31

Unos pasos se perdieron por el pasillo, y las sombras y el silencio se apoderaron de él. Alynthia asomó desde un hueco oculto tras unas cortinas, asegurándose de que se hubieran ido todos antes de dejar el escondite en el que Cael y ella habían pasado casi cinco horas a la espera de que Arach Jannon saliese de su estudio. La puerta que daba a los aposentos del Caballero de la Espina se veía desde donde estaban, y sir Arach acababa de salir rápidamente pasillo abajo convocado por un paje de palacio a alguna importante reunión nocturna. Alynthia y Cael ya empezaban a preguntarse si se iría alguna vez y a preocuparse por la perspectiva de que el mago también durmiese en su estudio y laboratorio subterráneos, muy por debajo del palacio del alcalde, y no en las habitaciones superiores que Alynthia tenía señaladas en el plano como dormitorio del lord Primer Jurista.

No había sido tarea fácil conseguir el mapa. Habían esperado ocho días interminables mientras Claret recorría los mercados de Palanthas hasta dar finalmente con una copia en una rienda de bibliófilo de la calle del Silbido del Viento. Durante esos ocho días, Cael casi se subía por las paredes de impaciencia.

El laboratorio de sir Arach estaba muy por debajo del Palacio del Señor. Las cámaras y pasillos que conducían hasta él habían sido descubiertos durante la construcción del primer Palacio del Señor. Como los pasadizos daban directamente a las cloacas, el señor de aquel momento ordenó que se bloquearan las entradas. Poco después, el Gremio de los Ladrones había vuelto a abrirlas, reemplazando el muro por uno de su propia invención, una puerta que sólo ellos podían encontrar. Ellos habían llegado hasta allí a través de aquel pasadizo antiguo y no tan bloqueado que conectaba con las cloacas. Por supuesto, Alynthia sabía de la existencia de la puerta y también cómo abrirla. Su esposo, Oros uth Jakar, le había revelado el secreto, pero en realidad, ella nunca había estado allí. No obstante, tras apenas media docena de intentos, había conseguido abrir la puerta.

Ahora, al salir de su escondite e indicar a Cael que la siguiera, volvió a extraer el pergamino que tenía en el bolsillo y, a la luz de una antorcha próxima, examinó la disposición del Palacio del Señor. El documento era increíblemente detallado, ya que en él no sólo estaban indicadas las habitaciones visibles, sino también las ocultas. Además, también aparecían descritas todas las salidas y puertas, tanto las que eran de dominio público como las secretas.

Cael salió de detrás de las cortinas y se puso a examinar el plano con ella.

—Aquí está el laboratorio de sir Arach —dijo la mujer, indicándolo primero en el mapa y señalando después la puerta que estaba un poco más abajo en el pasillo.

—Vamos, entonces —dijo Cael.

—¡Esperad! No vamos a entrar por la puerta. Tal vez esté protegida. ¿Recordáis lo que pasó en casa de la señora Jenna? No contamos con la magia necesaria para disipar las defensas —dijo Alynthia.

—¿Cómo vamos a entrar?

—Aquí hay una puerta secreta —respondió señalando con el dedo sobre el plano—. Dudo de que ni siquiera él sepa de su existencia. Si tenemos suerte, no estará cerrada. Pero si lo está… —Sonrió debajo de su máscara y dio unas palmaditas al bolsillo que colgaba de su cinturón.

»Desde ahí —continuó—, un breve pasillo y otra puerta secreta que lleva directamente a su laboratorio. Esperemos que no esté bloqueada por una mesa de piedra o un armario fijo.

—O vigilada —añadió Cael.

Alynthia guardó el plano y a continuación se deslizó por el pasillo, pasando, por hábito, de la sombra de una antorcha a la siguiente, mientras el elfo avanzaba silencioso tras ella. Pasaron una puerta que estaba abierta y por la que sólo se veía una oscuridad hueca, tal vez un almacén. A continuación pasaron por la puerta por donde había salido sir Arach momentos antes. Alynthia redujo el paso y deslizó suavemente los dedos por la pared de piedra. Este pasadizo estaba muy hondo bajo tierra. Era uno de los muchos sótanos y tesoros secretos que se ocultaban bajo el palacio. La pared estaba cortada en la base de piedra caliza sobre la que se asentaba toda la ciudad, tallada por las pacientes manos de los enanos hacía más de veinticinco siglos. Podía verse alguna que otra grieta en la pulida superficie, prueba de la destrucción del primer Cataclismo, cuando los dioses arrojaron una pesada montaña sobre Krynn que destruyó la resplandeciente ciudad de Istar y creó nuevos mares y secó otros. Ni siquiera Palanthas, la ciudad de los Siete Círculos, amada de Paladine, salió indemne, aunque corrió mejor suerte que las demás. Los enanos tienen un dicho: los héroes viven y mueren, los árboles crecen y se secan, y todos son rápidamente olvidados, pero la piedra no olvida nunca. Palanthas la bella podía olvidar el Cataclismo, tal vez sus bardos ya no cantaran sobre su horror y su tragedia, pero la piedra sobre la que estaba construida todavía conservaba las cicatrices de aquellos días.

Cael se detuvo a mirar la piedra agrietada, admirándose ante su antigüedad. Una vez más, como durante aquella mañana del festival del Albor Primaveral, sintió nacer en él un gran amor por esta ciudad y se dio cuenta de que odiaría abandonarla a pesar de los peligros. Pensó que el nombre que le iba mejor era Palanthas la Antigua, ya que pocas obras construidas por el hombre habían perdurado tanto y con tanta gloria.

Alynthia le tiró de la manga.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. ¡La puerta secreta está por allí!

