25

La puerta apenas se abrió contra la piedra labrada, tan antigua como la ciudad misma. Cael entró tambaleándose, dejando que la puerta se cerrara tras de sí. Fue bajando la escalera hacia la familiaridad ruidosa, íntima, de La Fuente de los Enanos. Kharzog Forjador salió de detrás de la barra y lo saludó con aspereza al pie de la escalera.

—¿En qué llamas azules te habías metido? ¡Han pasado semanas! —le dijo el enano en tono de reconvención.

—Tengo problemas —le susurró Cael a su viejo amigo.

—¿Qué clase de problemas? —le preguntó el enano a media voz. Señaló con la cabeza hacia la barra que estaba llena de Caballeros de Neraka fuera de servicio.

—De esa clase —dijo Cael en voz baja.

—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó el enano. Al pie de la escalera había un viejo sombrerero de madera y un perchero. De él sacó el enano un abrigo verde y lo echó encima de los hombros de su amigo. Cael se subió la capucha para ocultar sus facciones a los curiosos.

—¿Qué has hecho ahora? —gruñó Kharzog en voz baja, y luego cambió el tono para que los presentes pudieran oírlo—. Bienvenido, amigo. ¿Puedo indicaros una mesa?

Condujo a Cael por entre la multitud hasta una mesa próxima al fuego. Un grupo de juglares interpretaba algo de aire animado desde un rincón y saludó a los dos compañeros cuando éstos pasaron.

Cuando Cael se hubo sentado a una mesa en otro rincón apartado de la taberna, su amigo acercó una silla y se sentó junto a él.

—Un pequeño robo —dijo el elfo desde las profundidades de su capucha.

—¿A quién?

—A la señora Jenna.

El enano se golpeó la frente con la palma de la mano y se echó hacia atrás en su silla.

—¡Cielo santo! ¿Por qué no le robaste la bolsa al propio alcalde? O podrías haber intentado robar la Piedra Fundamental.

—¡No fue idea mía! —replicó Cael.

—¿Entonces de quién? ¡Por los dioses! ¿Quién puede ser tan ignorante?

—Fue decisión del Gremio.

—Tendría que haberlo sabido. Te aseguro que te están utilizando.

—Ahora pertenezco al Gremio.

El enano se mesó la barba blanca y se quedó mirando al fuego.

—Entonces probablemente necesitas salir de la ciudad… y rápido —dijo por fin.

—No, antes necesito llegar al Horizonte Oscuro —replicó el elfo.

—¿El barco de Oros uth Jakar?

—Ajá.

—¿Por qué no te vas por algún tiempo?

—Tengo que pensar en otros —dijo Cael.

—Me huele a una mujer.

—En realidad… dos.

—Nunca dejarás de asombrarme… ¡Por las negras botas de Reorx, no se tratará de la mujer de Oros!

—Me temo que sí.

—¡Quítatela de la cabeza, hijo! ¿Quién es la otra?

—Una chica.

—¿Una chica?

—Una amiga. Nos ayudó. Me ayudó. —Cael dejó caer la cabeza sobre la mesa.

—Estás exhausto —dijo el enano suavizando el tono de su voz— y seguro que hambriento también. Quédate aquí. No levantes la cabeza. Hazte el borracho. No te resultará difícil, tienes un poco de experiencia. Te traeré algo de la cocina.

Kharzog se fue a toda prisa, se abrió camino entre la multitud y desapareció por la puerta de la cocina.

Cael se tapó mejor con la capucha. El calor del fuego resultaba reconfortante mientras el reflejo rojo y danzarín proyectaba sombras relajantes sobre su abrigo verde. Los juglares terminaron su actuación, que les valió un ruidoso aplauso. La mayoría de ellos dejó sus instrumentos y se fundió con la multitud para beber y comer algo. Sin embargo, la arpista permaneció en su silla y empezó una melodía tranquilizadora, un poco melancólica, como las canciones invernales de los enanos. Cael sintió que la tensión iba desapareciendo de su espalda y de sus hombros con las notas de su canción. Apretó el bastón contra su pecho, confortado por su fortaleza dura y fría. De la cocina llegaba un olor que levantaba el espíritu y hacía gorgotear su estómago. Abrió la boca en un bostezo.

Se sobresaltó al darse cuenta de que se había quedado dormido. ¿Cuánto tiempo? No lo sabía.

