33

El bastón dio un salto en las manos de Cael cuando asomó la cabeza del dragón. Los grandes cuernos curvos de marfil protegían el noble y maligno ceño. Las escamas azules relucieron bajo la luz mágica de los globos cuando la criatura salió a la arena removiendo con sus garras el serrín que cubría el suelo.

Ante el movimiento del bastón, Cael sintió que el miedo al dragón lo abandonaba como si se hubiera despojado de un traje. Sujetó la empuñadura del bastón con una mano y pasó la otra a lo largo de la madera que, al paso de su mano, se iba transformando en una reluciente hoja de acero. Era una hoja recta, de doble filo, y despedía un resplandor verde, como si estuviera iluminada por una luz interna.

Un gran estruendo sacudió el castillo hasta los mismos cimientos. Arriba, todos los cristales de las ventanas se hicieron trizas. En los cientos de habitaciones y pasillos, los jarrones se cayeron de sus pedestales, los cuadros se descolgaron de las paredes y las porcelanas se rompieron en los estantes. Los que estaban en el recinto subterráneo fueron derribados al suelo, pero Cael consiguió mantenerse en pie. Los caballeros gritaban aterrorizados, y la voz del dragón azul se dejó oír por encima del ruido.

—¿Nos están atacando? —Se oyó la voz terrible del dragón azul sobreponiéndose al estruendo.

Dos guardias entraron corriendo por una arcada.

—¡Mis señores, fuego en los sótanos! ¡Una gran explosión!

—¡Mi laboratorio! —Sir Arach lanzó un alarido y olvidándose de todo lo demás salió corriendo de la estancia.

Cael corrió por el balcón y obligó a Alynthia a ponerse de pie. Ella lo miró como si no lo reconociera, pero dejó que la arrastrara fuera de allí. Corrieron entre las columnas justo en el momento en que un relámpago hizo trizas el balcón que acababan de dejar atrás. La poderosa voz de sir Kinsaid ordenaba a gritos que abrieran el techo, que los dragones los persiguieran y acabaran con ellos.

Cael avanzaba a ciegas. La explosión había cortado su escapatoria, de modo que subió corriendo por la primera escalera que encontró, arrastrando a Alynthia detrás. Entraron en los niveles nobles del Palacio del Señor, cuyos pasillos se habían transformado en un caos. Los sirvientes corrían de un lado a otro gritando instrucciones contradictorias, como salvar los tesoros del palacio o apagar el fuego. Sin embargo, la mayoría optaba por ponerse a salvo y corría sin atender a los ruegos de los demás, precipitándose por la primera puerta o ventana que encontraba. No les costó ningún trabajo al elfo y a su acompañante perderse en medio de la confusión, salvo por la espada que relucía en el puño del elfo. Dondequiera que llegaban, aquellos con los que se encontraban chillaban y huían en la dirección contraria.

Cael observó una puerta que daba a un jardín. Avanzó en esa dirección. Muchos sirvientes se agolpaban en la puerta, tratando de escapar del palacio. Con un grito, cargó contra ellos blandiendo su acero de extraño brillo por encima de su cabeza. En un instante, la puerta estaba despejada, pues se dispersaron los sirvientes, despavoridos y dando voces. Cael arrastró a Alynthia por la puerta hacia el exterior, y después la empujó hacia un lado, al ver una espada que se abría camino con un silbido entre ambos, que finalmente fue a arrancar chispas en el suelo de piedra. Cael paró una segunda estocada con su hoja y luego atacó a su vez con un golpe que hizo retroceder vacilante al guardia, mientras el aire se le iba gorgoteando por el agujero que le había abierto en el pecho. A un grito de Alynthia, Cael se dio la vuelta justo a tiempo para parar el ataque de un segundo guardia. El guardia mantuvo su asalto con una estocada desde arriba que Cael detuvo, aunque parecía imposible de mantener. El guardia acompañó su presión hacia abajo con una carcajada cruel. Las dos espadas chirriaron mientras el guardia trataba de imponerse al elfo obligándolo a ponerse de rodillas.

Cael consiguió librar su acero y saltó de lado. Luego, con una finta hizo que la espada saliera disparada y fuera a caer entre unos arbustos a treinta metros de donde estaban.

Un tercer guardia cargó desde las sombras. Cael se volvió, dejando que una estocada mal dirigida le pasara rozando el pecho, levantó su propia espada y, atravesando la malla y la carne, la clavó hasta la espina dorsal del hombre, que cayó contra la pared emitiendo un gemido.

El elfo se volvió a tiempo para ver que el segundo guardia venía hacia él empuñando una daga. En ese momento, el hombre cayó hacia él, dejó caer la daga y echó mano a la que le habían clavado en la espalda. Alynthia había vuelto en sí, por fin. Corrió al lado de Cael y arrancó su hoja del cuerpo del hombre.

—Vámonos de aquí —dijo con voz ronca.

Atravesaron corriendo los jardines del Palacio del Señor en medio de la oscuridad.

