La Gran Biblioteca de Palanthas era uno de los edificios más famosos de la ciudad y uno de los más conocidos en todo Krynn. Allí, durante incontables siglos, los Estetas de la Biblioteca habían velado por el mayor acervo de conocimiento jamás reunido y lo habían mantenido, al tiempo que asistían al prior de la biblioteca, el historiador Astinus, que era el cronista de la historia de Krynn. Cuando el anciano prior desapareció al desencadenarse la Guerra de Caos y se llevaron consigo lo que contenía la biblioteca, los monjes siguieron cumpliendo su obligación lo mejor que sabían, reconstruyendo penosamente su enorme colección de libros, manuscritos, documentos y artilugios. Aunque Krynn había perdido a su cronista y ellos lloraban la ausencia de su líder imperecedero, seguían luchando.
En la biblioteca se dedicaban a reunir, catalogar y almacenar toda la información relacionada con el mundo de Krynn, artefactos de culturas y pueblos desaparecidos antes de la Era de los Sueños, y a compilar y encuadernar volumen tras volumen de procedimientos legales generados por los señores supremos de Palanthas, los Caballeros Negros. Mientras que antes de la Guerra de Caos un solo hombre llevaba la crónica de la historia de Krynn, ahora mil Estetas recorrían tierras y mares para observar y guardar memoria de todo lo acaecido.
Hacía tiempo que el hermano Gillam había dejado de reflexionar sobre la importancia de la pérdida de Astinus. El destino del cronista de Krynn era historia pasada por lo que al hermano Gillam se refiere. Esta noche, su deber principal era el de montar guardia nocturna en el tejado de la Gran Biblioteca. A eso se debía que llevara una pesada maza colgando del cinturón de su túnica marrón de Esteta. El hermano Bertrem, el anciano que regía ahora los destinos de la Orden de los Estetas, era un hombre prudente que había establecido hacía ya varios años que todas las guardias nocturnas del tejado corrieran por cuenta de la división de Ciencias Astronómicas de la Biblioteca. De esa manera, al tiempo que vigilaban la biblioteca (una tarea sin sentido puesto que nadie osaba profanar el sagrado edificio irrumpiendo en él) también tenían la oportunidad de estudiar las nuevas estrellas de Krynn.
Al final de la Guerra de Caos, cuando la Gema Gris se hizo pedazos, todas las antiguas estrellas y constelaciones habían desaparecido y habían sido reemplazadas en el cielo nocturno por una miríada de fragmentos de la Gema Gris. La astronomía, como ciencia, había renacido y el hermano Gillam era uno de los principales eruditos en la materia. En su carrera ya había nombrado más de mil estrellas, desde la Fragua Nueva, que brillaba con un color rojo intenso en el cielo septentrional, hasta la lechosa constelación próxima a la estrella del polo sur, a la que había denominado Barba del Enano.
En el aire se respiraba ya la proximidad del otoño y la noche se prometía propicia para mirar las estrellas. El hermano Gillam se sentó en un taburete junto a un pesado escritorio de madera muy próximo al muro septentrional del ala residencial de la biblioteca, el rincón más oscuro del tejado y, por lo tanto, el mejor lugar para observar las estrellas. Esta ala era también la única que tenía el techo plano. El resto de las alas de la biblioteca tenían tejados muy empinados, pero el del ala residencial había sido construido plano para que hiciera las veces de jardín elevado y también de observatorio. Por este motivo, por supuesto que su trabajo como guardia sólo lo comprometía a patrullar un área reducida, y le quedaba mucho tiempo para el estudio.
En las habitaciones situadas debajo, la mayor parte de los Estetas dormían ya profundamente, pero el trabajo de Gillam apenas acababa de empezar. A su izquierda tenía una linterna negra que olía a metal caliente, y sobre el escritorio que había delante estaba desplegado un mapa estelar junto a un frasco de tinta y una pluma. El mazo que llevaba al cinto le molestaba, como de costumbre, de modo que lo desenganchó y lo puso en uno de los cajones del mueble. Se inclinó sobre el mapa, dejó por un momento que la luz de la linterna lo iluminara, cogió la pluma y volvió los ojos hacia el cielo.
