Por fortuna, Cael encontró el retrete desocupado, aunque el olor a tabaco de pipa suspendido en el aire demostraba que hacía poco que había quedado libre. Se impulsó hacia arriba por el agujero, y volvió a entrar al retrete por una pequeña abertura redonda que en realidad era una salida. Como la puerta del retrete había sido reducida a astillas por los matones de la capitana Alynthia, la habían reemplazado por otra nueva de pino cepillado pintada de un rojo borgoña intenso. Hasta el esforzado pasador que le había permitido escapar había sido reemplazado por un cerrojo de cobre reluciente.
Cael terminó de salir y se apresuró a echar el cerrojo, no fuera que entrara alguien inesperadamente. Se sentó a descansar un momento, pensando cuál iba a ser su próximo movimiento. Tenía la ropa hecha una pena. Llevaba casi dos meses sin cambiarse de traje. No podía seguir vestido así mucho más tiempo, pensó con tristeza.
Antes de salir del retrete, se volvió hacia la pared y apoyó la mano en la madera manchada. No pronunció una sola palabra, pero de debajo de su palma extendida surgió un haz de luz roja que se expandió por encima y por debajo, como una puerta que se abriera sobre una habitación brillantemente iluminada. Donde resplandecía la luz roja, la pared empezó a combarse hacia afuera hasta que el bastón de madera de jabí de Cael, envuelto en fuego rojizo, salió de golpe de la pared. En el lugar donde había estado no quedó la menor señal. Cael suspiró y lo apretó contra su pecho como si se tratara de un viejo amigo, después quitó el cerrojo y abrió la puerta.
Antes de que hubiera dado un solo paso, lo detuvo la punta aguzada de un estilete apoyada en su garganta.
—Sin duda debéis de tener un brazo muy largo para haber pescado ese bastón en las cloacas —dijo Alynthia con una carcajada desde el otro extremo del arma.
Allí estaba, bloqueando la puerta, vestida con una blusa suelta de seda de color verde palidísimo y pantalones violetas sujetos en la cadera con un ancho cinturón y recogidos dentro de unas botas de cuero negro que le llegaban a la rodilla. Completaban su indumentaria de gallardo espadachín unos guanteletes de esgrima de cuero con doble cosido que protegían sus manos.
—Hay agentes de los Caballeros Negros vigilando este lugar —dijo adoptando una expresión seria—, lo que yo había previsto. Fue prudente que vinierais por las alcantarillas. —Volvió el estilete a su vaina—. Estáis hecho un desastre y oléis como si os hubierais revolcado entre los cerdos. ¡Puf! —Frunció la nariz con gesto de disgusto—. Tenemos una larga noche por delante vos y yo, pero primero necesitáis un baño. Conozco el lugar adecuado, pero antes busquemos algo con que ocultar esa cara y esas orejas de elfo. Creo recordar que vuestra habitación está subiendo esas escaleras, ¿no?
Dio un paso atrás para dejar que pasara Cael, y todo sin dejar de fruncir la nariz. Mientras Cael subía por la escalera hacia su habitación, su bastón golpeaba rítmicamente en el suelo.
—¿Estáis cojeando otra vez? —preguntó Alynthia en voz baja.
—Voy de incógnito —dijo el elfo con tono grandilocuente—. La cojera me permite pasar un arma extraordinaria por las puertas de la ciudad. Además, nadie sospecha que un tullido pueda realizar las hazañas que yo he realizado en mi carrera.
—Vaya, es tonto y propio de un aficionado —dijo Alynthia—. Tendréis que dejar de depender de un arma tan pasada de moda. Podemos enseñaros cómo pasar una daga o una espada sin que lo noten los guardias.
—No voy a abandonar mi bastón —dijo Cael. Se detuvo ante la puerta de su habitación y buscó la llave en sus bolsillos—. Me lo dio mi shalifi.
Un silbido ahogado que llegó desde el vestíbulo llamó la atención de ambos. Había un viejo mendigo al pie de una pila de basura, pero no vieron ninguna otra cosa que pudiera explicar el ruido. Cael se aferró a su bastón, pero Alynthia se limitó a sonreír.