A tan altas horas debería haber muy poca gente por allí, y aunque al principio no vieron atacantes, Cael y Alynthia oían el silbido de las flechas y de las saetas, que iban a estrellarse entre los árboles por encima de sus cabezas y a su alrededor. Todo era un auténtico pandemonio. En muchas de las ventanas del palacio que habían dejado atrás, brillaba la luz. Se oía el repiqueteo estridente de las campanas en diversos barrios de la ciudad. Sonaban gritos y se veían antorchas dentro del propio jardín.

Los dos ladrones se detuvieron bajo la sombra de un roble cerca del límite de los jardines, en la esquina de la calle del Horizonte y el camino del Señor. Al frente, entre los árboles, podían ver las luces resplandecientes del templo de Paladine, cuyos terrenos ocupaban la esquina opuesta de esta intersección generalmente muy concurrida. Sin embargo, a estas horas de la noche, las estrellas estaban desiertas y oscuras.

—¿Qué fue lo que sucedió allí abajo? —preguntó Alynthia despojándose de su túnica y sus pantalones oscuros y quedándose en traje de calle.

—¿A qué os referís? ¿A mí o a la espada? —preguntó Cael mientras pasaba la mano por la hoja para devolverla a su aspecto habitual de bastón antes de apoyarse contra el tronco de un árbol.

—¡A los dos! —respondió—. ¿Sois realmente tan tonto o queríais que nos mataran a los dos? ¡Era un dragón!

—Ya lo sé.

—Entonces ¿qué fue lo que pasó?

—Nunca llegué a creérmelo. Mi shalifi me dijo que cuando los elfos marinos le dieron este bastón le dijeron que había sido fabricado al mismo tiempo que la espada que una vez fue de Tanis el Semielfo, que la habían hecho en Silvanost durante la segunda Guerra de los Dragones, y que de las tres grandes espadas de aquella época, ésta era la más poderosa.

—¿Pero qué tienen que ver las leyendas? —preguntó Alynthia.

—¿Has escuchado alguna vez las canciones de los bardos? —Cael empezaba a impacientarse—. ¿La leyenda del Sla-Mori y el rescate de Pax Tharkas?

—Sí, y ¿qué?

Cael suspiró.

—En el Sla-Mori se dice que Tanis o encontró o recibió de la mano muerta del gran rey elfo Kith-Kanan la espada conocida como Wyrmslayer. Fue el zumbido de la espada al acercarse demasiado lo que despertó al dragón Lanzallamas.

—¿Y? —inquirió Alynthia.

—¡Que mi espada emitió un zumbido! —respondió Cael casi gritando—. En presencia de un dragón —se arrancó la máscara y se atusó la barba.

Alynthia sacudió la cabeza.

—Ahora hay un solo camino para salir de la ciudad, los muelles. No podemos pasar por las puertas a esta hora, sobre todo habiéndose dado la voz de alarma.

—Podríamos usar el túnel de Claret —sugirió Cael.

—Lo cegaron después de vuestra captura.

—A los muelles entonces.

Un gran estruendo sacudió la tierra y los árboles se balancearon.

—Otra explosión —dijo Cael. Al mirar por entre los árboles hacia el palacio, no vieron las torres sucumbir bajo las llamas alzándose hacia el cielo nocturno, sino una sombra gigantesca por encima del mismo. Unas grandes alas coriáceas se desplegaron para alzar el vuelo desde algún lugar oculto entre los árboles.

Alynthia empezó a tirarle de la manga, pero el elfo parecía clavado al suelo, hechizado.

—Tan terrible, tan hermoso —musitó.

Con una gracia impropia de su enorme tamaño, las grandes alas del dragón se batieron una, dos veces, y lo elevaron un poco más en el aire. El viento que producían se abatió sobre ellos unos segundos después con la fuerza de una tempestad. En derredor, los árboles se quebraron y cayeron. Cael esquivó una rama que a punto estuvo de aplastarlo como si fuera una mosca. Al volverse encontró a Alynthia tirada en el suelo, sangrando profusamente de un corte en la frente. La mujer miró a su alrededor confundida y él la ayudó a levantarse.

—¿Qué sucedió? —preguntó ella hablando torpemente.

—¿Podéis correr?

—Creo que sí —respondió Alynthia.

Cael cogió su bastón y juntos abandonaron el jardín y salieron a la calle. En lo alto, los truenos resonaban en el cielo sin nubes mientras una sombra se elevaba sobre Palanthas.

Cruzaron corriendo la calle y se refugiaron en la oscuridad de un callejón. Cael corría y Alynthia avanzaba a tumbos guiada por su mano. Como no conocía el camino, el elfo no seguía un trayecto preconcebido, sino que trataba de dirigirse hacia donde él suponía que estaba el norte. Alynthia no pronunciaba palabra. Cada vez que se detenían, sacudía la cabeza como tratando de disipar la niebla que la envolvía.

