11

Era la primera vez en tres semanas que veía a alguien que no fueran sus compañeros de camastro y sus instructores. Su escolta, un ladrón joven de pelo ondulado del Quinto Círculo, llamó a una pequeña y anodina puerta y se apartó un poco a esperar. La sala en que se encontraban era baja y estrecha, iluminada a intervalos regulares por velas en candelabros de plata. Cael no había estado nunca en ese lugar, ni siquiera estaba seguro de dónde estaba. No había visto la luz del día desde esa mañana en la alcantarilla en que la claridad del amanecer se filtraba desde lo alto a través de la rejilla.

La puerta se abrió y el capitán Oros indicó a Cael con la mano que entrase y tomara asiento. El capitán pidió que llevaran vino, pan y carne fría a su aposento. Un aprendiz de ladrón salió presuroso de la habitación con los ojos como platos y cerró silenciosamente la puerta tras de sí. A solas con el elfo, Oros se desabotonó la chaqueta suspirando.

Cael examinó de cerca al capitán del Gremio. Le pareció que el hombre daba muestras de una familiaridad prematura. No habían pasado tres semanas desde que Mulciber había condenado a muerte al elfo por sus actividades independientes y después le conmutara la pena provisionalmente, y ahora el jefe del Octavo Círculo del Gremio lo había hecho venir y lo trataba como a un distinguido huésped, o incluso como a un viejo amigo.

No se le escapó, por supuesto, que bajo la apariencia de un trato amistoso e informal, el capitán del Gremio se dedicaba a estudiarlo. Cada vez que el hombre se desplazaba la habitación, encendiendo una vela aquí, acomodando una silla allá, sirviendo vino o cortando pan, levantaba la vista para ver la reacción del elfo. Aunque tenía hambre y sed, Cael jugueteó con la comida y la bebida que tenía ante sí hasta que vio al capitán deleitarse en su propia comida. Por fin calmó el ardor de su garganta con una copa de vino blanco helado y devoró la carne y el delicioso pan que había traído el sirviente.

Otras tres copas de vino le permitieron acabar con la comida. Otro sirviente vino a recoger los platos, pero Cael se negó a soltar su copa. Sentía que el vino, el dulce aceite de la conversación, le soltaba la lengua. Se moría por conversar con el capitán del Gremio, pero hasta el momento el hombre apenas había intercambiado palabra con él.

La habitación en la que cenaron era pequeña pero estaba confortablemente amueblada. En un rincón estaba la mesa en la que habían comido. Frente a la mesa, se hallaba un par de cómodas butacas situadas cerca de un brasero reluciente. Unos cuantos libros y algunas rarezas curiosas llenaban los estantes, pero nada de esto atrajo su curiosidad. De hecho, el único objeto más interesante que el propio capitán del Gremio era un armario marinero situado en el tercer rincón de la habitación. El armario tenía accesorios de hierro repujado y se cerraba con una cerradura de plata. Parecía lo bastante grande como para contener un tesoro.

Cuando todos los sirvientes se hubieron ido, el capitán Oros invitó a Cael a sentarse con él cerca del brasero. Cael se acomodó en la butaca, pero el capitán del Gremio permaneció de pie, tomando el vino a sorbos con aire pensativo mientras miraba fijamente al elfo.

—Entonces, ¿qué os ha parecido vuestra estancia con nosotros? —preguntó finalmente el capitán del Gremio—. Según Bogul, no habéis tenido problemas.

—¿De veras? —preguntó Cael sorprendido. Hasta el momento, no había sido capaz de identificar nada de lo que había hecho con un verdadero entrenamiento. Llevaba unas tres semanas viviendo en la Casa de los Ladrones y durante ese tiempo casi no había hecho nada más que ir de un lado para otro con un grupo de otros seis ladrones, «hermanos» y «hermanas» de su Círculo de Allegados (para usar la terminología del Gremio). Su comandante inmediato era el viejo Nariz Ganchuda, cuyo nombre real era Bogul. Vivían juntos en un pequeño dormitorio con siete camas, aislados del resto de los ladrones, jugando a los dados y contando historias de robos y trabajos anteriores, comiendo y bebiendo vino. Pasaban tres horas cada día en una gran habitación vacía a la que llamaban el gimnasio, realizando una tabla de ejercicios calisténicos cuyo objetivo evidente era matarlos, bajo la tutela crítica de una semielfa severa, de mirada fría como el hielo, que sin duda pertenecía a los kalanesti. Por si esto fuera poco, dedicaban otras dos horas a luchar con un par de enanos, dos hermanos gemelos llamados Gunder y Gawain que hacían todo lo posible por no dejarles un hueso sano. La primera semana de cautividad y «entrenamiento» fue para Cael una auténtica tortura, interrumpida sólo por momentos de agotamiento dedicados a beber en exceso, jugar y contar historias que no terminaban nunca. Llegada la segunda semana, Cael ya era capaz de seguirles el ritmo a sus compañeros, al menos en lo que a beber se refiere (siempre los había superado en lo de contar historias), pero seguía perdiendo irremisiblemente a los dados. A la tercera semana habían dejado de llamarlo «elfo» y habían empezado a usar su nombre, y él comenzó entonces a entender las trampas que le hacían a los dados, y así recuperó buena parte de lo que había perdido. El día anterior, apenas consiguió por fin derribar a Gawain, lo cual le valió una palmada de felicitación de Gunder en la espalda que casi lo deja sin aliento.