Sobre su cabeza, las estrellas de Krynn describían su lenta trayectoria. El corazón le dio un vuelco cuando detectó un leve destello azul que se elevaba por el este, algo que no reconoció inmediatamente. Habiendo estirado ya la mano para abrir la linterna negra, apartó la atención del cielo justo a tiempo para ver que el escritorio, junto con la linterna y el frasco de tinta que tenía encima, se deslizaba por el tejado hasta topar con una de las muchas chimeneas de la biblioteca, muy cerca del borde del tejado. Sin embargo, no fue esto lo que hizo gritar al Esteta, sino la brisa que voló el mapa que había sobre el escritorio. El hermano Gillam saltó del taburete justo a tiempo para ver cómo el mapa se elevaba y desaparecía en la oscura noche palanthina.
Ya tenía un cuchillo apoyado en la garganta cuando el segundo ladrón todavía no había acabado de subir al tejado. Los medios por los que ascendieron, así como la causa del movimiento del escritorio, quedaron rápidamente al descubierto cuando el segundo ladrón tiró de una cuerda negra, que enrolló y guardó en un bolsillo oculto de su negra túnica, pero no antes de desenganchar un pequeño anclaje agarrado a una de las pesadas patas de la mesa para deslizaría por el techo de la biblioteca.
Gillam pensó con un suspiro de alivio que menos mal que su maza estaba bien guardada en un cajón del escritorio. Así no se vería obligado a utilizarla. El ladrón que sostenía la daga era algo más pequeño que él, pero no le cabía la menor duda de que él o ella —tal vez ella a juzgar por el brillo de sus ojos— no dudaría en matarlo al menor movimiento. El hermano Gillam no tenía intención de resistirse, sólo esperaba no desmayarse, algo a lo que era muy proclive cuando se ponía nervioso.
—Llevadnos hasta Bertrem —dijo en un susurro la la-tirona, abofeteándolo para dar más énfasis a sus palabras—. No pretendemos robar nada ni herir a nadie, pero si nos causáis problemas o dais la voz de alarma… —dejó la frase en suspenso mientras apuntaba con la daga a la nariz del Esteta, que asintió rápidamente, sobre todo después de la aviesa mirada que le dirigió el otro ladrón.
Entre las muchas chimeneas y conductos de ventilación que formaban una especie de bosque sobre esta sección del techo de la Gran Biblioteca, había también algunos pequeños cobertizos de madera. Uno se usaba como almacén, para guardar las herramientas de jardinería, y, sobre todo, los aparatos de la división de ciencias astrológicas. Otro era un refugio para quienes patrullaban el tejado. Incluso había algunos palomares donde se alojaba a las palomas mensajeras, a las que recurrían a veces los Estetas para ponerse en contacto con eruditos desplazados a lugares lejanos. Había uno, sin embargo, que cubría una escalera, la cual conducía a las habitaciones donde vivían los Estetas. Como testimonio del respeto que la mayor parte de la gente sentía por la Gran Biblioteca, esta puerta no tenía cerradura. Empujado desde atrás por la daga de la ladrona, Gillam la abrió con presteza y condujo a los dos ladrones por la oscura escalera a la que daba paso.
—¡Bertrem, despertad! —ordenó una voz severa y familiar.
—¡Sí, prior! —El anciano Esteta se sentó en la cama como un resorte. Un sudor nervioso empezó a perlarle la frente. Instintivamente procuró levantarse de la cama, pero el dolor de sus huesos y la lentitud de sus articulaciones lo volvieron pronto a la realidad. Su habitación estaba oscura, pero por los ronquidos que llegaban de otras habitaciones dedujo que no era muy entrada la noche.
