24

Cael y Alynthia recorrieron a toda prisa el pasadizo subterráneo que terminaba abruptamente en una empinada escalera. Alynthia la subió rápidamente y se detuvo al llegar arriba para escuchar. Al comprobar que no había nadie en la habitación a la que daba, abrió una pequeña trampilla de madera y salió a un sótano vacío donde las cosas eran más o menos como Claret las había descrito. Cael subió tras ella, cerró la trampilla y miró a la hermosa capitana de los ladrones con una expresión equivalente a «Bueno, lo hemos conseguido».

—O mucho me equivoco o habrán ampliado la búsqueda a toda la ciudad —dijo ella rebajando su orgullo por un instante—. Yo estoy bastante segura porque casi todos me conocen como la esposa de Oros uth Jakar, un destacado ciudadano de la ciudad, pero vos, amigo mío, corréis un gran peligro. La señora Jenna os reconoció, lo mismo que nuestro amigo Arach Jannon. No os dejarán escapar si pueden evitarlo. —Lo miró de arriba abajo sacudiendo la cabeza—. ¿Creéis que podréis llegar al malecón sin ser capturado?

Cael asintió. Era evidente que ella esperaba que la obedeciera sin dudar y, sorprendido, él mismo cayó en la cuenta de que eso era precisamente lo que haría. Se sentía orgulloso por haber conseguido que ella confiara en él hasta cierto punto, pero al mismo tiempo la idea lo inquietaba. Deseaba que terminara su discurso y lo dejara seguir su camino.

—Mi esposo —dijo subrayando la última palabra— tiene un barco amarrado en el muelle del Cangrejo Azul. Se llama Horizonte Oscuro. Os ocultará en la bodega hasta que podamos decidir qué hacer con vos.

—Muy bien, capitana —dijo Cael.

Alynthia sonrió y sus ojos chispearon a la luz de la vela.

—¡Eso quería oír! —dijo con alegría oprimiendo su brazo—. ¡Obediencia! Os sienta bien, ladrón independiente. —Mantuvo allí la mano un instante mientras la sonrisa desaparecía de sus ojos, y después se volvió rápidamente.

Subieron por la escalera de piedra e hicieron un alto ante la puerta que había al final. Afuera se oía bullicio. El callejón del Herrero era uno de los lugares más sórdidos de la ciudad de Palanthas. A nadie le hacía mucha gracia que la noche lo sorprendiera allí, ni siquiera a un capitán del Gremio de los Ladrones, ya que la gente que vivía en esta calle estrecha y oscura era tan cerrada como los enanos y no confiaba en los desconocidos. Protegían a los suyos y a veces atacaban a los que eran tan tontos como para aventurarse por sus dominios. Aquí la gente no tenía miedo, ni siquiera de los señores marciales de la ciudad. Lo más probable era que un contingente de caballeros enviados al callejón del Herrero recibiera con suerte una andanada de verduras podridas o si no de piedras en caso de que tratase de imponer su autoridad de manera demasiado estricta. Cuando las cosas se ponían demasiado feas incluso para los habitantes de este lugar, éstos se desvanecían como ratas ocultándose en mil agujeros.

—Yo iré delante —susurró Alynthia—. Tomaré dirección sur, hacia el paseo del Templo. Vos os dirigiréis en dirección norte, hacia el muelle. ¡No dejéis que os cojan! —dijo la capitana con seriedad—. Antes de que os atrapen, es preferible que muráis peleando. Os torturarán para que les digáis lo que sabéis.

—Les diré que soy un ladrón independiente —le aseguró Cael con decisión, y luego agregó con un encogimiento de hombros—: Al fin y al cabo no es ninguna mentira.

—Buena suerte, Cael Varaferro —dijo Alynthia apretando su mano—. Trataré de ir a veros mañana. No dejéis que Oros os aburra con sus historias.