Por encima de sus cabezas se cernía la sombra amenazadora del dragón. La ciudad, alarmada tras haberse despertado con las explosiones de palacio, ahora se ocultaba aterrorizada. Los gritos de terror atravesaban la noche. Mientras Cael y Alynthia corrían por calles, plazas y jardines, la gente escrutaba el cielo estrellado desde sus ventanas con expresión de terror. Los relámpagos horadaban la noche, retumbaban los truenos y la tierra temblaba. Un viento huracanado barría las calles y callejas arrastrando a su paso basura y hojas, polvo y arena que se metían en los ojos y castigaban la piel como cuchillos. Una y otra vez, una sombra se interponía entre ellos y las estrellas, ocultando la luna menguante, una sombra que bramaba y rugía como un torbellino.

A pesar de todo, Cael se las ingenió para llegar al puerto. Como ahora el camino hacia el norte lo tenían bloqueado por el mar, se dirigió hacia el oeste. Corrieron por los muelles, donde los capitanes daban órdenes a voz en cuello a sus aterrorizadas tripulaciones y los jefes de muelle corrían de un lado a otro apurando las cargas mientras miraban al cielo con auténtico pavor.

Alynthia tiró de Cael para que se detuviera.

—Por aquí —gritó. A su derecha un largo muelle se internaba en la bahía. En él había atracados barcos procedentes de los rincones más distantes de Krynn.

—El muelle del Cangrejo Azul. El barco de mi esposo. Nos ocultaremos en él —dijo Alynthia.

—No podemos ir allí —protestó Cael—. Ya nos traicionó una vez.

—No tenemos otro sitio donde ir —dijo la mujer señalando al ciclo—. Si es un traidor, el dragón no quemará su barco. Consideradlo como una medida temporal —añadió.

Cael se encogió de hombros, subió de un salto los escalones y corrió por el muelle.

—¿Cuál es? —preguntó sin dejar de correr. A derecha e izquierda se elevaban los cascos de los barcos, y los mástiles y baos sobresalían como los árboles de un bosque. En el muelle había luces a intervalos regulares, y mientras los dos ladrones corrían como locos, las lámparas empezaron a moverse empujadas por un viento cada vez más fuerte, de forma que las sombras bailaban una danza desenfrenada sobre los cascos de los barcos.

Alynthia se paró de golpe y miró en derredor. Luego, señalando hacia otro muelle, gritó:

—¡Allí, donde están apilados aquellos cajones! ¡El Horizonte Oscuro! Deben de haber cambiado de fondeadero. ¡Parece que se estén preparando para un viaje! Tendremos que dar un rodeo.

—¡Demasiado tarde! —gritó Cael.

Al mirar por encima del hombro, Alynthia vio que el dragón empezaba a descender. Aunque todavía estaba lejos, casi no tenían tiempo. La mirada cruel del dragón les heló la sangre. La gran bestia describió un círculo y a continuación se estabilizó, plegó las alas y descendió.

—¡Corred! —gritó Cael tirando de ella.

Lentamente al principio y después más rápido, Alynthia sintió que volaba. Corría más rápido de lo que lo había hecho jamás, pero incluso así le resultaba difícil seguir al elfo. Era una velocidad nacida del terror.

El terror se convirtió en pavor al ver por delante el fin del muelle.

—Estamos atrapados —gritó Alynthia.

—¡Al agua! —fue la respuesta de Cael—. Cogeos de mi bastón y no lo soltéis.

Sin reducir la marcha llegaron al final del muelle y saltaron. Cael iba delante y tocó antes el agua. Alynthia cayó detrás, de pie. Se debatía por llegar a la superficie y tomar aire. El agua estaba tan negra y fría como una tumba.

Unas manos la cogieron por los tobillos y tiraron de ella hacia abajo. La mujer trataba de liberarse con todas sus fuerzas. Sacó la daga y repartió golpes a diestro y siniestro, pero las manos seguían sujetándola. Cada vez se hundían más y la luz dorada del muelle se iba desvaneciendo. Algo frío y duro la tocó en la cara. Se aferró a ello y entonces vio el extraño brillo de la cara del elfo, con su larga cabellera flotando alrededor de su cabeza como el follaje de una planta marina. Abría y cerraba la boca como si respirara en el agua. La sujetaba y tenía el bastón en las manos.

La necesidad de aire se hacía imperiosa. Sentía la sangre agolpándosele en los oídos, y el pecho le dolía por falta de aire. Él sacudió la cabeza y la apretó más contra sí para mantenerla debajo del agua, pero ella consiguió soltarse. El miedo a morir ahogada le daba la fuerza de un ogro. Se impulsó hacia la superficie y vio cómo la luz dorada era cada vez más intensa.

Una luz como de mil soles estalló ante sus ojos. En torno a ella, el agua explotó, y dio un grito de agonía al sentir que sus pulmones se quedaban vacíos. Se sintió arrojada hacia atrás y hacia abajo.

El mar la rodeó con su abrazo frío, tenebroso, letal.