Cael arrastró el cuerpo inerme de Alynthia hasta la costa, por debajo del muelle del Cangrejo Azul, entre la carga apilada y los cangrejos, que escapaban por todas partes. La depositó suavemente sobre el suelo de guijarros, se arrodilló a su lado y le apoyó la cabeza en el suelo. Se inclinó, abrió la boca y echó suficiente agua de mar como para llenar un cubo de una sola arcada. Lo primero que su maestro le había enseñado sobre el bastón era que permitía respirar debajo del agua igual que si fuera aire, pero que la transición era dolorosa, por eso lo evitaba siempre que podía.
Por fin, echó la cabeza hacia atrás, la larga cabellera mojada le chorreaba sobre la espalda y llenó los pulmones de aire. Una y otra vez se le llenó la boca de agua salada hasta que por fin empezó a toser y eliminó de los pulmones los últimos restos de agua de mar.
Entonces se volvió hacia su compañera. La mujer tenía el cuerpo helado, los labios azulados y los párpados abiertos dejaban ver sus ojos oscuros, que miraban con expresión vacía. Cael no encontró pulso cuando le tocó el cuello con los dedos. Su tos se transformó en sollozos y el pelo le cayó sobre la cara, y ocultó sus facciones a la mirada fija de la mujer.
Cuando el dragón azul había lanzado su aliento como un relámpago sobre el agua, la descarga había alcanzado a Alynthia. Cael había notado que el bastón absorbía gran parte de la energía, lo mismo que había hecho con el conjuro de la señora Jenna. Ahora se hacía reproches, se culpaba por haber soltado a Alynthia, por no haberla mantenido debajo del agua durante el ataque del dragón. Para cuando pudo llegar a ella, los pulmones de la mujer ya se habían llenado de agua.
Ahora, mientras la miraba, vio dentro de sí los rostros de todos los que habían muerto por su culpa. Vio los restos calcinados de Pitch tirados contra la pared de la Cámara de las Puertas. Vio a Hoag convertido en piedra y a Ijus destrozado por la magia de la señora Jenna, a Kharzog con una espada clavada en sus entrañas de enano, a Gimzig apresado en las fauces de un monstruo de las cloacas, y a la familia de Claret dispersa y destrozada.
Ahora, una nueva vida se sumaba a las demás, otra víctima inocente de sus juegos, y esta le dolía más que todas, incluso más que la de Kharzog. Si tan sólo hubiera permanecido junto a Alynthia mientras estaban en los establos de dragones del Palacio del Señor, si no hubiera permitido que se soltara del bastón, si el dragón no hubiera lanzado su abrasador aliento hacia las profundidades del mar…
Con un grito de furia, descubrió su espada y empezó a correr de un lado a otro por debajo del muelle haciendo volar cangrejos azules en todas direcciones, lanzando estocadas a diestro y siniestro contra todo lo que lo rodeaba. Su espada mágica atravesó soportes, riostras, cuerdas e incluso un pilar de madera que sostenía el muelle. Sólo cuando el muelle empezó a agrietarse peligrosamente al haber destruido la mayor parte de sus soportes, que quedaron tirados junto a la costa o flotando en el agua, empezó a ceder su enfado, aunque el dolor persistía.
Volvió entonces junto a Alynthia y depositó la espada en el suelo junto a ella.
—Ella no morirá —dijo con voz ronca.
Volvió a arrodillarse a su lado, le colocó una mano debajo del cuello y, levantándolo un poco, le inclinó la cabeza hacia atrás. Los labios de la mujer se abrieron un poco. Cael había visto a su madre hacer esto una docena de veces. Una docena de veces había salvado la vida de víctimas de naufragios de esta manera. Cael ni siquiera estaba seguro de saber hacerlo debidamente, pero tenía que intentarlo.
—No vais a morir, Alynthia Krath-Mal —suspiró apoyando sus labios sobre la boca azulada de la mujer. Le cubrió los ojos con la mano y después de pinzarle la nariz introdujo con fuerza su aliento en la boca de ella, inflándole los carrillos.
Se apartó, inhaló y escuchó cómo el aire escapaba por sus labios en una triste parodia de respiración.
