23

—Por aquí. Ahí dentro —susurraba Alynthia urgiéndolo mientras Cael subía corriendo la desvencijada escalen. Ella se encontraba en lo alto de la escalera, junto a una puerta y debajo de un cartel pintado con un árbol frondoso. Por debajo de ellos, pies enfundados en botas marchaban pesadamente por un callejón resbaladizo de tanto desecho. Las espadas chocaban contra los muslos cubiertos de armaduras y las lanzas producían un sonido hueco sobre los escudos al paso de una patrulla de Caballeros de Neraka casi debajo de sus pies.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cael cuando Alynthia abrió la puerta. Una oleada de luz, ruido y calor y el olor grasiento de patatas fritas lo golpearon en pleno rostro. A la derecha de la puerta, una larga barra describía una curva que se perdía entre la penumbra y el humo. Tras ella había un hombre corpulento, sin afeitar y con una barriga enorme, que desfiguraba su delantal manchado de cerveza. Los miró a ambos expectante, pero nada dijo mientras servía una pinta de cerveza y la deslizaba por la barra hasta uno de sus parroquianos.

—En la Taberna de Solace —respondió Alynthia. Entraron y la puerta, montada sobre bisagras antiguas, se cerró de golpe tras ellos—. Uno de los nuestros. Aquí estamos a salvo.

La sala de la taberna era larga, tenía forma de alubia y se plegaba en torno a una pared de curva irregular pintada como el tronco de un árbol enorme. También las vigas del techo estaban pintadas a imitación de ramas. Aproximadamente a dos tercios de la entrada había una gran chimenea en la que crepitaba el fuego, con lo cual el inicio de aquella cálida noche estival era todavía más agobiante, aunque resultaba una imagen acogedora para dos aventureros que acababan de atravesar el Robledal de Shoikan. Justo enfrente de la chimenea había una mesa larga y estrecha arrimada a la pared curva que dejaba libre un amplio espacio en el centro de la habitación.

—Hay quienes llaman a este lugar la Taberna del Siguiente al Último Hogar —dijo Alynthia con una carcajada dejándose caer en una de las seis sillas que rodeaban la larga mesa.

—¿Y eso por qué? —preguntó Cael con absoluta seriedad sentándose en otra silla a su lado.

—Suponía que lo sabríais.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque… vuestro padre…

—Ah, eso —dijo con displicencia—. En una ocasión visité la aldea que él frecuentaba, y fue hace mucho tiempo. ¿Hay una tabernera? —Echó una mirada en derredor mientras golpeaba la mesa con el puño.

La taberna estaba excepcionalmente vacía esa noche. Había unos cuantos clientes acodados con sus bebidas en la barra, un par de enanos estaban sentados a una mesa cerca de la puerta hablando en voz baja y un viejo de sombrero andrajoso roncaba en una de las sillas que había junto al fuego. Cael volvió a golpear la mesa y pidió vino a voces.

Detrás de la barra se abrió una puerta de vaivén que dio paso a una mujer inmensa, la cual rodeó la barra y lentamente se dirigió a la mesa que ocupaban. Su pelo, otrora rojo como una hoguera, estaba salpicado de mechones plateados, mientras que la mitad de su seno generoso y lleno de pecas asomaba por el escote de su sucio vestido. Al acercarse sonrió provocativa al elfo y dejó ver unos dientes amarillos y manchados.

—Vino para mí y para mi amigo —dijo Alynthia a la mujer—. Pagaremos con círculos de acero.

—Ah, ya veo. Sí, señora —dijo la mujer, retirándose a la cocina con una rápida inclinación de cabeza.

—¿Y eso? —preguntó Cael.

—La llaman la Gran Tika. Con eso de pagar con círculo de acero le di a entender que somos del Gremio

—Pero yo pensaba… —empezó a decir Cael antes de que una mirada de advertencia de Alynthia le impusiera silencio. El tabernero se acercó con un par de jarras de barro en la mano. Las puso sobre la mesa y sacó de su delantal una botella, con la que llenó hasta el borde las tazas de un espeso líquido amarillento.

