Avanzando contra el viento y luchando contra el azote de la lluvia, Cael corría por el amplio espacio empedrado que quedaba entre dos altos almacenes. Su capa flotaba en pos de él y los relámpagos surcaban el cielo, estallando sobre tejados, torres y árboles.
Atravesó la calle de la Pescadería y se detuvo a la entrada del camino de la Balconada para mirar atrás. Los constantes fogonazos de los relámpagos le permitieron ver el vacilante avance de su perseguidor. Cael estaba exhausto, pero una sorda determinación lo llevaba hacia adelante.
Corrió a refugiarse bajo la protección relativa de los balcones del camino de la Balconada. Por un momento pensó en permanecer escondido allí, entre las sombras, con la esperanza de que el minotauro pasara de largo, pero sabía que era mejor no confiar en su suerte. Siguió corriendo hasta el final de la calle, donde se cruzaba con la calle del Horizonte. Allí oyó bramar al minotauro y al mirar hacia atrás vio con desconsuelo que la distancia entre ambos se había reducido a la mitad.
La idea de Cael era rodear de algún modo el Horizonte Oscuro y al mismo tiempo despistar al minotauro por las retorcidas y oscuras callejuelas de Palanthas. Sabía que el mejor lugar para ello era el callejón de la Fragua, de modo que tomó la calle del Horizonte y se dirigió a la puerta que daba a la entrada norte de aquella vía maloliente.
«Ahora, como si me llevaran los demonios», pensó al ver las enormes torres de la puerta que se elevaban ante el hacia el cielo iluminado por la tormenta. Forzó la marcha en una especie de carrera. En la mano izquierda llevaba la espada, en la derecha, por debajo de la capa empapada, el Relicario. Las puertas se alzaban amenazadoras delante de él y corrió calle abajo.
Al frente brilló una luz. Desde el arco débilmente iluminado de la puerta que les servía de refugio, dos Caballeros de Neraka observaban con prevención al intruso de capa oscura. Al ver que corría hacia ellos blandiendo su espada, uno corrió por una puerta abierta al interior de la torre, mientras que el otro desenvainó su espada listo para parar la carga del elfo. Una campana sonó en alguna parte y por el corro túnel, desde la casa de la guardia, construida en el lado de la puerta que daba a la Ciudad Nueva, aparecieron más caballeros portando antorchas.
Cael redujo la marcha, pero al oír el rugido familiar a sus espaldas redobló el paso. El joven guardia realizó el saludo del caballero y ese momento fue el que aprovechó Cael para deslizarse por la puerta abierta de la torre.
Su carrera sorprendió al guardia, que se quedó sin saber qué hacer con su espada mientras miraba al elfo que subía la escalera de la torre con la boca abierta.
El caballero se dispuso a perseguirlo, pero un grito de dolor le hizo volverse. Antes de que el joven pudiera alzar la espada para defenderse, Kolav irrumpió en la cámara y de un tajo lo derribó con su enorme espada.
Cael llegó al primer descansillo de la escalera y se detuvo. Echó una rápida mirada a su alrededor y vio que la escalera continuaba hacia arriba y desapareció entre las sombras. A la izquierda había una maciza puerta de madera, atrancada desde dentro. De un golpe quitó la tranca, abrió la puerta de un puntapié y pasó al otro lado.
Se encontró encima de la muralla de la ciudad. Ya no había adónde ir. A la izquierda se le ofrecía la perspectiva de un salto de nueve metros o más hasta los tejados más próximos, a la derecha, desde una pared almenada, se veía la zanja que reparaba la muralla interior de la exterior. La zanja estaba llena de tierra blanda que se había transformado en barro con la violenta tormenta otoñal. Al frente, la muralla describía una suave curva hacia el sur, en dirección a la puerta del paseo del Templo, donde aguardaban más Caballeros de Neraka. Kolav se introdujo por la puerta y subió al parapeto barrido por la lluvia. Un relámpago iluminó su figura monstruosa. De su cimitarra goteaba la sangre del hombre al que acababa de matar.