—Volved a mí —volvió a musitar, y repitió la operación.
Otra vez se hincharon las mejillas de Alynthia.
—Volved a mí —repitió una y otra vez.
El elfo siguió y siguió sin dejarse llevar por el desánimo, incluso más allá de lo que el decoro hacía aconsejable, cuando su conciencia ya le decía que dejara su cuerpo en paz. Prosiguió.
—Volved a mí, amor mío —musitaba a cada nuevo intento.
Al inclinarse otra vez sobre sus labios, ella parpadeó. Cael hizo una pausa, esperando, con esperanzas renovadas, buscando en sus ojos turbios un destello de vida. Y llegó, muy leve, pero llegó. Volvió a insuflarle aire y sintió que ella se movía, y esta vez, con el aire que le había insuflado salió una bocanada de agua salada. Alynthia tosía mientras él la ponía de lado y le golpeaba la espalda para que expulsara toda el agua. La sostuvo en sus brazos hasta que hubo terminado.
El lugar se llamaba El Hueso y Cuatro, que era una forma abreviada de El Hueso y Cuatro Calaveras. Encima de la puerta había un desvencijado letrero de madera con esos símbolos pintados. Cael abrió la puerta de una patada y entró tambaleándose en la taberna, llevando sobre sus hombros algo que parecía un bulto mojado y apoyándose pesadamente sobre su bastón.
—Está cerrado, amigo —dijo el hombre de la barra—. Cerramos después del toque de queda.
Otro hombre se puso de pie al otro extremo del bar, pegando con la cabeza contra el techo. Medía por lo menos dos metros diez, y su piel cetrina hablaba a las claras de su ascendencia ogresca. Amenazó con un par de puños verrugosos, del tamaño de un jamón, y gruñó algo.
—Además, el dragón anda suelto —añadió el primero.
Cael se limitó a mirarlos durante un momento y luego cerró la puerta con su bastón. El salón era pequeño. Tenía unas cuantas mesas y reservados, pero la mayor parte estaba ocupada por desdichados de aspecto poco recomendable. Incluso algunos roncaban con la cabeza apoyada en los brazos cruzados. En el lugar reinaba un silencio increíble.
Era como si la mayor parte de los parroquianos se conformaran con rumiar sus propias miserias.
—Cerrado, ya veo —dijo el elfo con un bufido, pero no había el menor asomo de alegría en su risa. Se acercó hasta un reservado vacío y, apoyando el bulto que llevaba contraía pared, lo acomodó en uno de los bancos. Luego pasó trabajosamente, se sentó a su lado y apartó con suavidad las mantas húmedas en las que estaba envuelto. De entre los pliegues surgió una cara, morena y extenuada, con las mejillas hundidas y los labios amoratados.
El tabernero se encogió de hombros y el ogro volvió a sentarse.
Una mesonera se acercó al reservado donde estaban.
—Brandy —ordenó Cael mientras trataba de calentar las manos heladas de Alynthia entre las suyas—. Y una manta seca si es que la hay.
Pronto llegó el brandy y echaron una manta seca sobre los hombros de Alynthia. La mesonera se quedó mirando cómo Cael trataba de devolver el calor a su compañera.
—Es bonita. ¿Qué le pasó? —preguntó la chica—. ¿Se cayó por la borda?
—Así es —respondió Cael vertiendo un poco del licor entre los labios de Alynthia. Ella tosió y se agitó, parpadeó y a continuación cogió el jarro que se le ofrecía y lo inclinó. El brandy resbaló por sus mejillas mientras ella tragaba el licor.
—¿Sois marinero? —preguntó la tabernera.
—He navegado, si eso es lo que queréis decir.
Alynthia apoyó el jarro en la mesa y se inclinó sobre ella.
Su espalda se convulsionaba mientras arrojaba más agua salada. Cael la atendía con ternura.
—¿Es vuestra mujer? —preguntó la tabernera.
—Hacéis demasiadas preguntas —dijo Cael.
—Porque si no lo es…
—¿Cuántos años tenéis? —preguntó Cael.