—Lo mejor de la casa, capitanes —dijo con orgullo.

—Seguro que sí —dijo Cael, no muy convencido mientras miraba su jarra. Se la llevó a los labios, olió, bebió un sorbo, hizo una mueca y volvió a poner la jarra en la mesa. Alynthia bebió un trago largo de la suya y suspiró.

—Está bueno, ¿verdad? —preguntó el tabernero.

—Muy bueno —dijo Alynthia—. Ahora déjanos solos.

—Sí, capitana. —El hombre se retiró hacia la cocina con una inclinación de cabeza.

—Lo que me fastidia —dijo Alynthia mientras miraba su jarra pensativa— es que todavía estamos en la Ciudad Vieja. No podemos atravesar las puertas, esta noche no, de modo que estamos aquí sin poder movernos, a menos que queráis correr el riesgo de otro paseo por las cloacas. Estarán llenas de caballeros y de guardias de la ciudad.

—No tengo ningún interés especial —respondió Cael—. ¿Adónde iríamos? ¿De vuelta al Gremio para que pueda ejecutarse mi sentencia?

Alynthia sacudió la cabeza y tomó otro buen trago de vino. Puso la jarra otra vez en la mesa de golpe y se secó los labios con el dorso de la mano.

—Asumiré toda la responsabilidad de este fracaso —dijo—. No pueden culparos. Oros nos dará otra oportunidad.

—¿Y qué me decís de Mulciber?

—Ella no es tan poco razonable. Sólo ordenaría vuestra muerte si hubierais tratado de escapar o nos hubierais traicionado.

—Siempre decís «ella» cuando os referís a Mulciber. ¿A qué viene eso? —preguntó Cael—. La voz que oí aquella mañana cuando fui juzgado no era ni masculina ni femenina, y no sé de nadie que la haya visto jamás. ¿Y vos?

—Sí… —respondió Alynthia vacilando—. Al menos he estado en su presencia, he visto su silueta envuelta en un traje talar, pero estaba oscuro. Oros es el único que la ha visto realmente cara a cara, y no quiere describirla, pero dice que es una mujer. Es incapaz de hablar de la primera vez que la vio sin estremecerse.

—Razón de más para temer por mi vida —observó Cael con voz ronca—. Ni siquiera se sabe si es un ser humano, un elfo o un enano. Podría ser un monstruo o una criatura del Abismo.

—No tenéis nada que temer —dijo Alynthia con una sonrisa mientras apoyaba sobre su brazo una mano tranquilizadora—. Confiad en mí.

—¿Confiar en vos? —Cael lanzó una carcajada.

La sonrisa de la mujer se desvaneció.

—Pensé que podríais —dijo indignada.

—Lo lamento —dijo Cael con una risita—. No dejo de pensar en aquella noche en casa de Gaeord uth Wotan, cuando os arrebaté el polen de flor de dragón de vuestro corpiño. Queríais matarme. Y ahora queréis que confíe en vos. Hace mucho tiempo, antes de que vos nacierais, aprendí a no confiar en nadie.

Lentamente la sonrisa volvió a los labios de ella. Apoyó el codo sobre la mesa y la barbilla en el puño con gesto pensativo mientras miraba al elfo con algo parecido a la curiosidad.

—¿Dónde y cuándo nacisteis? —preguntó con cierto aire soñador.

—No conozco toda la historia —respondió Cael evasivo—. Nunca se lo pregunté a mi madre y ella no era muy proclive a hablar de ello. En cuanto al dónde y a la edad que rengo, el tiempo tiene escasa importancia para mí. Las vidas de los humanos se queman tan pronto que no consigo explicarme cómo consiguen realizar tan grandes hazañas y hacer cosas tan terribles. Los elfos viven la vida lentamente y no tienen tanta prisa por hacer y por destruir.

—¿Nacisteis antes de la Guerra de Caos, o incluso de la Guerra de la Lanza? —inquirió Alynthia.