Los hermanos y hermanas de su Círculo de Allegados no eran aprendices de ladrones ni mucho menos. Todos ellos eran consumados carteristas, ladrones de cajas fuertes y halconeros. El más viejo del grupo era el hermano Mancredo, un carterista con ciertas habilidades mágicas, según se decía. Casi nunca fanfarroneaba, no como los demás, y se pasaba la mayor parte del tiempo sentado, con la mirada perdida. Lo seguía en edad Hoag, un palanthino de ojos oscuros que trataba de desempeñar el papel de segundo de Bogul. Era el que se mostraba más hostil con Cael y en ningún momento dejó de llamarlo «elfo». Su principal habilidad era abrir cerraduras. Le gustaba contar una historia acerca del robo de los bigotes de un leopardo, una historia que siempre empezaba de la misma manera: «En una ocasión acepté la apuesta de un gnomo en Tarsis…», y que siempre era recibida con gruñidos y amenazas.

Después estaba Pitch, una dura ex legionaria de la Legión de Acero. Tenía más de guerrera que de ladrona y llevaba el cabello escrupulosamente cortado al cero. Tenía una necesidad patológica de ganar y se ponía furiosa y violenta cuando perdía a los dados. Los demás parecían sufrirla sin quejarse demasiado.

Un individuo enorme y fornido llamado Rull gustaba de realizar grandes demostraciones de fuerza, no para intimidar o dominar a sus compañeros, sino simplemente para ganarse su admiración y sus aplausos. La otra mujer del grupo era Varia, una acróbata, actriz, carterista y experta en el arte del timo. Mientras que Pitch era dura y amarga como el vinagre, Varia era la viva imagen de la belleza femenina. Era extraño, pero sus hermanos ladrones nunca hacían los habituales intentos de ganarse sus favores. Cael se enteró del porqué cuando se pasó casi un día entero de su primera semana atado con las sábanas de su cama después de hacer los consabidos intentos, y de descubrir que Rull la consideraba como una hermana, no sólo de nombre, sino también de sangre. Antes de convertirse en ladrona, Varia había estudiado en la Ciudadela de la Luz y había aprendido algo del arte de la curación mística.

El sexto ladrón de su pequeña banda era un tipo sombrío y traicionero de nombre Ijus. Los demás decían que era un aprendiz de mago fracasado, un mago callejero frustrado, pero él raras veces hablaba, y cuando lo hacía era para gastar una broma sangrienta, por lo general en los momentos más inoportunos. Pensaba que la muerte era la mayor de todas las bromas y tenía un amplio repertorio de historias macabras almacenadas en su tortuosa mente. Sin embargo, era el lacayo favorito de Hoag y lo seguía a todas partes como un perro apaleado.

Aunque a Cael las tres últimas semanas le habían parecido un agotador sinsentido, ahora empezaba a entender la razón oculta de su encarcelamiento: la de entablar relaciones con un grupo de ladrones que ya llevaban cierto tiempo juntos. A fuerza de compartir desgracias (y no hay desgracia mayor para un ladrón que el aburrimiento), entre ellos se había establecido una especie de amistad. Era el nuevo miembro de un grupo antiguo, y sin este período de formación de lazos en el cual hablan llegado a conocerse los unos a los otros, de sabiduría y técnicas compartidas, y de establecimiento de jerarquía social, hubiera constituido una amenaza en futuras escaramuzas. Ahora era prácticamente uno de ellos, y así lo sentía. Lo aceptaban, aunque de una manera un tanto provisional. Para darle la aprobación era necesaria una última prueba, eso lo tenía claro, y tal vez iba a ser ésta.

—No tenía la menor idea de estar progresando —dijo Cael tratando de obtener algún indicio de cuál era la finalidad de esta entrevista.

—Vuestro Círculo de Allegados todavía no os ha matado —comentó Oros mientras se servía otra copa de vino—. A eso lo llamo yo progreso. —Se recostó en su butaca y acarició la copa entre sus enormes manazas mientras miraba al elfo con curiosidad.

Cael le devolvió la mirada sin pestañear todo el tiempo que pudo, pero su curiosidad lo venció. Sus ojos volvieron a posarse sobre el armario de la esquina.

