaba cuando pasaran las fiestas de Navidad. Una prueba para entrar en la orquesta municipal. Por esta razón había intensificado las horas de ensayo, tanto en casa como en el Conservatorio, en que recibía clases por la tarde. Marta le había ido a buscar la tarde anterior, y le ayudó a cargar el violoncelo, que metido en su estuche, abultaba tanto como ellos. Empezó a referirse a él como si fuera una persona. Aún más como si formaran entre los tres uno de esos triángulos a que eran tan aficionados en las películas francesas. Fernando era Jules, y el violoncelo Jim, en recuerdo de una película de Truffaut, que trataba de eso mismo, dos hombres que perseguían a una misma mujer.
—Me encantaría que me sucediera algo así —le dijo Marta con una mirada desafiante.
Fernando sintió una punzada de dolor, porque se acordó de lo que había pasado ese verano, y de la angustia que había sentido ante la posibilidad de perderla.
Al día siguiente llamaron con insistencia a la puerta. Marta aún estaba desayunando, y fue a abrir en bata. Eran tres niñas, y traían un perrito, un cachorro casi recién nacido.
—Queremos que nos lo guarde —le dijeron.
Marta, perpleja, trató de oponerse sin éxito. Le dijeron que sólo tenía que hacerlo esa noche, y que volverían a buscarlo por la mañana. Estaban internas en un colegio y no lo podían llevar con ellas, porque las monjas se lo iban a quitar.
Las niñas parecían sacadas de una novela de Dickens, y llevaban los abrigos puestos sobre los guardapolvos. La miraron con tal expresión de súplica que cuando Marta quiso reaccionar ya corrían escaleras abajo dejándola con el cachorro en los brazos.
Así fue como la encontró Fernando a su regreso.
—Haz algo —le dijo muy alterada, mostrándole el perrito que abrazaba contra su pecho—, estoy segura de que no está bien.
El perro mantenía los ojos cerrados, y frotaba su pequeño hocico contra las muñecas de Marta, que soportaba con dificultad aquel contacto anhelante y acuoso.
—Está muerto de hambre —exclamó Fernando.
Trataron de darle leche pero el perrito era demasiado pequeño y no sabía tomarla del plato. Decidieron ir a por un biberón, como los que empleaban para alimentar a los niños de pecho. Al salir de la farmacia Marta tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No es nada —le dijo, al tiempo que volvía la cabeza para ocultar esas lágrimas.
Pero Fernando la cogió de la mano y se la apretó.
Le dieron el biberón, que apuró hasta el final, y enseguida se quedó dormido. Eso fue lo que hizo en todo el día, comer y dormir. Marta se levantó eufórica al día siguiente. La presencia de aquel animal la incomodaba de una forma inexplicable, y estaba deseando que vinieran las niñas a llevárselo. Pero las niñas no aparecieron. Ni durante la mañana ni durante la tarde. Y a la mañana siguiente Fernando, al levantarse, se encontró muerto al cachorro. Estaba tieso sobre la manta, y lo tomó tembloroso. Llegó al cuarto blanco como la pared.
—Se ha muerto —le dijo a Marta, que aún estaba en la cama.
Y, sin saber lo que hacía, tendió las manos para que lo viera.
Marta tuvo una reacción de histeria.
—¡Llévatelo, llévatelo! —gritó tapándose la cabeza con las sábanas—, ¡no quiero que me lo enseñes!
Fernando buscó una caja de zapatos, y puso el cuerpecito en su interior.
—Aquí estarás bien —le dijo con tristeza—. Osiris te está esperando.
Osiris era el dios egipcio de los muertos. Los egipcios llegaron a enterrar a sus animales, sobre todo a los gatos, porque pensaban que también ellos tenían alma. Lo enterró a la orilla del río, excavando la tierra con un puñal de monte. El agua del río se desplazaba veloz, sin formar apenas ondulaciones. Recordaba una chapa de metal. Una urraca se posó en una rama. Sus plumas brillaban como si acabara de emerger dolorosamente de ese metal.
Dos días después, llamaron de nuevo al timbre. Fue Marta la que acudió a abrir, aunque en el último momento se limitó a mirar por la mirilla. Volvió fuera de sí.
—Es una de las niñas —murmuró apenas con un susurro—, seguro que viene a por el perro.