—Mi primer recuerdo es el de mi madre de pie junto mar, mirando el horizonte. Había una tormenta y el mar a gris como el acero. Parecía triste porque había recibido mu noticia, y me dijo: «Los humanos están en guerra otra vez». Supongo que se refería a la guerra en la que Palanthas fue atacada por el ejército de la Dama Azul, hace unos setenta y siete años.

La sonrisa de Alynthia se hizo más amplia y sus ojos oscuros chispeaban.

—Las cosas que debéis de haber visto. Me encantaría que me las contarais alguna vez.

Un golpe en la puerta de la taberna los sobresaltó.

—Puede que en otra ocasión —musitó Cael levantándose de su asiento.

Sir Arach Jannon estaba en la barra hablando con el tabernero. Tenía dos dedos rotos y toda la mano envuelta en un gran guante de tela blanca. Agitó un dedo de su mano buena ante la cara del hombre que miró el dedo ofensivo como si quisiera clavarle los dientes. Detrás del Caballero de la Espina vestido de gris había un par de Caballeros del Lirio que bostezaban y descansaban sobre sus lanzas.

—¿Tiene este lugar una puerta trasera? —preguntó Cael rápidamente.

—Algo todavía mejor. Seguidme —dijo la mujer tomándolo de la mano y empujándolo hacia la pared.

Detrás de la mesa que ocupaban había un hueco en el falso árbol que formaba un nicho con una silla en medio. Alynthia sacó la silla y ocupó su lugar.

—A esto le llamamos «el Nicho de Raistlin» —dijo. Hizo presión sobre un nudo falso que había en la pared, la parre trasera del nicho se abrió levemente y dejó ver al otro lado una habitación oscura. Arrastró a Cael por el hueco que se había abierto y en silencio cerró la puerta detrás de sí.

Se encontraron en una habitación acogedora, donde cabían tres o cuatro personas. Alynthia prendió rápidamente una vela y Cael pudo ver un par de camas bajas junto a la pared que se curvaba hacia adentro. En medio de la habitación había sacos de alubias secas y encima una puerta que hacía las veces de mesa. Alrededor había tres sillas, y una cuarta estaba apoyada contra la pared opuesta debajo de un estante. Junto a la silla se veía un cubo lleno de agua maloliente, mientras que en el estante descansaban algunas botellas, unas tapadas y otras obviamente vacías.

—Podemos ocultarnos aquí durante días si es necesario —musitó Alynthia mientras ponía la vela sobre un plato de bronce y lo apoyaba en la mesa—, pero no necesitaremos quedarnos tanto tiempo. Cuando ese maldito caballero se haya ido, podremos ponernos en marcha.

—¿Y cómo lo sabremos? —preguntó Cael.

—Hay agujeros en las paredes para mirar, aquí y aquí —dijo señalando un par de orificios disimulados en la pared. Ninguno de ellos estaba al nivel de los ojos, tal vez para impedir que alguien pudiera detectarlo por casualidad desde el otro lado.

Cael se acercó y puso el ojo en uno de los agujeros. A través de él vio al Caballero de la Espina levantando su mano buena como para golpear al tabernero, que se encogía entre protestas de inocencia. Con un manotazo de disgusto Arach Jannon dejó ir al hombre y ordenó a sus guardias que se dispersaran y buscaran en la sala. Uno se acercó al par de enanos, que se limitaron a sacudir la cabeza y a seguir su conversación, haciendo caso omiso de los sucesivos intentos de interrogarlos. El otro caballero fue hacia la barra. La mayor parte de los parroquianos respondió sus preguntas brevemente, pagó sus cuentas y abandonó con rapidez el local.

Mientras tanto, sir Arach caminaba entre las mesas y sillas de la taberna, hasta que se encontró con la mesa larga frente a la chimenea.

Cael sintió que alguien le tiraba de la manga.

—¡Lo estoy viendo! —susurró respondiendo a los gestos frenéticos de Alynthia.