—He atrancado la puerta para que nadie nos interrumpa —gruñó la bestia mientras se acercaba al elfo cojeando. Desde abajo se oían las furiosas imprecaciones de los caballeros que trataban de derribar la puerta. Retrocedió por la muralla, manteniendo su espada desnuda en guardia, mientras miraba muy bien dónde ponía los pies.
»Ya va siendo hora de que arreglemos esto, tú y yo —continuó Kolav cortando el aire con la cimitarra por encima de su cabeza.
—Así es —coincidió Cael. Todo dependía de una estocada en el lugar y el momento precisos. Soltó el Relicario y lo dejó caer de debajo de su capa. Cayó a sus pies.
—Ladrón, al fin y al cabo —bramó el minotauro.
Cael se preparó. Kolav se acercó más. Otro paso cauteloso, otro más.
—Ya no podrás esconderte tras esa barba —dijo Kolav—. Te arrancaré el corazón y me lo comeré crudo.
Cael lanzó una estocada. Su espada cortó el aire con un zumbido. Kolav bloqueó el ataque y atrapó la espada de Cael contra la pared almenada con su pesada cimitarra. Un puño como una almádena hizo caer al elfo hacia atrás, peligrosamente cerca del borde del parapeto. La espada se le escapó de la mano, se deslizó sobre la piedra resbalosa por la lluvia y cayó por encima del parapeto. El ruido del acero contra las piedras de la calle fue como un toque de difuntos.
Cael se puso de pie trabajosamente y sacó de su cinturón la daga arrojadiza que había robado del escritorio de Oros. El minotauro se le venía encima, imparable como la marea.
A la luz de un relámpago, Cael vio sobre el parapeto una figura contrahecha, a espaldas de Kolav. Sostenía algo en la mano, algo que estaba dispuesta a arrojar. Los ojos de Cael se agrandaron por la sorpresa, y al ver su reacción, Kolav se volvió a medias para hacer frente a la nueva amenaza.
Era demasiado tarde.
—¡No os preocupéis! —gritó, y arrojó su arma. Parecía un cubo metálico, pero en pleno vuelo se desplegó. Kolav alzó las manos para defenderse, pero sin resultado.
El minotauro trastabilló hacia atrás, echando mano a la extraña araña de acero aferrada a su cabeza astada. Lanzaba bramidos de agonía mientras trataba de defenderse de los muelles de acero y las palancas de hierro templado que, con un ruido espantoso de carne y huesos rotos, se iba abriendo camino en su cabeza. Uno de los negros cuernos se desprendió del cráneo bajo la garra de la araña de metal. Kolav redobló los bramidos al ver la sangre, que le caía a chorros sobre los ojos.
Con un golpe de muñeca, Cael lanzó su daga a la garganta de la bestia. Kolav se tambaleó, echó mano a la daga y cayó hacia atrás por encima del parapeto. Nueve metros más abajo se oyó el golpe seco del minotauro al caer en la embarrada zanja. Fue hundiéndose lentamente, el negro barro se lo fue tragando mientras trataba débilmente de agarrarse a la pared. En un momento, desapareció.
Cael se tambaleó, exhausto, y cayó en los brazos abiertos de su salvador. El hedor más espantoso que había olido en su vida le salió al encuentro.
—¡Gimzig! —gritó—. ¿Cómo es posible? ¿Estás vivo?
—Por supuesto que estoy vivo, a pesar de los enanos gully, que me encontraron y a punto estuvieron de matarme con sus cuidados —respondió el gnomo—. Os habéis dejado la barba, os queda estupenda. Ya no podía aguantar esas abominables mejillas de una tersura juvenil. Nada como una barba adecuada para darle a uno cierta nobleza…
—Pero ¿cómo, Gimzig? ¡Alynthia vio cómo te arrastraba el monstruo de las cloacas! ¿Cómo sobreviviste? —preguntaba Cael mientras sacudía a su pequeño amigo.