Dicho esto, abrió la puerta, salió al exterior y la volvió a cerrar tras de sí. Cael oyó sus pasos, que se perdían a lo lejos. Se quedó un momento allí, en la escalera, con la vista en blanco fija en la luz de la vela. Se sentía raro, tan ligero como una voluta de humo, y sin embargo sus pies parecían pesados. Era como si a medida que se alejaban los pasos algo de él se fuera con ellos.

—¿Qué estoy haciendo? —musitó para sí. Luego, sacudiendo sus últimas incertidumbres, apagó la vela de Claret acercándola al escalón de piedra, abrió la puerta y salió con atrevimiento al callejón, tratando de dar la impresión de que era de allí.

Afuera estaba oscuro, pero no para sus ojos de elfo. Su vista se adaptó a la oscuridad y pasó revista a las inmediaciones. Alrededor, asomados a las ventanas sin luz o apoyados en los altos balcones, los habitantes del lugar lo miraban en silencio, como si fueran un cónclave de fantasmas. En una ventana se vio un pequeño resplandor cuando un viejo arrugado dio una chupada a la pipa que tenía entre los dientes. Miró a Cael como si le tuviera sin cuidado.

A la derecha se iba hacia el norte, hacia los muelles y al barco de Oros uth Jakar. A la izquierda, a dos tiros de ballesta, parecía que se celebraba una especie de fiesta. En los balcones había luces y la gente se apiñaba en el callejón. Sus sombras saltaban y bailaban como locas, como sátiros ebrios en una parranda, y se oía una música estridente de gaitas y tambores. Observó a una figura solitaria y familiar que trataba de mezclarse en la fiesta.

—Alynthia —se dijo Cael para sus adentros—. ¿Qué está haciendo?

Mientras observaba, varias figuras se separaron del grupo principal y rodearon a Alynthia. Uno la tocó, ella giró sobre sus talones y otro la sujetó por detrás. Cael vio el brillo de la daga en el puño de la mujer. Su agresor cayó al suelo, echándose mano al vientre. La música cesó y una multitud se arremolinó en torno a Alynthia, vociferando.

Cael se encontró corriendo hacia ellos, desesperado por rescatar a Alynthia. Estaban demasiado lejos, no llegaría a tiempo. Vio que Alynthia, temerariamente, les hacía frente blandiendo su daga.

Al acercarse Cael, la multitud empezó a dispersarse de golpe. A Cael se le ocurrió la descabellada idea de que lo habían visto y huían despavoridos. Corrían en todas direcciones, se metían por las ventanas, cerraban las puertas de golpe, subían por los canalones, se escabullían por los sótanos e incluso por las alcantarillas. En diez segundos, la multitud desapareció como si nunca hubiera existido. Sólo quedaban las luces en los balcones iluminando la noche, y en medio de ellas apareció una partida de Caballeros de Neraka. Eran cinco, todos ellos fuertemente armados con ballestas, espadas y pesados escudos.

Cael se refugió entre las sombras, debajo de una escalera, a apenas diez pasos de distancia. Los caballeros se aproximaron con cautela a Alynthia, que no se habla movido de donde estaba. Su arma había desaparecido.

—¡Bondadosos señores —los llamó con voz atribulada—, qué suerte que viniesen por aquí! Sin duda me han salvado de estos rufianes.

—¿Señora Alynthia? —aventuró el caballero que iba al mando.

—Yo misma —respondió—. Como sabéis, soy la esposa de Oros uth Jakar. Él sin duda os estará agradecido por vuestra oportuna intervención y os recompensará.

El capitán de los caballeros mantenía su actitud cautelosa y llevaba la espada desenvainada, aunque con ella no apuntaba a la mujer.

—¿Qué hacéis en un lugar como éste a estas horas? —preguntó mientras los demás caballeros vigilaban las sombras a su alrededor.

—Me… entretuve hasta tarde y me perdí al regresar a casa —balbuceó—. No supe dónde me había metido hasta que fue demasiado tarde.