El capitán Oros se dio cuenta.

—¿Os gustaría ver lo que hay dentro? —preguntó.

—Si no supone demasiada molestia, shaffendi —respondió Cael.

Oros rompió a reír.

—He visto mucho mundo, amigo mío —dijo—. En mis viajes aprendí un poco de élfico, lo suficiente como para saber que acabáis de insultarme.

Cael chasqueó la lengua contrariado.

Shaffendi es una de esas palabras élficas intraducibles, usada a menudo para referirse a los imbéciles pagados de sí mismos —prosiguió el capitán del Gremio mientras se dirigía hacia el armario. Sacó del bolsillo una pequeña llave.

—Mis disculpas, señor —dijo Cael con una inclinación de cabeza—. Es una costumbre que adquirí en mi trato con los humanos. A los ignorantes les gusta cómo suena la palabra y la toman por un tratamiento de respeto.

—Está bien —rió Oros—. Tengo nociones de unas doce lenguas. Por ejemplo, si yo os llamara Gran Khashla’k, tal vez no sabríais nunca que os había llamado «culo de caballo».

—Acertado, señor —reconoció Cael—. Habéis acertado en los dos casos.

—Tal vez habría esperado que usarais un término élfico más respetuoso para dirigiros a mí —dijo Oros—. Tal vez un día lleguéis a llamarme shalifi.

Cael se puso serio.

—Ésa es una palabra que no se utiliza a la ligera, señor. Los eruditos humanos la traducen como «maestro», pero su auténtico significado es mucho más profundo.

—Lo sé perfectamente —respondió Oros con respeto—. Lo mencioné sólo porque me caéis bien. Tenéis un gran talento, mucha energía e ingenio. Llevo meses observándoos, Cael, siguiendo vuestra carrera. El Marfil de Vettow; eso fue vuestro, ¿no es verdad?

Cael hizo un gesto afirmativo.

—Las personas como vos son el futuro del Gremio: los atrevidos, los arriesgados. Guiado por una mano firme podríais conseguir mucho.

—No trabajo bien con otros —replicó Cael—. Prefiero mi propia compañía. Soy un perdedor, un intruso. Otros pueden caminar a la luz del día, pero yo soy un elfo oscuro, apartado de la luz.

El capitán Oros rompió a reír.

—¿Es eso lo que vais contando por allí? —preguntó.

—¡Es la verdad! —le espetó Cael—. Soy profundamente malo. ¡El pueblo de mi madre me expulsó por practicar artes oscuras!

—¡Bah! Con sólo miraros puedo ver que carecéis de lo que se necesita para ser despiadado. Sois peligroso, eso sí. Todos lo somos a nuestro modo. Puede que me dobléis en edad, amigo mío, pero de todos modos sois joven. Yo tengo muy buen ojo para los caballos, los barcos y las personas. Eso fue lo que me permitió alcanzar la posición que tengo.

—No sabéis nada —dijo Cael con una sonrisa—. Yo amo las sombras, me refugio en la noche.

—Tened cuidado cuando os refugiáis en la noche de que no sean las sombras las que se refugien en vos —replicó Oros tajante—. Atended bien a lo que yo y los demás os enseñamos. Eso os salvará la vida.

—Sé cuidarme solo —le soltó Cael. La sonrisa irónica se borró de sus labios—. Dadme una espada y os demostraré lo que me enseñó mi auténtico shalifi.

El capitán del Gremio se limitó a despachar la bravata de Cael haciendo un gesto con la mano.

—Estoy seguro de que podríais hacerme picadillo. Yo no soy un espadachín. Soy jefe de espadachines y otros libran las batallas por mí. Kolav, por ejemplo.

Una puerta se abrió y el minotauro entró en la habitación. Cael se puso de pie de un salto e interpuso una silla entre él y el monstruo. Kolav se rió mientras pasaba la mano por la espada que llevaba colgada al cinto.

—Es la segunda vez que te atreves a desafiarme, pequeño elfo —bramó—. Ten cuidado o alguien va a hacer que te comas tus bravatas y te las tragues con tu propia sangre.

—El melodrama no es tu fuerte —dijo Cael—. ¿Por qué no te buscas una bonita vaquilla con la que puedas jugar?

—¡Khashla’k! —replicó burlón el minotauro. Con una velocidad impropia de su gigantesca estatura, el monstruo atravesó la habitación de un salto e hizo trizas la pesada silla con que se protegía el elfo, y la lanzó después a un lado como si fuera un mueble de juguete. Cael se apartó y cogió la botella de vino de la mesa.

—Si me veo obligado a luchar, al menos dame una espada —gritó. ¿Iba a ser ésta su prueba?

—¡Claro que vas a tener una espada, la tendrás entre las costillas! —replicó el minotauro.

