Un mes más tarde, Cael estaba al pie de la cama con un puño enguantado apoyado en la cadera, mientras con el otro se atusaba pensativamente la roja barba que le cubría el mentón. Claret se la había recortado ya que él no tenía la menor idea de cómo hacerlo y no se atrevía a visitar a un barbero. Alynthia y él nunca salían al exterior hasta la noche, y cuando lo hacían evitaban lugares como tiendas y tabernas, y preferían pasear por calles, callejuelas y parques poco frecuentados. Aquellos paseos nocturnos habían contribuido a restablecer la salud de Cael. Ahora sentía que una nueva vida y una nueva razón de vivir, como un vino caliente, circulaban por sus venas.
La ventana que había junto a la cama estaba abierta de par en par y dejaba entrar la fresca brisa de la bahía, le revolvía el pelo y despertaba en él el ansia de recorrer mundo que siempre lo asaltaba con el atisbo del otoño. Había pasado en prisión un verano entero, enfermo y recuperándose, y sentía profundamente esa pérdida. A la derecha, la ventana que daba a la bahía se abrió de golpe y trajo hasta sus oídos la lastimera llamada de las gaviotas. Hacia el mar abierto, más allá de la bahía de Branchala, el cielo tenía el color del hierro, mientras que sobre Palanthas la luz del sol asomaba tímidamente entre las nubes.
Detrás de Cael se cerró la puerta de la habitación. Oyó a Alynthia y Claret discutir sobre el corte de una tela que ésta estaba cosiendo. El elfo tenía ante sí, colgado de la pared, un antiguo espejo de plata bruñida. Se miró en él como quien sondea las profundidades de un pozo en busca de agua. Volvió a atusarse la barba, frotándose la barbilla primero hacia la izquierda, después hacia la derecha, estudiando su perfil. Se echó atrás el largo cabello rojizo, dejando al descubierto las puntiagudas orejas de elfo, como si estuviera comprobando que todo estaba en su sitio.
Por fin sacudió la cabeza y dejó caer la mano, que fue a descansar en el pomo de un estoque largo y fino. Claret le había conseguido el arma en alguna parte, no sabía dónde, ya que las armas sin licencia eran ilegales en Palanthas. La chica se había revelado como una maravilla de recursos incontables. Sin ella, él y Alynthia a duras penas se las habrían apañado. Cael acarició el pomo del arma. En las mazmorras de Palanthas no había tenido la posibilidad de defenderse de sus torturadores y guardias. Aquel temor residual le había dejado una sensación de vacío y miedo, incluso después de su recuperación, pero la presencia del arma, la hoja de acero que llevaba a su lado, le daba otra vez confianza para enfrentarse al mundo.
La sacó de su vaina y, a imitación de los caballeros con los que se había medido en el callejón, saludó a su propia imagen en el espejo. Avanzó de pronto con un sonoro golpe de talones, lanzó una estocada y paró un ataque imaginario, y a continuación prolongó el golpe hasta dar con la punta de la espada en la pared. La hoja se hundió en un poste de madera que parecía picado por un centenar de pájaros carpinteros. Astillas y una nube de serrín saltaron por los aires cuando retrocedió con el fin de ponerse en guardia para el siguiente ataque. Los ojos verdes del elfo resplandecían.
Tropezó con su mirada en el espejo y enfundó el estoque para dedicarse otra vez a continuación a estudiar su perfil y atusarse la barba repetidamente.
—Ni lo penséis. No podéis afeitaros —dijo Alynthia entrando en la habitación.
—¿Por qué no? —preguntó Cael con aire distraído sin dejar de mirarse en el espejo.
—Es el disfraz perfecto —dijo—. Jamás buscarán a un elfo barbudo. Veamos, probaos esto.
Al volverse, Cael se encontró con Alynthia, que sostenía una túnica con capucha de lana negra muy tupida. Claret estaba en la puerta, con un costurero en una mano y una aguja entre los dientes, observándolo.
Cael se inclinó para que Alynthia pudiera introducirle la prenda por la cabeza. Metió los brazos en las mangas mientras la mujer le ajustaba la prenda en la cintura y daba un paso atrás para examinarlo.
—Veamos —dijo, y acercándose otra vez a él le subió la capucha y le ajustó la caída de la túnica en los hombros, aprovechando para tocar brevemente sus músculos por debajo de la ropa—. Habéis engordado bastante —comentó—. Eso está mucho mejor.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Cael volviéndose hacia Claret.
—El de un ladrón —respondió la muchacha riendo.
—Más bien parecéis un farolero —opinó Alynthia—. Con ese fin la diseñé. Tengo cortada otra para mí.
