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—Echemos otra mirada al plano —susurró Cael. Habían seguido el ruido de las pisadas de Mulciber durante algún tiempo y el pasadizo había seguido una trayectoria tan recta como la hoja de una espada a través de la dura roca durante una distancia mucho mayor de la que cualquiera de ellos recordaba haber visto en el mapa. Una rápida mirada al plano confirmó sus sospechas. Se encontraban ahora en alguna construcción nueva, una que probablemente empezaba en la escalera por la que habían pasado un minuto antes, una que no estaba incluida en el mapa. Las pisadas de Mulciber los llevaban en esa dirección y ellos estaban decididos a seguirlas.

—¿Qué estará haciendo Mulciber aquí? —preguntó Cael mientras Alynthia plegaba el mapa y lo guardaba en un bolsillo.

Su hermosa compañera se encogió de hombros. En sus ojos oscuros se reflejaba una gran preocupación, pero no exteriorizó sus pensamientos. En lugar de eso, siguió andando rápidamente casi sin hacer ruido con las botas en el suelo. Cael la siguió.

En un momento dado, el pasadizo los enfrentó a una encrucijada. Directamente delante de ellos, el pasaje subía, iluminado a intervalos regulares por antorchas colocadas en las paredes. A la izquierda, una escalera empinada descendía y se perdía en la oscuridad. A la derecha, otro pasaje se unía con éste. Se detuvieron y escucharon, pero no fueron capaces de determinar la dirección de las pisadas, cuyo eco se oía. Alynthia lanzó un juramento en voz baja.

—Esa escalera me provoca una sensación que no me gusta —dijo Cael mirando hacia la oscuridad—. Huele como la guarida de un león.

—Sigamos de frente, entonces —dijo Alynthia—. Al menos el camino está iluminado.

Apuraron el paso pendiente arriba. Cael, el más alto de los dos y por lo tanto el primero en detectar algo por delante, tomó la delantera. La pendiente los condujo sólo hasta un poco más adelante, no más que un tiro de arco, antes de nivelarse otra vez. A la distancia se veía una luz más brillante entre gruesos pilares. Aminoraron la marcha, se aproximaron cautelosos al fin del pasaje y entraron en una cámara que era como una caverna iluminada profusamente desde arriba.

Se encontraron en un balcón bordeado de columnas que daba a una amplia arena circular. El suelo estaba cubierto de paja y junto a algunas de las columnas había arcones llenos de herramientas: largos cepillos y escobas, fregonas y rastrillos. Apilados cerca del borde del balcón había numerosos cubos de madera, la mayor parte llenos de agua. También allí cerca había un par de hermosas monturas de dragón de cuero repujado.

Era evidente que seguían bajo tierra, pero este lugar podría haber servido perfectamente como un coliseo de haber habido butacas para los espectadores. En lugar de eso sólo había ese balcón, de seis columnas de profundidad, que bordeaba toda la circunferencia. Unos seis metros y medio por debajo se hallaba un piso cubierto de serrín rodeado por una pared de piedra. En la pared se encontraban numerosas y altas arcadas que, por su oscuridad, permitían adivinar que daban acceso a cámaras cavernosas. En lo alto, la piedra formaba una gran cúpula, cuya parte superior estaba cubierta por un techo de madera terminado en pico. Globos de luz mágica flotaban sobre la enorme cámara, algunos describiendo una trayectoria zigzagueante entre las columnas del balcón, mientras que otros rebotaban por el techo de madera como si trataran de encontrar una salida.

En el aire flotaba un hedor peculiar, como olor a establo: paja y serrín, cuero y grasa para limpiar sillas de montar. Sin embargo, no se percibía olor a caballos. Era algo más penetrante, algo que causaba picor de nariz, como ozono y el olor cobrizo del miedo. Los dos ladrones se miraron un momento al entender dónde se encontraban. Era el establo de dragones de los Caballeros Negros. Sólo había rumores al respecto en las calles de Palanthas: se decía que había un lugar donde se albergaba a dragones azules listos para volar a la guerra en cualquier momento. También se decía que había allí wyverns, unos parientes de los dragones más pequeños y despiadados, a los que enviaban como correos a cualquier región de Ansalon.

Con mucha cautela, tras darse cuenta del enorme peligro que corrían, Cael se acercó al borde del balcón. En un primer momento les había parecido que el recinto estaba vacío, pero al asomarse vio que el maestro de negras vestiduras del Gremio de los Ladrones estaba de pie justo debajo de él, con los brazos cruzados sobre el enorme pecho. Alynthia se puso a su lado para ver a su gran jefe. Sus ojos oscuros lanzaban llamas cuando miró a Mulciber.

