Los dos Caballeros del Lirio que guardaban la puerta del Palacio del Señor, hombre y mujer, se miraron el uno al otro con inquietud. Desde la altura en que se encontraban veían a una mujer, a la que ambos conocían de vista y por referencias, atravesar la Gran Plaza con su larga túnica roja flotando tras de sí mientras caminaba y las manos juntas escondidas bajo las voluminosas mangas. La capucha de la túnica apenas le cubría la coronilla, lo cual más que ocultar su rostro acentuaba sus agraciados rasgos. Algunos mechones de cabello gris se le escapaban de la capucha y le caían profusamente sobre los hombros.
Se dirigía al Palacio del Señor, y los dos caballeros sabían que no había concertado una cita para esa mañana. La mujer echó una mirada a la lista de visitas previstas por si hubieran añadido el nombre de la señora Jenna. Adiós a su última esperanza. Miró a su compañero, que respondió a su mirada de desesperación con una amarga sonrisa. A ninguno de los dos les hacía gracia el inminente encuentro. Se aferraron a sus espadas como si las delgadas hojas de acero pudieran servirles de ayuda. La señora Jenna levantó la vista hacia ellos y advirtió la resolución en sus caras, sin embargo, no redujo la marcha. Llegó al pie de la escalera, donde casi dos meses antes había estado montada la gran plataforma para el festival del Albor Primaveral.
Los caballeros abandonaron el refugio del gran arco de entrada al palacio y salieron a recibir a la gran hechicera a lo alto de la escalera. Ella sonrió pacientemente e hizo intención de pasar entre ellos, pero uno interpuso una mano cubierta de un negro guantelete de malla. La sonrisa se borró del rostro de Jenna. Se detuvo, dio un paso atrás y se alisó la túnica.
De haberse tratado de cualquier otro ciudadano de Palanthas, los caballeros hubieran recurrido a la fuerza, pero por tratarse de Jenna, de la dama Jenna, trataron de mostrarse cordiales.
—Lo siento, señora Jenna —dijo la mujer—, pero no tenéis ninguna cita prevista con el alcalde esta mañana. Seguramente tendrá algún momento libre pasado mañana.
—No he venido a ver al alcalde —respondió Jenna secamente.
—No podemos dejaros entrar —dijo el otro caballero con acento que esperaba sonase como el acero—. Sir Kinsaid no permite visitas informales en el Palacio del Señor.
—Mi visita no tiene en absoluto nada de informal, señor caballero —le soltó Jenna—. Yo voy a donde me viene en gana, cuando me viene en gana y de la forma en que me viene en gana. Yo ya estaba aquí antes de que vos nacierais y seguiré aquí cuando hayáis desaparecido. O me dejáis pasar o llamáis a Arach Jannon para que salga a mi encuentro. A mí me da lo mismo. Y ahora, rápido. Puede que no tengáis otra cosa por hacer que estar de pie ante una puerta con aire de importancia, pero mi tiempo tiene un enorme valor.
—Claro, señora —afirmó su compañera, y partió sin más tardanza. El otro caballero permaneció de pie delante de la señora Jenna, que implacable le sostenía la mirada. Había librado fieras batallas contra ogros y minotauros, había afrontado en una galera una terrible tempestad en el Mar Sangriento de Istar, pero todo eso no podía compararse con lo que estaba aguantando ahora. Pronto se le haría imposible soportar la mirada despreciativa de la mujer. Trató de aparentar que desviaba la atención hacia los que atravesaban la Gran Plaza y hacia las bandadas de palomas que levantaban vuelo a su paso. Por encima de sus cabezas volaban las gaviotas, cantando la canción de la ciudad.
Por fin, cuando creía que ya no podía aguantar más, volvió su compañera. Sin aliento, se disculpó ante la señora Jenna y con aire ceremonioso añadió su nombre a la lista de visitas, puso una marca al lado y franqueó el paso a la hechicera. Cuando se hubo ido, la mujer volvió a ocupar suspirando su puesto junco a la puerta.
—¿Qué crees que querrá de él? —preguntó.
—¿Y a quién le importa? Lo importante es que se haya ido de aquí. ¡Hechiceros! Bah, así se pudran todos —respondió el otro con jactancia.
Su compañera rió entre dientes.
—Bien dicho —murmuró.
—A decir verdad —dijo el otro con aire arrepentido— tuve la sensación de que me había arrancado la carne y estaba examinando mi esqueleto.
Los aposentos de sir Arach Jannon estaban en lo más profundo del Palacio del Señor. Era evidente que los había elegido por cuestiones de seguridad, ya que a menudo llevaba a cabo delicados experimentos de magia que era mejor mantener ocultos a miradas sensibles. Los pasadizos y escaleras que conducían a la puerta y a los propios aposentos habían sido tallados en la roca viva mucho antes de la construcción del propio palacio. Durante dos milenios, los aposentos habían estado prácticamente deshabitados, salvo cuando se habían usado como almacén o como refugio para el alcalde y su familia durante la Guerra de Caos.