—Un sueño —suspiró enjugándose la frente con la esquina de una sábana. Buscó sus gafas en la mesa que había junco a la cama, las encontró y se las calzó sobre la nariz. Miró a su alrededor como para asegurarse de lo que él mismo había dicho, y escudriñó nerviosamente las sombras más densas.
Daba la impresión de que todo estaba en orden. Su habitación era espartana, amueblada sólo con Jo indispensable para cubrir sus necesidades: una cama, una mesilla de noche, un escritorio y una silla, un armario y un lavabo, una estufa, el cubo del carbón y los imprescindibles estantes para libros. Por debajo de la puerta se filtraba un poco de luz que apenas iluminaba un trozo de felpudo.
Estaba a punto de quitarse las gafas y volver a sumirse en el sueño cuando el sonido del pomo de la puerta le hizo levantar la vista. Horrorizado, vio que la puerta empezaba a abrirse empujada por una mano pálida. El anciano Esteta se echó a temblar, levantó las mantas hasta casi taparse los ojos y trató de articular algo en su garganta estrangulada por el miedo.
—¿Astinus? —dijo finalmente con voz ronca.
—¿Prior Bertrem? —preguntó a su vez el intruso con voz entrecortada por su propio miedo.
Bertrem se tranquilizó al darse cuenta, con un profundo suspiro, de que sólo era uno de los Estetas. Se preguntó qué cosa tan terrible podía haber sucedido para que el joven erudito interrumpiera su sueño. ¿Un incendio? ¿Una inundación? ¿Las ratas que devoraban los libros? ¿Los kenders?
La respuesta llegó cuando dos figuras oscuras aparecieron detrás del joven Esteta y se abalanzaron hacia la cama del anciano que, a pesar de su avanzada edad (se decía que más próxima a los cien que a los noventa años), a punto estuvo de subirse por las paredes tratando de huir. El hermano Gillam se dio la vuelta y salió corriendo al pasillo dispuesto a pedir ayuda, pero se desmayó antes de que el primer grito saliera de sus labios.
Alynthia forcejeó con el anciano, lo hizo volver a la cama y le tapó la boca con la mano antes de que pudiera dar la alarma. Se volvió hacia Cael y en voz muy baja le indicó que trajera al otro a la habitación y cerrara la puerta, cosa que el elfo hizo arrastrando al erudito de la túnica marrón sin miramientos y dejándolo en la estera que había junto a la cama.
—Atadlo y amordazadlo —le dijo.
Cael obedeció rápidamente, le ató las manos a la espalda con la cuerda negra que habían usado para escalar el muro de la biblioteca, a continuación le puso uno de los calcetines usados de Bertrem en la boca y se puso en guardia junto a la puerta.
Alynthia je volvió hacia el hermano Bertrem, que temblaba como un junco. Se le hablan resbalado las gafas de la nariz y le colgaban cómicamente de una oreja. Tenía los pies enredados en la ropa de la cama.
—Ahora voy a quitar la mano, anciano —dijo la mujer con suavidad—. No queremos heriros ni robar nada. Sólo buscamos cierta información. Queremos pasar algunas horas mirando uno o dos libros sin que nadie nos moleste ni dé la voz de alarma. ¿Me entendéis?
El hermano Bertrem vaciló un momento, pero al ver que la mirada de su asaltante se endurecía, asintió. Alynthia levantó la mano pero no la retiró, dispuesta a volver a taparle la boca. Bertrem mantuvo los labios firmemente cerrados, aunque casi era la única parte de su cuerpo que no se movía.
—Estamos buscando información sobre las cosas que se llevó el Gremio de los Ladrones la Noche de los Martillos Negros —le informó la ladrona en voz baja—. ¿Sabéis algo al respecto?
—Yo mismo compilé la información —dijo Bertrem en un susurro.
