En la cámara contigua se abrió una puerta y un par de Caballeros de Neraka sacaron a un hombre a rastras por el pasadizo de las mazmorras. El hombre se aferró al marco de la puerta, pataleó, rogó, imploró y gritó, pero lo levantaron en vilo del suelo y lo llevaron por el oscuro pasillo de altos arcos hasta la puerta de hierro que había al final. Allí separaron, y un hombre cubierto sólo con un delantal de cuero salió con un martillo y unas cadenas. Mientras el prisionero lloraba, el carcelero le puso grilletes en las piernas, la cintura y las muñecas y los caballeros le arrancaron la ropa. Arrastraron al hombre a través de la puerta de hierro seguidos por el carcelero, que cerró la puerta tras de sí con un sonoro golpe, ahogando un desgarrador gemido de desesperación.
Cael se apartó y se dejó caer sobre el suelo de la pequeña celda con los codos apoyados en las rodillas y la frente sobre los brazos cruzados. Pesadas cadenas colgaban de los grilletes de sus tobillos y sus muñecas, y también del aro de hierro que le rodeaba el cuello. El aro ya había empezado a rozar el lado inferior de su mandíbula, pero ese dolor no podía compararse con el sordo martilleo en la cabeza. Uno de sus ojos color verde mar estaba cerrado por la hinchazón y la piel que lo rodeaba tenía el color de las ciruelas. Respiraba a través de los labios magullados, porque la sangre de su nariz rota se había secado y le obstruía ambas fosas nasales. Lentamente, consiguió sacar la lengua para humedecerse los labios resecos y pasar revista a los dientes, que se movían.
Sospechaba que tenía varias costillas rotas porque cada vez que tosía y escupía sangre estaba a punto de desmayarse de dolor. Tenía la espalda como si una familia de enanos hubiera estado bailándole encima. Le dolían las articulaciones como si lo hubieran torturado durante varios días, y el cuello le latía como si hubiera estado colgado otros tantos. También empezaba a dolerse de otras partes del cuerpo por haber estado sentado una noche entera y medio día en una cámara de piedra cuyas dimensiones no daban para ponerse de pie ni para acostarse.
Una voz en la puerta de hierro distrajo al elfo de sus cavilaciones. Al levantar la vista, Cael vio la cara redonda de un escribano de la ciudad que asomaba por la mirilla de veinte centímetros cuadrados de la puerta, pero el hombre no lo miraba a él. Sus ojos miraban hacia abajo mientras leía:
—Cael Varaferro, elfo, patria desconocida, edad desconocida, padres desconocidos. Se os acusa de cinco asesinatos de soldados de Su Oscura Majestad, un delito de robo, un delito de allanamiento de morada, un delito de posesión de un arma ilegal, siete delitos de uso de un arma ilegal, un delito de posesión de un elemento mágico ilegal, siete delitos de uso de un elemento mágico ilegal, un delito de disimulo de vuestra persona para fines de engaño, un delito de viajar sin identificación propia y dos delitos de asalto con intención de infligir daños. Estáis ante el muy temible sir Arach Jannon, Caballero de la Espina, lord Primer Jurista de la ciudad de Palanthas. Disponeos a aducir inocencia o a declararos culpable.
El escribano se apartó a un lado. El ventanuco permaneció abierto durante un momento y a continuación apareció el rostro alargado, de ojos de rata, de sir Arach, que lo miraba con furia.
—Poneos de pie frente a vuestro juez —le espetó.
Lentamente, Cael consiguió ponerse de pie entre ruido de cadenas. Tuvo que agacharse porque el techo era muy bajo.
—Volvemos a encontrarnos —dijo sir Arach—. Esta vez no tenéis ningún amigo que pueda defenderos.
—No, pero vos sí —dijo Cael a través de sus labios hinchados.
—Es una pena que no podamos encontrarnos, frente a frente, para ver quién es mejor —dijo fanfarroneando el Caballero de la Espina.
—Una verdadera lástima. Tal vez otro día —dijo Cael con voz pastosa.
—Ay, me temo que vuestros días están contados.
—Donde hay miedo, también hay esperanza, como solía decir mi shalifi.
—No demasiada, teniendo en cuenta que vuestra vida está a punto de terminar.
—No contéis los polluelos antes de que rompan el cascarón —respondió Cael—. Podría estarme aquí e intercambiar lugares comunes con vos todo el día, pero estas cadenas son pesadas. Haced lo que queráis y acabemos.
—Muy bien —dijo sir Arach cortante—. Ya habéis oído las acusaciones. ¿Cómo os declaráis?
