28

Cael se despertó oyendo los sonidos característicos de alguien que se mueve por la habitación de forma silenciosa para no despertar al que duerme. El tintineo de una taza, el roce suave de un cajón al cerrarse, el ir y venir de una tela pesada por el suelo de madera. Los sonidos que lo hacían volver al mundo medio olvidado de la infancia cuando se despertaba después de una larga enfermedad para ser atendido y mimado por su madre.

Abrió los ojos y giró lentamente la cabeza. Vio una figura de espaldas a él junto a un sencillo tocador de madera clara que ponía velas en una caja de madera. Era de escasa estatura y llevaba un vestido negro que se arrastraba por el suelo ocultando sus pies. Cubría su cabeza con un capuchón de la misma tela y se movía con la lentitud y el cuidado estudiado de los ancianos mientras colocaba cada vela en la caja como si sólo estuviera atenta a contarlas.

Junto a la cama había una butaca austera, de respaldo recto, y al lado de la butaca una mesa baja con una jarra de barro, una taza de peltre abollada y un cuenco de madera por cuyo borde asomaba un trapo húmedo. Cael estaba debajo de una ventana abierta y fuera se veían las ramas extendidas de un olmo brillando al sol. Frente a ésta había otra ventana, abierta también de par en par y que, a juzgar por las gaviotas que atravesaban el aire azul y despejado, daba a la bahía. Junto al tocador podía verse una puerta entreabierta.

La anciana terminó su tarea y colocó la caja de velas en un cajón, que cerró suavemente para hacer el menor ruido posible. Se acercó a la puerta y echó un rápido vistazo a la cama antes de salir.

La cara que asomó desde el interior de la capucha no era vieja, era la de una joven. Unos cuantos mechones de sucio cabello rubio se escapaban del disfraz. Los ojos de la chica se abrieron con sorpresa y deleite al ver a Cael despierto.

—Hola, Claret —dijo el elfo—. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Por toda respuesta, corrió hacia la puerta, que abrió de par en par.

—¡Está despierto! —gritó, y volvió rápidamente a su lado. Por un momento Cael temió que se arrojara encima de él, pero se detuvo y se limitó a tocarlo levemente en el brazo por encima del cobertor.

—¿Cómo os sentís? —preguntó en voz baja pero excitada.

—Hambriento —dijo Cael—. Me siento tan leve como el aire.

—¡Me lo puedo imaginar! —dijo Claret sonriendo antes de volverse hacia la puerta al oír un leve jadeo gozoso. Cael siguió su mirada.

Alynthia estaba en el vano, cubriéndose los labios con una mano. Llevaba unos pantalones marrones tejidos a mano, una blusa sencilla y los pies desnudos. Se había cortado el pelo, despojándose de sus apretados tirabuzones, y ahora tenía una masa ingobernable de rizos negros y cortos.

Sacudió la mano con gesto de reconvención al inclinarse sobre él.

—Era hora de que despertarais, viejo holgazán —dijo con fingido enojo. El brillo de sus profundos ojos verdes revelaba su alegría.

—Los elfos nunca duermen —respondió—. Sólo estaba desmayado por el hambre y la tortura.

—Bueno, estuvisteis desmayado un mes y un día —rió la mujer.

—Debéis descansar —le dijo Claret dirigiendo a Alynthia una mirada de reconvención. La capitana de los ladrones se acercó a la cama y posó una mano en la frente de Cael.

—Sólo ayer cedió la fiebre —dijo al elfo con suavidad Claret tiene razón, lo siento.

—¿Qué recordáis? —preguntó Alynthia.

—¡Ahora no! —intervino Claret—. Dejadlo descansar. Tiene que comer y después dormir otro poco.

—No, quiero saber —protestó Cael—. Contadme.

—¿Por dónde empiezo? —preguntó Alynthia dejándose caer pesadamente en la butaca, junto a la cama.

—Voy a calentar un poco de caldo —dijo Claret, y salió de la habitación arrastrando su largo vestido negro sobre el suelo de madera.

—Recuerdo que me desperté en las cloacas. ¿Estaba Gimzig allí? —preguntó Cael.

—Sí —respondió Alynthia evitando su mirada.

—¿Qué sucedió? —preguntó Cael. Tenía un recuerdo muy borroso.