—He visto diecinueve veranos —dijo orgullosa la chica.
—Yo tengo edad suficiente para ser vuestro abuelo —dijo apartándose el pelo húmedo para que ella pudiera ver una puntiaguda oreja de elfo. La chica se quedó boquiabierta.
»Id y traed más brandy y comida caliente si la hay —ordenó Cael.
—No podría pasar bocado —se quejó Alynthia.
—Sí, señor —dijo la chica, y partió presurosa.
—¿Cómo os sentís? —preguntó Cael cuando Alynthia se incorporó, un poco más recuperada. Todavía tenía los labios azulados y temblaba de frío.
—Como un bacalao atrapado en la red —bromeó débilmente mientras le castañeteaban los dientes.
—Eso se arregla con más brandy. —Se volvió a mirar a la tabernera, que salía de la cocina y traía una jarra y dos cuencos humeantes. Dejó todo sobre la mesa y se volvió para marcharse. Cael la sujetó por el vuelo de su vestido.
—Gracias —le dijo.
Ella se sonrojó e hizo una pequeña reverencia antes de retirarse.
Alynthia sacudió la cabeza divertida, luego se inclinó sobre la comida, la olió, gruñó algo y se recostó sobre el respaldo.
—No creo que pueda tragar bocado —se quejó.
Cael sirvió un buen jarro de brandy para cada uno.
—Bebed esto —dijo, empujando uno hacia ella. La mujer lo bebió a sorbos rápidos y para cuando hubo terminado el jarro, había dejado de temblar. Entonces puso el jarro sobre la mesa y olfateó el estofado.
Cael levantó la pesada jarra y la volvió a dejar emitiendo un gemido de dolor mientras se llevaba la mano al hombro derecho.
—¿Qué sucede? —preguntó Alynthia.
—No es nada —dijo él con los dientes apretados.
—Conque nada. Dejadme ver. —La mujer le apartó las manos de su túnica húmeda para descubrir el hombre que vio le hizo ahogar un grito.
—No es más que un rasguño —dijo el elfo corte que tenía en el hombro. De entre los labios de la herida salía un hilo de sangre.
—¡Un rasguño! —exclamó Alynthia mientras examinaba la herida con cuidado—. Vaya, llega hasta el hueso. Tuvisteis suerte de que no cortara la arteria. ¿Cómo os lo hicisteis?
—Yo diría que fue una hembra de tiburón ergothiano —respondió Cael.
—¿Yo… fui yo quien os hizo eso? —preguntó Alynthia con incredulidad.
—Sí, mi capitana —respondió el elfo—. Cuando pensasteis que yo era un lacedón que os arrastraba a vuestra tumba marina.
—Oh, Cael, lo siento —gritó—. ¡Y me salvasteis después de eso!
—Pensé que era vuestro cadáver lo que sacaba a la costa —susurró el elfo—. Seguro que nos creen muertos a los dos. El dragón lanzó un relámpago de fuego sobre el agua, encima de nosotros. Deberíais haber visto todos los peces muertos. Van a inundar el mercado mañana por la mañana.
—Esta herida necesita unos puntos —dijo Alynthia tratando de cambiar de tema.
—No vamos a encontrar un matasanos a estas horas —dijo Cael—. Será mejor esperar a mañana. Entonces iremos a buscar a Claret y nos marcharemos de la ciudad.
—¿Marcharnos de la ciudad? —preguntó Alynthia.
—Es lo único que nos queda. Vuestro esposo es un secuaz de los caballeros y tiene pensado entregarles el Gremio, como seguramente hizo hace cuatro años.
—No puedo creerlo —musitó Alynthia—. Todo parece un sueño, un sueño espantoso.
—Podéis creerlo, joven señora. —La voz grave llegaba del reservado contiguo. Una cabeza marchita, arrugada como un orejón y casi del mismo color, asomó por la parte superior del tabique. Una barba gris y rala cubría a mechones las mejillas hundidas y uno de los ojos estaba cubierto por una nube blanca que rezumaba una lágrima densa. El otro ojo, en cambio, relucía al mirarlos.
