9

Los porteadores pusieron a Cael de pie y lo envolvieron apretadamente con cuerdas, con los brazos atados pero con las piernas libres. Alynthia se dio media vuelta y manteniendo la antorcha en alto se introdujo en las sombras. Cael la siguió, empujado por Nariz Ganchuda. Los dos porteadores se perdieron en las tinieblas y dejaron a los tres solos con su carga. Los ecos de sus pisadas los cercaban y entre las sombras se oía el ruido que hacía al caer el agua maloliente. Una niebla densa flotaba sobre el suelo, oscureciéndolo, pero la señora Alynthia abría la marcha con la espalda recta.

Pasaron junto a un montón de huesos y, de repente, de la oscuridad surgió una cripta lúgubre. En las paredes tenía talladas caras de expresión lasciva y escenas de una torturada vida de ultratumba. A un lado se elevaba una columna de piedra señalada con cráneos. Sobre sus cabezas, el techo describía un arco y estaba sostenido por numerosos pilares de ladrillo y de piedra húmeda y oscura. Los pies de los integrantes del grupo daban contra objetos que no podían ver y que salían rebotando por el suelo de piedra húmeda. Chapoteaban en charcos fríos que despedían un olor fétido. Las ratas huían de la luz de la antorcha y se paraban apenas superado el círculo luminoso para mirar a los intrusos por encima del lomo con sus relucientes ojos rojos.

Después de un rato llegaron a una pared que les bloqueaba el paso. En el centro tenía una puerta de hierro oxidado con una rejilla y bisagras pesadas y chirriantes encastradas en la piedra. Alynthia golpeó la puerta con el extremo de la antorcha y lanzó sobre el suelo una lluvia de chispas. Inmediatamente la rejilla se abrió y una voz preguntó:

—¿Quién vive?

—Viajeros venidos de lejos —respondió Alynthia.

El eco repitió por la catacumba el ruido del cerrojo al abrirse. El antiguo portón de hierro se abrió con un chirrido. El guardián de la puerta, un hombre viejo con una voz tan oxidada y chirriante como las bisagras de la puerta que guardaba, los saludó cuando entraron. De su cinturón colgaban un aro con llaves y un bastón. Saludó a Alynthia con una inclinación de cabeza, a Nariz Ganchuda con una risa aguda y lanzó a Cael una mirada venenosa de sus ojos legañosos y amarillos.

Al otro lado de la puerta había una escalera que ascendía hacia la oscuridad. Sin detenerse, Alynthia empezó a subir por ella con la antorcha parpadeando delante. Nariz Ganchuda empujó a Cael hacia arriba. La escalera no era larga y al final había un trípode y un brasero llameante que iluminaba un amplio rellano. Alynthia abrió la puerta que daba a un pasillo, el cual se internaba en las sombras hacia un lado y otro.

Pasaron junto a muchas puertas, la mayor parte bien cerradas, que daban la impresión de no haberse abierto en siglos. Otras se abrían ante una oscuridad hueca llena del eco de sus pisadas.

Cael no pudo refrenar su curiosidad.

—La casa está vacía —dijo, y preguntó—: ¿Dónde están todos los niños?

—No los hay en este nivel —dijo la mujer sin inmutarse—. Es sólo una casa de muchas mujeres, así nos protegemos. Nadie conoce todas las casas y fortalezas, de modo que nadie puede traicionarnos a todos.

Siguieron caminando un rato todavía, giraron a la derecha, subieron una escalera y giraron otra vez a la derecha. Ahora el pasillo parecía menos desierto. Pasaron por una habitación donde había una vela encendida encima de una gran mesa junto a un libro y a una abollada copa de plata.

—¿Adónde nos dirigimos, si puede saberse? —se atrevió a preguntar Cael.

—Vais a ser juzgado, por Mulciber, nuestro señor —respondió Alynthia sin volverse.

—¿Qué significa eso de ser juzgado por Mulciber? —preguntó Cael.

—Que morirás o vivirás.

Entraron en una sala que olía a madera de sándalo. El incienso ardía sobre mesas bajas alrededor de una enorme fuente de plata apoyada en el suelo. La fuente contenía todavía los restos de una comida. Había pasas y granos de arroz sobre la estera que la rodeaba.

Atravesaron una cámara más amplia en penumbras. Había en ella columnas de mármol gris en filas interminables que desaparecían en la oscuridad en todas direcciones. Sin embargo, en medio de ellas un ancho camino llevaba a una doble puerta alta, negra y repujada en oro.