—Sólo es Mancredo —dijo en un susurro.
Lentamente, el viejo ladrón se levantó y avanzó hacia ellos arrastrando los pies, con cuidado de no moverse demasiado deprisa y delatar su disfraz. Cuando Cael se volvió hacia la puerta y golpeó el picaporte con su bastón para hacer saltar la cerradura, Mancredo dejó de lado cualquier precaución y corrió hacia ellos haciendo señas desesperadas con los brazos.
La puerta se abrió con un crujido mientras el viejo ladrón corría escaleras arriba.
—¿Qué pasa contigo? —preguntó Alynthia mirando en derredor para asegurarse de que nadie había visto el extraño incidente.
—Había un glifo custodiando esa puerta, tan seguro como que estoy aquí —respondió Mancredo—. Esperé aquí para advertiros. No pude desarmarlo.
Los tres ladrones entraron en la habitación de Cael y cerraron con cuidado la puerta tras de sí. Encontraron todo tal como lo habían dejado. Hasta la cama estaba todavía de lado. Mancredo siguió rascándose la calva atónito.
—No puedo entender por qué el glifo no lo golpeó cuando abrió la puerta —dijo.
—Nunca fue una buena cerradura —dijo Cael—. La he abierto así muchas veces.
—Pero esta vez deberías haber quedado inconsciente por el glifo mágico. Lo habían puesto ahí para eso —respondió Mancredo.
—¿Quién lo había puesto? —preguntó Cael mientras enderezaba la cama y la volvía a colocar contra la pared. Se sentó en ella y tras quitarse la maltrecha camisa por la cabeza la tiró a un rincón.
—Los Caballeros Negros. Os habían tendido una trampa, Ojos Sanguinolentos —dijo Alynthia riendo.
Habían pasado varias semanas, pero el color rojo que teñía el blanco de los ojos del elfo había empezado a desaparecer hacía apenas unos días, lo cual le permitía ver las cosas sin tener que espiar a través de una niebla rojiza.
A pesar de reírse de él, Alynthia no pudo por menos que admirar su torso bellamente musculoso. En los costados lucía todavía las cicatrices de las garras del behir, aunque la magia curativa de Varia había ayudado a acelerar su recuperación.
Cael echó una mirada en derredor, eligió entre su ropa una túnica y se la puso por la cabeza.
—¿Me dejas ver tu bastón? —preguntó Mancredo de repente.
Cael se lo entregó con evidente reticencia.
—Sólo quiero examinarlo un momento —dijo el viejo ladrón. Lo llevó al lado de la ventana para verlo más a la luz.
—Un bastón no es arma para un ladrón —instó Alynthia.
—Me presta buenos servicios —dijo Cael, absteniéndose de dar más explicaciones.
Un momento después, Mancredo se lo devolvió moviendo la cabeza.
—No parece nada extraordinario, pero percibo que tiene poderes sobrenaturales —dijo dirigiéndose a Alynthia, quien no dio muestras de estar impresionada.
—De todos modos, los guardias de la ciudad me tienen por un tullido —continuó Cael volviéndose hacia la capitana del Gremio—. No puedo aparecer de pronto en la calle curado de mi lesión.
—¿Qué lesión?
—Me pasó por encima el caballo de un Caballero Solámnico —dijo Cael mostrando su tobillo deforme. De inmediato lo enderezó y giró el pie para demostrar su flexibilidad—. Por supuesto, hace años que se curó, pero a los Caballeros Negros les gusta la historia. Les hace creer que estoy de su lado.
—Ya no piensan eso. ¿No es obvio que tienen orden de arrestaros? —acotó Alynthia.
Cael se encogió de hombros y se quitó las botas mojadas y rotas que llevaba puestas.
—¿Me alcanzáis las botas marrones que hay en ese armario? —pidió.
—¿A quién ofendisteis? Tiene que haber sido alguien muy poderoso —dijo Alynthia pensativa mientras cogía las botas. Después, dándose cuenta de lo que estaba haciendo, tiró las botas al suelo fuera del alcance del elfo—. ¡Cogedlas vos mismo! —dijo con rabia.