Alynthia estaba frente a ellos con la cabeza caída sobre el pecho y el rostro bañado por las lágrimas nacidas de su frustración. Una apretada mordaza amortiguaba sus sollozos y tenía las manos cruelmente atadas a la espalda. Los otros siete capitanes del Gremio la observaban en silencio desde el otro lado de la habitación débilmente iluminada. El capitán de ojos pálidos de Sancrist tenía una expresión triunfal, mientras que la tristeza se reflejaba en el rostro de la capitana abanasiana, de trenzas tan negras como las alas del cuervo.
A Alynthia le importaba poco lo que pudieran pensar los demás. Lo que le rompía el corazón era el hombre que estaba sentado justo frente a ella.
—¿Podemos empezar? —preguntó Oros uth Jakar.
Se encontraban en la misma sala de alto techo abovedado donde Cael había sido juzgado y condenado. El capitán Oros estaba en su asiento, parecido a un trono, con la espalda rígida y las manos apretadas sobre los brazos de su butaca. Inmediatamente a su derecha había un asiento libre, el que otrora había pertenecido a Alynthia, y a su izquierda el hueco vacío, desde donde acechaban las sombras. Alynthia escudriñó el nicho tenebroso y sintió la habitual presencia, un par de ojos invisibles cuya mirada la abrasaba. ¿O acaso veía algo más? Parpadeó, preguntándose si un cambio percibido en las profundas sombras del nicho no sería un efecto engañoso de la luz.
—¿Cuáles son los cargos? —preguntó desde las sombras una voz que la hizo estremecer.
Con lentitud y dando muestras de reticencia, Oros extrajo un rollo de pergamino del bolsillo que tenía sobre el pecho y lo desplegó.
—Haber desobedecido una orden directa del Gremio —leyó en voz alta—. Haber puesto en peligro al Gremio por haberse arriesgado innecesariamente a ser capturada mientras entraba sin autorización a las mazmorras de Palanthas. Haber ayudado a huir a un prisionero de los Caballeros de Neraka. Haber ocultado a un fugitivo buscado por los Caballeros de Neraka. Haber compartido secretos del Gremio con no iniciados. No haber informado en su debido momento de sus actividades y localización. Allanamiento, robo y destrucción gratuita de una entidad protegida, el Palacio del Señor de Palanthas. Allanamiento por dos veces de una propiedad del Gremio, es decir de mi casa y del barco Horizonte Oscuro. Y el cargo más grave de todos: haber ayudado a escapar a un ladrón independiente tras haberlo prohibido el Gremio.
Enrolló el pergamino y lo volvió a guardar en el bolsillo.
—Se trata, sin duda, de cargos graves —entonó Mulciber desde su nicho—. Nos sentimos muy decepcionados por la conducta de la capitana Alynthia Krath-Mal. Ella conocía perfectamente nuestro parecer sobre este elfo, y se encaminó hacia su propia perdición cuando le permitió escapar. Que lo haya ayudado a escapar y que su acción haya ocasionado indirectamente la muerte de uno de nuestros miembros más amados, el minotauro Kolav Ru-Marn, nos apena. Ha faltado a su deber para con nosotros y no podemos perdonarla.
Sobrevino un silencio pesado y largo.
—Puesto que se la ha encontrado culpable de estos delitos, no se le permite intervenir en su propia defensa. ¿Quiere alguien ponerse de pie y hablar en su favor antes de que pronuncie la sentencia?
Nadie se movió. Alynthia miró a los ojos de todos los capitanes y todos desviaron la mirada. Lo saben, pensó. Lo saben y no dicen nada. Tienen miedo.
Su mirada se fijó en su esposo. Quería tener los ojos fijos en los suyos cuando Mulciber pronunciara la sentencia.
—Muy bien. La orden del Octavo Círculo es que Alynthia Krath-Mal debe morir —dijo la voz desde las sombras.
Alynthia trató de liberarse y de abalanzarse sobre Oros, lanzando juramentos ininteligibles debajo de la mordaza, pero sus guardianes la cogieron inmediatamente y la arrastraron a su sitio.
Le había visto mover los labios. ¡Mientras lo miraba intensamente y escuchaba la sentencia, había visto que Oros movía muy levemente los labios vocalizando las palabras que había pronunciado Mulciber!
Oros se puso de pie.
—Lleváosla —dijo con voz ahogada por la pena.
Mulciber volvió a hablar desde el nicho, deteniendo a los guardias antes de que pudieran llegar a la puerta con su prisionera. La voz quebradiza y ambigua parecía levemente diferente, como si hablara alguien más joven y enérgico, como menos aguardentosa.
—Como jefe del Gremio, ejerceré mi derecho de conmutar la sentencia de esta mujer.
Todos menos el capitán de Sancrist saltaron de gozo al oír esas palabras. Oros se dio la vuelta y se puso delante del hueco con expresión de alarmada sospecha.
—¿Qué clase de estratagema es ésta? —gruñó.
Una figura avanzó desde las sombras del nicho. Una exclamación de sorpresa recorrió las filas de los ladrones. Nadie había visto jamás a su temido jefe, pero se apareció exactamente como todos lo habían imaginado: con una túnica negra como el ébano, la cabeza cubierta con una capucha y apoyado sobre un bastón tan misterioso como la propia figura. La mano que se apoyaba en el bastón era pálida y de dedos largos, pero de aspecto joven y fuerte. Todos a una, los capitanes del Gremio se postraron de hinojos ante su jefe. Los guardias de Alynthia la soltaron e imitaron a sus líderes. Sólo Oros permaneció de pie. Alynthia estaba detrás de él, muda de asombro.
