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—¿Dónde se encuentran? —preguntó Oros entrando apresuradamente en la habitación. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas, como por iniciativa propia. Él no pareció notarlo y atravesó rápidamente la estancia hasta alcanzar a la capitana Alynthia, que estaba inclinada sobre un gran cuenco de piedra apoyado en una mesa de mármol. Al otro lado de la mesa había un hombre de baja estatura vestido con una túnica que tal vez había sido blanca en un tiempo, pero que ahora era de un color gris apagado. Estaba sentado en un taburete y tenía las manos levantadas ante sí con los dedos retorcidos formando grotescas figuras y los ojos en blanco mirando ciegamente al frente. Sus labios temblaban y dejaban salir un suspiro aceitoso que ponía los pelos de punta y producía escalofríos, y que era el origen de la magia que permitía que funcionase el cuenco encantado que tenía delante. De su nariz se desprendían gotas de sudor y su pelo amarillento caía lacio sobre la frente. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás en el taburete al ritmo del encantamiento, y parecía que iba a caerse en cualquier momento.

El objeto de su conjuro mágico, el cuenco encantado que Alynthia examinaba con ansiedad, estaba lleno de agua hasta el borde. Al acercarse, Oros vio destellos luminosos provenientes de las profundidades del cuenco que se reflejaban trémulos en los ojos oscuros de Alynthia y en su tez morena. Era la única luz que había en la habitación e iluminaba plenamente las estanterías llenas de todo tipo de parafernalia mágica, desde retortas de cerámica para hacer pócimas hasta libros de conjuros encuadernados con pieles de animales (en el mejor de los casos). Una calavera lo contemplaba todo desde un estante justo encima de la cabeza de Alynthia, lo que causó al jefe del Gremio, que tenía metro noventa de estatura, un estremecimiento supersticioso.

—¿Qué tal va todo? —preguntó Oros mientras se deslizaba junto a Alynthia y escudriñaba las profundidades de] cuenco. Ante sus ojos se desplegó una confusa mezcla de colores que le produjo vértigo y lo obligó a aparrar la mirada.

Su encantadora compañera se sobresaltó cuando la tocó en la espalda. Al verlo le sonrió y volvió a fijar la atención en el cuenco.

—A punto estuvo de ser devorado por el gulguthra —dijo señalando el agua brillante del cuenco.

—¿Dónde están ahora? —preguntó. De repente el agua se tornó tan oscura y densa como el petróleo. Nada se movía en su interior.

—Están en las alcantarillas —respondió Alynthia. En ese momento un mortecino rayo de luz apareció en el cuenco y por él atravesaron los siete ladrones con expresión grave y los ojos muy abiertos frente a la oscuridad. El agua se arremolinaba en torno a sus rodillas. Cael abría la marcha tanteando el agua con su estaca y Hoag iba el último. Mientras atravesaban la zona de luz, el delgado ladrón lanzó una mirada cansada por encima del hombro. Después desaparecieron y volvieron a hundirse en la oscuridad de las alcantarillas.

Alynthia se recostó en su asiento y dejó que Oros acariciara sus apretados rizos. Se apoyó en él y sintió la confortante solidez de ese hombre corpulento que siempre había sido su baluarte. Oros le dio un beso en la coronilla.

—¿Preocupada? —le preguntó mientras miraba el interior del cuenco por encima de la cabeza de Alynthia. El mago seguía con su canturreo sibilante y su entrecejo levemente fruncido era señal de que sus voces no le permitían concentrarse.

—Por supuesto, es peligroso, y no están preparados —respondió la mujer con tono de contrariedad.

—Son los mejores de vuestro círculo —dijo Oros.

—Ellos están preparados, pero él no —se corrigió, y su tono se volvió irritado al referirse al elfo—. Lo más probable es que uno de ellos resulte muerto por su culpa. Todavía es un espíritu demasiado libre. Nunca lograremos asimilarlo al Gremio.

—Es mejor que fracasen ahora y no en casa de la señora Jenna —dijo Oros—. Si fallan ahora, sólo habrá una o dos muertes. Si lo hacen después, las repercusiones podrían afectar al centro mismo del Gremio.