—¿Querréis llevarnos hasta ella? —le pidió la mujer.
El anciano hizo un gesto afirmativo.
Con toda cautela, Alynthia se quitó de encima del Esteta y lo ayudó a desenredar los pies de la ropa de cama. Después de echar una bata encima de los frágiles hombros del anciano, lo condujo hasta la puerta, donde los esperaba Cael. El hermano Bertrem hizo una pausa y volvió a colocarse las gafas sobre el puente de la nariz. Luego hizo un gesto afirmativo y Cael abrió la puerta.
A la derecha del pasillo había una larga fila de puertas correspondientes a las habitaciones privadas de los Estetas de la biblioteca. A la izquierda, la pared se abría en altas y estrechas ventanas con cristales emplomados que daban al norte, al centro de la ciudad. El hermano Bertrem los condujo en silencio por el pasillo arrastrando la bata y los pies calzados con pantuflas. A través de algunas puertas se oían sonoros ronquidos, a través de otras, el ruido de las plumas sobre los pergaminos o el movimiento de las hojas de un libro.
En un momento dado, el pasillo dejaba atrás las habitaciones de los Estetas y, atravesando un arco, continuaba hasta terminar en una gran puerta ornamentada. A medio camino, a la derecha, había otra puerta. Bertrem se detuvo allí, abrió la puerta y entró en el Ala de Investigación de la Biblioteca.
Esta ala era una habitación grande y tenebrosa cuyos grandes arcos se perdían en lo alto, entre las sombras. Por el centro de la estancia había filas y filas de escritorios, mesas y cubículos con alguna que otra lámpara encendida por si alguien venía a altas horas de la noche a estudiar. A lo largo de las paredes había estantes llenos de libros que se perdían en las alturas.
Unas escaleras con ruedas, que se deslizaban por unos rieles inferior y superior, daban acceso a dichos estantes. Algunas de las escaleras tenían cuatro pisos de altura: tan grande había sido la colección de libros y manuscritos que en su época de mayor esplendor contenía la biblioteca. Ahora, tristemente, muchos de los estantes estaban vacíos.
Por encima de la escalera había un balcón con barandilla de hierro que sumaba otro nivel de estanterías. Esta estancia era una más de las cámaras de la Gran Biblioteca. Había otras, y mucho más grandes.
Alynthia echó una mirada atónita. Incluso Cael, que había frecuentado las secciones públicas de la biblioteca antes de ser capturado e incorporado al Gremio, se sentía casi superado por la sensación de grandeza que esta cámara infundía a todos los que la visitaban por vez primera. Había allí un silencio como el de un templo: se presentía una presencia, como si alguien estuviera vigilando. Este lugar era una de las secciones privadas de la biblioteca, reservada a los Estetas, y los no iniciados sólo podían entrar con una invitación y bajo estricta supervisión.
De haber ido sin un guía era probable que se hubieran pasado años buscando los libros que les interesaban, pero el hermano Bertrem los condujo sin titubeos hasta su meta. Subió por una escalera de caracol de hierro forjado hasta el elevado balcón, resoplando por la fatiga. Alynthia iba pisándole los talones y Cael cerraba la marcha con una lámpara que había cogido de una de las mesas. Recorrieron la mitad de la sección oriental del balcón hasta un estante que en nada se diferenciaba de los demás, del mismo modo que todos los árboles parecen iguales en el bosque. Sin embargo, el anciano, casi sin buscar, sacó rápidamente tres grandes tomos, se volvió y los depositó en los brazos tendidos de Alynthia.
El hermano Bertrem bostezó. Echaba en falta el sueño, pero no se atrevía a dejar solos a los dos ladrones con sus preciosos libros. Y aunque él no hubiera podido impedírselo si decidían robarlos, sabía que no pegaría ojo mientras ellos estuvieran allí.
Alynthia cerró de golpe un libro y el eco retumbó por toda la estancia, quebrando el reverente silencio.
