25 Frostkolt, Yule 38 s.C.
La señora Jenna se bajó del carruaje, aceptando la ayuda de un Caballero de Neraka de negra armadura. La carretera en la que se habían detenido estaba a las afueras de la ciudad propiamente dicha, en lo alto de las montañas situadas al oeste de Palanthas. Era una noche clara y fresca, tal como la nieve recién caída, que cubría como un manto el cementerio junto a la carretera. Cerca de allí, una simple choza se recostaba sobre una elevada afloración rocosa. Un resplandor cálido en su única ventana revelaba que el ocupante estaba despierto, a pesar de la hora tan temprana.
La vieja hechicera llevaba sus menudos pies enfundados en un par de botas encantadas, que mantenían los pies calientes incluso con las temperaturas más bajas. También llevaba su más abrigado manto invernal, de terciopelo rojo ribeteado con armiño blanco como la nieve. Su acompañante lucía la negra armadura de un Caballero del Lirio y una capa negra ribeteada de piel de zorro cubría sus anchos hombros. Al salir del carruaje, los caballos golpearon la tierra con sus cascos y resoplaron. Su aliento quedó suspendido como una nube en el aire nocturno.
Al otro lado del camino, la puerta de la choza se abrió y de ella salió un hombre de talante servil y adulador que llevaba un farol en su mano descarnada. Al acercarse, el olor que lo envolvía hizo que incluso el Caballero Negro frunciera la nariz con gesto de disgusto. El hombre exhalaba el hedor propio de su oficio, aunque hacía dos meses que el terreno estaba helado y no había enterrado a un alma desde el primer día del mes de Darkember.
—¿Ya estamos todos? —preguntó el sepulturero—. Por aquí, mi señor, mi señora, por aquí. Debemos darnos prisa, el sol está a punto de salir. Es una hermosa mañana de Yule. La verán con la nueva luz del día. —El Caballero Negro le indicó que fuera delante y se dispuso a seguirlo. La señora Jenna iba andando a su lado.
—Más le vale que ésta no sea una pista falsa, Kinsaid —le susurró la mujer.
El caballero coronel de Palanthas se limitó a fruncir el entrecejo y continuó su camino. El sepulturero los condujo entre las tumbas y aunque llevaba una lámpara, la luz de las estrellas que se reflejaba en la nieve proporcionaba iluminación suficiente. El hombre se detuvo ante una lápida que no se diferenciaba demasiado de las otras, unas treinta, que la rodeaban.
—Ésta es la sección de los enanos —dijo el sepulturero a media voz—. Hay muchos enanos enterrados aquí, muchas generaciones de huesos. ¡Sh, el sol! ¡Aquí viene!
Como si la idea de la esfera de luz de la naturaleza amedrentara al hombre que se ganaba el pan con las monedas de los muertos, se refugió detrás de la lápida, temblando.
—La encontré, yo la encontré —susurró—. Ayer por la mañana. Incluso hasta aquí llegan noticias de la ciudad, aunque son pocos los que vienen hasta aquí y los que lo hacen, casi siempre es para no volver —dijo entre risas, divertido por su propio ingenio. La oscura mirada de Jenna puso coto a su diversión. Continuó—: De modo que sabía que era importante, sabía a quién debía llamar.
Jenna se volvió hacia el sol naciente. El cielo de oriente había empezado a cobrar una tonalidad grisácea. En la distancia, al otro lado del profundo valle en que se elevaba Palanthas, el sol se encaramaba a las nevadas cumbres de las Montañas Vingaard. Esperó pacientemente, dando gracias por llevar aquellas botas y preguntándose cuándo había sido la última vez que había contemplado un amanecer. Miró al Caballero Negro y al ver su eterna expresión de desprecio dudó de que él hubiera tenido jamás esa experiencia.
Por fin el sol apareció entre dos picos distantes, un globo de color naranja aguado que prometía poco calor. En ese momento, todos los ojos se volvieron hacia la alta lápida.
Aunque la luz era poca, pudieron ver una inscripción tallada en el granito, aunque sólo Jenna pudo interpretar las runas enanas. Rezaba así:
Kharzog Forjador,
último de los Forjadores de Palanthas.
Fiel amigo
muerto en combate.
23 de Fluergreen, 38 s.C.
Por encima de esta inscripción había otra en escritura élfica que parecía tallada recientemente y decía:
Ni treinta generaciones es demasiado esperar, viejo amigo.
Incrustada en el sólido granito entre los caracteres élficos y los enanos había una piedra oval del tamaño de un huevo de ganso. A pesar de la escasa luz, se apreciaba una belleza inconfundible. Era un ópalo translúcido como la porcelana más fina, con irisaciones de colores más gloriosos que los de la madreperla, capaz de superar los sueños del enano más avaricioso.
Los primeros rayos del sol recién salido acariciaron la Piedra Fundamental, que derramó una resplandeciente luz rosada. Con un destello brillante, una luz semejante a una estrella brotó de la piedra. Cascadas rutilantes de chispas cayeron a los pies de los presentes y se derramaron por la nieve. Los tres dejaron escapar una exclamación de asombro y admiración, hechizados por el espectáculo. Una tenue música llenó el aire, como de agua deslizándose entre las piedras.
—Pensábamos que la Piedra Fundamental estaba fuera del alcance de cualquier ladrón —musitó sir Kinsaid con los ojos fijes en ella—. Cuando desapareció hace tres días creímos que la habíamos perdido para siempre… Y ahora la encontramos como decoración de la tumba de un enano olvidado.
—No de un enano cualquiera —dijo Jenna con una sonrisa involuntaria en los labios—. Y evidentemente no se trata de un enano olvidado.
—Los Caballeros de la Espina trataron de sacarla de ahí ayer, después de ser alertados de su descubrimiento —prosiguió sir Kinsaid.
—¡Esto merecerá una buena recompensa! —intervino el sepulturero con expresión esperanzada.
—Como podáis ver, no lo consiguieron. Dicen que está pegada con pegamento soberano. Esperábamos que vos pudierais liberarla —dijo el Caballero Negro—. Habría una recompensa.
Jenna rebuscó con aire pensativo entre los diversos elementos que llevaba en los bolsillos mientras miraba la hermosa piedra, cuya luz bañaba sus pies. En un bolsillo su mano tropezó con una ampolla de disolvente universal, lo único capaz de contrarrestar el pegamento soberano.
Se lo pensó bien y sacudió la cabeza.
—Esto supera mis poderes —dijo la señora Jenna encogiéndose de hombros. Sir Kinsaid se dio media vuelta y sin siquiera decir gracias se alejó a grandes zancadas, barriendo con su capa la nieve de una tumba cercana.
Jenna lo miró irse y luego volvió otra vez los ojos hacia la Piedra Fundamental.
—No creo que pueda estar en mejor sitio, l’phae Tanthalas lu’ro —susurró con voz apenas audible.