Cael escuchó con deleite el tumulto de la habitación que estaba encima de su cabeza. Una trampilla le había abierto el paso hacia un estrecho espacio que había debajo del suelo. Aunque apenas había lugar para un gato, se las ingenió para introducirse y abrirse camino en la oscuridad sin desprenderse de su bastón.
La luz inundó el pasadizo cuando los ladrones consiguieron dar por fin con la trampilla e introdujeron a toda prisa en el agujero una vela encendida. Docenas de ratas salieron corriendo al ver la luz, saltando por encima del cuerpo de Cael. Uno de los gigantones introdujo la cabeza por la trampilla, miró a Cael y recibió una patada en la nariz como premio a sus molestias. Rugió de dolor y de rabia, pero no había espacio suficiente para meterse dentro. Cael oyó que Alynthia gritaba una orden con voz destemplada y a continuación oyó pasos que salían de la habitación y se alejaban por el pasillo. Cael continuó huyendo a gatas.
Tras abrir de un empujón otra trampilla, el elfo se dejó caer ágilmente al suelo del vestíbulo. Los dos gigantones aparecieron por una escalera no más distante de veinte pasos. Lanzaron un rugido cuando vieron a su presa, pero Cael se dio la vuelta y salió corriendo en dirección opuesta.
No había cojera que retrasase su marcha. Corría ligero, como si sus pies no tocaran el suelo, y con la capa flotando en el aire. Giró por una esquina rápidamente, volcando un cubo de peladuras y basura para frenar a sus perseguidores, pero los matones no se detuvieron y se dieron de bruces contra la pared.
La tormenta rugía y descargaba pesadas cortinas de agua. Al frente, la puerta delantera del edificio estaba abierta y dejaba entrar una luz mortecina. Un grito de uno de los gigantones alertó a las sombrías figuras de la calle, que bloquearon la puerta. Llevaban mazas de cuero con plomo en el interior colgadas de sus muñecas. Cael paró de golpe mientras los matones se le acercaban. De una patada abrió una pequeña puerta y la atravesó de un salto, se giró, la cerró de golpe y pasó el cerrojo justo en el momento en que el primer matón la alcanzaba. Del marco saltaron astillas, pero el cerrojo resistió.
Era una pequeña letrina en la que el elfo apenas podía revolverse. En el fondo se encontraba un asiento de madera en el que habían abierto un agujero. Haciendo presión con su negro bastón contra la pared, Cael pronunció una sola palabra en voz baja: «Escóndete». El bastón se estremeció, se fundió con la pared y desapareció de la vista. Durante un momento, un resplandor rojizo dibujó su contorno sobre la piedra, pero pronto se desvaneció. La puerta se sacudía con el asalto. Justo cuando Cael saltó sobre la banqueta y se dejó caer por el agujero, la puerta se abrió de golpe y el retrete se llenó de hombrones sudorosos y blasfemantes y de astillas de madera.
La caída fue más larga de lo que había pensado. Veía pasar vertiginosamente los peldaños de metal oxidados y corroídos de una vieja escalera, pero al girarse, todo era oscuridad. Le llegaba el ruido atronador de una corriente de agua. Fue a caer, de pie, sobre un agua oscura, tan dura como la piedra, y llegó rápidamente al fondo. En la alcantarilla, el agua de la tormenta corría y se arremolinaba. Cael sentía que la corriente lo golpeaba y lo arrastraba como a un despojo más de la ciudad. La bolsa de monedas que llevaba en el cinturón se arrastraba por el fondo de la cloaca. Cael daba patadas y trataba de resistirse a la fuerza del agua mientras tiraba de su bolsillo. Por fin, la cinta de cuero se rompió. Las brillantes monedas salieron del bolsillo como un cardumen de peces de plata y fueron engullidas por un oscuro remolino de agua. Con un esfuerzo, Cael consiguió romper la superficie y aspirar una bocanada de aire.
Una red cayó al agua a su lado, luego otra y por último un gancho al final de un largo palo de madera. En ese punto, la cloaca se alargaba y estrechaba como un camino de enanos. Había hombres de pie a ambos lados que entorpecían el camino de acceso con redes y arpones en las manos.