Retrocedió, arrastró consigo al elfo y lo apartó del borde del balcón. De debajo de una arcada oscurecida en el lado de la cámara opuesto a donde estaba Mulciber, aparecieron dos Caballeros Negros. Uno llevaba la armadura negra de un Caballero del Lirio, el otro, la túnica gris de un Caballero de la Espina. Al llegar justo debajo de la arcada, los dos se pararon y uno llevó la mano al pomo de la espada, mientras que el otro metía las manos en las mangas de su túnica.

A pesar de la distancia, Alynthia y Cael reconocieron a los caballeros. Los ojos de sir Kinsaid brillaron como ágatas mientras miraba a través del recinto a la figura oscura de Mulciber, mientras que el rostro estrecho de Arach Jannon apenas se adivinaba en la profundidad de su capucha gris.

Alynthia temblaba cuando clavó los dedos en el hombro del elfo.

—¿Va a haber una pelea? —preguntó acercando los labios a su puntiaguda oreja—. ¿Deberíamos ayudar a Mulciber?

Desde abajo llegó la voz atronadora de sir Kinsaid.

—Ha pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro, Avaril —dijo el caballero.

Alynthia se puso tensa al oír esas palabras y de sus ojos desapareció toda la ilusión.

—Así es —respondió una voz profunda que nada tenía que ver con la voz áspera, vagamente femenina, de Mulciber.

—¡Oros! —musitó Cael. Se liberó de la mano helada de Alynthia y se arrastró hasta el borde del balcón, pero temió acercarse demasiado, no fuera que pudieran verlo los Caballeros Negros. En lugar de eso retrocedió hasta la sombra de las columnas, y dejó a Alynthia acurrucada en el suelo y mirándose las manos sin articular palabra.

Mientras Cael se deslizaba como un espectro entre las columnas, rodeando la enorme cámara, abajo la conversación continuaba.

—¿El mismo trato de otras veces, viejo amigo? —preguntó sir Arach—. Vos nos los entregáis a todos y, a cambio, os lleváis vuestra parte de los tesoros.

—Así es —respondió secamente la figura de la túnica oscura—. Es el ciclo de la naturaleza.

—A todos —insistió el Caballero de la Espina—, incluidos el elfo y su cómplice.

Cael se deslizó entre la sombra de las columnas hasta el borde del balcón.

La figura cubierta con la túnica oscura se echó hacia atrás la capucha y dejó ver el rostro pálido del capitán del Octavo Círculo del Gremio, que tragó saliva y asintió con una inclinación de cabeza.

—Se hará lo que deba hacerse —dijo Oros—. Nunca me he negado a ver la triste realidad.

—¿Qué nos ofreceréis para asegurarnos vuestra cooperación? —intervino sir Kinsaid con voz ronca. Tal vez estuviera tan disgustado como el propio Cael por la traición del ladrón—. Esta vez no admitiré el regreso del Gremio. Éste es el fin.

Oros abrió su túnica y mostró una bolsa pesada, que dejó caer al suelo con un ruido metálico. Cael se acercó más al borde del balcón.

—¿Monedas? —se rió el caballero coronel de Palanthas sin el menor recato—. ¿Hasta ahí llega vuestra imaginación? Con todos los tesoros que tenéis en vuestro poder, nos traéis monedas. Me subestimáis, capitán Oros —terminó sarcásticamente.

—Disculpadme, mi señor —dijo la figura de la capucha negra.

Un Cael furioso miró a través del balcón y vio a Alynthia, que lo miraba mientras las lágrimas mojaban su máscara. Con la misma rapidez con que había llegado, su ira desapareció. Sabía que su lugar estaba junto a ella y empezó a retroceder hasta ponerse a cubierto.

En ese momento, el bastón que llevaba en la mano empezó a vibrar. La vibración fue creciendo hasta transformarse en un zumbido apenas audible que, a su vez, fue subiendo de tono.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó de pronto sir Arach.

Lo mismo se preguntaba Cael. El zumbido fue haciéndose más intenso mientras él se ocultaba entre las columnas con toda la rapidez y el sigilo que le permitían sus pies de elfo.

—Conozco ese ruido —tronó una voz debajo de sus pies—. Todos los de mi clase conocen ese sonido. Lo oímos en nuestras pesadillas más oscuras. ¡Es el sonido de una espada de poder!

Un miedo paralizante se apoderó del elfo. Al mirar hacia atrás vio a Oros vacilante, que levantaba los brazos como protegiéndose de un golpe. Sir Kinsaid y sir Arach retrocedieron a la vista de algo que venía de la arcada que estaba debajo de Cael. El Caballero de la Espina recorrió con la vista todo el recinto en busca del zumbido, sin hacer caso del dragón que salía del establo.

—¡El elfo! —gritó sir Arach al ver a su víctima, paralizada por el terror al dragón, encima del balcón.