Alynthia espiaba de rodillas junto a la ventana mientras Cael se ponía una capa negra con capucha y se cubría la parte inferior del rostro con una máscara. Al volverse para mirarlo, la mujer sacudió la cabeza.
—Incluso con la máscara, cualquiera puede darse cuenta de que sois un elfo —dijo en un susurro.
—No puedo dejar de ser quien soy —respondió Cael. Su voz sonó amortiguada por la máscara.
—Una lástima. Bueno, habrá que arreglárselas —dijo ella volviendo a prestar atención a la ventana. Afuera se veía la luna llena suspendida sobre las cumbres de las montañas al este de Palanthas. A la luz de la luna, Cael dobló una pequeña bolsa de tela negra y la puso en la cartuchera que pendía de su cinturón. La bolsa, que habían encontrado al entrar en la habitación hacía algo más de una hora, contenía las flexibles prendas exteriores, máscaras y gorros que él y Alynthia llevaban puestos ahora. También contenía dos puñales de hoja ancha tan adecuados para la lucha cuerpo a cuerpo como para servir como arma arrojadiza contra un enemigo.
Los ladrones del Segundo Círculo del Gremio, en cuyo territorio estaba situado el edificio, habían dejado allí la bolsa para el trabajo de aquella tarde. El lema del nuevo Gremio era no dejar que la mano izquierda supiera lo que hacía la derecha, de modo que quienes habían dejado aquellas prendas lo habían hecho sin conocer el motivo y sin hacer preguntas al respecto. La orden había llegado desde arriba y estaba autorizada con el sello de Mulciber.
Desde la única ventana de la habitación se dominaba el cruce de dos callejones, uno que corría de este a oeste y otro de nordeste a sudoeste. Los postigos estaban parcialmente cerrados, de tal modo que permitían ver a todos los que pasaban por fuera sin ser vistos los de dentro. La luna que iluminaba el callejón al este permitía ver a cualquiera que viniera de esa dirección.
—Preparaos. Ya es casi la hora —dijo Alynthia.
—Seguro que todavía faltan horas. La noche es joven —dijo Cael.
—Cuando la luna ilumine los picos de oriente nos vamos. Ésa es la orden.
—Pero ¿no sería mejor esperar hasta bien entrada la noche, cuando Jenna esté profundamente dormida? —preguntó el elfo.
—La señora Jenna cierra su casa a cal y canto contra posibles intrusos antes de retirarse a descansar, de modo que pretendemos entrar mientras esté despierta y antes de que haya montado las defensas.
—Parece complicado —observó Cael.
—Lo es. No haréis nada a menos que yo lo ordene. ¿Está claro?
—Sí, señora —respondió Cael.
Esperaron en silencio mientras la luna se elevaba por detrás de las montañas distantes. En torno a ellos, la ciudad estaba tranquila, ya que en esta zona, próxima al Robledal de Shoikan, la mayor parte de los edificios habían sido abandonados y se hallaban vacíos. A pesar de los siglos que habían pasado desde la aparición del robledal, los edificios estaban en buenas condiciones. Antes que dejar que cualquier zona de Palanthas la Bella, la Ciudad de los Siete Círculos, se viniese abajo, la ciudad pagaba generosamente para mantener estos edificios, contratando a trabajadores dispuestos a desafiar la proximidad del robledal mágico a cambio de las sumas principescas con que se retribuía ese trabajo. Unas cuantas almas de gran fortaleza seguían viviendo en el barrio, en su mayor parte magos y personas con ocupaciones similares, los que buscaban silencio y soledad fuera del bullicio de la ciudad. Esta situación era tanto más extraña porque el robledal estaba muy cerca del mismísimo centro, a tiro de piedra de las zonas más populosas de la ciudad. Sin embargo, por allí casi no circulaba otra cosa que el murmullo del viento por los callejones, y las sombras jugaban en los patios.
—Es la hora —musitó finalmente Alynthia.
Juntos se deslizaron por la ventana y se introdujeron en las sombras del callejón. Refugiándose en la oscuridad, Alynthia los condujo por un estrecho sendero. No producían más ruido que dos nubes avanzando a ras del sucio. Unos momentos después hicieron un alto junto a una pared desnuda, y Alynthia apoyó la mano enguantada en los labios de Cael para imponerle silencio. Allí esperaron, acurrucados en la sombra.