Alynthia los condujo por la columnata de mármol hacia las puertas. Cael reparó en que Nariz Ganchuda había desaparecido en la oscuridad. Ahora estaba a solas con Alynthia, pero aun en el caso de que consiguiera escapar, ¿adónde iría? Sintió un estremecimiento interno mientras siguió camino detrás de ella.

—No puedo creer que vos prefiráis que muera…

Un puño enguantado lo golpeó en la lampiña mandíbula y lo estrelló contra una columna. La ladrona lanzó su cuerpo contra él y lo aplastó contra la fría piedra, mientras con los dedos retorcía dolorosamente su larga cabellera. Luego levantó una rodilla, le dio en las costillas y lo dejó sin aire en los pulmones.

Cael se desplomó en el suelo. De su labio brotaba un hilillo de sangre. Alynthia se pasó el dorso de la mano enguantada por los labios y luego cogió al elfo por el cuello de la camisa y lo obligó a ponerse de pie.

—Podéis creerlo, elfo. Dudo que vayáis a sobrevivir a este día, pero si lo conseguís no será porque yo lo prefiera. ¿Está claro?

Antes de que le viniera a los labios ensangrentados algo ingenioso que decir, la mujer lo empujó contra las puertas, que se abrieron de golpe y lo dejaron caer en la habitación que había al otro lado. Alynthia extrajo un puñal de su cinto y siguió su camino.

Cael se encontró tumbado en medio de una gran sala. A la izquierda, las primeras luces del alba se filtraban a través de unas altas ventanas. A la derecha, la sala terminaba en redes estaban decoradas con ricos paneles y las puertas tenían incrustaciones de oro. En lo alto, todo el techo estaba cubierto de hermosos frescos en los que habían representadas diversas escenas del comercio palanthino, desde los muelles hasta los mercados y también instituciones educativas y religiosas. En estos frescos de otra época, todavía existía la Torre de la Alta Hechicería, protegida por su imponente alameda, y aparecía Astinus dentro de la Gran Biblioteca escribiendo la historia de Krynn en sus crónicas del tiempo. Había escenas del pasado con un aspecto polvoriento y antiguo.

Alineadas contra las sombrías paredes había ocho sillas ricamente tapizadas con terciopelo de color rojo o verde bosque, lustradas y talladas con esmero y que podrían haber pasado por tronos reales. Una era mayor que las otras y su respaldo estaba tallado con la figura de un dragón de alas desplegadas y cabeza vuelta hacia el cielo. Las patas terminaban en garras cerradas sobre bolas de cristal resplandeciente. En esta silla estaba sentada una figura enorme vestida de azul oscurísimo. Su pecho brillaba como el bronce y los puños de su traje tenían galones de oro. Cerca de su codo había un cuenco dorado sobre un pequeño pedestal de mármol lleno de uvas frescas y oscuras y suculentas bayas. La imponente figura tenía el mentón apoyado en un puño y sus ojos oscuros despedían un brillo divertido. Era el capitán Oros uth Jakar quien rió estentóreamente al ver los esfuerzos de Cael por ponerse de pie.

En las sillas situadas a derecha e izquierda de Oros había figuras ataviadas de negro. Todas ellas, hombres o mujeres, tenían las capuchas echadas hacia atrás, y dejaban ver un conjunto de rostros que representaban una compleja muestra de las culturas y razas de Krynn. Un hombre de Tarsis de tez morena estaba sentado junto a una mujer de las planicies de Abanasinia. Más allá había un barbado kalamanita y junto a él otro hombre de barba que se parecía a él lo suficiente como para pasar por su hermano gemelo. Junto a ellos, un hombre de entrecejo fruncido y ojos pálidos nativo de Sancrist. Sin embargo, la silla situada a la derecha del jefe del Gremio permanecía vacía. A su izquierda, un nicho oscuro dejaba adivinar la presencia de una figura oculta en su interior.

Alynthia atravesó la estancia y ocupó la silla vacía. Cael miró a su alrededor y no vio ningún guardia, pero tampoco una posibilidad de escapar de aquel lugar. Miró de frente a los jefes del Gremio, con conciencia clara de la sangre que salía de sus labios y del cieno de cloaca que se secaba sobre sus ropas desgarradas. De igual modo se evaporaban sus esperanzas de huir.

