15

—Mirad bien dónde ponéis los pies —dijo Cael en un susurro señalando un peldaño roto. Su gesto no servía para nada porque la oscuridad de las alcantarillas era absoluta. Sin embargo, su vista de elfo le permitía ver los contornos de los cuerpos de sus compañeros, que emitían calor, y también los del túnel por el que avanzaban. El agua que corría por debajo de ellos era como un río negro, tan oscuro y frío que ni siquiera él podía penetrarlo. No obstante, de vez en cuando algo atravesaba este río de sombras, algo caliente y débilmente delineado por debajo de la superficie del agua, algo del tamaño de una canoa sumergida, con una cola serpenteante para impulsarse en el agua con silenciosa soltura. Por momentos los seguía, otras veces nadaba fácilmente a su lado para perderse a continuación otra vez en las profundidades.

Al principio, Cael había señalado la sombra acuosa, pero como la oscuridad impedía que los demás vieran nada, sus advertencias eran inútiles. Hoag le había dado instrucciones (¡como si él las necesitara realmente!) de informarles en caso de que aquello se convirtiera en una amenaza, pero de no hacer caso de ello si no era así. En ningún momento le explicó cómo se suponía que debía juzgar el nivel de peligro.

Otra cosa que nunca se explicó era cómo podían abrirse camino otros círculos de ladrones por las alcantarillas hasta la zona de pruebas sin contar con alguien que tuviese visión nocturna para guiarlos. Su círculo seguía a Cael a ciegas en el sentido más cabal de la palabra. Todos confiaban en que él les indicara el más leve peligro que surgiera en su azaroso camino. Un mal paso en cualquier lugar de la ruta significaba una inmersión en las aguas heladas y fétidas. La menor desviación podía representar un penoso accidente, un tropezón fatal.

Incluso con su vista élfica, Cael no estaba en mejores condiciones que los demás para consultar su mapa en la oscuridad. Todos confiaban en que la memoria de Mancredo les indicase hacia dónde girar y qué pasaje tomar. Mientras se abrían paso lenta y cuidadosamente por las alcantarillas, Mancredo hizo a Cael contar los túneles por los que pasaban a derecha e izquierda. O sea que el recuento de pasajes y giros era lo que hacía posible el lento y tortuoso avance.

—¿Por qué viajamos sin luz? —preguntó el elfo a Mancredo en un susurro mientras ayudaba al viejo ladrón a subir el escalón roto.

—Si saliese luz por las rejillas del alcantarillado podrían verla y venir a investigar. Sólo usamos luz en los lugares que no pueden verse desde la calle —respondió.

—¿Qué es eso? —preguntó Cael. En un lejano giro de la alcantarilla había aparecido una luz amarillenta y vacilante que iluminaba la pared distante. Podían verse sombras humanas moviéndose a lo largo de las paredes delante de la luz, prueba de que había varias personas con antorchas avanzando hacia los ladrones.

Ásperamente y en voz baja, Hoag ordenó un alto, aunque a esas alturas ya todos estaban acurrucados junto a la pared.

—¿Quiénes son? —preguntó Varia—. No son ladrones.

—Puede que lo sean. Tal vez forma parte de la prueba —dijo Pitch.

—Todavía no hemos llegado a los sótanos —intervino Rull. Aunque habló en un susurro, su voz profunda pareció retumbar contra las paredes de la alcantarilla. El ruido hizo que los ladrones se estremecieran y Rull se encogió de hombros a modo de silenciosa disculpa.

Al tintineo de una armadura le siguieron un chapoteo y una maldición ahogada que el eco repitió en las alcantarillas.

—Son Caballeros de Takhisis —dijo Mancredo.

—De Neraka —lo corrigió Hoag.

—Lo mismo da.

Los ladrones permanecieron unos momentos tensos e inmóviles, todos ellos con el mismo pensamiento. ¿Sería esto parte de la prueba o se trataría de auténticos Caballeros de Takhisis? Fuera como fuese, no se atrevían a atacar. Si eran ladrones disfrazados que formaban parte de la prueba, vale. Si se trataba de auténticos caballeros habría que esquivarlos. Los ladrones no se atrevían a medir sus espadas, dagas y bastones contra una banda de caballeros provistos de armadura, bien pertrechados y entrenados. Fuera cual fuera la decisión, más les valía tomarla pronto. Los caballeros se acercaban. A cada instante se oía más próximo el ruido de sus torpes intentos de avanzar con sigilo.

—Soy partidario de que nos quedemos aquí —dijo Cael, el primero en romper el silencio—. Hay tres pasadizos laterales entre ellos y nosotros. Podrían meterse por cualquiera de ellos. Aquí no nos verán. Sus antorchas no les dejan ver nada más que su propia luz.

—¡Ya no! —bisbiseó Mancredo—. ¡Mirad!