—Culpable de todos los delitos —dijo Cael, y añadió—: Me enorgullezco de ello.
—¡Bien! Me gustan los hombres que son consecuentes con sus acciones. Lástima que sea una tontería. Escribano, tomad nota de que el prisionero se declaró culpable por su propia voluntad y sin que mediara coerción —dijo sir Arach volviéndose hacia el escribiente. Se oyó el ruido de la pluma sobre el papel.
—Supongo que sois consciente del castigo que merecer vuestros delitos. Un asalto a un agente de la Reina Oscura es un asalto a su propia Majestad. El castigo habitual por el asesinato de un soldado de su Majestad Oscura es la muerte mediante tortura lenta —dijo mientras miraba al interior de la pequeña celda. Cael se lo quedó mirando.
»La muerte más lenta posible, ¿sabéis? Tengo sirvientes que dominan el arte exquisito de producir dolor. Pueden prolongar la tortura de una persona durante meses, incluso años. Supongo que un elfo de vida tan larga como vos podría llegar a durar décadas.
Cael lo seguía mirando, sin inmutarse.
—Sí, sería espantoso para vos, tenedlo por seguro. Sin embargo, hay algo que podría persuadirme de reducir la sentencia a una muerte rápida, sin dolor…
Cael parpadeó, aunque su cara seguía sin mostrar la menor emoción.
—Pensé que eso podría llamar vuestra atención —dijo Arach Jannon con una risita—. Todo lo que tenéis que hacer es revelarme los secretos de vuestro bastón y yo me ocuparé de que no sufráis.
Cael miró para otra parte.
—Pensadlo, mi querido elfo —insistió sir Arach—. A menos que tengáis una voluntad de acero, llegará un momento en que me diréis todo lo que quiero saber. ¿Por qué sufrir días, no, meses de agonía, cuando podéis poner fin a vuestro sufrimiento en un momento?
—Se podría pensar, señoría, que la corte tiene más interés en mi bastón y en conseguir sus poderes que en administrar justicia —dijo Cael de manera inexpresiva, sin mirarlo.
Sir Arach lanzó una ristra de denuestos y juramentos.
—¡Eliminad del registro la última afirmación del prisionero! —gritó al escribano, y luego se volvió una vez más hacia el elfo—. ¡Os he ofrecido clemencia, elfo! Me diréis hasta el último secreto del bastón. No imaginéis ni por un momento que no puedo quebrantar vuestra voluntad, porque lo he hecho muchas veces y con elfos mucho más fuertes que vos. Os habéis cavado vuestra propia sepultura, y ya no tengo paciencia para oíros. La sentencia se cumplirá de acuerdo con lo ordenado.
Cael bajó la vista y su cabeza se dobló sobre el pecho. Después cayó al suelo, exhausto.
—¡Condenado a muerte lenta! —gritó sir Arach descargando un furioso puñetazo sobre la puerta.
Una risa extraviada despertó a Cael de su ensimismamiento. Dio una sacudida, a la que acompañó el ruido de las cadenas que le sujetaban las manos y los pies. El Aullador, que era el nombre con el que había bautizado Cael a la pobre alma atormentada encerrada en la celda contigua, emitió otro grito de horror autoinducido, que terminó en una serie de gorjeos, trinos y alaridos parecidos a la risa de una hiena.
—¡Cállate, idiota reidor! —gritó una voz ronca por la sed desde otra celda algo más lejana.
Le respondió otra serie de alaridos espeluznantes.
—¡Cállate! ¡Cierra esa maldita boca! —volvió a increparlo el otro—. ¡Si te llego a poner la mano encima… por los dioses! ¡Que me saquen de aquí! ¡Si yo…! ¡Si tan sólo…! ¡Por los dioses!
—¡Ratas! ¡Ratas! Vaya, me he comido una. ¡Aquí hay otra! —gritó el Aullador—. ¡Oh… no! Eso no. ¡Otra vez no…! —Y así siguió hasta que volvieron los gritos.
—¡Cállate! ¿No te callarás nunca? —sollozaba el otro prisionero—. Por favor, por amor de Gilean. ¿No habrá alguien que me mate?
Cael dio un puntapié a una rata que merodeaba alrededor de sus pies y después se acomodó apoyado en la pared. Una delgada capa de paja podrida apenas suavizaba el suelo de piedra bajo sus pies, y una diminuta rejilla próxima al suelo permitía que sus excrementos, lo mismo que el agua que rezumaban las paredes de piedra, fueran corriendo lentamente. Por encima de su cabeza, una diminuta ventana en la puerta de hierro era la abertura por la cual llegaba a verse a veces una luz, y por donde bajaban la comida cuando tenía la suerte de que se la dieran.