Cuando Alynthia se hubo acomodado en su asiento sonó una campana en las sombras de la sala y lo que hasta ese momento era absoluto silencio se transformó en una especie de murmullo. Una voz habló entonces desde el nicho oscuro y vacío.

—¿Es éste el ladrón independiente conocido como Cael Varaferro, Cael Elbernarian, el elfo?

Era una voz capaz de helar el corazón más valiente, una voz amenazante, que parecía la voz de un hijo de los oscuros endrinos anteriores a la Era de los Sueños, una voz que parecía trasuntar la fatiga de muchos siglos. Cael no pudo determinar si era una voz de hombre o de mujer, una voz humana, de elfo o de enano.

En cuanto a la figura, ni siquiera sus agudos ojos de elfo podían adivinar la forma que se ocultaba en el oscuro nicho y evitaba la luz. Sólo pudo entrever sombras sugerentes, tal vez oscuros ropajes o una figura recostada y vestida de negro. La propia voz parecía salir del aire. A Cael se le erizaron los pelos de la nuca y experimentó una desconocida sensación de miedo.

—Lo es, mi señor Mulciber —respondió Alynthia.

—¿Dónde está su bastón? —preguntó la voz.

—Perdido en las alcantarillas —dijo Alynthia—, o al menos eso dice.

—Una pena. Nos han llegado noticias de que tiene grandes poderes —dijo la voz de Mulciber.

—No es más que un bastón —dijo Cael desafiante.

—¿Por qué nos dirige la palabra como si fuera uno de nosotros, como si fuera un igual? ¿Por qué no está amordazado? —inquirió Mulciber.

—Pensé… —empezó a decir Alynthia con tono vacilante—. Pensé que tal vez querríais interrogarlo, mi señor.

—Pensáis demasiado, Alynthia Krath-Mal —gruñó la voz.

—Fui yo quien ordenó que fuera traído a nuestra presencia desatado, mi señor Mulciber —intervino el capitán Oros.

Hubo una pausa, tras la cual la voz respondió:

—Muy bien. No tiene importancia. ¿Qué argumenta entonces en su defensa el elfo? ¿Dónde está el tesoro que nos robó?

—Vendido —fue la respuesta de Cael.

—¿A quién y a qué precio?

—He olvidado el nombre, pero el precio fue de trescientas monedas de acero.

Un grito ahogado escapó de las gargantas de los jefes del Gremio allí reunidos.

—Conocemos el nombre del alquimista, mi señor —dijo Alynthia—. La especia será recuperada esta noche antes de que la señora Jenna o los agentes de sir Arach Jannon consigan localizarla. El precio fue de cuatrocientas monedas de acero.

Mulciber hizo caso omiso de sus palabras.

—¡Una miseria! La flor de dragón valía diez veces esa cantidad. ¿Dónde está, pues, esa miseria?

—Perdida en las alcantarillas —respondía Cael—. Eso sí que es una pena.

—A todos nos apena que se haya perdido en las alcantarillas —se burló Mulciber—. ¿Sabe este elfo cuál es el castigo por robar sin licencia?

—Lo sé —dijo Cael—. No se puede ser un auténtico ladrón si se desconoce eso.

—O es un temerario o un tonto. El castigo es la muerte —sentenció Mulciber. Los demás capitanes del Gremio asintieron. Cael hundió la barbilla en el pecho y la larga cabellera cobriza le cubrió la cara. Daba la impresión de estar derrotado, pero lo que estaba haciendo era tratar por todos los medios de liberar sus nervudos brazos de las cuerdas que los aprisionaban. Estaban apretadas, pero en unos instantes más conseguiría soltar una mano. En el suelo, entre sus pies, había observado numerosas muescas en la piedra y una profunda mancha pardusca. Todavía podía haber esperanza.

Detrás de él una puerta se abrió con un chirrido, se cerró de un golpe brusco y unos pasos resonaron a sus espaldas mientras él seguía tratando de flexionar los brazos, retorciéndolos de forma que esperaba resultase imperceptible en aquella penumbra. Las cuerdas se aflojaron un poco, y luego un poco más.

Levantó la vista y vio a Alynthia inclinada hacia la silla del capitán Oros. Con una mano se cubría los labios mientras le susurraba algo al oído, y él miraba pensativo al elfo condenado con la barbilla apoyada en su enorme puño. Los pasos resonantes se acercaron más y Cael oyó un bufido de satisfacción seguido por el silbido de una espada que cortaba el aire. Cael tensó el cuerpo a la espera del golpe que parecía descargarse en cámara lenta.