Las antorchas de los caballeros, al acercarse, iluminaron claramente la curva distante. De ésta surgió un monstruo de pesadilla tan pegado a la base del recodo que su hocico de reptil casi tocaba el suelo.

—¡Un draconiano! —afirmó Mancredo, aunque todos los ladrones conocían a la criatura, no por haberla visto sino por haber oído hablar de ella. Había sido creada muchos años antes de la Guerra de la Lanza por magos de manto negro y clérigos de Takhisis a partir de los huevos de los dragones del Bien y eran la personificación misma del mal. Más pequeños que los dragones, la mayoría no superaba la estatura de un hombre. Caminaban erguidos sobre dos patas, pero ése era todo su parecido con los seres humanos. Tenían cabeza de reptil y en lugar de manos y pies, afiladas garras. Del lomo de todos los draconianos, excepto de la especie conocida como auraks, salía un par de alas semejantes a las de los murciélagos. También estaban dotados de una larga y serpenteante cola provista de púas.

El draconiano que ahora avanzaba alcantarilla abajo era de la especie conocida como kapak. Estos draconianos llevaban mucho tiempo al servicio de los ejércitos de Takhisis como asesinos y espías. Éste debía de ser un explorador del grupo de Caballeros. Avanzaba unos treinta metros por delante del grupo, lo suficiente como para quedar fuera del alcance de las antorchas, lo bastante como para descubrir a los ladrones pegados a las paredes si se tomaba el trabajo de levantar la cabeza para mirar. Sin embargo, la criatura parecía muy pendiente de seguir el rastro de un olor, aunque era difícil imaginar cómo podía oler nada que no fuera la inmundicia que llenaba aquel lugar.

—Atrás —indicó Hoag valiéndose del lenguaje de gestos que conocían todos los ladrones del Gremio. Cael había aprendido algunos de los signos, insuficientes para seguir las silenciosas conversaciones que a veces mantenían los veteranos del lenguaje de signos. Pero en esta ocasión se trataba de un signo fácil de descifrar.

Mancredo sacudió la cabeza y manifestó su desacuerdo con un breve y cortante gesto. Señaló al draconiano y se llevó la mano a la oreja como para escuchar. Evidentemente pensaba que si trataban de moverse el draconiano podría oírlos. Claro que si no se ocultaban, de todos modos la criatura no tardaría en dar con ellos.

Las manos del viejo ladrón se desdibujaron cuando hizo una seña a sus compañeros. Cael no pudo seguir su indicación, pero los demás asintieron pues lo entendieron a la perfección. Entonces Mancredo señaló con dos dedos, primero hacia un lugar por detrás de donde se encontraban, a un pasadizo que había a la izquierda, y después hacia adelante. Todos asintieron, salvo Cael, que los miraba uno por uno tratando de entender. Esto era lo que sabía: todos estaban tensos, listos para actuar, con expresión torva, mientras sus manos se movían hacia las armas que llevaban al cinto.

De repente, Varia se puso de pie. Cael hizo intención de detenerla, pero Mancredo le sujetó el brazo y se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. Con grácil movimiento, la hermosa ladrona cogió su arco corto, sacó una flecha del carcaj que llevaba atado al muslo, la colocó en el arco y lo tensó. El draconiano levantó la cabeza, pero la flecha ya iba a su encuentro. El ruido de la flecha al entrar en la carne resonó en todo el pasadizo, mientras el draconiano se llevaba las garras a la garganta y caía al suelo con un grito ahogado, agitando levemente las alas.

Los caballeros, al oír los estertores del monstruo, corrieron hacia adelante entre gritos. Por el recodo apareció al menos na docena de ellos, con sus negras armaduras, sus relucientes espadas y sus negras mazas. Debido a las antorchas, sus sombras los precedían.

Cael se volvió a tiempo para ver que Rull y Varia retrocedían sigilosamente por donde habían venido. Rull sostenía en la mano una pequeña linterna de hierro que despedía un estrecho haz de luz. Hoag e Ijus se acercaron más a Cael mientras Pitch se ponía a su lado y sacaba la espada.

Aunque no precisaban el origen del movimiento, los caballeros lo oyeron, apuraron el paso y lanzaron gritos de guerra. Cael empezó a ponerse de pie, pero Mancredo siguió sujetándolo por el brazo.

—Espera —le susurró.

El draconiano agonizante estaba todavía entre ellos y los caballeros. Ahora se encontraban lo bastante cerca como para ver el cuerpo a la luz de las antorchas. Las agitadas alas y la batiente cola de la criatura cerraban el paso. Los caballeros redujeron la marcha. Los que venían delante parecían reacios a acercarse más.

Y sus motivos tenían. Las alas se agitaron una última vez y luego quedaron inmóviles sobre la humedad de la piedra. Un momento después empezaron a disolverse, al igual que el resto del cuerpo del draconiano. Una infesta nube amarillenta llenó el aire de un hedor asfixiante mientras el líquido, al disolverse, producía un silbido sobre la piedra. Los caballeros se cubrieron la boca y la nariz y retrocedieron.