—¡Ahí está! —gritó uno arrojando su red. Cael se escurrió bajo la superficie justo en el momento en que la red golpeaba el agua en torno a su cabeza. Nadó hasta el otro extremo del canal mientras le llegaban amortiguados los gritos y el ruido de las armas que los ladrones hundían en el agua.
Sintió un dolor lacerante en la pierna. Un garfio se le había clavado justo detrás de la rodilla. Se sintió arrastrar hacia atrás por el agua. Trató de zafarse pero el gancho había penetrado en la pernera de los pantalones. Le entraba agua por la nariz y se ahogaba. Sintió que el hierro se le hundía en la carne y amenazaba con rasgarla y desgarrarla a la menor resistencia. Trató de soltarse de él, pero no podía retorcerse. Tiraban de él hacia arriba y sus manos golpeaban contra la superficie del agua.
Por fin golpeó con la espalda contra una piedra. Se aferró al palo y se elevó fuera del agua para llenar los pulmones con una bocanada de aire. Lo recibieron sus captores entre risas y burlas mientras se arracimaban encima de él, a orillas de la corriente.
—¡Dale otro remojón, Brem! —le gritó uno al ladrón ergothiano que sujetaba el gancho.
Brem volvió a sumergirlo y el agua le llenó los oídos. Tiraron una vez más de él y lo sacaron del agua. Cael tosió y expulsó el agua nauseabunda de la alcantarilla, mientras le lanzaban insultos y pedían otro chapuzón. Otra vez lo hundieron, pero esta vez consiguió asirse firmemente al gancho y desprenderlo de sus pantalones, plantó los pies en el muro de piedra del canal y se levantó. Oyó un grito seguido de una tremenda zambullida.
Cael salió a la superficie y vio cómo la alcantarilla hinchada por la tormenta arrastraba a su captor. Otros ladrones trataban de socorrer al hombre tendiéndole palos, a los que él se aferraba para soltarlos a continuación. El elfo no tenía tiempo para disfrutar del espectáculo. Una red cayó a su alrededor y antes de que pudiera sortearla nadando, los hilos provistos de pesas se le enredaron en las piernas atrapándolo. Esta vez fue arrastrado rápidamente a la orilla y sacado del agua. Lo dejaron caer sin miramientos sobre las piedras y alguien le dio un puntapié en la espalda.
Corriente abajo, los ladrones habían conseguido atrapar finalmente a su compañero y entre risas lo arrastraban hacia la orilla. Entre náusea y náusea, el tal Brem juraba vengarse del elfo, pero a continuación, sin decir agua va, desapareció con un grito en un remolino de agua cenagosa. Una poderosa cola provista de púas azotó por un momento la superficie y desapareció. Uno de los ladrones de la orilla se quedó mirando boquiabierto su palo. El gancho y casi un metro del mismo habían desaparecido de una dentellada y el extremo estaba reducido a astillas. Con una mirada de espanto pintada en la cara, soltó su palo y salió corriendo. Otros ladrones no tardaron en seguirlo y Brem quedó abandonado, olvidado. Treparon por la escalera y algunos desaparecieron en las oquedades o en los túneles laterales mientras las linternas caían al agua emitiendo un silbido.
Rápidamente enhebraron un palo en la red de Cael y dos cogieron los extremos del palo y salieron corriendo.
—¿Qué fue eso? —preguntó a sus captores mientras iba dando tumbos. Sólo habían pasado unos instantes, pero el número de ladrones que participaban en su captura ya se había reducido a media docena: los dos que cargaban con él, dos que abrían camino provistos de linternas y otros dos que cerraban la marcha esgrimiendo sus dagas.
—El monstruo de la cloaca —contestó burlón el que iba delante por encima del hombro—. Tienes suerte de que no lo alimentemos contigo. Brem es uno de los mejores compañeros que he tenido, pero la capitana Alynthia dio órdenes de llevarte vivo, y no me atrevo a contrariarla, ni por todo el dinero del mundo. —De pronto, Cael lo reconoció como el hombre de la nariz ganchuda a quien él había vencido en las correrías de la noche anterior.