Oros sacudió la cabeza e indicó a Alynthia que volviera a su sitio. Ella así lo hizo, evidentemente contrariada, pero se abstuvo de replicar.

—¡Kolav!, sujeta tu espada un momento —ordenó súbitamente Oros. Los pasos se detuvieron, pero ciertas protestas contenidas indicaron que el ejecutor no se sentía satisfecho.

—¿De qué se trata, capitán? —preguntó Mulciber—. ¿Os atrevéis a interrumpir el cumplimiento de mi orden?

—Jamás me atrevería a cuestionar vuestras órdenes, mi señor —respondió Oros—, pero se ha hecho una oferta por la vida de este elfo.

—¿Hay alguien aquí dispuesto a comprarlo como esclavo? —inquirió Mulciber. Los capitanes del Gremio se miraron unos a otros.

—No como esclavo, mi señor Mulciber —dijo Oros—. La capitana Alynthia ha perdido a dos ladrones de su Círculo. Brem de Ergoth Septentrional murió anoche en las alcantarillas, y Markom murió en la casa de Gaeord uth Wotan a manos de este mismo elfo. Todavía seguimos escasos de hombres y no podemos darnos el lujo de reemplazar a estos dos ladrones experimentados por aprendices. El elfo ha dado muestras de su talento, y la capitana Alynthia piensa que debería ser condenado a ocupar el lugar de aquéllos.

Hubo una pausa, durante la cual los capitanes reunidos del Gremio de los Ladrones discutieron la propuesta con agitados cuchicheos. Por fin, la capitana del Gremio de Abanasinia sacudió la cabeza en gesto de desaprobación y habló en voz alta por primera vez. Sus largos bucles negros como la noche enmarcaban su rostro bronceado por el sol.

—Es un independiente, capitán Oros, y los independientes se caracterizan por obrar a su antojo y no suelen adaptarse a las formas del Gremio. Es preferible matarlo y zanjar la cuestión. Tengo un joven carterista que promete mucho en mi Círculo si la capitana Alynthia tiene necesidad de sustitutos.

—Claro, mejor matarlo ahora mismo —gruñó una voz al oído de Cael. Su aliento abrasaba y olía a carne cruda y a cerveza rancia. Cael trató de no vomitar mientras seguía tratando de liberarse de sus ataduras.

—Realmente tiene talento, capitana Corazón de Lobo —sostuvo Orus—. Se introdujo con sigilo y habilidad en la casa de Gaeord uth Wotan. ¿Cuántos de nosotros seríamos capaces de algo así? Ni siquiera la capitana Alynthia, la más grande de todos nosotros, se atrevió a intentar semejante hazaña, y en cambio prefirió escabullirse durante la fiesta ofrecida por el señor Gaeord, y a la cual ambos estábamos invitados.

—Todo eso está muy bien, capitán Oros —dijo el capitán del Gremio de Sancrist—, pero…

Alynthia lo interrumpió y elevó su voz para ahogar todas las argumentaciones.

—Yo me opongo por principio a esto tanto como el resto de vosotros —casi gritó—. Pero incluso yo debo admitir que él me birló subrepticiamente la especia del bolsillo mientras burlaba mi vigilancia. A continuación se nos escapó y a punto estuvo de conseguirlo otra vez anoche en las alcantarillas. Me gustaría ponerlo a prueba dentro del Gremio, pero de buena gana lo mataré con mis propias manos si no responde a ese reto.

El capitán de Sancrist golpeó airadamente el brazo de su silla. Era un hombre enorme que le llevaba en una cabeza a cualquiera de los reunidos.

—Sólo tratáis de justificar vuestro fracaso en la casa de Gaeord exagerando el talento de este elfo.

—¿Os importaría probar esas acusaciones? —preguntó Alynthia jugueteando con su puñal.

El hombre se sorprendió y quedó boquiabierto.

—Yo… por supuesto que no, capitana Alynthia —dijo vacilante. Había empalidecido y de repente parecía más interesado en el estado de su manicura que en la suerte del elfo. Los demás capitanes volvieron a cuchichear.