Una cuerda de seda negra se descolgó desde lo alto, quedó suspendida entre ellos y les tocó en los hombros. Alynthia la tensó con la mano, miró hacia arriba e hizo señas a los que estaban en el tejado. Señalando el bastón de Cael enarcó las cejas como diciendo: «¿Cómo diablos piensas trepar una pared con un bastón en las manos?».
Por toda respuesta, el elfo se limitó a colocar el bastón contra la pared.
—Ocúltate —susurró. Un resplandor rojizo envolvió la madera oscura, pero no se observó ningún otro cambio. Una expresión de extrañeza se plasmó en la cara de Cael—. Ocúltate —repitió, y el resplandor rojizo del bastón se desvaneció hasta desaparecer.
—¿Qué estáis haciendo? —le musitó Alynthia al oído después de haberlo atraído hacia ella.
Cael se quedó mirando la pared por un momento.
—Debe de estar protegida contra intrusiones mágicas —dijo quedamente.
—¡Por supuesto que lo está! ¡Ahora trepad antes de que pueda vernos alguien!
Cael se encogió de hombros sin dejar de mirar atónito la pared. Desvió la mirada de Alynthia por un momento, y cuando volvió a mirar, el tamaño del bastón se había reducido al de un mimbre que él colocó bajo su cinturón.
Alynthia sacudió la cabeza en gesto de desaprobación, pero le hizo señas impaciente porque trepara. El elfo se agarró a la cuerda y empezó a subir seguido de cerca por la mujer.
Al llegar al alero del tejado, tres plantas por encima del callejón, se encontró con un ladrón enmascarado que sujetaba la cuerda. Otro le ofreció una mano enguantada de negro y lo ayudó a subir el último tramo. Cuando apareció Alynthia, los dos le tendieron una mano para alzarla y ponerla de pie. Obedeciendo a una corta señal, ambos se desvanecieron en la oscuridad y pronto encontraron dónde ocultarse. Alynthia recogió la cuerda y la dejó enrollada al borde del tejado.
A diferencia de los edificios circundantes, la casa de la señora Jenna tenía un techo plano rodeado de un muro bajo que podía hacer las veces de almenas en caso de necesidad. Cael hizo un barrido del techo con su vista de elfo y vio por el calor que despedían sus cuerpos a no menos de una docena de ladrones cubriendo todas las vías posibles de escapatoria y manteniendo una vigilancia muy discreta sobre la ciudad. A escasa distancia, los árboles del Robledal de Shoikan sobresalían por encima de los tejados como si a su vez estuvieran vigilando atentamente a los ladrones. Las sombras de los árboles, tan cercanas, eran la causa de que todos estuvieran más tensos y en actitud de alerta.
Aproximadamente en el centro del techo, cuatro ladrones formaban un pequeño grupo. Alynthia dio un codazo a Cael, que se puso en cuclillas y emprendió una carrera rápida con Alynthia pegada a sus talones.
Tres de los cuatro ladrones se volvieron. El cuarto estaba realizando alguna tarea de evidente delicadeza a juzgar por su nivel de concentración. Estaba vertiendo algo sobre el techo. Su cara quedó rodeada de un humo ácido que salía de donde el líquido borboteaba y silbaba sobre la superficie del tejado.
—Ácido —explicó Alynthia en voz apenas audible—. Mágico. Todos los intentos corrientes de atravesar este techo han fracasado debido a las protecciones instauradas por la señora Jenna.
—¿Y si ella está abajo? ¿No se dará cuenta de que el ácido atraviesa su techo? —preguntó Cael.
—Utiliza la última planta como almacén. Su vivienda está en la segunda, la tienda en la primera y el laboratorio en el sótano. Con un poco de suerte… —terminó con un encogimiento de hombros.
—¿Y el ácido no atravesará también el siguiente piso?
—Mancredo está extremando el cuidado para usar sólo la cantidad necesaria para abrir un agujero. ¿No es cierto, Mancredo? —preguntó Alynthia en un susurro.
El ladrón respondió algo entre dientes para no correr el riesgo de interrumpir su concentración.