Sir Arach contempló las dos jarras de vino que todavía estaban sobre la mesa como las habían dejado. Lentamente, se acercó a ellas y se sentó en la misma silla en la que había estado Alynthia un momento antes. Colocó la mano buena sobre el asiento de la silla de Cael, como si estuviera comprobando si estaba caliente, y volvió a prestar atención a las jarras.

—¡Se está haciendo su composición de lugar! —musitó Alynthia. Cael asintió y apretó su bastón.

El Caballero de la Espina levantó la jarra de Alynthia y olió el vino. Arrugó la frente con gesto despreciativo, como si el olor lo ofendiera. A continuación probó un sorbo, giró la cabeza y lo escupió rápidamente. Entonces algo llamó su atención, porque estuvo inclinado unos minutos examinando las marcas y rozaduras de las viejas tablas de madera del suelo.

Por fin se levantó con expresión intrigada. Miró en derredor como para asegurarse de que no había más salidas. Uno de los caballeros salió de la cocina y sacudió la cabeza al encontrarse con la mirada inquisitiva de sir Arach. El Caballero de la Espina volvió a reclinarse en su silla y fijó una vez más la mirada en las jarras.

—¿Tiene alguna salida esta habitación? —susurró Cael.

—Hay una trampilla en el techo.

—Será mejor que la abráis.

Sir Arach se inclinó hacia adelante y levantó la jarra de Cael de la mesa. Removió el líquido dorado mientras lo miraba pensativo. Lentamente, una sonrisa fue curvando sus finos labios. Llamó a sus guardias, que acudieron presurosos, uno de ellos enjugándose avergonzado la cerveza que manchaba sus labios.

—¡Mueve esta mesa! —ordenó el Caballero de la Espina. Su guardia obedeció prontamente, apartó a un lado la mesa y tiró al suelo la jarra de Alynthia. Entonces sir Arach se inclinó y examinó la parte del suelo que antes cubría la mesa.

Después de comprobar que no había ninguna trampilla en el suelo, alzó la vista al techo.

—¡Pinchadlo con vuestras lanzas! —ordenó—. Buscad trampillas. Estuvieron aquí, en esta mesa, tan sólo hace un momento.

Los caballeros atacaron con sus lanzas el techo de gruesas vigas, pero nada descubrieron. Entonces la atención de sir Arach se centró en la pared. Cael retrocedió sobresaltado, tenía la sensación de haber tropezado con la mirada inquisitiva del Caballero de la Espina y de haber sido descubierto.

—¡Sabe que estamos aquí! —bisbiseó.

Como para confirmarlo, la pared retembló bajo los golpes de los puños con guantelete de malla de los caballeros.

—¡Rápido! —urgió Alynthia de pie en la silla que estaba junto a la pared, directamente debajo de una pequeña abertura cuadrada en el techo—. ¡Seguidme! —De un salto se cogió del borde del agujero y se impulsó hacia arriba.

Cael pasó su bastón por el agujero. Alynthia lo cogió y Cael salió al tejado justo en el momento en que el Nicho de Raistlin se abría de golpe y los caballeros irrumpían en la habitación.

—¡A por ellos! —chilló sir Arach señalando hacia arriba.

Cael echó mano de la trampilla para cerrarla. Una lanza introducida por el agujero le arañó el brazo y le rompió la manga. Aparecieron unos dedos en el borde del agujero y a continuación una cabeza. Alynthia cerró la trampilla de un puntapié y a continuación saltó encima. Un aullido de dolor que se oyó abajo hizo aparecer una mueca feroz en su cara.

—¡Esto sí que es divertido! —dijo con voz ronca mientras saltaba sobre la puerta y oía el crujido gratificante de los huesos rotos. Eliminado el impedimento, la puerta encajó y la mujer echó un cerrojo. Las lanzas empezaron a martillear contra ella desde abajo, sacudiendo las bisagras, pero por el momento resistiría.

Mientras tanto, Cael trepó a la cumbre del tejado. Algunas tejas sueltas se deslizaban a su paso e iban a estrellarse sobre los adoquines del callejón abajo. Esperó a que Alynthia lo siguiera. Más ligera que él, la mujer dominaba mejor la acrobacia y llegó a su lado casi sin hacer ruido.