Fernando se levantó como una exhalación. Sus bolsos parecían llenos de monedas. Regresó unos minutos después.
—No me he atrevido a contarle la verdad —le explicó con una expresión de congoja—. Le he dicho que se lo hemos dado a un amigo que tiene una casa en el campo, y que es donde va estar mejor, porque los perros deben vivir al aire libre, donde tengan espacio parar correr y moverse.
Fernando hizo una pausa en la que respiró profundamente. Marta hacía esfuerzos para disimular.
—Caso resuelto —murmuró con desapego. Pero lo primero que hizo al llegar a la cocina fue romper la jarra del agua.
—¡Mierda! —exclamó, mientras contemplaba los efectos de aquel desastre—. En esta casa no se puede vivir.
Fernando estuvo toda la tarde en el Conservatorio y al llegar a casa se encontró a Marta desencajada.
—Ha sido indignante —le dijo.
Había venido una Asistente Social. A investigar. Quería saberlo todo. Quiénes eran, por qué la niña venía a su casa. No sólo se conformó con eso, le contó Marta. Se había colado hasta el dormitorio, y se puso a mirarlo todo. ¡Hasta llegó a abrir, aprovechando que ella había ido a contestar al teléfono, uno de los cajones de la cómoda! Como si fueran unos pervertidos y quisiera encontrar la prueba que los condenaba.
—Y lo peor —añadió Marta con el rostro contraído por la rabia— es que no supe reaccionar a tiempo y, en vez de echarla a patadas, le dejé hacer lo que quiso.
—Estaba haciendo lo que debía —le dijo Fernando atrayéndola hacia sí—. No la envidio, su trabajo es sospechar.
Esa tarde fueron al cine y al día siguiente era ya Nochebuena. Marta, efectivamente, se había esmerado con los preparativos. La mesa estaba preciosa, y ella se había puesto el vestido negro que tanto le gustaba a Fernando. Era muy corto, y tenía bordado una cestita de flores justo encima del pecho.
—También aquí debajo —dijo Marta insinuante, al tiempo que se levantaba un poco el vuelo del vestido— tengo una sorpresa para ti.
Le hizo sentar a la mesa.
—Ahora vuelvo —exclamó casi cantando.
No le había dejado ayudarla. Incluso, para no romper el secreto del menú, a media tarde le había echado de casa.
—No vuelvas hasta las nueve —le dijo empujándole hasta la puerta. Fernando notó algo raro. Algo así como una alegría forzada, el sentimiento de una amenaza tan indefinible como real. Marta tenía puesto un delantal de cuadros, y sus ojos brillaban de una forma dolorosa y arrebatada. También sus movimientos eran extraños. Veloces y repentinos, como los de los pájaros.
—Un día echarás a volar —le dijo Fernando desde las escaleras. Pero Marta ya había cerrado la puerta.
Cuando regresó, Marta aún estaba en la cocina.
—Espérame en el comedor —le gritó.
Había puesto la calefacción al máximo y la temperatura era muy agradable. Fernando calculó mentalmente el gasto que podía suponer aquello, y que las consecuencias serían una semana de frío polar. Pero aquélla era una noche especial. La casa olía a comida recién hecha, y sentía los movimientos de Marta en la cocina, alegres y vivos, como si en efecto pudiera echarse a volar cuando se lo propusiera. Cerró los ojos y aspiró aquel olor. Besugo al horno, pensó para sí. Aunque luego, cuando vino Marta de la cocina, no quiso confesarle que había descubierto una parte de su misterio.
—Un vino exquisito —dijo Marta, sentándose al otro extremo de la mesa—. Traído especialmente del corazón mismo de Formentor.
Fernando miró la etiqueta: Malvasía. Su sabor era dulce y misterioso, como si no sólo hubieran utilizado uvas en su fabricación, sino también alguno de esos frutos minúsculos, endrinas, frambuesas, arándanos, que crecen en la espesura de los bosques. Era un verdadero banquete. Langostinos con mayonesa, embutido de lengua escarlata, croquetas de jamón, que eran la especialidad de Marta, a quien le salía la mejor besamel de la tierra. Todo eso las entradas. De primero, sopa de pescado; y de segundo, besugo a la espalda. Y de postre, aparte de los preceptivos turrones, tocinillos de cielo (otra de las especialidades de Marta).
