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Si había algo que odiaba realmente sir Elstone Kinsaid eran los contables. Odiaba a cualquiera capaz de reducir a un grupo de caballeros, hombres y mujeres honorables, heroicos, dispuestos a dar su vida por la caballería, a simples números y cifras en un libro: una cantidad de raciones por día, una cuenta mensual de reparaciones de armamento y equipo.

En el escritorio que tenía ante sí había una breve misiva escrita con mano ágil y eficiente en una cuartilla. Rezaba así:

Al caballero coronel de Palanthas

Sir Kinsaid:

Debéis reducir vuestros gastos mensuales en suministros y nóminas en un once por ciento antes de fin de año. Vuestros dragones consumen grandes cantidades de forraje y las monedas de acero no crecen en los árboles. Confío en que con un poco de imaginación e ingenio podréis conseguirlo.

Sir Morham Targonne

Señor de la Noche

P.S. Todavía espero los informes del mes pasado.

Con gesto de desprecio, el caballero coronel de Palanthas estrujó la carta hasta que sus nudillos se pusieron blancos y la transformó en una pequeña bola. En un arranque de ira extendió los dedos y dejó que el papel se deslizara de la palma de su mano y cayera sobre la mesa. Allí estaba, en un valle rodeado por montañas de informes, análisis y estudios que debía cursar, aprobar y firmar para que pudieran ser archivados en algún lugar donde lo más probable sería que nadie los leyera en los próximos mil años. Los dragones pueden empollar, crecer, envejecer y morir, pero el trabajo de los contables no tiene fin.

El autor de la carta, Morham Targonne, había arrebatado el control de los Caballeros de Takhisis a Mirielle Abrena, la dama que casi sin ayuda había mantenido unida a la Orden después de la Guerra de Caos. Unos cuantos meses atrás, aproximadamente durante la marea de Yule, un jinete wyvern había traído la noticia de que lady Mirielle se había «retirado» y traspasado el liderazgo a Morham Targonne, un hombre que había ingresado en la Orden como escribiente, un simple contable, una persona cuya mano era más apta para sostener una pluma que una espada. Todos se enteraron, tarde o temprano, de lo que significaba «retirarse». Había sido asesinada, tal vez envenenada.

Una de las primeras órdenes del Caballero de la Noche había sido cambiar el nombre de Orden por el de Caballeros de Neraka. Esto fue algo a lo que sir Kinsaid se había opuesto con vehemencia… en privado. Nada dijo a sus oficiales y aparentó apoyar el cambio para no correr el riesgo de que lo consideraran culpable de rebeldía, pero en lo más profundo de su corazón se sentía terriblemente ofendido. Llevaba en la Orden tiempo suficiente como para haber transmitido la Visión original, el legado de su reina oscura, Takhisis, a todos sus caballeros. Gracias a la Visión cada caballero sabía exactamente cuál era su lugar en el plan de Su Oscura Majestad. Entonces Takhisis había abandonado Krynn junto con todos los demás dioses después de la Guerra de Caos, y con ella se llevó su Visión. Esto no modificó la lealtad que sir Kinsaid profesaba a su reina. La Orden de los Caballeros de Takhisis se había fundado para servirla. El hecho de cambiar su nombre por Caballeros de Neraka significaba traicionarla. Era un claro indicio de que el principio rector de la Orden había cambiado de una Visión de la gloria de su reina inmortal a una visión mundana, una visión en la que los caballeros consultaban la sabiduría de los mercaderes y los contables antes de partir a la batalla.

Alguien llamó a la puerta e hizo que sir Kinsaid volviera a la cuestión que tenía entre manos. Ante su abrupta respuesta, la puerta se abrió dando paso a una joven Dama del Lirio, que esperó a que el caballero coronel de Palanthas levantara la vista de los informes que tenía sobre su mesa.

—Sir Arach Jannon desea veros, señor —dijo brevemente, llevando el puño hacia el pecho de su negra armadura a modo de saludo.

—Hacedlo entrar —respondió él con un suspiro y devolviendo el saludo. Si había algo que detestaba casi tanto como a los contables eran los magos de comportamiento misterioso.

Unos instantes después, el Caballero de la Espina entró sigiloso en la habitación con las manos plegadas bajo las mangas de su manto gris. Lucía su habitual sonrisa engreída y sus ojos negros chispeaban por algún gozo interno. Al verlo, sir Kinsaid sintió que la ira que le producía Morham Targonne entraba en erupción y surgía como un chorro de vapor de una tetera, en la que estuviera haciéndose té de vainas, directo a la cara del lord Jurista.

—Borrad esa estúpida sonrisa de vuestro rostro, lord Caballero —gruñó.

Sir Arach se quedó boquiabierto ante estas palabras y tartamudeó algo mientras trataba de recuperar la compostura. Lo máximo que consiguió al final fue una mirada intrigada.

—Señor, me dijeron… me dijeron que queríais verme.

Sir Kinsaid cogió una carta de su mesa. No era la que quería mostrarle, pero no importaba. La sacudió ante los ojos del Caballero de la Espina.