Mientras tanct, los otros tres ladrones se afanaban en el montaje de un sólido trípode de metal, de cuyo vértice colgaba una pequeña polea. Mientras uno aceitaba la polea y comprobaba que no hacía ruido, otro desenrollaba con cuidado una delgada cuerda negra y la hacía pasar entre las ruedecillas de la polea.
—¿Qué se supone que debo hacer? —le preguntó Cael a Alynthia.
—Permaneced pegado a mí y no habléis —respondió la mujer frunciendo los labios—. Mancredo, ¿cuánto falta?
El ladrón emitió otro gruñido, luego se sentó sobre los talones y cerró cuidadosamente la botella antes de deslizaría en un bolsillo.
—Unos cien instantes largos —calculó—. O tal vez ciento veinte. —Sofocó una tos que tal vez le había provocado la emanación del ácido.
Mientras los ladrones del Círculo de Allegados de Cael terminaban de montar el trípode, Mancredo se inclinó sobre el agujero abierto en el tejado por su ácido mágico. Todavía se elevaron unos jirones de humo que fueron barridos por el viento sur. Sin levantar la vista, extendió una mano enguantada. Varia le puso de inmediato en la mano una pequeña azada de jardinería con la que el anciano empezó a excavar; extrajo con cuidado montoncitos de escombros todavía humeantes que colocaba a un lado y sacudió restos gelatinosos de la herramienta con el canto de la mano. Después de repetir cuatro veces esta operación, un delgado rayo de luz amarillenta se filtró desde abajo por la abertura.
—¡El trípode! —bisbiseó Alynthia. Los ladrones colocaron el trípode sobre el agujero y a continuación lo cubrieron con una tela negra que bloqueaba la luz, de modo que nadie en la calle pudiera notarla. Una vez hecho esto, Mancredo abrió rápidamente un boquete lo bastante ancho como para que un hombre pudiera introducirse por él.
A una señal de Alynthia, Varia echó mano de la cuerda de la polea, Ijus se la ató a la cintura y se deslizó debajo del trípode. La mujer lo bajó por el agujero. Le siguieron Hoag y luego el viejo Mancredo, que se quejaba para sus adentros del dolor de las articulaciones mientras se deslizaba hacia abajo. A continuación, Alynthia se descolgó por el agujero y, guiando la caída con una mano en la cuerda, aterrizó sin hacer más ruido que un gato.
Por último, Cael se colocó debajo del trípode y cogió la cuerda. Miró los ojos color cobalto de Varia, que brillaban por encima de la máscara con la luz de la luna.
—No temas. No voy a dejarte caer —susurró la mujer—. Ten cuidado de no tocar los bordes del agujero o te quemarás con el ácido.
Cael asintió y quedó suspendido en la cuerda. Mientras con una mano se sujetaba, con la otra sostenía firmemente su bastón. Despacio. Varia lo deslizó a través del agujero.
Se dejó caer al final y aterrizó junto a Alynthia sin el menor ruido. Rápidamente se agazapó junto a la pared mientras la cuerda desaparecía por el agujero tan silenciosa como el humo. Al mirar hacia arriba vio la cabeza de Varia, encapuchada y enmascarada, que espiaba desde arriba y hacía una señal levantando el pulgar. Alynthia asintió, luego señaló el pasillo e Ijus avanzó con gran agilidad.
Era un pasillo muy corriente. Cael casi esperaba encontrarlo plagado de todo tipo de trampas imposibles, mágicas y comunes, pero por lo que se veía, el pasadizo estaba vacío. Unas cuantas antorchas que ardían en los soportes de las paredes arrojaban una luz amarillenta y humeante. A ambos lados había puertas anodinas abiertas, al otro lado de las cuales se veían habitaciones oscuras. Entre los ladrones y la puerta que tenían a la derecha se abría una escalera desde el pie de la cual se veía brillar una luz. Ijus se detuvo al llegar a ella y echó una mirada rápida al recodo. Hizo señas de que todo estaba despejado.
A la izquierda de donde se encontraban había una gran puerta de hierro cerrada, la última barrera que se interponía entre ellos y su misión. Alynthia hizo una seña como de desplegar un rollo de pergamino, ante lo cual Mancredo se desplazó, rodeándola, y se acercó a la puerta.