—Están riquísimos —dijo Fernando tomándose el último bocado, que temblaba en la cucharilla como un trocito de carne dulcísima y viva. También Fernando había traído una sorpresa, marrón glacé, que eran el dulce preferido de Marta. Le tendió emocionado el paquete.
—Me han costado un ojo de la cara —empezó a decir. Pero ella le puso el dedo en los labios.
—No cuestan nada —murmuró, y sus ojos se implaron de lágrimas—, para una cena así los regalan.
De pronto se echó a llorar. Inconteniblemente, sin paliativos, en medio de terribles hipidos. Fernando no sabía qué hacer, trató de consolarla, pero no quería que la tocara.
—Déjame —le dijo—, ahora se me pasa.
Y se fue al baño.
Oyó el ruido del grifo, y cómo se sonaba la nariz. Poco después estaba de vuelta. Se había lavado la cara, y sin darse cuenta se había quitado el maquillaje.
Fernando tendió su mano por encima de la mesa, y tomó las suyas. Las tenía heladas, enrojecidas por el agua fría. Parecía que había estado fregando las escaleras, que lo había hecho para sacar el dinero que le había costado la cena, porque en todos esos días anteriores no había hecho sino fregar y fregar. Que olían a lejía y a pobreza.
—Hay una cosa que no te he contado nunca —empezó a decir Marta—, Una cosa que me sucedió antes de que te casaras conmigo. ¿Te acuerdas de Rafa Prada?…
Fernando asintió con la cabeza.
—Me llamaba a todas las horas, porque estaba loco por salir conmigo. Bueno —y al decir esto Marta no pudo reprimir una leve sonrisa—, lo que quería era follar. Me sacaba de quicio, porque era un verdadero animal, pero también debo reconocer que me encantaba que me persiguiera. Era muy guapo…
Fernando hizo un gesto de desacuerdo.
—Sí —insistió ella contrariada—, era muy guapo, con uno de esos cuerpos que son todo hombros, y que nada más que los ves te dan ganas de subirte encima. Creo que en ese tiempo —y esta vez sonrió abiertamente—, no me habría importado quedarme a vivir en su espalda.
Fernando volvió a mirarla, con visibles signos de ansiedad.
—Y a mí, claro, me gustaba coquetear con él. Era consciente del peligro que corría, porque era como estar con un toro, con uno de esos sementales que pasean por las ferias de ganado, y con los que es mejor no andarte con bromas; pero disfrutaba con ese peligro. Un día nos pasamos en su coche, y cuando volví a escabullirme se puso hecho una fiera. Paso por alto las animaladas que me dijo, y en las que en parte tenía razón, el caso es que juró que no nos veríamos más. Sin embargo, apenas una semana después me estaba llamando de nuevo. Inauguraban un bar, y me pidió que lo acompañara. No sólo le dije que sí, sino que en mi fuero interno, y tan pronto colgué el teléfono, decidí que follaríamos esa noche. Pero había una sorpresa. Fuimos a ese bar, donde estaba lo más granado de Valladolid. Compañeras del colegio de las francesas, emperifolladas para la gran gala de los Óscar, la barahúnda de niños engominados e insípidos de los bailes de La Hípica y los campeonatos de tenis. Tiraban con bala, pero yo no necesitaba defenderme, porque Rafa estaba conmigo. Él era el único rey. Las chicas le seguían cacareando como gallinas, y él me llevaba de un lado para otro, luciéndome como si fuera su más preciada posesión. Y yo, claro, estaba encantada, porque esa noche había decidido no resistirme, y porque a los ojos de todos yo era la elegida. Entonces sucedió lo inesperado…
Marta hizo una pausa, y le pidió a Fernando que le echara un poco más de vino. Hablaba con dificultad, haciéndose daño en el esfuerzo. Las palabras eran ortigas y ella, como en el cuento de Los cisnes salvajes, tejía una camisa tras otra para salvar a sus once hermanos.
