22

Después de correr durante una hora hicieron un alto y miraron hacia atrás. Unos treinta metros por detrás de ellos vieron aparecer por un callejón oscuro al Caballero de la Espina rodeado por otros seis Caballeros de Neraka, cuyas espadas desenfundadas lanzaban destellos a la luz de la luna.

—Maldita sea —dijo Alynthia—. Nunca nos libraremos de él. Seguro que usa la magia para seguirnos. Sin embargo conozco el lugar adecuado para deshacernos de él, si tenéis nervios de acero.

—Adonde vos vayáis, yo os seguiré, incluso si se trata de las puertas mismas del Abismo, capitana —dijo Cael con acento teatral.

Estaban agitados y el aire les quemaba en los pulmones. Parecía que llevaban horas corriendo en círculos, tratando de eludir las patrullas de los caballeros. Se habían metido en las alcantarillas, pero habían tenido que volver a las calles y callejones para no ser capturados por una verdadera legión de guardias de la ciudad provistos de antorchas.

—Seguidme —ordenó Alynthia tomándolo de la mano y arrastrándolo tras de sí.

La ladrona de piel cetrina lo condujo por una sinuosa trayectoria a través de calles y callejones. Al frente se cernía una sombra mayor y más oscura que la propia noche, y al acercarse, Cael se dio cuenta de que era un bosque. Desde él soplaba un viento gélido que no provenía de las cumbres de las montañas. Era un aire de miedo y muerte. La mano de Alynthia empezó a temblar en la suya y sus pasos se hicieron vacilantes, pero sus ojos lo desafiaban a seguir adelante. El elfo la siguió, a pesar de sentir un rechazo inexplicable y una repugnancia nacidos de su propia alma.

Por fin se detuvieron, reacios a seguir adelante o incapaces de hacerlo. Ante ellos, el Robledal de Shoikan emitió una especie de suspiro cuando una especie de viento interno removió las ramas. Este lugar legendario había protegido en una época la fabulosa Torre de la Alta Hechicería, pero ahora la torre se había desvanecido; hacía más de cuarenta años había desaparecido de la faz de Krynn. Se decía que el propio robledal había sido creado durante la Era del Poder, cuando los magos de la torre, asediados por el odio y los prejuicios de las gentes inflamadas por el reinado del Príncipe de los Sacerdotes, abandonaron la torre y prefirieron rendirse al Señor de la Ciudad que combatir con los ciudadanos de Palanthas en una guerra que sólo habría traído destrucción. Pero cuando el Señor de la Torre puso sus llaves en manos del avaricioso Señor de la Ciudad, un mago de negra túnica apareció en lo más alto de la torre, saltó al vacío y quedó empalado en la verja que rodeaba el lugar. Con su último aliento lanzó una maldición sobre el terreno, y así nació el Robledal de Shoikan, para proteger la torre de todos los intrusos, hasta que volviera el Amo Sempiterno.

Con el tiempo, el amo regresó y reclamó lo que le pertenecía, pero el robledal siguió allí como celoso guardián. Cuando hacía casi cuarenta años la torre había desaparecido, el bosque se mantuvo y todavía seguía guardando la tierra vacía y sobrecogedora.

Ahora, Alynthia y Cael se encontraban protegidos por la luz de la luna. En lo alto, la pálida luna blanca de Krynn brillaba sobre ellos con todo su esplendor, pero sus rayos no podían penetrar la sombra proyectada por los árboles. Ni siquiera la vista de elfo de Cael podía atravesar aquel espantoso lugar. Cael apartó los ojos del lugar y los fijó en Alynthia, cuyo labio tembloroso estaba perlado de sudor.

—¿Queréis que nos escondamos aquí? —susurró Cael.

—¿Tenéis miedo? —preguntó ella con voz temblorosa.

—En absoluto —mintió el elfo.

—Yo tampoco. Vamos. Id vos delante.

Cael dio un paso adelante y cobró ánimo para dar el siguiente, y otro después. Su pie se hundió en el mullido musgo que cubría el suelo bajo los árboles más exteriores. Le parecía oír el murmullo de voces incitantes, y sin embargo frías y ásperas, que prometían descanso y tormento al mismo tiempo. Hizo acopio de todo su coraje, dio otro paso y se adentró en las sombras más espesas de los árboles.

Arrastraba a Alynthia tras de sí y la oyó dar un grito de terror. Al volver la vista, a pesar de la oscuridad, le resultó visible por el calor de su cuerpo. Su imagen estaba desvaída, como si los árboles circundantes absorbieran el mismísimo calor de su sangre.