»Podéis creer a vuestro joven amigo, Alynthia Krath-Mal. ¡El ve a vuestro esposo como lo que es! —dijo el anciano con voz temblorosa.
—¿Os conozco? —preguntó Alynthia con altanería, aunque había una nota de incertidumbre en su voz. Una sombra de preocupación le apareció en los ojos.
—Ya lo creo que me conocéis —dijo el hombre desapareciendo. Un momento después, un viejo lobo de mar, delgadísimo, cubierto con un abrigo de piel de nutria, apoyándose en un bastón hecho de hueso de ballena, se deslizó en el banco que quedaba frente a ellos. Sonrió y descubrió una enorme boca sin dientes mientras su ojo bueno brillaba divertido. Señaló el jarro de Cael y éste le sirvió brandy con la curiosidad pintada en el rostro.
—Lo siento, pero me parece que no recuerdo… —dijo Alynthia lentamente dejando las palabras en suspenso cuando el hombre extendió la mano por encima de la mesa y le puso algo delante. Cuando apartó la mano, a Alynthia empezaron a temblarle los labios.
Sobre la mesa había un diminuto dragón hecho de papel plegado.
—¿Knodsen? —gritó.
—Sí, mi querida. El viejo Knodsen —dijo el anciano marino mientras se le escapaba una lágrima del ojo bueno.
De repente, Alynthia se abrazó al hombre por encima de la mesa y empezó a sollozar lastimeramente. Unos cuantos levantaron la cabeza y los miraron, pero la mayor parte hizo caso omiso de ellos. Cael se removió incómodo, sin saber muy bien cómo reaccionar.
Lentamente, el anciano se liberó del abrazo y la devolvió a su sitio. Cael volvió a colocarle la manta sobre los hombros y le puso el jarro de brandy en las manos. Ella volvió a beber, sin mirar al elfo. El anciano también tomó un sorbo y después miró los cuencos de estofado. Cael asintió y le acercó uno de ellos.
—Lo siento, pero veo que los dos sois buenos amigos. —Cael empezó a ponerse de pie para marcharse, pero Alynthia lo cogió de un brazo y lo hizo sentar otra vez.
—Cuando yo era una niña —dijo sin mirarlo—, y viajaba en los barcos de mi padrastro, el viejo Knodsen era el amigo más querido que tuve jamás. —Cogió el pequeño dragón de papel y lo apretó contra su pecho—. Solía hacer estos animalitos y dejarlos por todo el barco para que yo los encontrara. Era un juego fantástico. Él me cuidaba: era mi padre, mi hermano y mi compañero de juegos.
—Así fue, es cierto —dijo el anciano con una sonrisa.
—Sin embargo os fuisteis con el Mary Eileen —observó Alynthia con tono de reproche—. Oros… es decir, el capitán Avaril me dijo que todos habían muerto. Que él era el único superviviente.
—Estuve perdido —dijo el anciano con voz distante y el ojo fijo en el estofado—. Durante años. —Sacudió la cabeza como si se negase a recordar. Cuando levantó la vista una lágrima rodaba por su mejilla.
»Me llevaron a bordo de la galera del minotauro, lo mismo que a otros del Mary Eileen, como bien sabe vuestro Avaril. Me encadenaron a un remo a tres bancos del que él ocupaba. No podía soportar ser un esclavo de galera, igual que los hombres a los que antes mandaba, pero incluso entonces tenía las esperanzas puestas en que él nos habría de liberar. Seguía siendo nuestro capitán.
»En cambio él, al parecer, creía que sus responsabilidades para con nosotros habían terminado cuando el Mary Eileen se hundió. Hizo un trato privado con el capitán minotauro —Kolav se llamaba—, y consiguió que lo liberaran de las cadenas. Qué fue lo que negoció, no lo sé. Lo más probable es que fuera información. Empezamos a asolar la costa norte de Solamnia y atacamos aldeas desprotegidas. Consiguieron grandes éxitos y al parecer atacaban inmediatamente después de que una patrulla de Caballeros de Solamnia había salido de las aldeas.
»En un momento dado se les acabó la suerte. Fueron sorprendidos por una flota de Caballeros de Takhisis. La galera fue atacada y hundida. Vuestro futuro esposo se rindió y no lo ejecutaron porque había sido antes caballero.