—¿Puedo ver vuestros papeles? —dijo el capitán.

—¿Por qué motivo queréis ver mis papeles? —preguntó Alynthia.

—Es la ley, señora.

—¿Sabéis quién es mi marido?

—Sí, señora, pero debo ver vuestros papeles.

De mala gana, Alynthia sacó una cartera que llevaba en su cinturón y se la entregó al hombre, que la cogió y dio un paso atrás dando un codazo a otro caballero que, como quien no quiere la cosa, apuntaba con su ballesta a la hermosa capitana de los ladrones.

—Esta noche hemos estado buscando a un ladrón —dijo el capitán volviéndose con el objeto de que la luz de un balcón le permitiera leer los papeles de identificación que tenía en la mano—. Un elfo con pelo rojo bastante largo. Un amigo vuestro, según nos han dicho. Su nombre es Cael Varaferro.

—Ah, sí, Cael. Hemos cenado juntos esta noche. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Alynthia.

—Puede que haya sido testigo de un crimen —dijo el capitán revisando los papeles de la mujer—. ¿Decís que cenasteis con él? ¿A qué hora os separasteis?

—Al filo de la puesta del sol.

—¿Dónde cenaron?

—Con mi esposo, en un lugar llamado El Portal, en la Ciudad Vieja. No veo por qué me estáis interrogando. Os doy las gracias por vuestra ayuda, pero debo seguir mi camino. Mi esposo me aguarda.

—Disculpadnos, señora —dijo el capitán cerrando de golpe la cartera de cuero—. Vuestros papeles no están en orden, debéis acompañarnos.

—¿Que no están en orden? —gritó Alynthia.

—No está sellada vuestra salida de la Ciudad Vieja esta noche. —El capitán la cogió por un brazo.

—Pero tiene que haber… Yo no… —tartamudeó la capitana.

—Estoy seguro de que todo se va a aclarar, pero igualmente…

Mientras Cael presenciaba todo esto, el pánico se iba adueñando de él. La estaban interrogando, sospechaban de ella. No podían probar nada, pero no importaba. A veces bastaba con una mera sospecha. Ni siquiera su esposo podía protegerla, ni se atrevería a intentarlo por temor a poner al Gremio en peligro.

Dejándose llevar por un impulso salió de su escondite a la luz.

—Me pareció que alguien mencionaba mi nombre. Cael Varaferro, hijo de Tanis el Semielfo, a su servicio. —Saludó con una arrogante reverencia a los sorprendidos caballeros sin soltar su bastón.

—Cogedlo —gritó el capitán de los caballeros mientras apartaba a un lado a Alynthia. Con expresión torva, los caballeros formaron un círculo en torno al solitario elfo, que apretó aún más su bastón y lo agarró torpemente a un lado como si fuera una espada envainada.

—Señora Alynthia, podéis iros —dijo Cael mientras los Caballeros estrechaban el círculo a su alrededor.

—Señora Alynthia, si huís, ello equivaldrá a confesar vuestra complicidad —la previno el capitán con voz ronca sin darse la vuelta—. Vos, elfo, rendid vuestra arma, es evidente que no tenéis idea de cómo usarla, de todos modos. Un bastón no es arma con que enfrentarse a las espadas.

—¡Señora Alynthia, corred, por favor! —gritó Cael.

Sin pensarlo dos veces, la mujer dio media vuelta y salió corriendo, pero no había avanzado doce pasos cuando se detuvo y se volvió para observar el desarrollo de la escena.

No era la única. Un segundo par de ojos observaba desde la puerta del edificio por el cual habían entrado al callejón. Una veintena más vigilaba desde los balcones, los tejados y las ventanas circundantes.

Haciendo caso omiso de los espectadores, Cael concentró su atención en sus contrincantes.

—Es verdad, un bastón no puede compararse con una espada —dijo—. Sin embargo, mi shalifi me demostró en más de una ocasión que, bien manejado, un bastón puede vencer a un buen espadachín, incluso a un jactancioso Caballero de Takhisis.