—Más aún —dijo Mulciber desde la profundidad de su capucha—. Os acuso a vos, sir Oros uth Jakar, destituido Caballero de la Rosa, de traición, subterfugio y ofuscación.
—¡Levantaos, sarta de imbéciles! —les gritó Oros a los demás—. Éste no es Mulciber. Es un impostor. ¡Tiene que ser un impostor!
—¿Por qué tengo que ser un impostor? —preguntó Mulciber—. Él no va a responder, pero yo sí. —El jefe del Gremio echó hacia atrás la capucha y quedó al descubierto rostro pálido y de roja barba de Cael Varaferro.
»Porque Mulciber no existe —dijo el elfo.
Con un grito de rabia, Oros sacó una daga de su cinturón y se abalanzó sobre él. Cael paró el ataque limpiamente con su bastón y Oros retrocedió tambaleándose.
El resto de los capitanes del Gremio se había reagrupado. Unos estaban indecisos y otros estaban dispuestos a atacar al elfo. Los guardias de Alynthia se pusieron de pie de un salto echando mano nerviosamente de sus armas, pero se limitaron a esperar órdenes.
—Vos fuisteis quien traicionó al Gremio ante los Caballeros de Takhisis. Alynthia y yo lo sorprendimos anoche confabulándose con el caballero coronel de la ciudad y con Arach Jannon —dijo Cael.
Unos murmullos airados surgieron de las filas de los capitanes allí reunidos. Los guardias de Alynthia se movieron incómodos.
Oros se había recuperado a medias del golpe en la cabeza.
—Sólo obedecía órdenes de Mulciber —dijo con voz pastosa.
—¡Mulciber no existe! —gritó Cael—. Si fuera real ¿habría permitido que yo lo suplantara? ¿No estaría él mismo aquí pronunciando la sentencia de la capitana Alynthia, y no acabo yo de salir de su nicho? ¿No me habría matado con su magia para castigar mi atrevimiento? —El elfo se volvió hacia el hueco oscuro con un gesto teatral—. ¡Oh, poderoso Mulciber, si sois real, matadme aquí mismo! —prosiguió, pero no sucedió nada.
La capitana de Abanasinia se acercó a Oros de una zancada y le puso una daga en la garganta.
—¿Qué hacéis, capitana Corazón de Lobo? —gritó Oros.
—Habríais hecho matar a vuestra propia esposa para protegeros —le arrostró la mujer—. ¡Soltad a esa mujer! —les gritó a los guardias.
Alynthia se encontró libre y los guardias abandonaron la sala en silencio.
Cuando se hubieron ido, habló el capitán de Tarsis.
—Todavía no lo entiendo. Entonces, ¿quién es Mulciber?
—Un invento —respondió Cael—. Una ficción con la que este hombre os ha estado engañando. Utilizó a Mulciber para dirigir el Gremio mientras simulaba ser uno de los subalternos de confianza del maestro. De esa manera no arriesgaba nada pero disfrutaba de todas las ventajas de ser el jefe del Gremio.
—¿Y cómo llegó a suceder esto? —preguntó el tarsiano.
Fue Alynthia quien intervino entonces.
—¿Quién sobrevivió a la Noche de los Martillos Negros además de mi esposo?
—Petrovius y el «innombrable» —dijo la capitana Corazón de Lobo.
—Petrovius, bendito sea, no lo pondría en duda si le dijerais que yo soy la reina de los mares. Ni siquiera podría decir qué es lo que tomó hoy en el desayuno —dijo Alynthia—. Vive en el pasado remoto, su mente está firmemente anclada allí y repetiría cualquier cosa que Oros le dijera que es verdad. ¿Por qué habría de ponerlo en duda? Oros le salvó la vida escondiéndolo en las ruinas enanas. ¿Y por qué? Porque Petrovius conocía todos los tesoros del Gremio.
»Por lo que respecta al “innombrable” —prosiguió Alynthia—, dudo de que Dawyd Nelgaard haya sobrevivido a la Noche de los Martillos Negros.
»Al parecer, mi esposo tiene una larga historia de traiciones —dijo fríamente volviéndose hacia el hombre que había sido el héroe de su infancia, que había compartido su lecho conyugal y que había estado a un tris de convertirse en su ejecutor—. Fue expulsado de la orden de los Caballeros de Solamnia por traición; abandonó a su suerte a la tripulación del Mary Eileen, traicionó al antiguo Gremio a cambio de los tesoros que codiciaba. Cuando se enteró de cuáles eran las reliquias que poseía el Gremio, se confabuló para robarlas y al mismo tiempo llegar a controlar al Gremio y reconfigurarlo de acuerdo con sus propios designios.
—¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! —gritó Oros—. No puedo creer…
La daga de la capitana Corazón de Lobo presionó más su carne y brotó un hilillo de sangre que acalló sus protestas.
—¿Qué prueba tenéis? —preguntó el capitán de Sancrist.
—Sólo ésta —dijo Cael abriendo su capa y sacando el dragón de plata del tamaño de un gato que contenía las reliquias.
—Fuera de nuestro alcance —dijo Alynthia—. Y todo porque fue mi esposo el que lo tuvo todo el tiempo. Lo encontramos anoche a bordo del Horizonte Oscuro.
Cogió el Relicario de manos del elfo y lo colocó delante de los demás capitanes sosteniéndolo de modo que todos pudieran acercarse y tocarlo reverentemente. Otros se inquietó bajo la manaza de la capitana Corazón de Lobo y echó al elfo una mirada llena de odio.
—Lo habéis echado todo por la borda —musitó el depuesto capitán dirigiéndose al elfo—. Vos y yo podríamos haber hecho grandes cosas juntos.
—Me temo que no —dijo Cael—. Me conocíais mejor de lo que creíais.