En ese momento, un lazo de los que mantenía atado a Cael cedió finalmente y cayó al suelo. Él se liberó una mano y se soltó las ataduras de la otra. Los capitanes del Gremio se dieron cuenta y poniéndose de pie de un salto empuñaron sus armas ocultas. Alynthia, al sentirse traicionada, desenvainó la espada mientras el capitán Oros se limitaba a contemplar la escena con expresión entre asombrada y divertida.

Tras girar en redondo, Cael se lanzó de cabeza contra el pecho montañoso de una enorme criatura. Trastabilló y alzó la vista hacia un rostro de pesadilla. Aunque la cabeza era como la de un toro, en sus ojos ardían la furia de un animal y la inteligencia de un hombre. De su cabeza salían dos cuernos curvos, oscuros como la caoba, lustrosos y acabados en aguzadas puntas. Unos músculos enormes sobresalían bajo la piel de un color pardo rojizo y la risa resonaba en las gruesas cuerdas vocales de su garganta. Llevaba una armadura de cuero, adornada al modo bárbaro, con remaches de cobre y decorada con piedras semipreciosas y hueso. Superaba con creces la estatura del elfo y en una mano sostenía un arma enorme, una espada curva tan grande que el elfo tal vez ni siquiera habría podido sostenerla. El minotauro la enarbolaba como si fuera de juguete.

Con la otra mano cogió a Cael por la garganta antes de que éste pudiera recuperarse de su sorpresa. Lentamente, los dedos del minotauro fueron estrechándose sobre su tráquea. Jadeando, Cael se afanaba en aflojar los dedos, pero habría sido más fácil aflojar las raíces de un poderoso roble. Empezó a ver puntos negros.

Alynthia y los demás capitanes de los ladrones se reclinaron nerviosamente en sus asientos. Una risa amortiguada salió del nicho en sombras.

—Cael Varaferro, éste es Kolav Ru-Marn de Kothas, mi guardaespaldas y ejecutor de justicia —dijo riendo el capitán Oros, y agregó—: Trata de no matarlo, Kolav.

Los dedos del minotauro se aflojaron un poco en torno a la garganta de Cael, sin soltarlo. El minotauro lo sacudió como si fuera una muñeca de trapo.

—Nadie puede escapar de mí, pequeño elfo —gruñó.

—Kolav, aquí presente, es la mejor espada de todas las tierras de Ansalon —dijo Oros.

—¡De todo Krynn! —rugió el minotauro.

—Tiene gracia —dijo Cael medio ahogado—. Siempre pensé que yo era el mejor espadachín de todo Krynn. —De repente se encontró volando y fue a caer de espaldas, sin aire en los pulmones, a los pies de Alynthia. Miró hacia arriba, con los ojos entrecerrados por el dolor, y se encontró con la mirada de la mujer, que lo contemplaba con expresión de odio y de disgusto.

—¡Que le den una espada! —rugía el minotauro—. Ya lo han oído. Me ha retado. ¡Voy a comerme su corazón! ¡Por Sargonnas que lo haré!

—No es el momento ni el lugar —rugió Mulciber impaciente desde las sombras. El silencio volvió a reinar, e incluso Kolav pareció acobardado ante el sonido de aquella voz. A una señal del capitán Oros, Alynthia ayudó al elfo a ponerse de pie y lo condujo ante el nicho.

—¿Qué daréis por la vida de este elfo? —preguntó la voz de Mulciber.

Alynthia hizo una pausa antes de responder y dirigió una mirada al capitán Oros. Ambos intercambiaron elocuentes miradas y todos sabían que este episodio sería debatido cuando los dos capitanes de los ladrones llegaran a su dormitorio. El capitán Oros era de mayor rango, pero no escaparía a la ira de su mujer si no accedía a sus deseos.

—Con él recuperaremos uno de los tesoros robados al Gremio —fue su respuesta.

Los demás capitanes se miraron unos a otros y empezaron a cuchichear. El capitán Oros hizo un gesto de aprobación a su amante.

—¿Qué tesoro? Hay muchos —dijo Mulciber.

—El Octavo Círculo lo determinará —respondió la capitana Alynthia.

—Llamad al señor Petrovius. Volveremos a oír la lista —ordenó Mulciber. Kolav abrió una pequeña puerta y el nombre de Petrovius salió de su boca y penetró las tinieblas.