Con toda cautela levantó el borde de su capucha y echó una mirada alrededor. Un contingente de caballeros de mirada torva llenaba la escalera y observaba con furia a la multitud, que ahora estaba casi en silencio. La arpista terminó su melodía en la mitad de un acorde, que quedó suspendido en el aire como si fuera el grito de alarma de algún pájaro del bosque.

En lo alto de la escalera estaba sir Arach Jannon. En la frente lucía un corte horripilante, del que todavía brotaba un poco de sangre. Como si sintiera que los ojos de todos los presentes estaban fijos en él, sir Arach se enjugó la sangre con la mano vendada.

—Estamos buscando a un elfo. Algunos de vosotros lo conocéis, estoy seguro. Dice ser el hijo de Tanis el Semielfo y responde al nombre de Cael Varaferro —dijo en voz alta el Caballero de la Espina. La mayor parte de los parroquianos se removió incómoda en sus asientos mientras los caballeros borrachos de la barra miraban a su alrededor con expresión confundida.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y Kharzog salió dando grandes zancadas. Se acercó a los visitantes y se plantó ante ellos con las botas de hierro bien separadas.

—¿Qué pretendéis, bondadosos señores? ¿Arruinarme el negocio? —gruñó.

—No os interpongáis, maese Forjador —dijo Arach Jannon—. Es un asunto de la justicia.

Cael se levantó de su silla y corrió hacia la puerta trasera. Kharzog se giró en redondo, y empezó a rugir de forma desacostumbrada. Por un instante, Cael se sorprendió de la reacción del enano, hasta que descubrió el motivo cuando se topó cara a cara con una Dama de la Calavera, la orden sacerdotal de los Caballeros de Neraka, que estaba vigilando la puerta trasera. Ella quedó casi tan sorprendida como él y sólo atinó a sujetarlo por la capa antes de que Cael consiguiera liberarse. Al descubrirse su cabello cobrizo se delató.

—¡Es él! ¡Cogedlo! —gritó sir Arach desde la barra. Sus caballeros prepararon sus mazas y salieron corriendo tras el elfo derribando mesas y sillas entre los parroquianos que caían al suelo o trataban de encontrar un lugar seguro. Más caballeros, muchos de ellos medio borrachos, aparecieron de los reservados ocultos por cortinas, ansiosos de encontrar algo de diversión. Cael llegó de un salto a la puerta trasera, echó mano al picaporte, la abrió y se encontró con un callejón lleno de caballeros que, al verlo, se abalanzaron contra la puerta. El elfo la cerró de golpe.

Algo tan potente como una ola lo golpeó por detrás, lo aplastó contra la puerta y vació de aire sus pulmones. Dio un grito ahogado de dolor. Unas manos de hierro le sujetaron los brazos en la espalda, le arrancaron el bastón de las manos y lo levantaron en el aire. Cael se resistió violentamente, dando patadas a diestro y siniestro. A sus gritos respondieron las risas ásperas de los que le retorcían los brazos y que amenazaban con descoyuntárselos. Sintió que se desgarraban sus músculos, que los tendones le crujían. Profirió un grito de agonía y dejó de resistirse al darse cuenta de que le iban a desprender los brazos del cuerpo si seguía debatiéndose. Se vino abajo. Una mano con guantelete de malla lo golpeó, y sintió el sabor a sangre en la boca, mientras procuraba con todas sus fuerzas mantenerse consciente. La habitación le daba vueltas.

Alguien lo sujetó por el mentón y le sacudió la cabeza hasta que despertó. Abrió apenas los ojos y miró alrededor. Sir Arach estaba ante él y otros caballeros se arracimaban alrededor. Un par de ellos sostenían a Kharzog Forjador por la barba y por las muñecas, aunque él se resistía dignamente. Cael sacudió la cabeza para aclarársela, pero lo único que consiguió fue reavivar el dolor. Fue como si le pasaran unos rodillos de acero por el cuello dolorido.

Un Caballero de la Calavera de alta graduación estaba cerca del Caballero de la Espina con expresión de desconcierto en su cara roja como el vino. Sir Arach Jannon sostenía reverentemente el bastón de Cael: un brillo de avaricia aportaba tonalidades verdes a sus ojos.

—Todavía no lo entiendo, mi señor —dijo el Caballero de la Calavera acariciándose pensativo el mentón—. Yo conozco a este tipo. No es más que un elfo, y además tullido. Parece bastante inofensivo. Aparte lleva un bastón, lo cual es ridículo en estos tiempos.