»Gajes del oficio, supongo —agregó con una risa intempestiva—. Brem sabía cuáles eran los riesgos, lo sabía como todo el mundo. En una época, el Gremio mantenía las al cantarillas limpias, para su propio beneficio, por supuesto, y dicen que ésa era una de las razones por las cuales la ciudad no intentaba deshacerse de nosotros, pero desde la Noche de los Martillos Negros, las cosas volvieron a cobrar vida en las alcantarillas, algunas con su forma anterior, otras peor.
Fuese cual fuese su origen, por estas avenidas subterráneas habían circulado los desechos de casi veinticinco siglos. Sin embargo, a pesar de su naturaleza asombrosa, pocos ciudadanos de Palanthas los habían visto, y tampoco tenían el menor interés. Las alcantarillas eran la guarida de los desechos de la humanidad y de cosas aún peores. Las ratas y los enanos gully no eran más que la superficie visible de un mundo oculto de cámaras y pasajes olvidados por los que actualmente, según se decía, circulaban criaturas nacidas de una pesadilla de Caos. Los palanthinos creían en los monstruos de la cloaca y visitaban sus guaridas en la oscuridad de la noche con indudable prevención, pero los Caballeros Negros y el Senado se desvivían por desmentir esos rumores.
Aunque Cael estaba profesionalmente familiarizado con estos pasajes subterráneos, sus captores iban dando rodeos y no podía determinar la dirección en que avanzaban. Después de largo rato, por fin los ladrones se detuvieron en el extremo de un pequeño pasaje en el que apenas cabían los hombres de pie. Un hilo de agua se filtraba por una rejilla que había encima de sus cabezas y una luz mortecina les iluminaba las caras.
Pusieron a Cael debajo del agua, al parecer por mera diversión. De repente reinaba el silencio. El de la nariz ganchuda guardó silencio al igual que sus compañeros y cuando uno de ellos trató de encender una pipa para pasar el tiempo, el que llevaba la voz cantante se la quitó de la mano de un manotazo.
Esperaron. Esperaron mientras la luz que llegaba desde arriba se hacía más intensa y la tormenta amainaba desplazándose hacia las colinas y granjas de los confines orientales de Palanthas y la luna se ponía detrás de las Montañas Vingaard. A Cael le dolían los músculos y lo sacudían fuertes temblores por el frío y la humedad. Por fin, cuando la luz adquirió el tono rosado de la aurora, se oyó el ruido del roce de una piedra contra otra. Los ladrones salieron a la superficie e izaron a Cael en la red y lo golpearon dolorosamente contra las piedras. Detrás de ellos, una sección de la pared de la alcantarilla se retrajo y dejó salir un cálido resplandor amarillento.
—Traedlo dentro —susurró una voz.
Rápidamente pasaron por la abertura arrastrando a Cael por el umbral. Daba la impresión de que les causaba placer hacerle más daño y producirle más magulladuras. Le dolían todas las articulaciones y las cuerdas húmedas le raspaban la piel. Lo dejaron caer como un saco nada más entrar y soltaron el palo que lo golpeó en la cabeza.
Una figura que sostenía una antorcha se cernió sobre él. Cael parpadeó ante aquella luz humeante mientras la puerta se cerraba detrás de él con un chirrido.
—¿Dónde está su bastón? —preguntó aquella figura con enfado. Cuando Cael consiguió adaptarse a la luz pudo distinguir las suaves formas de quien portaba la antorcha.
—No llevaba bastón alguno, capitana —respondió Nariz Ganchuda.
—Se me cayó en la alcantarilla, mi señora Alynthia —dijo Cael.
—No sé por qué no me lo creo —dijo la figura dejando escapar el aire entre los dientes. La antorcha se agitó con un chisporroteo—. Liberadlo —gruñó.
Los porteadores sacaron a Cael de la red mientras Nariz Ganchuda daba rienda suelta a sus quejas.
—Escurridizo como una anguila, este elfo. Apostaría que es un mago. ¡Hizo que Brem se precipitara al agua y casi se nos escapa, y a Brem se lo tragó un monstruo de la cloaca! Será mejor dejarlo atado o matarlo ahora mismo.
—Ya conoces la ley —dijo Alynthia con voz destemplada—. Debe presentarse ante el Octavo Círculo. Átale los brazos si quieres, átaselos bien. A mí me da lo mismo —se volvió hacia el elfo cautivo—. La muerte os acecha, Cael Varaferro. De este lugar no hay escapatoria posible.