Pronto apareció un anciano que atravesó la puerta cojeando. Su calva estaba cubierta de manchas oscuras, tenía unos ojos lechosos y cuando sonreía sus labios dejaban al descubierto una oquedad oscura desprovista de dientes. Estaba tan encorvado que casi se doblaba en dos y se apoyaba en un bastón casi tan sarmentoso como él mismo. Se detuvo al lado de Cael, de frente al nicho, e hizo una reverencia por encima de su bastón.

—Señor Petrovius, el más anciano de todos los ladrones, volved a nombrarnos todos los tesoros que hemos perdido y decidnos si sabéis dónde están ahora y quién los tiene, o si se han perdido en la noche de los tiempos —dijo Mulciber.

—¿Debo mencionar también a nuestros hermanos y hermanas asesinados la Noche de los Martillos Negros? —inquirió el anciano—. La lista es larga y larga la enumeración, porque sólo tres sobrevivieron: yo mismo, el joven capitán Oros, que me salvó la vida al rescatarme de los Caballeros Negros que me habían capturado, y al tercero no lo nombramos porque él fue quien nos traicionó. Aunque escapó, lo encontramos al fin y el capitán Oros acalló sus protestas de inocencia con sus propias manos, lo cual fue justo y correcto.

—Creo que esta noche no, maese Petrovius —replicó Oros—. Lo que queremos es oír la relación de los tesoros del Gremio.

El anciano empezó a enumerar los tesoros, indicando el valor, cuándo había sido cobrado y por quién, dónde se encontraba ahora o si estaba perdido. Eran muchos y de todo tipo: joyas, artículos de magia, armas famosas, artefactos, tanto abominables como maravillosos, pero el principal de todos era la Piedra Fundamental de Palanthas. Cuando la mencionó, un quejido salió de las gargantas de todos los allí reunidos, e incluso Cael sintió una terrible tentación en el corazón.

—Por supuesto que la Piedra Fundamental está fuera del alcance de cualquier ladrón —dijo el cronista—. Tristemente, en estos tiempos sombríos, no hay ladrón capaz de recuperarla. Está perdida para nosotros a menos que cambien los tiempos.

Prosiguió con la enumeración de los tesoros menores, después los objetos de arte, las coronas y los cetros enjoyados robados a lo largo de los siglos, hasta que finalmente la larga lista llegó a su fin. Habiendo agotado su cúmulo de sabiduría, se dio media vuelta y se alejó renqueando mientras farfullaba algo sobre lo tardío de su desayuno. Los capitanes del Gremio permanecieron sentados en sus sillas con aire satisfecho, como si acabaran de presenciar su representación favorita. Durante la intervención del anciano habían entrado en la estancia los criados, aprendices de ladrones, portando cuencos de fruta y panes. A continuación, los mayordomos, con esbeltas jarras y copas de plata. Les sirvieron a todos los capitanes, aunque los sirvientes pasaban delante del nicho ocupado por Mulciber sin mirar siquiera. Cuando todos se hubieron retirado y reinaba un silencio caviloso, el capitán del Gremio de Kalaman hizo oír su voz.

—Yo voto por el Relicario —dijo.

—¿No habéis oído al anciano? —replicó Oros—. La Noche de los Martillos Negros, los Caballeros Negros se llevaron el Relicario fuertemente custodiado. Desde entonces no ha vuelto a ser visto ni ha llegado a nuestros oídos noticia alguna sobre su paradero. Debemos darlo por perdido.

—Podríamos buscarlo. Sospecho que todavía está en mi círculo, el Tercer Círculo de la ciudad, en casa del caballero coronel. O bien allí o en el antiguo templo de Takhisis, en el círculo de la capitana Alynthia, en el Séptimo Círculo —dijo con obstinación—. Además, el Relicario sería un reto digno del supuesto talento de este ladrón.

—Os digo que os quitéis de la cabeza el Relicario —dijo Oros—. Es demasiado valioso para permanecer en Palanthas, donde los Caballeros de Solamnia podrían encontrarlo. Si los Caballeros de Neraka saben a quién pertenecen los huesos que contiene, como os aseguro que saben, lo más probable es que se halle en los sótanos más recónditos de su fortaleza de Neraka, fuera del alcance de cualquiera.

El capitán del Tercer Círculo se conformó, no muy convencido.

—¿Qué proponéis entonces, capitán Oros? —preguntó la capitana del Cuarto Circulo, la abanasiana Corazón de Lobo. Su círculo de influencia estaba marcado por la calle del Mercado, la única calle de la Ciudad Nueva que formaba un círculo sin interrupción en torno a la ciudad, e incluía zonas tan diversas como el callejón de la Fragua y el principal mercado de Palanthas, donde se fabricaba e intercambiaba la mayor parte de las riquezas de la ciudad.