—¡Caballero de Neraka! Bah, arrogante elfo —le espetó uno de los caballeros, y dejando a un lado su ballesta desenvainó la espada—. Eso está por verse. —Los demás siguieron su ejemplo.

—Claro que, además —añadió Cael—, me dijo muchas veces que no midiera el acero con un trozo de madera, que era mejor espada contra espada, y entonces me dio esto.

Cael sacó del bastón una espada larga y reluciente. En realidad, fue casi como si el bastón se hubiera transformado en espada al pasar la mano por él, ya que no quedó a la vista vaina alguna. La empuñadura de la espada era de la misma madera negra que el bastón y le faltaba la cruceta para proteger la mano. En la empuñadura brillaba una gran piedra verde que lucía como el reflejo de la luz del sol en el mar.

—¡Un arma ilegal, y mágica, para más señas! —se burló el capitán—. Será un buen trofeo. Pongamos a prueba su valía.

Los caballeros de negra armadura pronunciaron al unísono el saludo de un caballero a un enemigo. Cael aprovechó la ocasión para derribar al que tenía más cerca mientras el hombre estaba absorto en el ridículo ritual. Dio la impresión de que apenas había acariciado el vientre del hombre con el filo de su espada, pero los eslabones de acero de la cota de malla se abrieron y las tripas del caballero se esparcieron sobre los adoquines del suelo. El hombre cayó de bruces y trataba de sujetarse las entrañas.

—Mil perdones, señor caballero —se disculpó burlonamente Cael.

Los caballeros enfurecidos rugieron y avanzaron al unísono. Cael saltó con agilidad por encima del caído y atacó al primero que se puso a su alcance. Paró la estocada del hombre hacia arriba y desvió la espada de su atacante, de modo que fue a golpear en la cara de quien la esgrimía. El yelmo de hierro evitó que le partiera el cráneo, pero la sangre empezó a manar de un horrible corte por encima de los ojos. El hombre retrocedió trastabillando, cegado por su propia sangre.

Dos caballeros se abalanzaron entonces contra el elfo, mientras el jefe se mantenía apartado, dando órdenes. Avanzaron codo con codo, de modo que el elfo se deslizó hacia la izquierda y bloqueó el impulso de uno al colocarse frente al otro. Al mismo tiempo, con un golpe lateral desvió la estocada baja del segundo caballero. Como una serpiente, asestó a continuación un golpe corto que desarmó a su oponente. Del muñón empezó a salir sangre a chorros. El primer caballero trató de empujar a su compañero, que chillaba, al tiempo que intentaba alcanzar al elfo en la garganta. Cael esquivó el golpe, atravesó con su hoja de un lado a otro al caballero, que no cesaba de gritar, y alcanzó al otro en el corazón, antes de que éste se hubiera recuperado de su fallido ataque. Ambos se desplomaron en un abrazo mortal.

Ahora, el caballero cegado por la sangre avanzó vacilante, parpadeando furiosamente. Intentó cercenar el antebrazo de Cael, pero la espada del elfo paró el ataque, y con una finta penetró en la boca del atacante, abierta por la sorpresa. El acero chirrió al rozar los dientes cuando Cael retiró la aspada y dejó caer al hombre, ya muerto, sobre los adoquines.

El elfo se dio media vuelta y se enfrentó al capitán, justo tiempo para ver cómo preparaba su ballesta y disparaba. Cael lo esquivó al tiempo que su mano se levantaba, como movida por un resorte, y se apoderaba del proyectil a un pelo de su pecho. Se quedó mirando atónito el proyectil. La mano que había parado el dardo mortal emitía una luminosidad amarilla que rápidamente desapareció. De pronto se dio cuenta: los guantes que había cogido en la cámara de Jenna. ¡Debían de ser mágicos!