Cael se dio la vuelta hacia el espejo. Su barba roja brotaba de la capucha como una llamarada. Era cierto que la túnica se parecía al uniforme no oficial del Gremio de los Faroleros de Palanthas, pero él no tenía la mirada estrábica de los faroleros. Trató de imitarla, lo cual provocó la risa de Alynthia. Claret sacudió la cabeza y salió de la habitación.
—Decidme otra vez por qué tenemos que pasar por faroleros esta noche —preguntó Cael mientras se ajustaba un poco más la prenda.
—Para entrar en la Ciudad Vieja —respondió Alynthia—. Por la noche, a nadie le extraña ver a un farolero. El Gremio de los Ladrones tiene un pacto secreto con el de los faroleros. Cuando se lo pedimos, ellos dejan que se extinga la luz en determinadas zonas para que podamos hacer mejor nuestro trabajo.
—Esa colaboración no tiene nada de secreto, si me permitís —observó Claret encogiéndose de hombros al volver a la habitación—. Todos saben que los faroleros y los ladrones son cómplices.
—Bien, hasta ahí lo entiendo —dijo Cael—. ¿Y cuál es la razón para entrar en la Ciudad Vieja y correr el riesgo de pasar por las puertas?
—Ya hemos hablado de eso —dijo Alynthia con un suspiro exasperado—. Vamos a ir a la Gran Biblioteca para estudiar la Noche de los Martillos Negros. Si podemos encontrar algo de información sobre la distribución de los tesoros del Gremio, tal vez demos con alguna clave sobre la localización del Relicario.
—¿Para qué queremos ese Relicario?
—Con él podemos ganarnos otra vez los favores del Gremio —fue la respuesta.
—¿Por qué? El Gremio os ha traicionado. Vuestro esposo… —No siguió adelante al ver la mirada sombría de Alynthia.
—El Gremio aceptará de buen grado el Relicario como precio por nuestra rehabilitación. Solos en esta ciudad, perseguidos por el Gremio y por los caballeros, tarde o temprano seremos capturados. ¿No queréis reincorporaros al Gremio? ¿Tal vez preferís volver a las mazmorras de Palanthas?
—Jamás volveré a las mazmorras de Palanthas —dijo Cael con expresión grave mientras jugueteaba con la espada que llevaba al cinto—. Por eso tengo que recuperar mi bastón. Puedo defenderme con esto —dijo señalando el estoque—, pero necesito mi bastón. Me lo dio mi shalifi.
—¿Vuestro qué? —preguntó Alynthia.
—Mi maestro. Maese Verrocchio, el mejor espadachín de todo Krynn. Me entregó ese bastón en una ceremonia solemne. Lo había obtenido de los elfos marinos antes de que yo lo conociera para que se lo entregase a aquel a quien serviría el bastón. Está unido a mi destino. Ya os lo he contado otras veces. ¡Tengo que recuperarlo! —gritó para reafirmar sus palabras mientras golpeaba una mano contra el puño cerrado.
—¿Queréis tratar por una vez de no ser un maldito egoísta? —le reprochó Alynthia—. Pensad en los que han sufrido por vos. ¿Lo vais a echar todo a perder por una misión imposible? No podéis recuperarlo de manos de Arach Jannon sin arriesgar vuestra vida… después de todo lo que hemos hecho para salvarla.
—Estoy seguro de que puedo recuperarlo con vuestra ayuda —dijo Cael.
Alynthia abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Se quedó mirando al elfo, que le sostuvo la mirada con aire solemne.
—Está bien —dijo la mujer con voz vacilante—. Haremos un trato. Iremos primero a la Gran Biblioteca. Si no encontramos ninguna pista sobre el Relicario, os demostraré lo tonta y blanda que puedo ser, y os ayudaré a recuperar vuestro bastón. Pero si encontramos una pista, robaremos primero el Relicario.
—De acuerdo —dijo el elfo tras una breve pausa.
Extendió una mano enguantada, que ella cogió, y se estrecharon las manos con firmeza.
De repente, ella se acercó a Cael y le rodeó el cuello con los brazos.
—Gracias —dijo clavando en él sus ojos centelleantes—. No pensaría siquiera en un próximo trabajo si no os tuviera a vos.
—No os dejaría ir sola —respondió Cael mientras una incipiente sonrisa se abría camino por entre su barba.
—Habéis crecido —comentó ella.
—No, vos os habéis encogido. Alcancé mi estatura máxima antes de que vos nacierais.
—Sí, y a los elfos no les sale barba —acotó la mujer.
—No vamos a hablar de eso.
—¿Quién está hablando ahora igual que un poeta romántico?