No tenía la menor idea de los días que había pasado en esa celda desde su «juicio». La única manera que tenía de calcular el tiempo era por la comida y por las sesiones regulares de tortura a las que lo sometían. Mañana, o pasado o cualquier otro día volverían a por él para interrogarlo en el potro o con el hierro al rojo vivo, o con algo nuevo. Una y otra y otra vez.
En cada sesión, sir Arach le recordaba lo fáciles que podrían ser las cosas. Sólo con que Cael respondiera a sus preguntas, todo terminaría, rápido y sin dolor. Ése era el único pensamiento que lo mantenía vivo. El Caballero de la Espina no lo mataría hasta que descubriera los poderes secretos de su bastón.
Era una ironía, pero sólo en los días que precedieron a su captura había empezado a sospechar y experimentar plenamente sus poderes mágicos. El bastón se lo había dado su shalifi, maese Verrocchio, el mejor espadachín de todo Krynn hacía poco más de un año. Con el bastón recibió el conocí miento de algunos de sus poderes, entre ellos la capacidad de convertirse en una espada de filo mágicamente aguzado, de introducirse en una superficie sólida para confundirse con ella, y de alargarse y ocultarse a voluntad. Como la habían fabricado los elfos marinos, también permitía a su amo respirar bajo el agua. Sin embargo, su aparente poder contra la magia y contra los no muertos era algo que Cael no había experimentado antes. Se preguntaba si esos dos nuevos poderes tendrían algo que ver con el lugar donde estaban, con Palanthas.
Cuando tenía el bastón entre las manos y sentía el frío contacto de la madera oscura en su piel, sentía lo que su maestro le había dicho que sentiría, que el bastón le prestaría buenos servicios. Se establecía un vínculo instantáneo entre él y el arma, y al deslizar la mano por la vara, aparecía la hoja sin el menor esfuerzo. Por momentos sentía que estaba vivo, y que podría llegar incluso a hablarle si sus oídos fueran capaces de escucharlo. Cuando estaba apartado del bastón se sentía escindido, como si hubiera dejado una parte de sí mismo. Cuando lo tenía en sus manos se notaba completo y lo envolvía una sensación de paz y de poder.
Ya se había jurado que nunca le revelaría sus secretos a Arach Jannon, por mucho que lo torturaran. Cayó en la cuenta de que, mientras durara la tortura, cuanto más tiempo fuera capaz de guardar el secreto, más viviría. Su sangre de elfo no le permitiría abandonarse a la desesperación. Hería su sensibilidad pensar siquiera en entregar el bastón para poner fin a su sufrimiento.
Pensando así, Cael se dejó caer otra vez en la duermevela de la que lo habían sacado tan brutalmente hacía un momento. El Aullador, ahora exhausto, roncaba apaciblemente. Volvería a despertarse, sin duda, en un par de horas, y una vez más sería el portavoz de la locura y el horror de este lugar. Cael no podía dormir ni descansar. Cada vez que respiraba lo asaltaba el dolor, como si el propio aire hiera veneno. Cada vez que respiraba el infesto aire de la mazmorra sentía náuseas, como si estuviera en un barco agitado por las olas. Tuvo la tentación de llamar al guardia, pero sabía que eso no le serviría de nada. Entonces, de lo que realmente tuvo ganas fue de llorar.
En la oscuridad de su celda notó que una luz empezaba a entrar por la pequeña rejilla que había cerca del suelo. Jamás había visto un resplandor tan hermoso y se preguntaba cuál sería su origen. La luz dorada jugueteaba entre los hierros de la rejilla, y se hacía tan intensa que pensó que se iba a quedar ciego. Mientras el resplandor aumentaba, el aire maloliente llegó a extremos inaguantables para un humano, o incluso para un elfo. Por fin Cael identificó su procedencia. Aquel olor pútrido despertó recuerdos en su adormecido cerebro.
—¡Un enano gully! —dijo con asco.
—¡Por decir eso debería dejaros aquí! —dijo una voz chillona. La silueta de una cabeza apareció detrás de la rejilla. La cabeza tenía barba, pero Cael no podía distinguir mucho más a menos que se acercase, algo que no estaba muy dispuesto a hacer.
—¿Gimzig? —aventuró.