La vio mirar horrorizada a sus pies, con la boca abierta como lanzando un grito silencioso. En torno a ellos, el terreno se sacudía, los árboles se balanceaban y se abalanzaban, estirando las ramas huesudas y aferrando sus brazos como si fueran garras. Echaban hacia atrás su capucha y se enredaban en los apretados rizos de su negra cabellera. Detrás de ella, unos rostros fantasmales flotaban entre los troncos negros de los árboles, unas manos blancas y descarnadas les hacían señas y los labios azulados parecían ávidos de calor y de sangre. Abajo, aferrada a uno de los tobillos de Alynthia, se veía la sombra de una mano esquelética. En el punto en que tocaba su carne, se extendían las sombras. Sin pensarlo, Cael descargó su bastón sobre ella, pero falló, y en cambio dio en el suelo, suave y cubierto de hierba.

Fue como si hubiera tirado una piedra en un estanque. Las ondas empezaron a difundirse por todo el bosque desde el lugar del golpe, apaciguaron el viento y acallaron las voces. La mano que sujetaba el tobillo de Alynthia se soltó y desapareció para hundirse en el suelo, los rostros de los muertos huyeron hacia la oscuridad, con los ojos enrojecidos por el odio, pero retraídos por el miedo. Alynthia se tambaleó y Cael la cogió en sus brazos. Tenía los labios amoratados y apenas respiraba. Se aferró a él.

Aunque el miedo atenazador no aminoró, los árboles que los rodeaban se separaron y retrocedieron, o eso pareció, y abrieron un estrecho sendero hacia el corazón del bosque, hasta el lugar donde antiguamente se alzaba la torre. Cael levantó a Alynthia en sus brazos y corrió por el sendero hasta salir nuevamente a la luz de la luna. La depositó en medio de un gran claro, en cuyo centro había un estanque circular, una poza de aguas oscuras y quietas, o de petróleo, que reflejaba la luna como un bruñido cristal. Se dejaron caer junto a él, aunque ambos sentían una extraña aversión a tocarlo.

Se acurrucaron uno junto al otro para darse calor. Alynthia apoyó la cabeza en el hombro de Cael, que aspiraba el aroma de su cabello. El perfume del loto amarillo ergothiano aquietaba los latidos de su corazón. Apretó más su capa en torno a ellos mientras la luna llena iba subiendo en el cielo. El temblor de la mujer le recordó al de una niña que una vez había tenido en brazos, una niña que había encontrado en la playa cerca de su casa hacía tiempo y que resultó ser la única superviviente de un naufragio. La había encontrado aferrada al cuerpo sin vida de su madre y se vio obligado a abrirle los dedos para separarlos del pelo de la mujer muerta. El calor de su cuerpo y su fortaleza fueron calmando poco a poco el terror de la niña, aun en medio de la conmoción y el agotamiento. Esa noche, la niña murió, de forma que no quedó ningún superviviente del naufragio.

Con el recuerdo de la niña quemándole en el corazón, atrajo aún más a Alynthia hacia su cuerpo.

Más allá del robledal mágico, la ciudad había dejado de existir. Era como si fueran los primeros hijos de un extraño dios, que se despertasen en un mundo extraño y nuevo. A su alrededor, los árboles velaban. Formaban una espesa muralla negra cuya maldad seguía cerniéndose sobre ellos. Aunque temporalmente anulada por el bastón de Cael, no había desaparecido. Las hojas empezaron a removerse otra vez y unos susurros fríos como la muerte surcaban el claro como una niebla.

Cuando la fría ráfaga se hizo más intensa, Alynthia se movió y miró al elfo a la cara. Sus ojos verdes brillaban bajo la luna. Cael no se dio cuenta de que ella lo estaba observando, ya que tenía la mirada fija en el maldito bosque, mientras sus brazos rodeaban a la mujer con aire protector. Su vista saltaba de un lado a otro, como si viera cosas ocultas que se movían entre las profundas sombras, debajo de los árboles.

La hermosa capitana de los ladrones se movió tratando de librarse de su abrazo.

—Soltadme —musitó.

Cael la soltó sin hacer el menor comentario sarcástico.

Ella se puso de pie y se acercó al estanque, pero se detuvo de repente.

—Lo siento —dijo en un extraño tono volviéndose hacia él—. No tendría que haber…

—¿No deberíais qué? —preguntó él.

—Soy vuestra capitana —respondió con firmeza.

Cael se puso de pie con desaliento.

—Muy bien, capitana. ¿Y ahora qué? Da la impresión de que a los caballeros no les apetece seguirnos aquí. Entonces, ¿cómo salimos?