Jenna conjeturaba que Arach había elegido aquellos aposentos no para proteger a los demás de sus a veces peligrosos experimentos, sino para obligar a sus visitantes a recorrer media legua para verlo. Podría haberse trasladado por medios mágicos, pero los aposentos estaban protegidos contra intrusiones mágicas y Jenna no quería que las defensas de sir Arach desviaran su hechizo y le produjeran algún daño. Últimamente, su magia se había vuelto demasiado inestable como para confiar en usarla para algo tan intrascendente.
Por supuesto, no estaba dispuesta a admitir que su magia se había vuelto inestable. Lo peor de todo era que no tenía la menor idea de por qué estaba sucediendo, y tampoco sabía si otros magos estaban pasando por las mismas tribulaciones. Quería poner a prueba a su adversario de manto gris para comprobar si su magia también se estaba debilitando.
Tenía que reconocer que la haría sentir mejor el hecho que se tratara de un problema generalizado.
Encontró a sir Arach sentado con las piernas cruzadas, en el aire, a casi un metro de una delicada alfombra de la isla minotáurica de Kothas. ¡Una broma infantil! Le sonrió al verla entrar y la saludó con una burlona inclinación de cabeza. Hacía alarde de su magia como un vulgar aprendiz. A Jenna le habría gustado que los Caballeros de la Espina, la rama mágica de los Caballeros de Takhisis (¡de Neraka!) tuvieran que someterse a las pruebas que antiguamente se imponían en las Torres de la Alta Hechicería. Estaba segura de que eso habría dejado fuera a muchos de los que ella consideraba unos palurdos productores de encantamientos.
Jenna se detuvo nada más atravesar la puerta, y se negó a seguir adelante hasta que sir Arach no se bajara de su posición elevada. Con evidente desgana y disgustado por el escaso sentido del humor de la mujer, el Caballero de la Espina estiró las piernas, se posó en la alfombra y se quitó el anillo de plata, que sostuvo con los dedos pulgar e índice para que ella pudiera verlo.
—Anillo de levitación —explicó—. Le fue confiscado a un kender hace tres días en la puerta del Camino Real del Caballero. ¿Lo queréis? —preguntó tirándoselo.
El anillo rebotó en la túnica de Jenna y cayó al suelo a sus pies. Ella no se movió, ni siquiera pestañeó. El anillo salió rodando y desapareció debajo de un armario que había junto a la pared. Arach siguió su trayectoria contrariado, pero no hizo intento alguno de recuperarlo. Volvió sus ojos oscuros hacia su adversaria y se encontró con su mirada, que lo atravesaba.
—Señora Jenna, es un honor recibiros en mis humildes aposentos. Haced el favor de sentaros. Pediré que nos traigan té. —El Caballero de la Espina se colocó tras un gran escritorio lleno de marcas y hendiduras y señaló a Jenna una butaca baja y cómoda, pero la mujer siguió de pie. Arach se encogió de hombros y se sentó en su propia silla. Dio tres palmadas y una campanilla colgada encima del escritorio tintineó alegremente.
—No quiero té —gruñó Jenna.
—¿Vino, entonces? —sugirió él—. Es un poco temprano, pero…
Jenna frunció el entrecejo, pero ni siquiera se molestó en responder.
Con un evidente esfuerzo de paciencia, sir Arach entrecruzó las manos y las apoyó en el escritorio, ante sí.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por vos? —preguntó.
—¿Por qué no lo habéis capturado todavía? —le soltó Jenna.
—¿Por qué no he capturado a quién?
—Os di su nombre, os hablé de las botas mágicas que yo misma le había vendido, todo para que vos pudierais capturarlo. No tengo tiempo para perseguir a cuanto ladrón y carterista hay en Palanthas. Ése es vuestro cometido, lord Primer Jurista —dijo Jenna con gesto desdeñoso.
—Cuando aparezca, será capturado, os lo garantizo —dijo Arach con tono confiado.
—Ya lleváis casi dos meses garantizándomelo.
—Todos los caballeros de la ciudad tienen su descripción, de modo que si aparece en las calles, estad segura de que será capturado. Mientras tanto, sus botas mágicas están justo donde él las dejó. Nadie las ha tocado y no ha vuelto por ellas. Cuando lo haga, hay un glifo en la puerta de su casa que lo dejará inconsciente durante varias horas y nos permitirá atraparlo sin ningún problema. Hasta entonces, nada puede hacerse.
—¿Conque un glifo?
—Yo mismo lo puse allí.
—Muy inteligente por vuestra parte, seguro que sí —se burló Jenna—. De todos modos, si realmente queréis capturarlo, os sugiero que os paséis por Las Tres Lunas esta noche.
—¿Para qué?
—Porque el Gremio tiene planes para asaltar mi casa esta noche —respondió la hechicera.
—No hay un Gremio de los Ladrones en Palanthas —afirmó Arach elevando levemente el tono de su voz.
—Cael Varaferro estará con ellos —continuó Jenna entrecerrando los ojos.
—¿Y cómo sabéis vos todo eso? —preguntó el Caballero de la Espina con desconfianza.
—¿Qué importa eso? Lo que importa es que va a pasar. Os encarezco, sir Arach, que estéis allí. —Dicho esto giró sobre sus talones y, haciendo una pausa en la puerta del aposento, añadió—: ¡Podréis traer vuestro glifo si os place! —Y se alejó con la túnica revoloteando en torno a su figura. La puerta se cerró con un sonoro portazo.