12

—Así que ¿de qué estaban hablando? —preguntó Alynthia con tono agrio mientras recorrían el vestíbulo. Eran las primeras palabras que dirigía a Cael desde que habían salido de la cámara de Oros. Habían pasado veinte silenciosos minutos, en los cuales él pudo apreciar cómo la tensión se iba apoderando de ella. La mujer caminaba delante de él con la espalda tan recta como si se hubiera tragado un palo.

Cael empezaba a sospechar que estaban caminando en círculos. Aunque en el vestíbulo no había adornos identificables, un par de puertas le parecieron familiares, como si antes hubieran pasado por ellas varias veces.

—De poca cosa —respondió.

—¿Os dijo por qué razón os había llamado? —volvió a preguntar.

—No.

—Bien.

Siguieron andando en silencio durante un rato y volvieron a pasar otra puerta de aspecto familiar. Cael empezó a impacientarse. Aparentando no notarlo, Alynthia continuó vestíbulo adelante y desapareció girando por una esquina. Cael se quedó parado un momento, vacilante, escuchando sus pasos, que se desvanecían en la distancia. Por fin, dando un suspiro de exasperación, salió a toda prisa tras ella.

Al dar la vuelta a la esquina, tropezó y cayó al suelo cuan largo era. Alynthia le puso un pie en la espalda y lo aplastó contra el suelo. Tenía una expresión airada.

—¡Me seguiréis sin rechistar, aunque se me antoje haceros caminar en círculos! —le soltó mientras le clavaba el tacón en la espalda.

—Sí, señora —gruñó tratando de liberarse de su bota.

—¡Y me llamaréis capitana! ¿Entendéis?

—Sí, capitana —respondió.

—¡Levantaos ahora! —La mujer se hizo a un lado y dejó que se pusiera de pie. Él se sacudió el polvo de las rodillas de los pantalones y esperó a que ella continuara el camino. Alynthia inició otra vez la marcha golpeando con los tacones las piedras del suelo.

—Nunca discutiréis mis órdenes —continuó girando por la misma esquina, tal vez por cuarta vez—. Como independiente, la iniciativa individual os ha servido de mucho, pero en el Gremio es una costumbre peligrosa. En esta ciudad hay gente que paga generosamente por ser protegida.

—Queréis decir que pagan con el fin de que no les robéis —apuntó Cael.

Alynthia hizo como si no lo hubiera oído.

—Sólo los capitanes del Gremio saben quiénes son, de modo que no podemos dejar que vayáis por ahí armando bulla. Atacaréis a quien yo diga y a nadie más, ¿entendido?

—Sí, sí, capitana —respondió Cael como un pirata histriónico.

Alynthia se detuvo junto a una puerta baja, se volvió y fijó en el elfo una mirada fría.

—Y haced el favor de no actuar como un bufón —dijo mientras la abría. Al otro lado había una escalera que bajaba hacia las sombras.

—¿Adónde vamos? —preguntó Cael siguiéndola escalera abajo.

—¿No os he dicho que no hagáis preguntas? —rugió la mujer—. Sólo debéis preocuparos de seguirme.

Cael obedeció a regañadientes. Llegaron al pie de la escalera y entraron en un corredor bajo, lleno de humo e iluminado con antorchas. Por las piedras húmedas de las paredes y el techo abovedado, Cael dedujo que estaban en un subterráneo muy profundo.

A diferencia de las demás partes de la casa del Gremio que había visto, esta sección era un hervidero de actividad. Hombres y mujeres jóvenes iban de un lado para otro realizando funciones que a primera vista parecían de una variedad desconcertante. Dos tipos fornidos transportaban con esfuerzo una pesada puerta de hierro, mientras que una niña de no más de diez años los seguía sosteniendo un gran cesto de ciruelas negras relucientes. Junto a ellos pasaron tres hombres llevando cada uno dos jarras de aceite con cuidado de no derramar una sola gota. Un poco más adelante un par de kalamanitas de aspecto anodino se ocupaban de las antorchas de las paredes, y reemplazaban las viejas antorchas humeantes por otras nuevas. De repente, media docena de jovenzuelos pasaron a toda prisa persiguiendo a una joven que llevaba lo que parecía ser el bolsillo de un mercader mientras un instructor con una pata de palo los seguía con dificultad, gritando a la chica que más le valía no dejarse atrapar o le daría una buena tunda. Saludó a Alynthia con una inclinación de cabeza y una sonrisa y siguió su camino lanzando una sucesión de insultos a los perseguidores y prometiéndoles un doble castigo si no podían apresar a una chica tan debilucha como aquélla.