—Nada —dijo con fastidio—. Aquí tampoco hay nada.
Parpadeando para ahuyentar el sueño, Cael sacudió la cabeza solidariamente y luego, por milésima vez aquella noche, se rascó el mentón cubierto por la máscara. Sin darse cuenta, apartó la máscara a un lado para rascarse mejor el desacostumbrado vello facial.
El hermano Bertrem sofocó un grito y, al levantar la vista, Cael vio que el anciano lo miraba horrorizado. El elfo enrojeció al reparar en su descuidado error y volvió a cubrirse la cara con la máscara.
Alynthia levantó los ojos del libro que acababa de abrir. Había otra media docena apilada junto a ése sobre la mesa en la que estaban sentados.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—N…nada —balbuceó el hermano Bertrem—. Me pareció ver un fantasma, eso es todo. El fantasma de un antiguo héroe.
El elfo entrecerró los ojos al oír can extrañas palabras, pero nada dijo.
—Aquí hay fantasmas —prosiguió el hermano Bertrem—, por supuesto. Uno se los encuentra a veces entre las pilas de libros, fantasmas de viejos eruditos que siguen tratando de resolver los misterios que consumieron sus vidas, fantasmas de historiadores… —Su voz se fue perdiendo mientras su mirada se detenía en una pequeña e indescriptible puerta situada en la esquina noroccidental de la cámara.
Alynthia se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en el libro. Entonces Cael observó al Esteta y encontró su mirada fija en él.
Una hora después, el libro se cerró de golpe y ruidosamente. Alynthia lo levantó y lo sacudió como si quisiera partirlo en dos. El hermano Bertrem se levantó a medias de su asiento, alargó la mano crispada, le quitó el libro antes de que ella pudiera dañarlo y lo apretó contra su pecho.
—Esto es imposible —se quejó Alynthia.
—¿Qué es exactamente lo que buscáis? —le preguntó cansado el hermano Bertrem. Ya había hecho la misma pregunta una docena de veces con la esperanza de poder acelerar la marcha de los ladrones, pero cada vez Alynthia le respondía de mala manera que se metiera en sus asuntos.
—Información sobre uno de los objetos que se encontraban entre los tesoros del Gremio de los Ladrones cuando éste fue destruido —se apresuró a decir Cael antes de que su compañera pudiera repetir la consabida respuesta—. Lo llaman el Relicario. Supongo que contiene unos huesos antiguos o algo así.
La mujer miró con furia al pelirrojo barbado, pero no dijo nada.
—No recuerdo nada con ese nombre —dijo el hermano Bertrem acariciándose la barba pensativo—. Hice un inventario completo para el senado de la ciudad e investigué sobre los objetos de los cuales no se sabía nada. La Piedra Fundamental, por ejemplo.
—Según se decía, este objeto es un pequeño dragón de plata —admitió Alynthia a regañadientes—. Es hueco y dentro, sobre una almohadilla de terciopelo, descansa un antiguo cráneo de color pardo.
El viejo Esteta se quedó pensando unos momentos, con los ojos fijos en el techo.
—No —dijo por fin—. No recuerdo nada que responda a esa descripción, aunque es muy posible que algunos miembros de los grupos de ataque se hayan quedado con parte del botín. En el pasado se lanzaron acusaciones al respecto.
—Era algo codiciado por los Caballeros Negros —dijo Alynthia con voz que reflejaba el desaliento—. Puede que el propio sir Kinsaid se lo hubiera quedado antes de que vos tuvierais ocasión de incluirlo en el inventario.
—Hasta donde yo sé, sir Kinsaid no sacó nada de este lugar sin mostrármelo antes a mí, por razones históricas. De hecho, el propio sir Kinsaid se preocupó de que todo quedara escrupulosamente catalogado y registrado para la posteridad. Dudo que se hubiera llevado nada sin que yo me enterara. Hay muchas cosas cuestionables sobre sir Kinsaid, pero creo que tiene un interés sincero por preservar la historia.