El viejo ladrón estudió la puerta durante un momento. Era de hierro trabajado con sencillez y estaba robustamente remachada con banda de refuerzo de acero azulado. La cerradura, también de acero azul, parecía increíblemente sólida. A primera vista, daba la impresión de que el metal de la puerta era liso, pero después de un momento empezaron a verse unos dibujos extraños en la superficie. Era un tipo de escritura que ninguno de ellos conocía.
Mancredo asintió para sí con la cabeza y sacó un pergamino del bolsillo en el que había guardado el ácido. Le mostró a Alynthia, pero sin tocar la puerta, tres puntos donde la «escritura» parecía más abigarrada. Indicó a todos, excepto al encargado de vigilar la escalera, que se acercaran y trazó con el pergamino un círculo imaginario en el suelo. Alynthia cogió a Cael de la mano y tiró de él hacia el interior del círculo.
Tras comprobar satisfecho sus posiciones, Mancredo se volvió hacia la puerta y desplegó su manuscrito. Hoag se acercó más para espiar por encima del hombro del anciano, y Cael aprovechó la oportunidad para rodear la cintura de Alynthia con el brazo. Al ver la furiosa mirada de sus ojos oscuros, lo retiró y se la quedó mirando con una expresión de absoluta inocencia. La mujer apartó la vista, pero la crispación de sus párpados demostraba que seguía enfadada.
Mancredo empezó a leer el manuscrito en un susurro. En torno a ellos, el aire empezó a bullir. No era tanto un sonido como un zumbido en el interior de sus cabezas. Una presión enorme se cernió sobre sus oídos y los dejó sin respiración, como si acabaran de sumergirse en aguas profundas. Con igual rapidez, la presión desapareció y el viejo ladrón dejó que el manuscrito se plegara de golpe.
—He levantado un círculo de silencio mágico en torno a nosotros para protegernos, de modo que…
Un breve sonido sibilante lo interrumpió. Todos se sobresaltaron, temiendo ser descubiertos, pero sólo vieron a Ijus en la escalera haciendo señas como loco. Se señaló el oído, después los señaló a ellos, y otra vez el oído.
Intrigada, Alynthia salió del círculo imaginario e indicó a Mancredo que desplegara el manuscrito. Éste así lo hizo, y ella se llevó primero la mano al oído y señaló después el manuscrito. El ladrón situado junto a la escalera hizo un gesto de asentimiento. Mancredo frunció el entrecejo mirando al bastón de Cael.
Valiéndose del lenguaje por señas, Alynthia le preguntó al viejo ladrón qué era lo que pasaba.
—Su bastón desbarató el conjuro —respondió Mancredo por el mismo sistema.
Alynthia se volvió hacia el elfo, que no había podido seguir la conversación. Sus ojos lanzaban furiosos destellos. Tres veces apuntó con el dedo primero al bastón y después a Cael, para señalar luego un punto en el suelo fuera del círculo. Cael se encogió de hombros confundido y se puso en el lugar que le había indicado.
Mancredo tiró de la manga de Alynthia y por señas le dijo:
—Sin embargo, el bastón podría eliminar los glifos que protegen la puerta, tal como lo hizo en la puerta de su habitación.
—¿Puedes eliminarlos con tus manuscritos? —le preguntó al viejo.
—Sí —respondió con un rápido movimiento de cabeza.
—Más vale el camino conocido —sentenció Alynthia.
Con una nueva mirada de furia a Cael y su bastón, Alynthia volvió a colocarse junto a Mancredo que, con una mirada de cansancio al elfo, desplegó su manuscrito y se puso manos a la obra. Por desgracia, su manuscrito, escrito por poderosos magos hacía más de quinientos años, sólo contenía un conjuro de silencio que, una vez utilizado, se borraba para siempre del pergamino.