—Fue atrapado… —empezó la mujer, y luego sacudió la cabeza como luchando por controlar sus emociones—. Mientras nos protegía —terminó con voz temblona.

—¿Atrapado? ¿Cómo que atrapado?

—¡Un maldito monstruo de las alcantarillas! ¿Debo revivir todos los espantosos detalles? —preguntó Alynthia entre sollozos.

—No —dijo Cael—. ¡Por los dioses! Pobre Gimzig.

—Después de eso… os traje aquí. Teníais fiebre —continuó Alynthia—. Estuvisteis delirando algún tiempo y después os quedasteis tan quieto como la muerte, con los ojos abiertos mirando a la nada, moviendo los labios. Así estuvisteis durante semanas. Pensé… temí…, pero ayer cedió la fiebre y dio la impresión de que os sumíais en un sueño reparador. El sanador dijo que cabía la posibilidad de que os recuperarais, o de que nunca volvierais a despertar.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cael mirando a su alrededor.

—Es una casa mía —dijo ella con orgullo—. No es un palacio, pero nadie, ni siquiera el Gremio, sabe de su existencia. Está cerca de la Universidad.

—¿Me estáis escondiendo del Gremio? —preguntó Cael.

—No, nos estamos escondiendo los dos —dijo Alynthia.

—¿Los dos?

—Oros difundió la noticia de que me han secuestrado.

—¿Por qué?

—Os rescaté en contra de la prohibición estricta de Mulciber. Ella había dado orden de que se os dejara morir en las mazmorras de Palanthas, que no había peligro suficiente de que traicionarais al Gremio bajo tortura, dado que era poco lo que sabíais de cómo funciona el Gremio.

—Entonces, ¿por qué me rescatasteis? —preguntó Cael.

Alynthia apartó la mirada y nada dijo durante un rato. Cael se quedó observándola, buscando alguna señal externa de sus emociones, pero la cara de la mujer estaba rígida y sus ojos miraban la pared inexpresivos.

—Me salvasteis la vida tres veces aquella noche —dijo finalmente, con voz ahogada—. Arriesgasteis la vida por salvarme. Por otra parte, mi querido esposo anunció que vuestros cómplices me secuestraron para asegurarse la huida de la ciudad. Incluso ha habido notas de los secuestradores. Por supuesto, él se negó a negociar. Mulciber, por descontado, ordenó mi muerte y la vuestra. Con lo cual, ahora nos buscan tanto el Gremio como los Caballeros de Neraka.

—No deberíais haberos sacrificado por mí —dijo Cael.

—Hay más todavía —siguió Alynthia, pasando por alto su observación. Su expresión era triste—. Debéis oírlo todo. Mataron a vuestro amigo, Kharzog Forjador.

—¡Oh, no! ¡Por todos los dioses! —exclamó Cael con voz ronca. Recordó lo que había sucedido en la Fuente de los Enanos. ¿Acaso Kharzog habría intentado algo descabellado para defenderlo?

Las manos de Cael se crisparon sobre la ropa de la cama.

—¿Cómo murió? —preguntó.

—Yo no estaba allí. Dicen que Arach Jannon lo mató en público, a modo de escarmiento. Hubo casi un motín a causa de eso. El enano era muy querido.

—Ya lo creo —suspiró Cael—. Ya lo creo que era muy querido. Era mi único amigo en este mundo. Ahora no tengo ninguno.

Alynthia apartó la mirada, incapaz de presenciar el dolor del elfo por la muerte de su amigo. No le contó lo del funeral del enano, donde el destino, al parecer, la había puesto en contacto con el gnomo, Gimzig, y donde había oído su plan para rescatar a Cael. Tampoco le contó la extraordinaria concurrencia de la comunidad local de los enanos. Pocos ciudadanos de Palanthas tenían la menor idea de que vivieran tantos enanos en su hermosa ciudad. Incluso habían hecho su aparición unos cuantos enanos gully, con gran consternación de todos.

Claret abrió la puerta y entró en la habitación balanceando en una mano una bandeja donde humeaba un cuenco de madera que despedía un olor delicioso.

—¿Y ella? ¿Cómo se metió en esto? —dijo Cael de repente, casi enfadado.