Lentamente, una torva sonrisa se abrió camino en su cara mientras recuperaba la compostura y apartaba a un lado el proyectil.

—¡Por todos los dioses! —exclamó el capitán mirando al elfo con horror. Dejó caer la ballesta y sacó la espada—. ¿Conocéis la pena…? —empezó—. ¡Oh dioses! ¡Takhisis, Reina de la Oscuridad, ayudadme!

El elfo le sonrió y agitó la espada como invitándolo a acercarse.

—Mi honor me impide huir —dijo el caballero—. Pero quiero que sepáis que estoy en inferioridad de condiciones y este combate está exento de gloria.

—No busco la gloria —respondió Cael—. No puede haberla en la muerte de una persona, eso es lo que dicen los elfos.

—Rendíos entonces —lo conminó el capitán.

—No puedo.

—Tampoco puedo dejaros libre.

—Atacadme entonces, porque seré libre.

Renunciando al saludo, el capitán levantó su espada y cargó contra Cael. El elfo paró el ataque y con una estocada rápida como un rayo, abrió el pecho del hombre, cuyo corazón, que todavía latía, asomó por el tajo abierto en su armadura. Cael dio un paso atrás. El hombre se dobló patéticamente y cayó al suelo. Cael vio cómo las tinieblas se adueñaban de sus ojos.

Alynthia, parada todavía en medio del callejón, asistía atónita al espectáculo. Un bastón que se transformaba en brillante acero, y el elfo independiente, que se revelaba un mortal espadachín.

De repente se sintió empujada.

—Hazte a un lado, perro —gruñó una voz. Alynthia cayó en medio de un montón de basura que había junto a la muralla. Al levantar la vista furiosa para ver a su atacante, se estremeció y se hundió más en la seguridad de los desechos. Un regimiento de caballeros pasó a su lado. Uno o dos la miraron y se rieron, pero no dieron muestras de reconocerla, cosa que agradeció de corazón.

Encabezando a los caballeros iba Arach Jannon, vestido de gris, levantando la mano vendada como un estandarte ante sí.

—¡Ése es el ladrón! —gritó señalando a Cael—. Por todos los dioses, ha matado a nuestros hermanos.

Cael quedó desconcertado por todas las fuerzas lanzadas contra él. Tanta molestia, tantas muertes… ¿y todo por qué? Sin duda habría más, la suya propia con toda probabilidad. Volvió a pasar la mano por la hoja de su espada, que volvió a convertirse en un bastón corriente.

—¡Lo quiero vivo! —fue la orden de sir Arach—. Cien monedas de acero para el que me traiga su bastón.

Los caballeros avanzaron en tropel, pero pronto se oyó un gran ruido. Rocas, piedras, ladrillos y tejas empezaron a llover sobre el callejón. Una bola de fuego estalló cuando una botella de petróleo encendido fue a estrellarse en medio de los hombres. Se oían gritos, golpes sordos y el sonido de las armaduras cuando las piedras y los ladrillos golpeaban sobre la carne o rebotaban en los escudos. Desde los tejados y ventanas de sus casas, los habitantes del callejón del Herrero lanzaban juramentos y todo lo que tenían a mano sobre los caballeros invasores.

Cael aprovechó el momento para escabullirse. Salió corriendo hacia el norte, mientras los caballeros hacían frente a los disturbios.

Una jarra de barro estalló sobre el pavimento cerca de Alynthia y sus fragmentos cortantes como navajas la alcanzaron. La mujer abandonó de un salto el montón de basura y huyó hacia el sur, hacia el paseo del Templo. Mientras corría, una voz estridente gritaba palabras arcanas. Una explosión atronadora sacudió el estrecho callejón, y por detrás de ella un relámpago hizo saltar por los aires un edificio. La gente gritaba rodeada por las llamas, tiñendo el cielo de un rojo furioso. La mujer se quedó un instante mirando y luego se escabulló entre las sombras mientras las llamadas de alarma se dejaban oír por toda la ciudad.