Susurrando por momentos, entonando cánticos sibilantes en otros, el ladrón lanzó uno tras otro los conjuros del antiguo manuscrito y demostró la trama de protecciones que había montado la señora Jenna. A medida que iban desapareciendo las protecciones mágicas, se iba liberando un destello de luz roja, azul o verde con forma de una runa o sigilo mágicos, que se disipaba en el aire como el humo de una pipa. Como algunos de los signos eran similares a las letras del alfabeto élfico, Cael podía interpretarlos. Uno era de fuego, el otro de hielo, un tercero el símbolo en zigzag de un relámpago. De no haber desmontado el ladrón esas protecciones, cualquiera que hubiera intentado abrir la puerta o tocarla siquiera sin haber pronunciado antes las contraseñas adecuadas hubiera sido reducido a cenizas, congelado o hecho añicos por un rayo antes de haber vislumbrado las maravillas que había al otro lado del portal de hierro.
Por fin, con un gesto de agotamiento, Mancredo indicó que todas las protecciones mágicas habían sido eliminadas. Al mirar a la puerta se veía que las misteriosas figuras grabadas en el metal habían desaparecido. El viejo ladrón dio un paso atrás cumplido ya su cometido. Se apoyó con desmayo en la pared y secó el sudor de su frente con una tela negra.
Ante una señal de Alynthia acompañada de un dedo sobre los ocultos labios para imponer silencio, Hoag se deslizó hasta la puerta y se agachó ante ella. De un bolsillo que llevaba colgado al cinto extrajo una delgada cartera de cuero. La colocó en el suelo entre sus rodillas y la abrió, luego examinó con ojos expertos la enorme cerradura de acero azul. Después de unos instantes sacó una varilla delgada tan larga como su dedo medio, la introdujo en la cerradura y le imprimió un hábil giro. En el centro de uno de los múltiples remaches de la cerradura apareció una diminuta aguja de plata, en cuya punta brillaba una gota de ámbar líquido. Hoag retiró con cuidado este mortífero colmillo metálico y lo dejó a un lado, quizá con la esperanza de que la señora Jenna apoyara en él su pie desnudo en medio de la oscuridad.
Entonces se puso a trabajar. Primero eligió un par de gruesos alambres y los insertó en la cerradura, luego introdujo una delgada cuña plana. Trabajando con sumo cuidado mientras los ruidos producidos por sus manipulaciones eran amortiguados por los cuerpos reunidos a su alrededor, manipuló, empujó, apalancó, tiró y retorció, hasta que finalmente todos los engranajes de la cerradura se activaron emitiendo un chasquido satisfactorio. Retiró la cerradura de su robusto encaje metálico y la puso en el suelo junto a la puerta.
Alynthia dio un paso al frente y empujó la puerta, que se abrió con un bien aceitado silencio. Los ladrones se sonrieron los unos a los otros a través de sus máscaras. Cael no sabía con certeza si se debía al éxito conseguido o al hecho de que Alynthia confiara tanto en sus habilidades, pero el hecho es que abrió ella misma la puerta en lugar de ordenar a un subordinado que corriera en su lugar el riesgo de enfrentarse a una protección pasada por alto. Todos se abalanzaron hacia la puerta con ella, incluso el viejo Mancredo, ansiosos por ver los fabulosos tesoros que les esperaban allí.
Antes de permitirles entrar en la cámara, Alynthia les indicó con una severa mirada y un dedo levantado que cada ladrón podría escoger una sola cosa, y que debían elegir con rapidez. Los ladrones asintieron en silencio y la mujer entró en la habitación seguida por los demás.
La cámara del tesoro parecía merecedora de todos sus esfuerzos. A lo largo de los años transcurridos desde que había abierto su tienda de Las Tres Lunas, la señora Jenna había adquirido una de las colecciones más raras de curiosidades, artilugios, reliquias y elementos mágicos que había en Krynn. Ni siquiera las legendarias Torres de la Alta Hechicería en el momento culminante de su poder podrían haber superado su tesoro. A decir verdad, era muy probable que muchas de las cosas que aquí se encontraban hubieran decorado otrora un estante en la biblioteca de algún maestro de la torre o hubiesen estado sobre una mesa de su cámara de conjuros. Había varitas mágicas en cajas enjoyadas, pociones en frascos de plata, porcelana, barro y cristal. Un estante estaba reservado a los anillos, mientras que otro estaba repleto de lo que parecían antiguos libros de conjuros y encantamientos. De una barra colgaba una gran variedad de túnicas y capas de mago, negras unas, negras, rojas y blancas otras. Todas tenían aspecto de ser mágicas, o al menos arcanas, por las runas y sigilos que llevaban cosidos en las mangas y sujetos con hilos de oro y plata. Una parecía cosida con algo así como luz de estrella, ya que si se la miraba de cerca no había hilo visible, aunque a distancia se veían claramente unas puntadas de color azul plateado. En un rincón había un par de pergaminos, y frente a ellos un amplio brasero de oro, en el cual se había colocado carbón pero no se había encendido.
