36

Por segunda vez aquella noche, un muelle se extendía ante ellos delimitado a ambos lados por los cascos de los barcos, de los cuales sobresalían los mástiles desnudos. Las amarras se quejaban, azotadas por el viento y por la espuma. Un farol fantasmagórico y vacilante que colgaba en el extremo más distante del muelle era la única iluminación que quedaba porque todos los demás habían sucumbido a los primeros embates de la tempestad. A la luz de aquel farol distante, los dos ladrones vieron que los cajones que antes habían estado apilados junto al Horizonte Oscuro, habían sido cargados. Ahora el barco remontaba las grandes olas, firmemente sujeto al muelle con robustas amarras.

Cael y Alynthia avanzaban con cuidado por el muelle. La noche parecía próxima a su fin. Aunque las nubes de la tormenta ocultaban y oscurecían el cielo, ambos tenían la sensación de que el amanecer se acercaba. Con ella llegaría una actividad nada propicia para sus fines y se multiplicarían las miradas vigilantes. Se daban prisa, aunque trataban de aparentar que no la tenían. Al acercarse al barco, Alynthia ya no pudo contenerse, salió corriendo y de un salto calculado para aprovechar el descenso de una ola se agarró de la barandilla del barco. Se encaramó sobre la cubierta y desde allí miró al elfo.

—No puedo hacer eso, Alynthia —dijo Cael—. Mi hombro.

La mujer asintió con la cabeza y se agachó a buscar algo. Un momento después, una escala de cuerdas se descolgaba por el lateral del casco. Cael la cogió y después de pasarle el bastón a Alynthia se impulsó con un solo brazo y se balanceó de un lado a otro hasta llegar arriba.

Se abrían camino por la inestable cubierta cuando empezaron a caer a su alrededor las primeras gotas. El barco tenía las escotillas cerradas para defenderse de la tormenta, lo cual indicaba que el guardia nocturno estaba a bordo en algún lugar. Alynthia iba delante entre las cuerdas enrolladas y las pilas de aparejos hacia el castillo de popa, donde una estrecha puerta ornamentada indicaba la entrada al camarote del capitán. Al llegar a la puerta se detuvo y sacó la daga. Cael echó una mirada en torno para asegurarse de que nadie los había visto. Daba la impresión de que el vigía estaba bien resguardado bajo cubierta. Alynthia abrió la puerta y se introdujo en el camarote. El lugar, pequeño y ordenado, estaba a oscuras, iluminado sólo por una tenue luminosidad dorada de los relámpagos que entraba por las ventanas de cuarterones de estribor. Encendió rápidamente una lámpara de aceite de ballena adosada a la pared encima de la cama. Cael entró y cerró la puerta justo cuando una ola impulsó el barco hacia arriba y lo hizo caer trastabillando contra la pared.

En el suelo, junto a la cama, había varios cofres de gran tamaño, uno hecho de rica madera de teca con refuerzos de plata y hierro, y los otros dos de cuero grueso con remates de bronce. Alynthia hizo una señal con la cabeza a Cael, que la miró con expresión cansada, y luego se dirigió hacia la puerta para vigilar.

La mujer se arrodilló junto al mayor de los tres cofres y pasó los dedos por el pesado candado, luego sacó de una bolsa que llevaba colgada del cinturón una cartera de piel con ganzúas. La desenrolló sobre el suelo y escogió un alambre trenzado y una sonda octogonal. Mientras la cubierta crujía bajo sus pies, manipuló con las herramientas la cerradura, escuchando, sondeando, girando. Tenía los labios tensos por la concentración y el resto del mundo había desaparecido. Ni siquiera el bramido cada vez más próximo de la tormenta conseguía atraer su atención. Estaba totalmente pendiente del chasquido satisfactorio que anunciaría su éxito.

Su pericia venció por fin, y la cerradura se abrió. Quitó el candado, lo dejó a un lado y con una mirada triunfal abrió la tapa con bisagras del cofre.

Una nube de sibilante gas amarillento le vino a la cara. Tosió apartándose y cayó al suelo.

Al oír el silbido sospechoso, Cael había abierto la puerta, incluso antes de ver el peligro. Una violenta ráfaga entró en el camarote y apagó la lámpara, mientras el ponzoñoso gas amarillo se elevaba como un fantasma y era dispersado por el viento. El elfo corrió al lado de Alynthia y la levantó con un brazo.

La arrastró hasta la cubierta, barrida por la lluvia. La puso boca arriba y acercó dos dedos a su cuello. Percibió un pulso débil, que sin embargo se iba haciendo más fuerte a cada bocanada de aire fresco. Un relámpago le permitió ver que parpadeaba tratando de recuperar la consciencia.