Alynthia seguía adelante por el corredor. Al poco rato pasaron junto a unas puertas que se abrían tanto a derecha como a izquierda. En una sala, una banda de ladrones vestidos de negro realizaban una serie de ejercicios acrobáticos que asombraron al elfo, a pesar de toda su agilidad. En otra, estaban sirviendo una comida corriente pero copiosa a un pequeño grupo de aprendices de los cursos superiores vestidos de marrón que conversaban en voz baja. Por una tercera puerta, Cael vio a una variedad sorprendente de ciudadanos de Palanthas, desde aguadores hasta marineros y nobles perfumados. Un maestro de ladrones de avanzada edad andaba entre ellos mirando a cada sudoroso aprendiz con estudiada atención y distribuyendo alabanzas o críticas o, si era necesario, propinando un bastonazo cuando el alumno de las artes del disfraz lo merecía.

—Hoy empezaréis a aprender la disciplina del Gremio. Os olvidaréis de vuestras costumbres particulares y aprenderéis a apreciar la compañía y la camaradería de otros ladrones —explicó Alynthia sin detenerse.

—Supongo que no pensaréis ponerme con éstos —dijo Cael—. No son más que niños.

—No, para vos tengo un régimen de instrucción muy especial —respondió riéndose por encima del hombro—. Seguramente habréis oído hablar de las pruebas a las que se sometía a los aprendices de magos en las Torres de la Alta Hechicería.

Claro que sí. En una época, cuando las lunas de la magia todavía recorrían el cielo nocturno y las Torres de la Alta Hechicería eran centros donde se aprendía magia, los aprendices de mago considerados dignos de ello eran sometidos a una prueba para averiguar si estaban preparados para asumir las responsabilidades que implicaba el aprendizaje de los conjuros de poder. Las pruebas eran voluntarias, porque el hecho de no pasarlas significaba la muerte.

—¿De modo que voy a ser sometido a una prueba como un aprendiz de mago? —preguntó Cael con incredulidad—. Yo pensaba que el hecho de haberos superado en la casa de Gaeord era prueba suficiente de mis habilidades.

—Lo que vamos a poner a prueba no son vuestras habilidades —le soltó con voz un tanto destemplada. Bajó la voz y prosiguió—. Para las normas del Gremio todavía sois un aprendiz. Debéis observar cómo actuamos para aprender a prever las acciones de vuestros colegas del Círculo de Allegados. Debéis aprender a confiar a ellos vuestra vida, y ellos deben confiaros a vos las suyas. Cuando seáis un verdadero equipo podréis actuar juntos sin hablar, y vivir y respirar al unísono.

»En tiempos del antiguo Gremio, eran pocos los ladrones que confiaban en otros, eran pocos los que trabajaban juntos por un fin común. Esta desconfianza, este individualismo, provocó la caída del Gremio por oscura traición. Cuando Mulciber reformó el Gremio, se valió del ejemplo de los Caballeros de Takhisis para enseñar a sus capitanes a organizar y dirigir a las personas que naturalmente no trabajan en grupo. Eso es lo que debéis aprender. Es lo que empezaréis a aprender esta noche.

—¡Yo, un Caballero de Takhisis! —rió Cael.

—Callaos la boca, tonto —le ordenó Alynthia.

Habían llegado al extremo del corredor donde se hallaba una puerta baja de hierro empotrada en la piedra antigua. En esta zona había pocos ladrones y nadie guardaba la puerta, aunque parecía lo bastante sólida para ser la entrada a una cámara del tesoro. Alynthia se detuvo frente a ella e indicó a Cael que pasara delante de ella. El elfo dio un paso adelante y estudió la superficie de la misma y su enorme cerradura.

—¿Mi prueba consiste en abrir esta cerradura? —preguntó.

—Claro que no, idiota —gritó la mujer—. ¿No habéis escuchado lo que os dije? No se trata de probar vuestra habilidad individual sino de probar vuestra integridad.

—Entonces no la pasaré, porque carezco de ella —respondió el elfo encogiéndose de hombros.

—En ese caso vos o alguno de vuestros compañeros morirá —respondió Alynthia con gran frialdad—. Si vos sobrevivís y uno de vuestro círculo muere por vuestra culpa, tened por seguro que los demás os destriparán como un arenque. Y yo no haré nada por detenerlos.