La cámara estaba iluminada desde arriba con tres esferas de cristal traslúcido que flotaban en el aire y resplandecían con una luz interior. Directamente debajo de dichas luces había varios pedestales de mármol, encima de los cuales se encontraban los que quizá fueran los mayores tesoros de la cámara. Algunos tenían un aspecto bastante corriente, como las pequeñas gafas de montura octogonal apoyadas sobre un tapete de terciopelo negro, o el par de sencillos guantes de cuero, bastante usados, guardados en una caja de caoba finamente tallada. Otros eran más fantásticos, por ejemplo el gran cuerno de latón con incrustaciones de marfil apoyado sobre un cojín rojo, o el bello cinturón de cuero digno de un rey labrado con incrustaciones de oro, plata y piedras preciosas.
Entre todas estas cosas estaba la Pócima de Shonlay en un frasco tan alto como el brazo de un hombre y de boca tan estrecha como una paja. El cristal era de un color blanco lechoso y dentro el líquido formaba un remolino de colores verdes, rojos y azules mezclado con nubes que parecían de tinta negra.
En cuanto Mancredo entró a la cámara llamaron su atención las gafas octogonales. Sin mirar siquiera el resto de las cosas, se dirigió derecho a ellas y las cogió con amoroso cuidado. Cael fue tras él, decidido a inspeccionar los guantes. Alynthia recorrió la habitación mirándolo todo pero sin coger nada, completó el recorrido dando unas cuantas zancadas y desde la puerta se volvió a mirar a sus ladrones.
Hoag ya había elegido su tesoro: una daga cuya hoja tenía el color de la sangre fresca. Cael se calzó los guantes y sintió que se amoldaban a sus dedos y envolvían sus manos con una suavidad de terciopelo que era a la vez cálida y refrescante. Sentía que en sus dedos bullía la vida, como si pudiera bajar la luna del cielo cuando lo deseara. Mientras tanto, el viejo Mancredo se puso las gafas y paseó la vista por la habitación. Sus ojos se abrieron sorprendidos y una sonrisa surgió debajo de su máscara, pero no explicó su reacción.
Del pasillo llegó un silbido de advertencia. Los ladrones se quedaron inmóviles, con el oído atento y sin atreverse a hacer el menor movimiento. Se oía como si alguien estuviese jugando a los bolos en el pasillo, y lo que vieron los llenó de estupor y aprensión.
Una enorme pelota de plata llegó rodando hasta la puerta. Nadie sabía de dónde había salido, aunque era posible que hubiera sido de alguna de las puertas abiertas en los extremos del pasillo. La pelota le llegaba a Alynthia casi hasta la cintura y se movía hacia adelante y hacia atrás amenazadora. Por fin, entró rodando en la habitación. Alynthia se apartó a un lado para dejarla pasar, con una mirada de horror en sus ojos oscuros.
Llegó casi hasta el centro de la habitación y se paró a unos centímetros de los pies de Cael. Nuevamente empezó a moverse hacia atrás y hacia adelante como si no estuviera segura de lo que debía hacer. Se detuvo temblorosa y se abrió por su ecuador como una gran concha de plata. El hemisferio superior estaba hueco, pero el inferior parecía macizo, y en la superficie tenía grabadas unas líneas en espiral. Mientras la miraban, la espiral empezó a dar vueltas y un gran cuerno o embudo salió de la bola. Se parecía a uno de esos artilugios que usan los marineros para comunicarse de un barco a otro en medio de una tempestad. Mancredo avanzó lentamente hacia la puerta, mientras que Cael contuvo la respiración preguntándose si aquello podría oír los latidos de su corazón. Estaba lo bastante cerca como para que, puesto de puntillas, pudiera asomarse al embudo de aquella cosa. Allí vio una diminuta membrana blanca, como la piel de un tambor.