Cael supuso que sólo su rapidez natural le había salvado la vida. Oros había puesto una trampa mortal en aquel cofre. Una vez se hubo asegurado de que Alynthia se recuperaría, Cael volvió a la puerta. A la luz de la tormenta vio que el cofre seguía abierto. Se introdujo en el camarote, metió una mano en el cofre y salió dando tumbos hacia cubierta con algo metálico y brillante en la mano.

Se dejó caer al lado de Alynthia y examinó el objeto. Era un dragón, no mucho más grande que un gato, cincelado en plata por manos expertas. La figura estaba apoyada en sus patas traseras, tenía las alas desplegadas y la cabeza hacia atrás como bramando hacia el cielo. Unos diminutos ojos de zafiro brillaban bajo los párpados y las garras de marfil amarillento arañaban el aire. Cael observó que en el vientre de la criatura había una puerta con cerrojo y bisagras, que abrió con cuidado.

Un relámpago iluminó una siniestra calavera de color pardo apoyada sobre una almohadilla de terciopelo negro en las entrañas huecas de la figura. Junto a la calavera había una rosa solámnica, tan roja como el día que la habían cortado.

—Ahí está —dijo Alynthia levantando la cabeza.

—¿Ahí está qué? —preguntó Cael, postergando por el momento la alegría que le producía verla viva y despierta.

—El Relicario —respondió mientras tendía la mano débilmente hacia el tesoro.

—¿De qué se trata? ¿Qué lo hace tan especial? —preguntó Cael.

—Es nuestro mayor logro, nuestro botín más importante. Según dicen fue robado a los propios dioses durante la Era del Poder —suspiró la mujer dejándose caer otra vez débilmente sobre la cubierta barrida por la lluvia—. Los huesos pertenecen a…

—¡Alynthia! —Una voz que sonó como un rugido se oyó detrás de ellos.

Cael se dio la vuelta con el fin de ocultar el Relicario bajo su túnica.

Oros uth Jakar estaba ante ellos, de pie, con las piernas abiertas para soportar los vaivenes del barco. De repente, la tormenta arreció y densas láminas de agua empezaron a castigar el barco de proa a popa. Detrás del capitán del Gremio acechaba la figura enorme, monstruosa, del minotauro, Kolav Ru-Marn, apoyada contra la barandilla de babor. Sacudió su enorme cabeza astada, que el agua empapaba desde las orejas hasta la pelambre gruesa y rojiza que la cubría.

—Alynthia, ¿qué habéis hecho? —gritó Oros furioso.

—¿Qué habéis hecho vos, esposo mío? —dijo ella con voz entrecortada.

—Vuestra traición está a la vista, capitán —intervino el elfo con voz ronca.

El rostro del jefe del Gremio empalideció. Sus ojos pasaron del elfo a su esposa. Sus ojos oscuros lo miraban con desprecio. Dio la impresión de que lo abandonaban las fuerzas. Bajó la cabeza y se volvió.

—Mátalos —dijo con voz ominosa al minotauro—. Mátalos a los dos. —Vacilante, se acercó a la barandilla y se apoyó en ella.

—Llevo tiempo esperando este día —gruñó Kolav sacando su cimitarra reluciente. La gigantesca hoja curva de la espada de fabricación minotaura salió chillando de su vaina. Habituado a pelear en el mar, Kolav se movía con soltura por la cubierta del barco castigada por la tempestad: sus pisadas sonaban más atronadoras que la propia tormenta.

El elfo se mantuvo medio agachado porque era la única forma de no perder pie. Acercó el bastón a su cuerpo y, pasando la mano que le quedaba libre por toda su extensión, puso al descubierto su espada mágica.

—Las espadas mágicas no os servirán de mucho —rugió Kolav entre carcajadas—. No hay en todo Krynn quien me supere con la espada.

—Os repito una vez más que yo soy el mejor —corrigió Cael, aunque sabía que era puro alarde. La herida del hombro había inmovilizado su brazo derecho hasta tal punto que casi no podía moverlo. Podía luchar con la izquierda, pues su shalifi lo había entrenado a conciencia, pero en su estado actual tenía pocas posibilidades contra el poderoso minotauro.

La bestia sacudió su enorme cabeza de toro expulsando de sus orejas y de su piel el agua, que también resbalaba por sus relucientes cuernos negros. Cael sujetó bien el dragón de plata contra su cuerpo y se apoyó sobre una rodilla, con la espada en guardia.

—Oros, no hagas esto —gritó Alynthia.

Oros uth Jakar se limitó a sacudir la cabeza, sin volverse siquiera a mirar a su esposa condenada.

Kolav se lanzó contra Cael, con los cuernos centelleantes.