—Sugiero la Pócima de Shonlay —dijo Oros. Los capitanes intercambiaron miradas de sorpresa.

—Está en la casa de la señora Jenna, una poderosa hechicera de túnica roja —dijo Jakar Jervanian, el tarsiano, que era el capitán del Segundo Círculo—. Eso está dentro de mi círculo de la ciudad y, como sabéis, su casa presenta muchas dificultades. Lo hemos intentado y precisamente por eso el polen de la flor de dragón debía robarse de la casa del señor Gaeord, antes de que la señora Jenna pudiera poner sus manos sobre él y quedase fuera de nuestro alcance.

—No puede ser tan inexpugnable como la Torre de la Alta Hechicería, de la que se robó originalmente la Pócima, hace muchos años, en la Era del Poder —respondió Oros.

—Cierto, pero entonces corrían tiempos mejores —concedió la capitana Corazón de Lobo—. Nuestros pequeños robos no pueden compararse con las hazañas heroicas de aquellos días.

—Sin embargo, podría intentarse —intervino la capitana del Quinto Círculo. Su nombre era Kristin Candela y era original de la ciudad de Sanction. En el Quinto Círculo había sobre todo residencias y, en la zona más próxima a la bahía, almacenes. Una parte importante del rico distrito comercial también estaba comprendida dentro de su círculo, aunque lo compartía con el Cuarto Círculo. Su territorio limitaba al este con el camino del Candil del Caballero, al sur con la calle de la Plata y al este con el Camino Nuevo de Itari.

—Vaya, me gusta la idea —dijo el capitán del Sexto Círculo—. Es hora de que empecemos a ejercer otra vez nuestra influencia sobre la ciudad. ¿Qué mejor manera que dar un golpe donde casi nadie imaginaría que nos atreveríamos a intentarlo? —El capitán del Sexto Círculo era el único enano del Consejo cíe los Ladrones. Tenía la barba y la estatura habituales de un enano. Sin embargo, su tez pálida y el brillo levemente salvaje («desquiciado» decían algunos, aunque cuando él no los oía si apreciaban su vida) de sus ojos lo identificaba como un miembro del clan Daergar. Puede que algunos consideraran que su círculo era el menos interesante de Palanthas, pero Felthorn Mano Sangrienta estaba orgulloso de su territorio. Bajo su dominio estaban el Distrito del Templo Viejo y también el Distrito Montañas Purpúreas, donde se encontraban las residencias de los nuevos ricos de Palanthas, a los que él había jurado convertir en «nuevos pobres». El Sexto Círculo estaba delimitado al norte por el bulevar del Oro, al sur por la avenida del Sol y al este por el camino de los Calafates.

—¿Todos de acuerdo, entonces? —preguntó Oros. Uno por uno, los otros capitanes del Gremio fueron dando su aprobación.

Mulciber habló el último.

—Capitana Alynthia Krath-Mal, obtendréis para nosotros la Pócima de Shonlay. Si fracasáis, vos misma os encargaréis de ejecutar al elfo. En caso de que escapase, el castigo caería sobre vos. Tanto sir Arach Jannon como la señora Jenna siguen buscándolo. Debe morir antes que caer en sus manos.

—Sí, mi señor —asintió Alynthia haciendo una inclinación de cabeza.

—Capitanes, os dejo que concluyáis vuestros asuntos —dijo Mulciber. Todos se pusieron de pie. Cael esperó expectante, pero nadie salió del nicho. Ni siquiera la sombra de un movimiento marcó la salida del jefe del Gremio. ¿Cómo había desaparecido y a dónde había ido?

—Bueno, se ha ido —dijo por fin Oros suspirando—. Yo también os dejo con vuestros asuntos. —Se acercó a Cael y le indicó que lo siguiera.

Cael siguió al capitán del Gremio, como se le había ordenado, atravesando la doble puerta hacia la sala de las columnas. El minotauro iba detrás de ellos. Con un remedo de risa cogió la delgada muñeca del elfo con su enorme puño y le dobló el brazo hasta llevarlo a la espalda.

—Con suavidad, Kolav —le dijo Oros sin volver la cabeza—. Ahora es uno de los nuestros.