Hoag era el que estaba más cerca de la Pócima de Shonlay, y Alynthia le indicó que la cogiera y luego se dirigiera con cuidado hacia la puerta. Pero Cael parecía clavado. Tan cerca estaba el dispositivo de escucha que no se atrevía ni siquiera a moverse. Hoag se dirigía lentamente hacia el pedestal donde estaba la pócima. Aunque su mirada parecía más pendiente de la bola que de su destino, recorrió la media docena de pasos sin problema. Con un silencioso suspiro estiró la mano y se apoderó del frasco.
Demasiado tarde advirtió Cael el sello de plomo sobre que descansaba la botella.
—¡No! —gritó sin pensarlo, pero fue inútil.
Al oír el grito de Cael, Hoag se quedó inmóvil, la botella que tenía en la mano se levantó un par de centímetros del pedestal y él volvió la cabeza a medias hacia el elfo con una expresión atónita. Su piel, su ropa, su capa y su capucha adquirieron todos una tonalidad gris. No volvió a moverse ni a respirar. Alynthia lanzó un alarido de rabia, pero se vio obligada a apartarse cuando la bola de plata recogió su embudo, cerró de golpe su tapa con un sonido musical, como el de una gran campana de plata, y salió rodando rápidamente por la puerta. A punto estuvo de atropellarla con tanta prisa. De no haberla empujado Mancredo en el último momento, habría sido arrollada. La bola chocó contra la pared opuesta a la puerta, despidió una telaraña de chispazos que atravesaron la piedra varios centímetros y luego salió rodando hacia la escalera.
—¡Señora Jenna! ¡Señora Jenna! —empezó a gritar una voz estridente y chillona.
La puerta de hierro se cerró de golpe.
—¡Coged la pócima! ¡Ahora! —gritó Alynthia volviéndose hacia la puerta.
—¡Se va a romper! —exclamó Cael mientras trataba de liberar la botella de las manos de Hoag—. Se ha transformado en piedra. Traté de advertírselo. —Y seguía forcejeando con la carne petrificada que rodeaba el cuello de la botella.
En la planta baja se oía la voz metálica de la bola, que no dejaba de gritar.
—¡Señora Jenna! ¡Señora Jenna! —Como si fuera una espantosa parodia de un loro. La voz de una mujer respondió en un lenguaje que ninguno de ellos conocía, aunque todos comprendieron que guardaba relación con la magia.
—¡Dejadlo! —ordenó Alynthia—. Ayudadme a abrir la puerta. —Sus ágiles dedos recorrían la superficie de hierro buscando un cerrojo, una cerradura oculta, cualquier cosa que hiciera posible abrir la puerta. No había ningún picaporte que permitiera tirar. Hizo presión contra la puerta aplicando todo el peso de su cuerpo, pero fue como si hubiera tratado de atravesar un muro de piedra.
—¡Le voy a quebrar la mano! —gritó Cael, que todavía seguía tratando de liberar la botella de la mano de Hoag. Sacó su bastón, que todavía tenía el tamaño de un mimbre, y dijo en voz alta—: Dinshar. El bastón de madera dura se estremeció y rápidamente recuperó su tamaño habitual. Lo levantó por encima de su cabeza y asestó con él un golpe sobre la muñeca del ladrón. Saltaron esquirlas de piedra en todas direcciones, pero el ladrón de piedra seguía sin soltar su presa.
—Olvidaos de la pócima —ordenó Alynthia.
—No. Si fracasamos me juego la vida —dijo Cael dispuesto a descargar otro golpe.
—¿Puedes abrir la puerta, Viejo? —La pregunta iba dirigida a Mancredo, que sacó un manuscrito de su bolsillo, lo desenrolló y leyó rápidamente el encantamiento que llevaba escrito. La puerta se sacudió en su marco, pero no se movió.
Mancredo dio un paso atrás y se le cayó el pergamino de las manos.
—Es demasiado poderoso —jadeó.
—¡Estamos atrapados! —El grito de Alynthia fue casi un alarido de desesperación—. ¡Atrapados como enanos gully!
—¡Hablad por vos misma! ¡Yo no soy ningún enano! —exclamó Cael abandonando por fin la pócima. Los golpes más poderosos de su bastón apenas habían hecho mella en la muñeca del ladrón. La Pócima de Shonlay seguía prisionera de su apretón de piedra.