—Os lo contaré todo, pero primero bajemos de aquí. No es que no me gusten las vistas, pero éste no es sitio para contar historias. Seguidme, tengo una escala autoextensible al otro lado… ¡Oh, cielos!
La puerta se abrió lentamente. Una figura vestida de gris apareció en las almenas iluminadas por un relámpago. Llevaba una larga espada en la mano. Cael ahogó un grito al reconocer su propia espada.
—Gracias por devolverme el bastón, Cael Varaferro —dijo riendo el Caballero de la Espina—. Se convierte en una espada realmente fantástica. Me divertiré estudiando sus poderes. —Mientras decía esto trazaba con ella figuras en el aire.
Cael puso el Relicario en las sucias manos del gnomo.
—Pon esto a buen recaudo en tu mochila, Gimzig —susurró.
El gnomo asintió.
—Deja que me ocupe de este tipo —musitó mientras colocaba la mochila en el suelo y la abría. Buscó dentro y sacó otra de sus arañas plegadas.
—No —dijo el elfo, sacudiendo la cabeza—. Esto es algo entre Arach Jannon y yo.
—Por fin descubriremos ahora cuál es mejor de los dos —dijo con tranquilidad el Caballero de la Espina.
—Sin embargo, me lleváis ventaja —observó Cael.
—Ah, sí. No tenéis espada, pero no temáis, soy un hombre de honor.
Sir Arach sacó un estoque de la vaina que llevaba al cinto y se la tendió al elfo por encima de la almena. Cael se agachó y levantándolo examinó su peso y su aspecto.
—No puede compararse con ésa —comentó Cael señalando la suya.
—No, supongo que no —respondió el Caballero de la Espina. Hizo que la hoja cortara el aire—. Es increíblemente equilibrada, y afilada como la lengua de una bruja. Demasiado buena para vos, me temo.
—Ya veremos —dijo Cael atravesando lentamente la almena con la espada por delante.
—Sí, ya veremos —dijo sir Arach soltando una carcajada mientras atacaba. Levantó la espada por encima de su cabeza y la descargó hacia abajo. Cael la esquivó, usando su hombro herido para presionar al Caballero de la Espina contra la pared. Allí estuvieron forcejeando un momento, intercambiando improperios, antes de que Cael se separara de un salto.
Sir Arach se dio la vuelta para atacar otra vez, y entonces reparó en el arma que llevaba en la mano. ¡Era su propio estoque! Había vuelto a sus manos como por arte de magia. ¿Y la espada del elfo, que antes sujetaba firmemente en mi mano? Levantó la vista atónito y descubrió que otra vez la tenía el elfo. El Caballero de la Espina retrocedió tratando de lanzar un conjuro, pero de una estocada tan rápida que ni la vista podía seguirla la hoja de Cael lo partió en dos desde el hombro hasta la cadera. El estoque se deslizó de sus dedos inermes y el conjuro murió en sus labios. Sir Arach cayó hecho un ovillo a los pies de Cael, con una mirada de sorpresa.
Gimzig corrió al lado del elfo y lo ayudó a ponerse de pie. Cael se derrumbó contra la pared aferrándose a su espada teñida de sangre.
El gnomo levantó el cadáver del Caballero de la Espina sobre sus robustos hombros y lo arrojó por encima de las almenas. El cuerpo de Arach Jannon cayó desmañadamente en medio del fango que había entre las murallas de la ciudad, donde se fue hundiendo lentamente.