La mujer desvió la mirada y se quedó observando el estanque. Cael no sabía si la había herido con su frivolidad o si simplemente estaba considerando cuáles eran sus opciones.

—Supongo que tal como entramos —dijo sin volverse.

Cael miró el arma que tenía en sus manos. Aquel día había demostrado repetidamente poderes que superaban con mucho su experiencia previa. Supuso que tal vez la proximidad de tanta magia arcana había desencadenado en él ciertas aptitudes latentes. De todos modos, parecía ejercer poder tanto contra la magia como contra los no muertos. Incluso había hecho apartarse a los árboles del Robledal de Shoikan. Su maestro no había mencionado tales poderes cuando lo había puesto en sus manos hacía algo más de un año. Cael se preguntó si incluso su venerable shalifi tenía conciencia de todo su potencial.

—Puede que tengáis razón —dijo Cael levantando el bastón ante sí. Apoyó una mano sobre el hombro de Alynthia—. Con esto volveremos a desafiar a los árboles —dijo.

Ella empezó a volverse, pero de inmediato se quedó inmóvil y de sus labios salió un grito ahogado.

—El estanque —musitó—. ¡Mirad el estanque!

A la distancia suficiente para ver en sus oscuras profundidades, Cael se quedó mirando la maravilla que allí veía reflejada. La Torre de la Alta Hechicería estaba allí una vez más. En el reflejo rutilante del estanque se elevaba por encima de las copas del Robledal de Shoikan una forma llena de belleza y de horror. Delante de ella, la antigua verja permanecía abierta, sus barras oxidadas retorcidas en formas fantasmagóricas por el poder de la maldición lanzada por el Manto Negro agonizante. Cael pudo ver jirones del manto del mago todavía colgando de la estaca en la que había muerto.

Por encima de la imagen de la torre vagaban estrellas con trayectorias desconocidas, estrellas dispuestas en constelaciones que sacudieron al elfo hasta lo más íntimo. Eran las constelaciones del dragón de platino enfrentado a un dragón de cinco cabezas a través de un libro abierto. Otras figuras cobraban forma en las estrellas circundantes: una balanza, un arpa, un buitre, un carnero y muchas otras.

Persiguiéndose unas a otras en el cielo nocturno y reflejadas en el estanque había tres lunas. Todas ellas eran más hermosas y cautivadoras que la fría luna blanca que brillaba en el cielo real. Una luna relucía con luz argentada y brillante, la otra era tan roja como el vino de los elfos, la tercera era un agujero de ébano que hacía pensar en el tapiz de la noche.

Cael conocía estas lunas, recordaba esas estrellas. Una visión surgió espontáneamente en su mente. Recordó que de niño, al despertarse, veía por la ventana de su habitación la luna roja, Lunitari, surgiendo del mar de Sirrion.

El bastón de Cael empezó a relumbrar. De toda su extensión emanaba un nimbo de luz argentada y de sus extremos salía un resplandor rojo. Por fin, la negra madera de jabí del bastón dio la impresión de palpitar con energía: ni luz ni una ausencia de luz, más bien la antítesis de la luz.

Estas lunas, estas estrellas, habían desaparecido después de la Guerra de Caos, casi cuarenta años atrás. Era imposible, pero sin embargo estaban allí, reflejadas en el misterioso estanque. Los dos ladrones elevaron la vista y sólo vieron el campo de estrellas conocidas encima de sus cabezas y la familiar luna blanca abriéndose camino entre jirones de estrellas.

Volvieron a mirar el estanque. Ahora se veía en la torre más alta una figura envuelta en sombras. No era ni una ilusión ni una trampa de la mente. Tanto el elfo como Alynthia tenían la sensación de que aquella figura negra tenía su fiera mirada fija en ellos, una mirada airada ante los intrusos que osaban irrumpir en su soledad. Levantó sus manos y las mangas de sus negros ropajes se deslizaron hacia atrás y dejaron ver la piel pálida. Las manos descarnadas trazaron símbolos cabalísticos en el aire y sus labios se plegaron en un rictus de dolor. Oyeron una voz, plena de poder y sin embargo distante, cuyo sonido no era transportado por el aire, sino que surgía del interior de sus mentes, como en un sueño, y pronunciaba palabras mágicas.

Cael golpeó la superficie del estanque con su bastón. El extraño líquido, más espeso que el agua pero no tanto como el petróleo, se removió como algo vivo. Cuando finalmente se aquietó, la imagen había desaparecido, la torre ya no estaba allí. Los dos ladrones retrocedieron hasta que la hierba seca ocultó a sus ojos el estanque.

—Salgamos de este lugar —dijo Cael con un estremecimiento.