—Kolav —gritó el capitán Oros. El minotauro se detuvo al instante, pero un profundo bramido sacudió la habitación. Cael se llevó la botella a los labios y bebió un buen trago antes de volver a dejarla en la mesa.

—Ahora vete —ordenó Oros a la bestia, que obedeció de mala gana. No obstante, al llegar a la puerta volvió su enorme cabeza astada y miró al elfo con furia.

—Pagarás por tu atrevimiento, elfo —gruñó—. El día de mi venganza llegará. Rétame una tercera vez y ningún juramento me impedirá comerte el hígado.

Dicho esto, Kolav dio un portazo tan violento que partió la puerta de arriba abajo.

—¿Qué quiso decir? —preguntó Cael mientras ponía su silla de pie. A pesar del esfuerzo por aparentar indiferencia el corazón le golpeaba el pecho. No podía hacer otra cosa que tratar de calmarse.

—¿No lo sabíais? El hígado de elfo es un manjar para un minotauro —respondió Oros.

—Me refiero al juramento. ¿Qué juramento? —preguntó Cael con los dientes apretados.

—Kolav ha jurado servirme sin cuestionar mis órdenes —dijo Oros.

—¿Cómo lo habéis conseguido? —quiso saber Cael—. Siempre he oído decir que los minotauros son unos brutos obstinados, incapaces de someterse a un amo humano.

—Sí, es cierto que lo son, lo mismo que los ladrones independientes —replicó Oros—. Sin embargo, tienen su propio código de honor. A éste le salvé la vida y juró servirme a cambio, pero su historia tiene que ver con el contenido de ese armario —prosiguió el capitán mientras abría el mueble. Abrió las puertas de par en par y se hizo a un lado para que pudiera verse lo que contenía.

Para gran decepción de Cael, no había ningún tesoro fabuloso cobrado a los piratas. En lugar de eso, en el armario sólo se hallaba un modelo de fina factura de un galeón palanthino de tres mástiles. La habilidad y cuidado con que había sido tallado se echaban de ver en el brillo satinado de sus cuadernas y en el minucioso detalle de sus ornamentos y su aparejo.

—Éste es el Mary Eileen —dijo el capitán Oros con el pecho henchido de orgullo—. Fue el mejor barco que tuve en mi vida. Un barco rápido, esbelto, el mejor de la flota palanthina, y yo fui el capitán más joven que haya merecido alguna vez semejante honor. Navegué en él durante cinco años, los mejores años de mi vida, pero lo hice encallar en una tormenta al oeste de los Dientes de Caos, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, una galera pirara tripulada por minotauros se lanzó sobre nosotros. Perdí a todos mis hombres y yo mismo fui capturado por los minotauros y amarrado a un remo. Después de tres agotadores meses de navegación, los minotauros fueron abordados a su vez por un barco de guerra de los Caballeros de Takhisis cerca de Port Balifor. Conseguí liberarme, soltar a mi compañero de las cadenas y escapar del barco que se hundía. Los caballeros nos cogieron prisioneros pero mi familia pagó mi rescate. Yo pagué el rescate de mi compañero, porque nos habíamos hecho grandes amigos durante aquellos tres meses a bordo de la galera de los minotauros. Ese compañero era Kolav, y desde entonces me ha servido fielmente.

—Es un bonito barco —coincidió el elfo observando el modelo.

—Me rompió el corazón perderlo —dijo Oros. Se quedó callado y estuvo un buen rato contemplándolo pensativo. De repente lanzó una risotada y cogiendo el barco lo colocó encima de la mesa en la que habían estado comiendo.

—Mirad esto —dijo señalando la cofa del vigía que había en el extremo del palo mayor. Allí, situada cuidadosamente en el borde de la cofa, había una diminuta gaviota hecha de papel plegado. El papel era antiguo y había amarilleado, como si la gaviota de papiroflexia llevara allí muchos años con las alas dispuestas para emprender un vuelo que no había iniciado nunca.

—Alynthia la colocó ahí —dijo Oros riendo suavemente—. Por todos los dioses, debe de llevar ahí veinte años. Ella hizo tres viajes en el Mary Eileen con su padre. Por aquel entonces yo tenía un contramaestre a bordo que solía entusiasmar a Alynthia con los pequeños animales que hacía plegando trozos de papel. Pobre hombre. Se hundió con el barco. Por suerte Alynthia no estaba a bordo aquel día. No he vuelto a navegar desde entonces.

En ese momento se abrió la puerta y apareció Alynthia con el entrecejo fruncido, como si sospechara que ella era el tema de la conversación que acababa de interrumpir. Dio un paso atrás e hizo una seña al elfo.

—¡Venid conmigo! —dijo sin más.

Después de acabar el vino, Cael apoyó la copa sobre la mesa y se limpió los labios.

—Estoy listo —dijo.