—¿Dónde está ahora vuestro bienamado Gremio? —le preguntó Cael tendiendo la mirada por encima de la ciudad. A su izquierda, la muralla de la ciudad vieja describía una curva hacia el malecón.

—Salgamos de este tejado antes de que rodeen el edificio —dijo Alynthia haciendo caso omiso de su comentario.

Juntos se deslizaron por la pendiente contraria del tejado hasta una chimenea de ladrillo que había en el borde del mismo. Alynthia desenrolló rápidamente la cuerda que llevaba en el bolsillo y la sujetó alrededor de la chimenea. La ató con un rápido nudo marinero y dejó caer el resto de la cuerda desde el alero.

Cael cogió la cuerda con una mano, sujetó el bastón bajo el otro brazo y se dejó caer hacia el callejón. Valiéndose de la mano libre y de ambos pies, se deslizó por la cuerda hacia abajo seguido inmediatamente por Alynthia.

No habían recorrido ni la mitad de la distancia cuando una patrulla de caballeros apareció por el extremo del callejón. Cael se paró para observarlos, pero Alynthia, que no había reparado en el peligro, siguió bajando, chocó con él y a punto estuvo de derribarlo en el suelo. El elfo trató de no soltarse, vaciló y cayó un trecho, hasta que se sujetó con una mano en el alféizar de una ventana abierta. Sin pensarlo, tiró su bastón hacia el interior de la habitación y a continuación, de un envión, se impulsó hacia arriba y se metió en el interior por la ventana.

Consiguió ponerse de pie justo en el momento en que se encendía una vela. Un par de ojos grises asustados lo miraban por encima de una manta echada sobre una pequeña cama desvencijada. Empezaba a disculparse cuando la expresión de miedo se transformó en reconocimiento y luego en sorpresa.

—¿Cael? —dijo la voz de una chica desde debajo de la manta—. ¿Cael Varaferro?

—A vuestro servicio —respondió reflexivamente—. ¿Os conozco?

En ese momento la manta se apartó de golpe y una muchachita, vestida apenas con una camisa ligera, saltó de la cama y corrió a abrazarlo.

—¿Cómo me habéis encontrado? —gritó Claret dejándolo sin aliento—. ¡Oh, es tan romántico!

En ese momento, Alynthia saltó por la ventana y aterrizó de golpe junto a ellos.

—Cael, ¿qué estáis…? ¡Ah, ya veo! —dijo con un puño apoyado en la cadera.

Claret se dio la vuelta y miró con furia a la intrusa.

—Cael, ¿quién es esta persona? —preguntó con desconfianza.

—Alynthia Krath-Mal, os presento a Claret. Claret, ésta es Alynthia. —El elfo se apresuró a hacer las presentaciones.

—¡Con todas las casas y toda la gente que hay en Palanthas, vais a caer en la habitación de alguien a quien conocéis, y mujer para más señas! Si no os conociera diría que lo habíais planeado —dijo Alynthia con aire acusador.

—¡Es el destino! —intervino Claret acudiendo en defensa del elfo—. Supongo que estaréis en peligro, de lo contrario no hubierais tenido el atrevimiento de interrumpir mi sueño.

—Dioses —dijo Cael entre dientes—. Otra mujer que habla como una novela barata.

—No temáis, yo puedo ayudaros —prosiguió Claret sin oír sus palabras, y elevó hacia el elfo sus ojos grises grandes y soñadores.

Alynthia le lanzó una mirada a Cael, que se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—. Ya me ayudó en otra ocasión.

—Este edificio tiene una puerta que pocos conocen, ni siquiera mi padre sabe que existe —dijo Claret—. ¡Es una puerta secreta! Yo la descubrí; da a una escalera que baja hasta un túnel que atraviesa la muralla de la ciudad y acaba en un edificio del callejón del Herrero. La puerta secreta está en el sótano. Vamos, os enseñaré el camino. —Cogió a Cael de la mano y con la vela en la otra lo arrastró fuera de la habitación.