—¿Sabéis de quién es esta carta?

—No, señor —respondió sir Arach. A lo sumo, podía suponer que era una de las dos docenas que según le habían dicho había recibido el caballero coronel esa mañana. Sabía que una de ellas era del mismísimo Señor de la Noche y había supuesto que contenía su ascenso a lord Jurista de Neraka (de ahí su sonrisa divertida cuando entró en la habitación). Era evidente que algo había salido mal.

—Es de la señora Jenna —rugió sir Kinsaid. En realidad, era una carta de su hermana, pero todavía no se había inventado un mago capaz de leer una carta que él agitase en la mano.

—¿Ah sí? ¿Y qué dice? —preguntó sir Arach. Cosa rara, no había tenido noticia de esa carta en particular. Debía de haber una brecha en el círculo de informadores que rodeaban al caballero coronel.

—Quiere saber cómo marcha su caso, el robo en casa de Gaeord uth Wotan. Dice que no consiguió nada de vos que no fueran respuestas evasivas y negativas rotundas. Se está cansando, exige justicia y amenaza con que, en caso contrario, ella misma se hará cargo de la cuestión.

—¿Qué quiere decir eso de hacerse cargo de la cuestión? —inquirió Arach con aire de suficiencia.

—¿No me estáis escuchando? —rugió el caballero coronel con la cara como la grana y las venas del cuello hinchadas como gusanos—. ¡Exige! ¡Amenaza!

—¡Vaya audacia la suya! —exclamó Arach.

La cara de sir Kinsaid adquirió una tonalidad de rojo aún más intensa.

—Tengo órdenes estrictas del general Targonne de dejar a la señora Jenna a su aire. ¡Dejadla sola! En otras palabras: ¡no la provoquéis con vuestras evasivas y negativas! —vociferó. Sir Arach miró en derredor, nervioso, preguntándose si desde fuera se oirían los gritos. No le haría ninguna gracia que el rumor de su regañina se difundiese más allá del castillo del caballero coronel. Sintió un ligero alivio al comprobar el grosor de la puerta y de las paredes.

—¿Quién es ese ladrón y por qué no ha sido arrestado? —exigió sir Kinsaid—. ¿No os parece que ya tengo bastante que hacer sin tener que contemporizar con hechiceras airadas y mercaderes quejumbrosos?

—Su nombre es Caelthalas Elbernarian, pero se lo conoce por el alias de Cael Varaferro. Se dice hijo de Tanis el Semielfo, un Héroe de la Lanza, pero parece que su afirmación carece de fundamento —declaró sir Arach oficiosamente—. Puede que el nombre sea inventado. Este Varaferro es un conocido pícaro, un mentiroso y a todas luces un fanfarrón.

—Da la impresión de que sabéis mucho sobre él —dijo sir Kinsaid con tono algo más moderado—. ¿Por qué no lo habéis capturado todavía?

—Creemos que se ha marchado de la ciudad —respondió sir Arach.

—¿Lo sabéis con certeza?

—No, pero no se lo ha vuelto a ver desde el festival del Albor Primaveral, cuando a uno de vuestros caballeros se le escurrió de entre los dedos en la puerta de la calle del Horizonte… Por supuesto que fue ejecutado por faltar a su deber. La casa de Varaferro y los lugares que suele frecuentar, como la Fuente de los Enanos, las riendas de los alquimistas, la Universidad y la Gran Biblioteca, han sido estrechamente vigilados. Ha desaparecido. O bien ha abandonado la ciudad voluntariamente o bien ha sido eliminado por otro ladrón que arrojó su cadáver a las cloacas. Como podéis ver, estamos trabajando en el caso, pero ahora mismo es poco lo que podemos hacer, por mucho que proteste la señora Jenna.

—Ella dice en su carta que el Gremio de los Ladrones ha escondido al elfo —dijo sir Kinsaid.

—No hay ningún Gremio de los Ladrones en Palanthas —lo tranquilizó sir Arach.

El Caballero de la Espina dio un salto cuando sir Kinsaid golpeó el escritorio con el puño. Una avalancha de papeles e informes cayó al suelo en cascada.

—Si hay una sola persona en Palanthas que realmente se crea esa mentira —dijo sir Kinsaid con ira apenas contenida—, es un ignorante. No me importa dónde esté ese ladrón ni quién lo oculte. Si este supuesto hijo del semielfo está en Palanthas, ya sea vivo o como un saco de huesos en la tripa de un monstruo de las cloacas, quiero que lo encontréis y que devolváis lo que robó. Quiero dejar satisfecha a la señora Jenna. ¿Me entendéis bien, lord Caballero?

—Sí, mi señor —respondió sir Arach con fingida humildad retrocediendo hacia la puerta y haciendo una reverencia. A modo de ocurrencia tardía añadió—: Si se trata de rebuscar en las alcantarillas, puede resultar caro.

—¡Fuera de mi vista!

Sir Arach se escabulló por la puerta justo cuando un pisapapeles de cristal se hacía trizas contra la pared al lado de su cabeza.