—El elfo inofensivo, señor Caballero, se enfrentó solo a cinco de nuestros Caballeros de Neraka y los mató a todos —rugió sir Arach.

—¿Con qué? ¿Con ese bastón? —preguntó incrédulo el Caballero de la Calavera—. ¿Contra caballeros bien entrenados? Con todos mis respetos, señor…

—Con un bastón no, imbécil —vociferó el Caballero de la Espina—. ¡Con esto! —Al decir esto, cogió el bastón por la parte más gruesa, sujetó la parte media debajo del brazo y trató de sacar la espada de su vaina de madera de jabí. Su cara se puso roja con el esfuerzo, pero la espada se negó a materializarse y el bastón siguió siendo un bastón.

Unas risas ahogadas se extendieron por el recinto como lluvia matinal. El Caballero de la Espina miró con furia a su alrededor y volvió a reinar el silencio. Se acercó a Cael y lo agarró por la garganta.

—Dime cómo funciona —ordenó con voz bronca.

Cael le escupió sangre a la cara.

Arach lo soltó y le propinó un puñetazo al elfo que lo hizo sangrar por la nariz.

—¡No volverás a hacerme quedar en ridículo! —dijo Arach con voz sibilante.

Un golpe sordo justo detrás de la oreja derecha, un momento de cegadora agonía y la oscuridad cerró los ojos de Cael.

—¡Que os pudráis todos en el infierno! —rugió Kharzog al ver caer a su amigo con los golpes de los caballeros—. ¡Dejadlo en paz! —Mientras gritaba agitaba los brazos tratando de soltarse de los brazos que lo sujetaban. Sir Arach se volvió y miró divertido al enano.

—El enano es su cómplice. Arrestadlo —ordenó.

—¿Arrestarme? —gritó Kharzog—. ¿Es ésa vuestra justicia? ¿Ésta es la justicia de los Caballeros de Neraka?

El enano apretó los dientes y dibujó una mueca feroz. Abriendo bien las piernas afirmó las botas con refuerzos de hierro en el suelo y apretó bien los brazos de los que lo sujetaban. Lentamente, los pies de los dos caballeros se fueron separando del suelo. Con rugidos de oso, el enano se volvió y lanzó a uno contra una mesa cercana. El otro siguió el mismo camino y fue a estrellarse contra su compañero, lo cual provocó alaridos de furia entre los clientes, cuyas bebidas se derramaron por el suelo. Surgieron peleas por toda la taberna al liberarse la frustración contenida durante tantos años de gobierno de los Caballeros Negros. Aparecieron armas ocultas por todas partes, y los que no tenían armas recurrieron a las sillas, botellas, jarras y demás instrumentos útiles para enfrentarse a las espadas y mazas de los caballeros, para dar golpes que muchos querían dar desde hacía tiempo.

Kharzog derribó al suelo a un caballero con un golpe de su puño de hierro. Esquivó el torpe envión de otro y luego se agachó junto al primero y se apoderó de un hacha que éste llevaba al cinto. Acto seguido, miró en derredor y vio cómo sir Arach estaba sacando a Cael por la parte trasera de la taberna. Con un rugido se abrió camino entre la barahúnda gritando el nombre del Caballero de la Espina.

Sir Arach se dio la vuelta. De su mano buena extendida salió una especie de relámpago. El viejo enano sintió una especie de golpe, una fuerza oculta que le impedía andar. Los brazos le pesaban como si estuvieran cargados de cadenas. A duras penas consiguió levantarlos para blandir el hacha. Sir Arach se acercó más, se arrodilló y arrebató una espada corta de manos de un parroquiano muerto.

Luchando con todo su espíritu enano contra el hechizo que lo tenía paralizado, cayéndole las lágrimas por la barba, Kharzog levantó el hacha y amagó un torpe hachazo contra la rodilla del caballero. Sir Arach paró el golpe sin dificultad e hizo saltar por los aires el hacha del enano. A Kharzog le crujían las mandíbulas por la rabia con que apretaba los dientes.

—Sorprendente —gritó el Caballero de la Espina para hacerse oír por encima del ruido reinante. Sus ojos mostraban genuina admiración por el valiente esfuerzo del enano—. Creo que con tiempo incluso podríais liberaros de mi hechizo. Claro que no puedo permitir que eso suceda —añadió con una sonrisa cruel en la boca mientras clavaba la hoja de su espada corta entre las costillas del enano.