Alynthia miró al elfo mostrando una muda apelación, pero él se limitó a sacudir la cabeza como diciendo: «Sabíais desde el principio que era inútil». Ella se volvió al hermano Bertrem.
—Os agradecemos vuestra colaboración, anciano —dijo con un suspiro de decepción.
—No es nada. ¿Para qué sirve el conocimiento si no se comparte? —fue la respuesta.
—Tendríamos que haberos preguntado antes —dijo Cael.
El hermano Bertrem se puso de pie, ansioso de que los ladrones se fueran, de volver a la cama.
—¿Os enseño la salida?
—Conocemos el camino —dijo Alynthia.
—Podéis salir por la puerta principal. Os acompañaré —dijo el anciano—. Después de todo, venís en busca de conocimiento, como los demás visitantes de la Gran Biblioteca.
Con un fatigado encogimiento de hombros, los dos ladrones se pusieron de pie y siguieron al anciano Esteta hacia la salida de la sala.
Alynthia hizo una pausa en la escalinata de la Gran Biblioteca y se quedó mirando la puerta que se cerraba tras ellos.
—Podríamos seguir buscando. Es posible que se le haya olvidado algo —dijo.
—No es probable —respondió Cael—. Parece sincero y sabio a carta cabal.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
—Recuperar mi bastón. Ése fue el trato, ¿recordáis? Después nos iremos para siempre de esta ciudad. Krynn es un mundo muy grande y Palanthas no es su centro. —Las palabras de Cael sonaron huecas. No tenía el menor deseo de marcharse de Palanthas ni de dejar a Alynthia.
A Alynthia la idea la dejó boquiabierta.
—¿Dejar Palanthas? ¿Abandonar el Gremio?
—El Gremio os ha abandonado a vos —corrigió Cael—. Hasta vuestro esposo os traicionó. ¿Por qué os aferráis tanto a ellos?
—Mi esposo y el Gremio son todo lo que tengo, Cael —gritó—. El Gremio es mi familia. Mi esposo tiene sus defectos, pero es astuto y es posible que tenga en mente algún plan. Los hombres y mujeres bajo su mando han sido hermanos y hermanas para mí. ¿Sabéis lo que sería renunciar a todo eso?
—Supongo que no —comentó Cael con amargura—. Creo que nunca tuve una familia que perder.
Alynthia le cogió la mano y se la apretó.
—Tanto más motivo para volver al Gremio. El Gremio nos protegerá, nos dará un hogar. El Gremio es una familia, son nuestros parientes y amigos, son gente en quien confiar, incluso para proteger nuestras vidas.
—¡Nos quieren matar! —protestó Cael.
—Por favor, Cael —suplicó Alynthia.
Miró sus oscuros ojos. La hermosa capitana de los ladrones no temía afrontar innumerables peligros, pero la idea de perder el Gremio la aterrorizaba más allá de lo imaginable.
—Muy bien —suspiró.
Ella sonrió y lo atrajo hacia sí.
—Primero, mi bastón —acabó él, y al ver su mirada sombría, agregó—: Lo prometisteis. El Relicario es una búsqueda sin sentido. Ahora iremos a recuperar mi bastón. Después de eso, haré lo que sea por ayudaros a recuperar vuestro lugar en vuestro precioso Gremio.
—Nuestro precioso Gremio —corrigió la mujer arrastrándolo hacia la calle. Miraron el sol, que ya estaba saliendo, y se alejaron presurosos.
Un par de ojos los observó hasta que se perdieron de vista. Entonces, la poseedora de aquellos ojos, un hechicera de túnica roja, salió de un callejón al otro lado de la calle y se dirigió hacia el oeste, en dirección al Robledal de Shoikan y la tienda de Las Tres Lunas.