—¡Avaril no fue nunca un caballero! —exclamó Alynthia.
—Pues sí. En un tiempo fue un Caballero de la Rosa, querida mía —dijo el anciano. Eso es algo que muy pocos saben. Por algún motivo fue deshonrado, puede que por cobardía o traición; conociéndolo, es lo más probable. De no haber sido por la influencia de su familia, habría sido perseguido y ejecutado con su propia espada.
»Dejó morir a sus hombres a bordo de la galera pirata mientras que él se salvó. Yo llevaba meses tratando de cortar mis cadenas, y cuando el barco empezó a hundirse, con el casco perforado por el ariete de los caballeros, me escapé. El miedo me dio fuerzas, pero no pude salvar a los demás. No pude salvar a los demás —lloraba—. Me llamaban por mi nombre, rogando que los liberara, al tiempo que maldecían el nombre de Avaril. Pero no tuve fuerzas para liberarlos, y él nos abandonó a todos.
»Cuando la batalla terminó, me encontré flotando sobre un trozo de madera mientras que la flota de los caballeros se alejaba. Por fin llegué a una isla en el Mar Sangriento, y allí viví una vida de angustia, siempre huyendo, ya que la isla estaba habitada por criaturas espectrales. Un buen día me rescataron, y desde entonces pude seguir la carrera de Avaril hablando con marineros, piratas, contrabandistas y gentes de talante similar. Dicen que él compró su vida y la del capitán minotauro revelando el paradero de los tesoros que habían enterrado durante los meses en que asolaron la costa.
»Los caballeros los desembarcaron en Palanthas, sin dinero y deshonrados. Su futuro como capitán mercante estaba acabado: ya ningún armador iba a confiarle su barco. Durante algún tiempo se ganó la vida en las calles como ilusionista, sacando monedas de las orejas de la gente y sorprendiendo a los ignorantes con su poderosa voz, mientras despreciaba a aquellos a los que divertía. Por fin, Avaril organizó el Gremio de los Ladrones, según se dice, y su compañero minotauro le sirvió siempre como leal guardaespaldas. No sé qué es lo que los mantiene juntos. Yo creo que Avaril nunca compró la libertad del minotauro. Creo que los Caballeros de Takhisis liberaron al bruto para que fuese siempre un recuerdo vivo de su traición. No es la lealtad lo que mueve al capitán Kolav Ru-Marn. Por Avaril sobrevivió al hundimiento de su barco y quedó deshonrado. Nunca pudo volver a la tierra de los minotauros.
Alynthia tenía los ojos fijos en la mesa y sacudía lentamente la cabeza.
—No es posible —musitó—. Es demasiado para creerlo.
—Pensadlo, Alynthia —dijo Cael—. Porque me ayudasteis dijo que os habían secuestrado. También os traicionó a vos.
—Yo habría hecho lo mismo con él para proteger al Gremio. Fui yo quien lo traicionó al fracasar —insistió ella.
—No, vos no lo hubierais traicionado —dijo Cael—. No habéis traicionado al Gremio. Hubierais hecho lo que fuese para liberar a vuestro esposo. Incluso ahora lo protegéis.
—Fue decisión de Mulciber —explicó Alynthia—. Oros no hace sino acatar las órdenes de Mulciber.
Cael asintió con lentos movimientos de cabeza.
—Ah, ya veo —dijo.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó la mujer con brusquedad.
—Él sólo seguía órdenes de Mulciber. Él no es el jefe del Gremio. Mulciber es el jefe —dijo.
—Eso es —confirmó Alynthia—. Todos seguimos las órdenes de Mulciber.
—¿Y quién es Mulciber? —preguntó Cael.
—Ella es la verdadera jefa del Gremio.
—¿Y de dónde vino?
—Nadie lo sabe. Se presentó y reformó el Gremio después de la Noche de los Martillos Negros, reclutando para su causa a mi esposo y después a los demás.
—Ya veo —dijo Cael.
—¿Qué es lo que veis? —preguntó airada.
—La verdad —respondió él.