—Me había olvidado de la puerta secreta —respondió con aire soñador.

—¿Qué pasa con vos? —susurró.

—Nada —respondió volviendo en sí—. ¿La habéis encontrado?

—Sí, vamos de una vez.

Cael dejó que lo arrastrara otros diez metros por el pasillo, hasta un lugar donde en la pared había una pequeña puerta, cuya altura apenas permitía el paso de un kender.

Alynthia se introdujo por ella sin explicar cómo la había encontrado. Por su aspecto, daba la impresión de que, una vez cerrada, sería imposible distinguirla del resto de la pared. Solía suceder eso con las construcciones de los enanos. Cael la siguió por el estrecho pasadizo, deteniéndose apenas para cerrar la puerta secreta tras de sí.

La oscuridad era tan profunda como sólo es dado esperar en las profundidades de la tierra. Se sentía la inmediatez de las paredes del túnel y el aire parecía viciado, como si no se hubiera renovado en miles de años. Un poco de polvo removido por ellos al pasar los hacía toser. Al poco, el pasadizo dio un giro a la derecha y terminó unos doce pasos más adelante. Alynthia empezó a tantear la pared hasta que encontró el mecanismo de apertura. Tras un golpe seco, se abrió una rendija al final del túnel. La mujer hizo presión y se abrió sin apenas hacer ruido, lo cual les permitió entrar a la habitación que había al otro lado.

Ni siquiera la cámara del tesoro de la señora Jenna podía compararse con el laboratorio mágico y estudio de Arach Jannon, Caballero de la Espina. Sobre la pared del fondo y flanqueando una puerta de hierro que parecía tan sólida como para desafiar al ariete más pesado, había estantes medio hundidos bajo el peso de volúmenes y enciclopedias de magia y libros de conjuros. Sin duda, era el fruto de las confiscaciones que el Caballero de la Espina había impuesto a los viajeros y visitantes de la ciudad durante años. En su presencia se sentía una extraña inquietud, porque si bien la magia había abandonado Krynn, muchos de los libros seguían encerrando poderes ocultos.

Junto a la pared de la izquierda se veía todo lo que es propio de un laboratorio de alquimia: jarras, vasos de precipitación, urnas, vasijas de barro, braseros, hervidores, calientaplatos, retortas, crisoles y alambiques, todo encima de una mesa de mármol cuya superficie estaba quemada por ácidos de concentraciones diversas. Sobre una mesa más pequeña situada detrás había una gran variedad de morteros, manos de mortero, sondas, tubos, cucharas, espátulas, goteros, tamices, molinillos, embudos y toda suerte de artilugios para la medición y la preparación de reactivos. Junto a la mesa de mármol se veía un caldero ennegrecido colgado de una cadena sobre un pozo en el suelo donde evidentemente se encendía fuego. En este caldero estaba el bastón de Cael, un tercio sumergido en un líquido turbio, viscoso con un enfermizo color verdoso y que hervía aunque no había fuego que lo calentase.

Con una pequeña exclamación de desaliento, Cael atravesó la habitación de un salto y sacó su bastón del caldero. Algunas gotas del extraño líquido cayeron en el suelo y produjeron un silbido, pero el bastón parecía intacto. Cael lo limpió cuidadosamente con un trapo que encontró sobre la mesa de los conjuros y que luego tiró en un rincón. Empezó a humear y un extraño olor se difundió por el aire.

—¡Me pregunto qué será esa cosa! —dijo Alynthia mirando dentro del caldero. El líquido verde había dejado de hervir. Sólo una que otra burbuja subía a la superficie.

—Lo que yo me pregunto es qué tendría ese trapo. —Cael empezó a toser—. ¡Por los dioses, qué olor! Será mejor que salgamos de aquí.

Cuando hubieron atravesado la puerta secreta y la cerraron tras de sí, el trapo humeante empezó a arder con una llama purpúrea.

Alynthia y Cael recorrieron a toda prisa y sin hablar el pasadizo hacia la entrada de las cloacas. Al acercarse a la puerta, Cael sujetó a su compañera y la arrastró pasillo abajo. La antigua puerta estaba abierta. Se escondieron tras las cortinas justo cuando la puerta se abrió del todo. Ni siquiera se atrevían a mirar para ver quién se acercaba.

No tuvieron necesidad. La voz que resonó en el pasillo era bien conocida por los dos ladrones. Era una voz ni masculina ni femenina, una voz tan áspera y fría como el negro espacio interestelar.

Un par de voces respondieron con susurros. La puerta se cerró con un chasquido amortiguado. Unos pasos se acercaron rápidamente, pasaron junto a la cortina tras la cual se ocultaban y siguieron pasillo adelante en la dirección que había tomado sir Arach.

Rechazando los intentos de Alynthia de impedírselo, Cael apartó la cortina y miró hacia afuera. Lo que vio lo sobresaltó y suscitó un grito ahogado de su compañera que se había asomado por delante del elfo para mirar a su vez.

Lo que vieron no era a ningún archimago consumido encorvado sobre un bastón y con la respiración ronca como si alguien sacara a rastras un ataúd de una rumba. La persona que se ocultaba bajo aquella larga túnica y bajo la capucha era enorme, un auténtico oso de paso firme y ligero y que movía los brazos con vigor. No era «ella», sino «él» quien desapareció en la oscuridad dejando atrás el eco de sus pisadas.

—Mulciber tiene tanto de mujer como yo de enano —susurró Cael.

—Creo que tenéis razón —asintió Alynthia frunciendo el entrecejo—. Vamos a seguirla… osea, a seguirlo —dijo.