—A vuestro servicio, señor —respondió la figura. El gnomo prosiguió con una precipitada retahíla de palabras mientras manoteaba con algún objeto de grandes proporciones que parecía una araña gigante y que trataba de atacar su cara barbada—. Os sacaré de ahí en un minutito: tengo una araña aquí, en mi mochila, que se encargará de estas barras tan bien encajadas; menos mal que no son de acero. El conducto es tan pequeño que no creí que pudiera meterme aquí, pero si hay voluntad, se abren mil caminos, como solía decir mi abuelo Gornamop. Oiría que se os ve un poco delgado y venido a menos. ¿No os han dado de comer de vez en cuando? Bueno, ya nos ocuparemos de esas cosas, ahora voy a poner esto en su sirio aquí, con las piernas contra la piedra y sujetando las barras así. ¿Os habéis dado cuenta de las modificaciones, no? Bueno estodeberíaconseguirloapretandoaquíenestesitioy… ¡guau! ¡Cuidado!
Con una explosión de polvo y esquirlas de piedra, la pequeña pero robusta rejilla de hierro desapareció, y en su sitio quedó un agujero abierto poco mayor que la rejilla que antes lo cubría. Temeroso de que los guardias hubieran oído el ruido, Cael no vaciló y, a pesar de sus muchas heridas, se introdujo trabajosamente por el agujero, casi desgarrando su maltrecho traje de presidiario en el proceso. Cuando se metió serpenteando en el diminuto pasadizo del otro lado, daba la impresión de que hubiera pasado a través de un rayador de queso de los gnomos.
El túnel donde se encontró apenas daba cabida a su escuálida forma de elfo. A pesar de ello, la figura que halló no parecía muy desconcertada por la estrechez del entorno. Sólo su mochila, que equivalía casi a la mitad de su tamaño, le ocasionaba cienos inconvenientes. Ahora su barba entrecana estaba manchada de restos secos de la cloaca. Un par de espesas cejas blancas le caían encima de los ojos y, alrededor de la cabeza, Gimzig llevaba atada una cinta de cuero que sostenía las dos partes de una concha de venera, en las cuales ardía una gruesa vela amarilla y la cera se derramaba sobre el soporte.
Como la mayoría de los gnomos, Gimzig lucía una extraña mezcla de prendas compuesta de varios chalecos de distintos materiales, bolsas, bolsillos, soportes para lápices y toda una variedad de ganchos y lazos de los cuales colgaban numerosas y útiles herramientas, y otras muchas cuyas aplicaciones habían caído en el olvido. Diversos trozos de papel, algunos cubiertos con esquemas de ideas, diseños y dibujos, asomaban de todos sus bolsillos (incluso por encima de una bota), lo cual le daba el aspecto de un oso de juguete con escaso relleno. Incluso su barba entrecana servía para transportar herramientas. Mezclados con los mechones de pelo apelmazado se veían pajas, esquirlas de metal, restos de comida, y cubierta del fango reseco de la alcantarilla donde vivía había un par de tenazas que ya era imposible recuperar.
—¡Bien, bien! —dijo entusiasmado Gimzig acompañándose con tales movimientos de cabeza que casi apaga la vela y arrojando cera a diestro y siniestro como un perro cuando se sacude el agua—. La araña funcionó a la perfección, bueno, si yo no hubiera pulsado accidentalmente el escape, habría funcionado a la perfección. Claro que casi me arranca la cabeza. —Se detuvo para respirar y se quedó pensando un momento—. Ya sé cómo solucionar eso; sea como sea, ahora estáis libre. Y por cierto, es una suerte que los caballeros os hayan matado de hambre, si no jamás hubierais podido meteros en el túnel; de todos modos últimamente habíais estado comiendo demasiado y estabais un poco pesado; diría que todo por comer comida enana.
En todo este rato, el gnomo estuvo plegando con cuidado las patas de una gran araña mecánica que había usado para arrancar la rejilla de la pared. Al ver la expresión alarmada de Cael, siguió con su retahíla interminable.
—Hay que ver todo lo que se puede hacer con muelles y palancas. Ya conocéis mi trabajo; bueno, ésta es una de mis creaciones más recientes. La llamo araña, y aunque originalmente fue concebida para abrir las escotillas corroídas por la sal de los barcos, adquirió la infortunada tendencia de abrir grandes boquetes en los cascos, lo cual dio lugar a una marcada tendencia a hundirse, especialmente con mar gruesa. ¿Estáis listo?