—Bien. Entonces veis que Oros no puede haberme traicionado. Si realmente quisiera matarnos ¿no creéis que a estas horas ya estaríamos muertos? No, sólo nos ha dado tiempo para redimirnos —declaró Alynthia—. Sólo los dioses saben los riesgos que ha corrido para protegernos.
—Alynthia, mi querida y dulce Alynthia —dijo el viejo Knodsen con voz ronca—. ¿Creéis que el viejo Knodsen os mentiría?
La mujer se quedó mirando al viejo marino como si le hubiera dado un bofetón en pleno rostro. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
—No —respondió en un susurro.
—Escuchad a vuestro amigo —le aconsejó el anciano—. Oros traicionó a la tripulación del Mary Eileen y también os traicionará a vos.
Dirigió la mirada a Cael y lentamente dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Muy bien —dijo entre sollozos.
—Yo, en vuestro lugar —dijo el anciano—, me iría de la ciudad. Soy cocinero a bordo del Albatros, que zarpa mañana con la marea de la tarde hacia Kalaman. Mi capitana es una mujer bondadosa. Os admitirá a los dos a bordo si yo se lo pido.
—Os lo agradezco —dijo Cael—. Allí estaremos. ¿Podréis llevar a una tercera persona? ¿A una joven…?
—¡No! —espetó Alynthia—. Antes de irme, tengo que oír todo esto de sus labios. Me debe eso al menos.
—Es demasiado arriesgado —replicó Cael—. No debemos enfrentarnos a él, si somos capturados…
—Debo hacerlo —insistió—, con vuestra ayuda o sin ella. Nadie conoce sus hábitos tanto como yo. Todas las noches, después de cenar, pasa varias horas en su biblioteca privada. Nos introduciremos allí, lo esperaremos y lo interrogaremos sin que estén presentes sus lacayos. Si lo que decís es cierto, querido Knodsen, podremos usar esa información contra él para limpiar nuestros nombres y recuperar nuestro lugar en el Gremio.
—No seáis necia, Alynthia. Después de todo lo que hemos oído esta noche, Oros nos hará matar a nosotros y a vuestro amigo Knodsen a la primera oportunidad. Mientras vivamos somos una amenaza para él —la previno Cael—. Es preferible que nunca se entere de lo que hemos averiguado sobre él.
—¡Quiero oír la verdad de sus labios, suceda lo que suceda! —declaró Alynthia—. Si es cierto que pretende traicionar al Gremio, debemos evitarlo.
Cael abrió la boca para protestar, pero el viejo marinero lo interrumpió.
—No vale la pena tratar de disuadirla cuando ha tomado una decisión. La conozco muy bien —dijo riendo, y volviéndose a Alynthia—: En cuanto os hayáis salido con la vuestra, querida, venid a toda prisa al Puerto Mercante, donde espera mi barco. Podéis traer a vuestra joven amiga también si está en peligro.
—Querido Knodsen —sonrió la mujer—. Cuando ya había perdido toda esperanza, os he encontrado. Gracias.
—La mejor manera de agradecérmelo es que os marchéis conmigo —respondió el anciano.
—Si no hay otra manera —dijo Alynthia poniéndose de pie—, lo prometo. —Empujó a Cael para que saliera del reservado—. Allí estaremos.
El elfo extrajo unas cuantas monedas húmedas del bolsillo y las dejó sobre la mesa para pagar el brandy y el estofado que nadie había probado.
—Vamos —le dijo Alynthia—. Es tarde. Debemos entrar en su biblioteca antes de que Oros se retire. —Los dos saludaron al anciano con una inclinación de cabeza y abandonaron la taberna.
El viejo Knodsen se inclinó sobre el cuenco de estofado, que ya no humeaba, y se llevó una cucharada a la boca sin dientes. Con una risita de satisfacción, saboreó la comida. Mientras tanto, de una de las otras mesas se levantó una figura achaparrada, cubierta con una capa negra, bajo la cual se adivinaba una gran joroba deforme. Salió del lugar detrás de Cael y Alynthia cojeando grotescamente y los siguió por las oscuras calles de Palanthas.