Corrió hacia la puerta. Su bastón giraba como una rueda borrosa y resonó como una campana contra la puerta de hierro. Un aro de fuego rojo surgió del lugar del impacto y la puerta apenas se abrió lo suficiente para dejar ver un resplandor morboso al otro lado.
—¡Buen trabajo! —gritó Alynthia apartándolo a un lado para pasar—. No temáis —añadió en voz baja haciendo un alto para posar la mano en su brazo—. No todo está perdido.
Cael no tuvo tiempo de sopesar sus palabras porque en ese momento apareció Ijus en lo alto de la escalera con la ballesta armada apuntando hacia abajo. La escalera crepitaba con el fuego, como si toda la planta inferior fuera presa de las llamas. Los ojos del ladrón se fijaron en su capitana, esperando la orden de retirada.
—¿Qué es ese fuego? —preguntó Alynthia.
—Una ilusión mía —gritó como respuesta—. No va a detenerla durante mucho tiempo. —Todavía no había terminado de hablar y ya las llamas empezaban a decrecer.
Cael estaba de pie junto a Alynthia mientras Mancredo trepaba por la cuerda. A continuación se la ofreció a la jefa, pero ella la rechazó e hizo una señal a Ijus para que abandonara su posición.
Antes de que pudiera moverse, Ijus, sorprendido, lanzó un juramento y disparó su arma escalera abajo. Se oyó un impacto sordo.
—Está protegida contra proyectiles —gritó volviéndose hacia los demás.
Abajo se oyó una sola palabra, y un relámpago de luz subió escalera arriba, impactó en el pecho del vigía y lo arrojó contra la pared como si fuera un felpudo. Ijus cayó al suelo, muerto, y el olor a carne chamuscada llenó el aire.
—¡Idos! —ordenó Alynthia.
Cael miró con horror al hombre que acababa de morir, el segundo del Círculo que sacrificaba su vida por salvarlo a él.
—¡Idos ahora! ¡Rápido! —le gritó Alynthia.
—No, salid vos. Yo voy a morir esta noche y tanto da que vuelva al Gremio como que me quede aquí; eso es lo único seguro. Prefiero morir peleando.
La mirada de Alynthia se suavizó e hizo un gesto de asentimiento.
—Salid si es que podéis. Os estaré esperando —dijo en un susurro.
—Idos —le respondió Cael rozando su mano levemente. Alynthia se apartó de él, cogió la cuerda y fue izada sin más tardanza por el agujero del techo. Cael se quedó mirando hasta que sus pies desaparecieron en la oscuridad de fuera y el rostro enmascarado de Vania, cuyos ojos brillaban excitados, volvió a aparecer.
—¡Deprisa! —bisbiseó tendiéndole la cuerda.
Un ruido que llegaba desde atrás lo hizo volverse. La señora Jenna, con la túnica roja agitada en torno a su figura como la sábana de un fantasma, entró flotando en el pasillo. Una esfera de aire reluciente la rodeaba.
—Shon l’phae loch fellawathwen Tanthalas lu’ro —dijo Jenna en élfico—. He aquí el tonto a quien vendí en una ocasión un par de botas encantadas para dejar huellas invertidas —se burló con voz que sonaba extraña a través del escudo de su magia, como si hablara desde las profundidades de una caverna—. Ya sospechaba que vendríais. Sois bastante predecible.
—Puede que sí, pero fui lo bastante listo como para robar dos de vuestros tesoros, señora —respondió mientras asía su bastón.
—No lo bastante como para escapar con ellos —replicó la hechicera—. Rendíos, no quiero mataros.
—Yo tampoco quiero que lo hagáis, pero no pienso rendirme —dijo el elfo.
Se acercó a él flotando.
—Si no fuerais un elfo, y por lo tanto habituado a todo tipo de hechizos, me introduciría en vuestra mente y os obligaría a obedecer, pero ya veo que se necesitan medidas más contundentes.
Dicho lo cual, extendió una mano apuntando con el dedo índice al pecho del elfo y pronunció una palabra. Un relámpago recorrió su brazo y el destello salió proyectado a través de sus dedos.