—Su padre fue encarcelado y murió por la fiebre. Su madre está en uno de los campos de trabajo bajo sospecha de haberos ayudado. Su hermano fue llevado a un orfanato. Nunca pudieron encontrar a Claret. Es demasiado lista para ellos. Incluso demasiado lista para mí. Fue ella quien dio con nosotros y ahora nos ayuda yendo disfrazada al mercado para traer provisiones y noticias.

Claret sonrió al oír estos cumplidos y le entregó la bandeja a Alynthia. Le ayudó a Cael a sentarse en la cama y le colocó detrás unas almohadas que sacó del tocador.

—Lo siento, Claret —susurró Cael mientras ella iba de un lado a otro.

—No os preocupéis —respondió con sonrisa temblorosa. Sin previa advertencia, unas lágrimas enormes se agolparon en sus ojos grises. Se llevó el borde del vestido a la cara para contener el llanto, salió corriendo por la puerta y la oyeron llorar en la otra habitación.

—No había llorado hasta ahora —dijo Alynthia.

Dejó la bandeja con el cuenco de caldo en la cama al lado de Cael y cogió la cuchara de madera, con la que revolvió el contenido.

—¿Tenéis hambre? —preguntó, tratando de sonar alegre.

Cael asintió sin abrir los ojos.

—Claret hizo este caldo para vos —dijo—. Huele bien.

Cael se volvió y lo miró, luego miró hacia la puerta. Asintió nuevamente y trató de echar mano a la cuchara. Alynthia la apartó.

—Tranquilizaos —dijo—. Dejadme a mí.

El elfo bajó la mano con evidente desgana. Ella le acercó la cuchara a los labios y él sorbió ruidosamente el caldo caliente.

—Me siento como un tonto —dijo entre sorbo y sorbo.

En un momento dado, los sollozos cesaron en la habitación contigua y Claret volvió a aparecer por la puerta. Se había quitado el disfraz y llevaba un vestido tejido a mano. Se frotó los ojos enrojecidos con un paño, pero sonrió al ver comer a Cael.

—¿Está bueno? —preguntó.

Cael asintió y tomó otro sorbo. El caldo caliente pareció aquietar el torbellino de su corazón, y después de unas cuantas cucharadas se dio cuenta de lo hambriento que estaba. El simple placer de comer, el hecho de saciar el hambre, aliviaba su espíritu.

Se terminó el cuenco y sintió que el alimento caliente y sano le devolvía un poco las fuerzas. Sonriente, Alynthia empezó a limpiarle la boca con una servilleta, pero él se la arrebató.

—Al menos podéis dejar que yo haga eso —dijo. Se la llevó a los labios mientras una expresión extraña surgía en su cara.

Alynthia sonrió y Claret disimuló una risita tapándose la boca con la mano. Cael se tocaba extrañado la mitad inferior de la cara, pasando los dedos por la maraña de barba roja y rizada que le había salido y crecido profusamente y cubría su barbilla y sus mejillas.

Miró a Alynthia con tal expresión de extrañeza, que ella no pudo por menos que lanzar una carcajada.

—Si —dijo con una sonrisa—. Os creció la barba. Claret quería afeitaros, pero yo no se lo permití.

—A mí no me gusta —observó Claret con un mohín—. Le da un aspecto demasiado humano.

—Esto no es posible. —Cael estaba atónito—. A los elfos no nos puede crecer la barba.

—Yo creo que os hace más atractivo, menos juvenil —dijo Alynthia, pasando por alto sus protestas—. Cuando os hayáis recuperado y hayáis llenado esos huecos horribles que tenéis en las mejillas, tendréis sin duda un aspecto muy masculino.

—¡Insisto en que a mí no me gusta! —protestó Claret—. Estaba mucho más guapo sin ella.

Cael se quedó mirando horrorizado a las dos mujeres sin dejar de tocar la extraña mata de pelo que tenía en la cara.

—Vosotras no lo entendéis.

—¿Entender qué? —preguntaron al unísono, mirándolo divertidas.

—¡Oh! Dejadme solo —gruñó—. ¡Dejadme solo!

Lentamente y sin dejar de reír, abandonaron la habitación llevándose la bandeja.

—Qué sensibles son los hombres en lo tocante a su aspecto —le susurró Claret a Alynthia como para que Cael pudiera oírlo.

—Eso parece —coincidió Alynthia cerrando la puerta.