El elfo consiguió apartarse a un lado y Kolav volvió a abalanzarse sobre él, pasando por encima de la capitana de los ladrones, que estaba en el suelo. Profiriendo un grito, Alynthia se levantó y hundió su daga en el muslo del monstruo.

Kolav dio un alarido de dolor y se volvió. La espada de Cael emitió un destello delante de su morro negro y luego describió una trayectoria descendente, atravesó la armadura de cuero y la piel rojiza y afeitó la tripa del monstruo. Una pulgada más y sus entrañas se habrían derramado por la cubierta. El elfo lanzó un juramento y a duras penas esquivó el revés del minotauro.

La bestia rugió de rabia y saltó hacia él. Cael paró el ataque con todas sus fuerzas, apartando a un lado la pesada hoja corva del minotauro en el último minuto, una y otra y otra vez. A cada movimiento se sentía más débil, mientras que el minotauro parecía crecerse al ver a su contrincante trastabillar y vacilar bajo la lluvia de golpes.

La pelea se desarrollaba sin tregua en torno al palo mayor, avanzando uno y retrocediendo el otro. La espada de Kolav fue arrancando astilla tras astilla de la dura madera del mástil que Cael usaba como escudo y como florete al mismo tiempo. La fuerza bruta se enfrentaba a un entrenamiento sin par en el manejo de la espada y de sus tácticas, pero aun así el elfo poco más podía hacer que retrasar el fatal desenlace.

El minotauro empezó a cojear de forma más marcada por la herida de la pierna. Sus ataques se volvieron más salvajes. Su cimitarra iba y venía incansable y la manejaba como si fuera un simple florete. Sin embargo, la herida de la pierna le impedía lanzarse a fondo. El elfo sacó ventaja de ello, manteniéndose fuera de su alcance y atacando al minotauro por el lado de la herida. La intervención de Alynthia le había dado aquella pequeña ventaja y sólo esperaba que le quedaran fuerzas para aprovecharla.

La furia de la tormenta se multiplicó. El barco empezó a golpear contra el muelle. Una y otra vez, cuando el minotauro parecía tener acorralado al elfo, el barco se sacudía, lo obligaba a hacer un alto y daba ocasión al elfo de escabullirse. Por fin, el orgullo herido de Kolav ya no pudo soportar más. Con un bramido descomunal se lanzó a través de la cubierta, acompasando su carga con la subida de una ola. Agotado como estaba, Cael no se movió a tiempo. La cubierta del barco se levantó a espaldas de la bestia y transformó su carga en una caída imparable, ante lo cual Cael retrocedió hasta tocar con la barandilla, incapaz de evitar el choque.

Con un triple estallido, las amarras del barco se rompieron. El barco se enderezó de golpe, el minotauro rodó por el suelo y Cael salió volando por encima de la barandilla y aterrizó en el muelle. Alynthia se había arrastrado por la resbaladiza cubierta y estaba dispuesta a seguirlo, pero su esposo la cogió por la cintura y la arrastró hacia atrás.

Kolav consiguió ponerse de pie y saltó en pos del elfo. No se veía a Cael por ninguna parte. El minotauro miró entre la cubierta y el barco pero lo único que vio fueron trozos rotos de madera. Ahora, a lo largo de todo el muelle, había hombres que gritaban desde las cubiertas de los barcos, mientras los marineros se afanaban asegurando las amarras, y las maromas se desprendían y saltaban por el aire como enloquecidas serpientes. En el extremo del muelle que daba a la costa, una figura cubierta con una capa corría con una espada reluciente empuñada. El minotauro lanzó un grito de batalla y salió cojeando detrás.

El capitán Oros miró furioso a su esposa, pero ella le devolvió una mirada oscura y acusadora.

—Ahora tendréis que matarme personalmente, esposo mío —le espetó la mujer.

—No, no lo haré. El Gremio se encargará de eso —replicó él mientras la arrastraba por la cubierta hasta la puerta de su camarote. Todo el contenido de la habitación se había esparcido cuando se rompieron las amarras del barco. El cofre estaba abierto y volcado de lado.

—Habéis traicionado al Gremio y sufriréis el castigo que os habéis ganado —se burló mientras la obligaba a entrar.

Alynthia cayó al suelo. En su cara se dibujó un rictus de dolor, pero la ira le hizo mantener el control. Enderezó el cofre vacío.

—¡No fui yo quien traicionó al Gremio! —gritó—. ¡Cael tiene el Relicario como prueba!

Oros reculó agarrándose a la puerta. Salió dando un portazo y cerró con llave. A continuación empezó a dar órdenes a voz en cuello a la asustada tripulación del Horizonte Oscuro que salía dando tumbos del castillo de proa, y a la que por fin había despertado la conmoción.

La tormenta aumentaba la distancia entre el barco y el muelle.