Cael se tapó la nariz y asintió. Mientras tanto, el gnomo había terminado de plegar las patas de la araña sobre el cuerpo, con lo que quedó transformada en una caja de metal notablemente compacta y de aspecto indescriptible. La introdujo por encima del hombro en la bolsa que llevaba atada a la espalda y produjo un sonido metálico seguido rápidamente de una sucesión de clonk, pin, pon, etcétera. Gimzig hizo una pausa, con la boca abierta como para decir algo, y esperó cauteloso, escuchando por encima del hombro, hasta que los ruidos cesaron.
—¡Vaya! Me da rabia cuando sucede esto —suspiró el gnomo cuando el silencio volvió a reinar—. Hay bastante ahí dentro para transformarnos en ensalada de col antes de que uno pueda decir rototrituradorapicadora. Claro que todo lo que hay ahí es absolutamente esencial para el rescate de algunos elfos de las mazmorras de Palanthas. Bien, veamos, seguidme. Estáis seguro de que podréis; tal vez podría preparar una polea para sacaros.
—Me arrastraré —dijo Cael tosiendo y sangrando por los labios resecos. Mientras tanto, Gimzig se las arregló para voltearse junto con su mochila por dentro del estrecho túnel sin disparar ninguno de sus artilugios. Cael se esforzó por seguir a su rescatador arrastrándose sobre los codos.
—El túnel sigue hasta un poco más adelante antes de desembocar en la verdadera cloaca —dijo Gimzig—. Cuidado con esa piedra de ahí, parece una piedra corriente, pero es una trampa.
Cael se retorció y se hizo casi un nudo para evitar la piedra que se proyectaba un poco sobre él desde el techo.
—Es probable que alguien la haya puesto ahí precisamente para evitar este tipo de fugas. Podría desarmarla, pero me llevaría tiempo, y tanto da dejarla ahí. Menudas trampas hay en las cloacas y en las mazmorras. Se puede saber con exactitud dónde hay algo importante por la cantidad de trampas que se encuentran debajo. No entiendo cómo le llevó tanto tiempo a la ciudad encontrar al Gremio de los Ladrones, no tenían más que escarbar un poco por aquí abajo para averiguar todo lo que querían saber sobre esta ciudad. Las cloacas son un reflejo perfecto de la ciudad que hay arriba, claro como la luz del día si se sabe qué buscar. Yo podría habérselo dicho hace siglos, y podría deciros ahora dónde está cada uno de los refugios del Gremio.
El gnomo desapareció de repente, pero su voz siguió resonando en el túnel.
—Cuidado con ese escalón, no vayáis a caeros de cabeza.
Cael se arrastró cabeza abajo por el estrecho túnel y fue a dar, como un gusano de pelo rojo que saliese de la pared, a un túnel principal de la cloaca. En la pasarela que había por debajo, Gimzig miraba nervioso al agua cenagosa que circulaba por el círculo de su vela.
—Ahí arriba ha estado lloviendo a enanos —comentó cuando Cael se dejó caer a su lado.
—Te estoy muy agradecido, Gimzig —dijo Cael poniéndose de pie con dificultad—. Lo que no entiendo es cómo has dado conmigo.
—Por supuesto, me mandó la capitana Alynthia. Encontraros fue bastante fácil. Todo lo que tuve que hacer fue explorar las celdas de las mazmorras; os olvidáis que he pasado cuarenta años haciendo el mapa de todos los pasadizos, túneles, agujeros, canales, desagües, rejillas, compuertas y piedras angulares del vasto y magnífico sistema cloacal de Palanthas, que lleva funcionando a la perfección más dos mil años. —Su voz se había convertido en un susurro admirativo.
»Hace tiempo —prosiguió—, el Gremio de Ingenieros Civiles del Monte Noimporta decidió que era oportuno estudiar las cloacas para ver si los gnomos deberían hacer mejoras, y a continuación presentaron su solicitud ante el Senado de la ciudad, que la rechazó por cuestiones inexplicables. Me confiaron a mí, el miembro más joven del Gremio que acababa de conseguir su primer distintivo de ingeniero, una tarea de por vida, la de hacer un mapa detallado de las cloacas de Palanthas, pero por desgracia sólo me llevó cuarenta años terminar mi informe. Como es lógico, ahora conozco estas alcantarillas como los pelos de mi propia barba; cada rincón, grieta, hendidura y agujero de rata (de las cloacas, no de mi barba). Con lo cual fue de lo más sencillo dar con vos y sacaros de allí. Decidme, muchacho, estáis seguro de que os podéis mover, da la impresión de que os vais a desmayar.
—Sólo me siento un poco mareado —musitó Cael antes de caer redondo.