Mancredo había sacado un manuscrito de su manga. Lo desenrolló y a la débil luz de las antorchas de los caballeros empezó a leer en voz baja. Las palabras mágicas se dejaron oír lentas y sonoras y provocaron un estremecimiento entre quienes las oían. Acabó el conjuro chasqueando los dedos y, más allá de la nube ácida del draconiano muerto, las antorchas de los caballeros se apagaron de repente como velas movidas por el viento.

—¡Ahora! —gritó Mancredo. Pitch cogió al elfo por la manga y, blandiendo la larga espada con la otra mano, corrió directamente hacia la nube hedionda y la oscuridad. Cael iba tropezando tras ella, tratando de preparar su arma, aunque en el fondo de su corazón sabía que estos pasadizos estrechos y bajos no eran lugar para luchar cuerpo a cuerpo.

Miró hacia atrás a tiempo para ver que Mancredo, Hoag e Ijus desaparecían por un pasadizo lateral. Al volver a mirar hacia adelante se encontró con que Pitch también había desaparecido. La nube ácida empezaba a disiparse. Estaba solo. Los caballeros avanzaban a tumbos a través de la nube, tosiendo y carraspeando. Ahora uno de ellos llevaba una linterna encendida. Proyectó la luz en derredor hasta que dio con el solitario elfo.

—¡Por su Oscura Majestad! —rugió uno de los caballeros—. ¡Es él!

Cael se paró en seco, se dio la vuelta y corrió en la dirección de donde había venido, y maldijo a sus compañeros por haberlo abandonado de esta manera. Antes de que hubiera dado tres pasos, Pitch salió de repente de un pequeño pasadizo lateral y tiró de él. Saetas de ballesta se estrellaron en las paredes a su lado y en el suelo.

—¿Adónde te dirigías? —le preguntó Pitch en un susurro airado.

—Te seguía —respondió Cael.

—Entonces vamos. Abre la marcha.

Agazapados, los dos corrieron a toda prisa por el oscuro pasadizo entre los juramentos y maldiciones de los caballeros, quienes todavía dispararon algunas saetas que rebotaron detrás de ellos sin resultado alguno.

El pasaje describía una trayectoria recta a lo largo de doscientos metros y luego una suave curva a la izquierda. Cada cuarenta metros más o menos conectaba a izquierda y derecha con otros pasadizos y terminaba abruptamente en un muro. Unas argollas de hierro hacían las veces de escalones que conducían a un pozo de acceso. Bastante más arriba se veía una rejilla que cubría la boca del pozo. Por ella entraba la luz de la luna, que bañó débilmente sus rostros cuando miraron hacia arriba.

—¿Y ahora qué? —preguntó Cael echando mano de uno de los herrumbrosos peldaños para probar su resistencia—. ¿A la calle y de vuelta a casa?

—Esperamos —dijo Pitch mientras enfundaba la espada. Apoyó la espalda contra uno de los muros y se quedó mirando la luz de la luna.

—¿Esperar? ¿A qué? ¿A que los caballeros se decidan a venir y nos cojan? —preguntó el elfo. No habían oído que los persiguieran, pero Cael no creía que los Caballeros Negros fueran a darse por vencidos con tanta facilidad, especialmente cuando parecía que uno lo había reconocido. Se preguntaba por qué los Caballeros de Neraka se tomaban el trabajo de recorrer las alcantarillas en su busca tres semanas después de que hubiera desaparecido en el Gremio de los Ladrones. ¿Qué poderoso enemigo se había echado encima? Sin duda no se trataba de Gaeord uth Wotan. A pesar de su inmensa fortuna, ni siquiera él se atrevería a denunciar el robo de una sustancia ilegal. Cael se había sentido seguro a ese respecto cuando robó el polen de la flor de dragón.

—Mancredo dijo que esperásemos aquí —respondió Pitch, y se cruzó de brazos como si no hubiera nada más que decir.

—¿Aquí? ¿Por qué aquí? ¿Qué puede haber aquí? —presionó Cael—. A menos… ¡A menos que ésta sea la entrada a los sótanos! —añadió nerviosamente mientras buscaba en las paredes algún tipo de saliente o palanca. Si había sido diseñado por los enanos, el mecanismo estaría oculto. Lo más probable es que pareciese parte de la propia piedra.

—Eres peor que un kender —dijo Pitch mirándolo—. Nunca lo encontrarás. Hay que tener la clave, y sólo Mancredo…

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire cuando una sección de la pared retrocedió con un crujido y dejó a la vista un agujero oscuro como boca de lobo.

—¿Decías? —Cael acompañó sus palabras con una sonrisa burlona.