—Tenéis razón, por supuesto —admitió Alynthia volviéndose a mirar a su compañero y amante—, pero me arrepiento de haber salido en su defensa. Hay otros ladrones que valen más…

—Pero ninguno con tanto talento. El Gremio no ha tenido ninguno como él en mil años, no desde Geylin Corazón Negro y Mirathrond Inuinen —dijo Oros con tono reverente. Estos dos famosos ladrones habían vivido mil años antes, durante la Era del Poder, compartiendo el mando del Gremio como nadie lo había hecho antes ni volvería a hacerlo después. Aunque eran amantes, también eran encarnizados rivales y competían por ser reconocidos como el ladrón más grande de Palanthas. Sus hazañas se habían convertido en leyenda, y actualmente pocos ladrones se creían siquiera la mitad de lo que se contaba de ellos. Había quienes decían que Geylin había robado en la propia Torre de la Alta Hechicería, una historia tan fantástica que pocos bardos se atrevían a cantarla ni siquiera cuando se encontraban entre ladrones. Otra versión de la historia afirmaba que había sido Mirathrond quien había realizado la hazaña, pero que Geylin la había esperado a la salida de la Torre y le había robado cuando ella escapaba, para reclamar así el botín y la gloria para sí.

Alynthia, que conocía a la perfección estas leyendas, quedó atónita al oír la comparación de Oros.

—¿Comparáis a Cael Varaferro con aquellos ladrones legendarios? —le preguntó con incredulidad—. ¡Admito que es capaz, pero la verdad…!

Oros se encogió de hombros y sin hacer más comentarios volvió a centrar su atención en el cuenco mágico. Alynthia conocía a su amante demasiado bien como para saber que Oros era sincero, y ella había aprendido a confiar en su criterio, aun cuando contrariara sus deseos o apetencias. Ambos habían salvado la vida gracias a ello más de una vez, y a ella misma la había salvado de un desastroso y descabellado matrimonio con un Caballero de Takhisis hacía ahora tres años.

—Estáis pensando en utilizarlo —dijo tras caer súbitamente en la cuenta.

Oros se sobresaltó como si hubiera oído formular en voz alta sus más íntimos pensamientos.

—¿Qué queréis decir? —preguntó.

—Que estáis pensando en utilizarlo. No lo habéis adoctrinado para asimilarlo al Gremio, no de la manera habitual. Incluso me ordenasteis que no perdiera demasiado tiempo revelándole nuestros métodos o enseñándole nuestra contraseña habitual. Sólo puede haber una razón para ello —conjeturó la mujer.

—¿Y es…? —preguntó Oros ya recuperado de su momentánea pérdida de compostura. Sonrió con admiración ante la agudeza de las deducciones de su compañera.

—Que cuando sea capturado o traicionado no pueda revelar nada sobre nosotros. ¿Qué es lo que realmente le vais a mandar que robe? —trató de sonsacarle—. No es la Pócima de Shonlay, ¿verdad?

—Eso no es más que una prueba —reconoció Oros—. Si este ensayo sale bien lo introduciré en mi propio círculo personal y le daré una formación intensiva. Si la misión fracasa pero él sobrevive, haré lo mismo diciendo que necesita mi tutela especial para acostumbrarse al estilo del Gremio. De una u otra forma lo tomaré como discípulo. Al principio me odiará, pero poco a poco empezará a admirarme y al final llegará a considerarme su shalifi. Cuando esté debidamente preparado, plantaré una simiente.

—Tenéis pensado mandarlo solo —adivinó Alynthia con admiración manifiesta—. Si triunfa, os traerá el trofeo, si fracasa no puede perjudicar al Gremio porque no sabe nada de su auténtica naturaleza.

Oros asintió con admiración.

—¿Qué es lo que tenéis en mente? —preguntó en voz baja la capitana de los ladrones fijos en él sus ojos negros.

—La propia Piedra Fundamental —le respondió Oros en un susurro.

El mago interrumpió su misterioso murmullo con un grito ahogado. Se quedó mirando asombrado a los dos capitanes del Gremio que tenía ante sí, y al darse cuenta de que había roto su hechizo, reanudó rápidamente su canturreo.

Era demasiado tarde. La oscuridad había empezado a desvanecerse en el agua del cuenco, pero aun así pudieron ver una línea de antorchas. La imagen se estremeció. Oros se inclinó hacia adelante y señaló la imagen.

—¿Qué es eso? —preguntó con ansiedad.

—Antorchas. ¡Caballeros de Neraka! —gritó Alynthia. Se volvió hacia el mago amenazándolo con el puño—. Haz que vuelva. ¡Haz que vuelva la imagen!

—¡Lo estoy intentando! —El pobre mago temblaba.

—¿Qué están haciendo en esa zona los Caballeros de Neraka? —preguntó Oros—. ¿Es parte de vuestro plan?

—¡No, lo juro! —respondió la mujer y se puso de pie con decisión—. ¡Voy a ir allí abajo! —La imagen desapareció por completo y el mago se cayó de su taburete, exhausto.

Con una exclamación de disgusto, Alynthia salió precipitadamente de la habitación.