—Mis padres duermen —dijo en un susurro mientras los conducía por un estrecho pasillo—. Ni un dragón podría despertar a mi padre, pero debemos evitar molestar a mi madre. ¡Eh! —dijo parándose de golpe y mirando al elfo con recelo—. ¿Qué pasó con vuestra cojera?

—Iba disfrazado —susurró Cael con tono conspirador.

—¡Ah! ¡Qué ingenioso! —dijo Claret sonriendo con aire cómplice y reanudando el camino. Cael miró a Alynthia por encima del hombro con una sonrisa jactanciosa.

—Espero que sepáis lo que estáis haciendo —musitó Alynthia.

—¿Tenéis alguna idea mejor?

—¡Shhhh! —los reconvino Claret, y se detuvo en lo alto de una escalera que descendía hacia la oscuridad—. Se suponía que ustedes eran ladrones sigilosos.

—Mis disculpas —susurró Cael.

La escalera descendía dos pisos hasta un sótano bajo y húmedo. El suelo era de tierra endurecida. Apoyados en una pared había algunos toneles y numerosos cajones medio podridos. El resto del espacio estaba lleno de muebles viejos cubiertos con sábanas enmohecidas o mantas comidas por la polilla.

Claret se detuvo al pie de la escalera. Por encima había una pesada viga que soportaba el piso de la habitación de arriba y sujeta con clavos a la viga se hallaba una herradura oxidada. Claret estiró la mano e hizo girar la herradura. Inesperadamente, apareció una losa que había al pie de la escalera. Cael ayudó a la chica a apartarla y quedó al descubierto una escalera estrecha excavada en la tierra. Poco más abajo, la arcilla era reemplazada por la piedra dura.

Claret empezó a bajar por la escalera, pero el elfo la detuvo apoyándole una mano en el hombro. Ella se volvió a mirarlo, sin titubear.

—Ya habéis hecho demasiado —le dijo Cael quedamente—. Es hora de que volváis a la cama.

—Pero yo quiero ir, es apasionante —respondió la chica—. Quiero ir con vos, Cael.

—Quienes nos persiguen quieren matarnos —la regañó Alynthia—. Esto no es un juego.

—Claret entiende muy bien eso —le dijo Cael a la mujer antes de que la chica, furiosa, pudiera responder—. Es muy valiente para su edad y su experiencia. Si fuera libre de seguirnos, con gusto la llevaría con nosotros. Pero tiene una familia, una madre y un padre que la echarían de menos, lo mismo que sus hermanos, estoy seguro. Tiene que cuidar de ellos si surge algún peligro.

Claret dirigió la vista con gesto malhumorado hacia la oscura escalera.

—Supongo —concedió finalmente—. No tendrían quien les lavara la ropa.

—Vámonos entonces —urgió Alynthia impaciente.

—Queridísima Claret, agradezco vuestra ayuda —le dijo Cael a la chica.

—Lo he hecho con muchísimo gusto, bondadoso señor —respondió Claret con una profunda reverencia antes de hacerse a un lado para dejarlos pasar. Alynthia empujó a Cael y bajó hacia las tinieblas.

—¡Un momento! Si no voy, tengo que advertiros de algo —dijo Claret entregándole a Cael su vela—. Bajad esta escalera y seguid el pasadizo. Tened cuidado porque a veces hay ratas. Al llegar al otro extremo subid la escalera y os encontraréis en un sótano como éste, sólo que está vacío. Allí hay dos escaleras, una de madera y una de piedra. Subid por la de piedra hasta una puerta que da al callejón del Herrero.

—Gracias otra vez. Volved a la cama, querida niña, antes de que vuestros padres descubran vuestra ausencia. —Cael rió y empezó a bajar la escalera, pero Claret le tocó un brazo.

—Si escapáis con vida, ¿volveréis? —le preguntó con suavidad.

—Es lo más seguro —prometió el elfo solemnemente.