Al amanecer del nuevo día, todo Palanthas se lanzó a las calles para comprobar los daños ocasionados por el temporal. En la bahía de Branchala se veían algún que otro barco, alguna que otra galera, todos ellos escorados. Las tripulaciones se afanaban por bombear el agua de las bodegas y reparar los daños sufridos por los aparejos y los cascos. Los adoquines del camino de la Bahía estaban sembrados de restos de naufragios, algas y charcos de espuma. Pequeños cangrejos blancos y azules se deslizaban por debajo de los pies, tratando de encontrar el camino para ponerse a salvo en el agua, mientras las gaviotas los perseguían y se enzarzaban en alguna que otra pelea por hacerse con alguna pieza especial del botín.
Dos figuras avanzaban con lentitud por el puerto. Una de ellas se apoyaba pesadamente sobre un alto bastón negro. Su compañero, mucho más bajo, iba cojeando a su lado y se encorvaba bajo el peso de una joroba. El alto hablaba en voz baja mientras que el otro charlaba por los codos respondiendo a las preguntas de su compañero.
—Bueno, a decir verdad, el monstruo de las cloacas me arrancó el pie en el primer ataque —dijo el gnomo como respuesta a una pregunta anterior—. Me dio un revolcón de muerte, pero mis huesos no le parecieron lo bastante buenos. Mi pie apareció en su boca y se alejó nadando. Como podéis imaginar, mi situación era terrible, porque todos esos artilugios metálicos en mi bolsa me arrastraban hacia el fondo del canal y mi pie había desaparecido en el gaznate de la bestia, y entonces ¿sabéis qué?… ¡volvió para rematarme!
El gnomo hizo una pausa para respirar.
—Me atacó otra vez por detrás. Os digo que era como ser abordado por la espalda por una galera pirata de los minotauros, pero esta vez cogió mi bolsa en vez de cogerme a mí. Fue una suerte, la verdad, bueno, ya conocéis la delicada naturaleza de las cosas que guardo ahí, una pena, pero se produjo una terrible explosión y un empujón tremendo me volvió a la superficie. Estaba rodeado de sangre, vísceras y qué se yo cuántas cosas que flotaban en el agua. Y ¿qué creéis que vi? Mi propio pie, que pasaba flotando junto a mis narices. Traté de recogerlo, pero…; hemos llegado, aquí es donde dijisteis que estaba amarrado el Horizonte Oscuro. —Subieron los escalones mientras Gimzig continuaba.
»Como os iba diciendo, traté de cogerlo, pero estaba fuera de mi alcance y algo me sostenía firmemente en el agua. Miré por encima del hombro y ¿qué creéis que sucedió en ese momento?
Cael hubiera aventurado una respuesta si el gnomo no hubiera seguido hablando sin parar.
—La escala autoextensible, o escapulta, como yo la llamo, se salió de la bolsa y se extendió de lado a lado de la boca del monstruo y lo cortó en dos como una rebanada de pan. Un lado estaba sujeto a una pared de la cloaca y el otro a la otra y, vaya, yo estaba todavía en peor posición que antes. Puedo deciros que a punto estuve de ahogarme antes de conseguir liberarme de mi bolsa.
»Después, de todos modos casi me muero por los poco delicados cuidados de los enanos gully, que me encontraron. Malditos sean, ellos y todas sus atenciones. Es un milagro que haya sobrevivido. ¡Creo que me habría ido mejor en las entrañas de la bestia!
—Pero perdiste el pie.
—Mecánico —dijo el gnomo sonriendo entre la barba. Al levantarlo para que el elfo lo viera, el pie chirrió—. Éste necesita aceite, pero es mejor que el original en muchos sentidos, y tengo varias ideas para mejorarlo, entre otras cosas, dedos intercambiables y…
Cael sonrió y miró hacia arriba, pero su sonrisa se desvaneció de inmediato. Gimzig siguió la dirección de su mirada mientras dejaba en suspenso sus palabras.
El Horizonte Oscuro se había ido.
Cael se quedó mirando al atracadero vacío durante largo rato con expresión apesadumbrada. El gnomo sacudió la cabeza con desaliento.
—Gimzig —dijo Cael por fin—. ¿Puedes llevarme de vuelta a la Casa de los Ladrones?