—La dirección del local —continuó con una voz más grave— había tenido una idea genial, hacernos un regalo a las chicas. Se trataba de competir en pijería con los locales más chic de Madrid. No te lo vas a creer, pero ese regalo era un pollito. Sí, un pollito de verdad para cada una de las chicas, cada uno dentro de su bombonera. Fue el acabóse. Todas las chicas gritando, celebrando alborozadas la idea, mientras los pollitos, que algunas se aprestaron a sacar de su encierro, empezaban a correr entre los vasos y los ceniceros, y hasta por el mismo suelo, suscitando la hilaridad general. Todo hasta que la novedad fue cediendo al fastidio. Los pollitos piaban horrorosamente, y empezaron a ser molestos, sobre todo porque más o menos cada uno había hecho sus planes, y el animalito en cuestión no hacía sino entorpecerlos. Rafa y yo también teníamos el nuestro y nos fuimos a eso de las dos. Entramos en su coche, y yo aún tenía el pollito. Fuimos al pinar. Empezó a besarme, a ponerse cachondo, pero yo no me concentraba porque el pollito no dejaba de piar. «No puedo», le dije. Me propuso que lo soltáramos en el campo pero me negué. El frío era intenso y no podría vivir. Fuera de sí, puso el coche en marcha. Regresamos a la ciudad y lo dejamos en un portal.
»No pensé en lo que habíamos hecho hasta que dos días después me encontré con una amiga. Me dijo que la fiesta había concluido con una auténtica matanza. Supe entonces que no era a nosotros solos a quienes les había pasado lo del pollito, sino también a las otras parejas. Cada una se había desembarazado de él como había podido de forma que, al día siguiente, encontraron sus cuerpecitos por todos los sitios. Hasta en los retretes. No sé lo que le dije, pues ella no sabía que yo había estado allí, pero llegué a casa completamente descompuesta. Me fui derecha a la cama, y estuve toda la tarde llorando. También tomé una decisión, que nunca más saldría con Rafa.
»Pero tampoco cumplí esa promesa. Siempre me decía que no volvería con él, pero luego, cuando me llamaba, no podía resistirme. Era un cabrón, y no podía perdonarle lo que habíamos hecho, pero le bastaba con ponerme una mano en el hombro para que me echara a temblar. Me tuvo, de hecho, varios meses bajo su poder.
Marta se detuvo, y se quedó mirando a Fernando, que la observaba con una expresión de infinito aturdimiento. Su mano reptó entre los platos hasta alcanzar las suyas, y se puso a jugar con sus dedos. Cada uno de esos dedos abultaba como dos de los suyos.
—No puedo olvidarme del pobre chucho —continuó—. Tengo la sensación de que si pasó lo que pasó fue porque desde el primer momento sólo pensé en quitármelo de en medio. Que hay algo raro en mí, que me impide cuidar las cosas. Y que por eso todo lo que vive a mi lado termina por morirse.
Y, al decir esto, Marta se llevó sin darse cuenta las manos al vientre. Fernando se inclinó sobre ella al instante.
—No pienses en eso —le dijo abrazándola con fuerza—. Tú no tuviste la culpa.
Justo hace un año, por esas mismas fechas, Marta había tenido un aborto. Su padre les pagaba un viaje a Venecia, y unos días antes de la partida Marta se enteró de que estaba embarazada. Se trataba de un descuido, pues no habían previsto tener un niño tan pronto, pero recibieron la noticia encantados. Todo iba bien y, locos de felicidad, decidieron hacer el viaje. Nada más llegar Marta empezó a sentir molestias, y enseguida le sobrevino una gran hemorragia. Tuvieron que ir al hospital. Un hospital húmedo y siniestro, al que sólo pudieron acceder en un pequeño vaporeto, conducido por un desalmado, que aprovechó la circunstancia para cobrarle a Fernando tres veces la tarifa habitual, y en el que no hicieron sino confirmar que el aborto se había producido. El bambino olímpico (le llamaban así porque ese año iban a tener lugar unas nuevas olimpiadas, y nada más llegar al aeropuerto de Milán, donde tenían que coger el avión que les llevaría a Venecia, vieron una revista con ese titular y con un bebé rollizo, y cara de pícaro, en la portada, que naturalmente se compraron enseguida) se había esfumado para siempre, y Marta no había podido olvidarlo.
Se echó a llorar.
—Mi niño, mi niño… No debimos ir a Venecia, tuvimos que habernos quedado aquí. Él era lo más importante.
Fernando se levantó y se puso a abrazarla. Enseguida se estaban besando. Las lágrimas se mezclaban con su saliva, y los besos sabían salados, como si a los tocinillos de cielo les hubieran echado una pizca de sal. Se lo dijo, y Marta sonrió por primera vez. Fueron al cuarto y se acostaron en la cama. Fernando presionó con la rodilla entre sus muslos, que se abrieron suavemente, temblando, como si estuvieran sumergidos en el fondo de un lago. Le pareció que sus miembros eran demasiado grandes. Los miembros de un gigante acostándose sobre una isla diminuta. Sentía la vida escondida, los animales veloces, los arroyos, los nidos ocultos, con su carga de voracidad y secreto. Se separaron unos minutos después.
—Los comunistas sois maravillosos —le dijo Marta. Luego se volvió a él, y se puso a acariciarle la cara—, Pobrecito —susurró—, menos mal que me tienes a mí.
Y añadió:
—Eres tan correcto que nunca te sabrás defender.
Volvieron a besarse, esta vez suavemente, como si temieran hacerse daño. Marta volvió a hablar.
—¿Te acuerdas —le preguntó— de cuando robaba y tú tratabas de impedirlo?
Fernando se acordó del viaje a Lisboa, y de aquella locura que le entró por robar. No podía entrar en una tienda sin llevarse algo bajo el abrigo. Fernando se lo recriminaba, pero ella no podía evitarlo.
—Pues he vuelto a reincidir —continuó.
Fernando la miró con estremecimiento.
—Bueno, no exactamente. Salí con esa intención. Como si me lo debieran. Fui a la joyería donde compra Julia, y estuvieron enseñándome unas pulseras. De pronto cogí una. Me bastaba con cerrar los ojos para sentir su brillo en el interior de mi bolso, como si me estuviera llevando un trocito de eternidad. Entonces pasó algo. No te lo vas a creer, pero ya casi me estaba marchando cuando, al volverme, me pareció ver a la cría de la inclusa. Estaba allí mismo, mirándome desde la calle a través del escaparate. Esa pulsera no vale nada, me dijeron sus ojos.
Marta se acurrucó aún más entre los brazos de Fernando, que sintió cómo las lágrimas humedecían su piel.
—Todo sucedió muy deprisa —continuó conteniendo a duras penas el deseo de sollozar—. Pensé en el pobre chucho, en el pollito, en mi niño (tenía para mí sola toda un Arca de Noé), y me pareció que la cría tenía razón y que aquella dichosa pulsera, nada de lo que tenían en la tienda, en ninguna tienda de la ciudad, me serviría de nada. Porque lo que yo quería era devolverles la vida.
Hizo una pausa y volvió a hablar de la cría, a la que al salir de la tienda había llegado a buscar por los alrededores. Tal había sido la impresión de su realidad.
—Llegué a verla, mirándome a través del escaparate, como te estoy viendo a ti, como hace unos instantes veía las velas, los platos, el vino que quedaba en las copas. Aún más, como si fuera más real incluso que todas estas cosas.
Marta se puso de nuevo a llorar.
—¿Tú crees que me estoy volviendo loca? —le preguntó entre sollozos.
—Loca no, pero a lo mejor es el comienzo de una vida de santidad.
—No te rías de mí —dijo Marta volviendo la cabeza hacia el otro lado—, lo estoy pasando fatal.
Fernando se acurrucó contra su espalda, y buscó sus pechos con las manos. Enseguida sintió en ella la respiración pausada del sueño. «Mañana pensaré en todo esto», se dijo, y en pocos minutos también él se quedó dormido.
Se despertó en plena noche. Fue a por agua y regresó al dormitorio. Había encendido la luz del pasillo y su claridad amarilla se extendía temblorosa sobre las paredes y los muebles del dormitorio. Alcanzaba a las sábanas, en las que el hombro desnudo de Marta destacaba dorado y limpio como el trigo. La miró largamente, pensando que lo que los hombres llamaban belleza no era sino esa beatitud encantada. La percepción del único misterio que merecía de verdad ese nombre: de dónde procedía, a pesar de todo, lo suave y lo bueno.
Se acostó con cuidado, y volvió a buscar el cuerpo de Marta bajo las ropas. Era como si cualquier cosa que pidiera en esos momentos le fuera a ser concedida.
Y, como es lógico, hizo uso de ese poder.