En la esquina de la calle del Candil del Caballero y la calle del Horizonte, Cael se desvió, se agachó bajo un farol luminoso y bisbiseante y se introdujo en un pequeño y oscuro callejón, por cuyo centro corría un canal de agua limosa, motivo de su nombre: el callejón de la Ciénaga. En el extremo opuesto había una desvencijada escalera de madera adosada al muro de un viejo edificio. Cael subió por ella hasta llegar a una puerta, por la que se introdujo en una sala oscura en cuyo techo de pizarra repicaba la lluvia.
Un precoz chaparrón de primavera no bastaría para frustrar los festejos nocturnos. A decir verdad, en Palanthas muchos estaban deseando la lluvia. Desde la Purga de Dragones, cuando el gran dragón azul Khellendros se apoderó de las tierras que rodeaban Palanthas y empezó a transformarlas en un desierto, el clima de la ciudad era caótico. En primavera apenas si llovía, y los veranos eran cada año más largos y calurosos. En cambio, el otoño era inusualmente húmedo, con tormentas violentas y frecuentes, y las ocasionales y leves nevadas invernales antes eran algo nunca visto. Por fortuna, el comercio de Palanthas nunca había dependido de la agricultura, pero en los últimos tiempos, a las familias que cultivaban los valles circundantes les resultaba cada vez más difícil sacar partido al suelo.
De ahí que una abundante lluvia en la noche del Albor Primaveral se considerase un buen augurio, incluso una señal esperanzadora. Las calles se llenaron de juerguistas borrachos que chapoteaban entre los adoquines y cantaban como lunáticos.
Cael se introdujo en un pasillo estrecho y oscuro y cerró la puerta tras de sí para evitar que entrara la lluvia. Más adelante se oía llorar a un niño mientras un hombre y una mujer intercambiaban palabras obscenas. Un par de niños, desnudos y mugrientos, se refugiaron detrás de una puerta abierta. Cael entró en la habitación sin mirar. Se detuvo unas cuantas puertas más abajo y al sacar una llave de su cinturón, una vasija de loza se rompió a sus espaldas y los fragmentos rebotaron pasillo abajo. Una mujer gritó, y los niños de la habitación pasaron como un rayo a su lado mientras gimoteaban, abofeteando el suelo con sus pequeños pies. Cael abrió con displicencia la puerta sin cerrojo y entró en su habitación.
El cuarto era sombrío y pequeño y como único mobiliario había una cama baja junto a la pared y cerca de la ventana un armario barato, una de cuyas puertas desvencijadas estaba abierta. Cael se quedó paralizado al sentir de inmediato que algo iba mal. Se encontró el armario vacío y sus escasas pertenencias sembradas por el suelo. El delgado colchón de la cama estaba vuelto, con las mantas arrancadas, y desgarrado por varios sitios. Rápidamente saltó hasta la ventana y abrió las celosías. No quedaba nadie. Habían registrado de arriba abajo su habitación. Lanzó un juramento para sus adentros pero al mismo tiempo se sintió agradecido a su estrella por no haberse encontrado allí. Esa idea hizo surgir otra en su cabeza y rápidamente se dirigió a la puerta para cerrarla.
Demasiado tarde. El pomo giró y la puerta se abrió de golpe. Un hombre tan enorme como un ogro entró empujando con el hombro, seguido por otro que seguramente era su gemelo, al menos por tamaño y fealdad. Sonrieron mostrando sus dientes amarillentos. Detrás de ellos asomaron las piernas esbeltas de una mujer vestida con un traje ajustado de terciopelo verde y capucha y capa a juego. Un velo color lavanda ocultaba la parte inferior de su rostro, pero jaba al descubierto sus ojos oscuros, de mirada furiosa.
Cael trató de alcanzar la ventana.
—¡Yo no haría eso! —gritó la mujer. El tono de su voz lo paró en seco y él la miró por encima del hombro—… en vuestro lugar —remató—. Hay un hombre con una ballesta apostado en el tejado capaz de acertar en la oscuridad a un gorrión en un ojo.
—Mi señora Alynthia —dijo Cael con una fiera sonrisa—. Vaya coincidencia, tropezarme con vos tan pronto.
—¡Capitana Alynthia, elfo! —rugió el más feo (si es que eso era posible) de los dos matones.
—La misma —respondió la mujer quitándose el velo. El segundo gigantón cerró la puerta detrás de ella y apoyó la espalda contra la madera. Ella echó hacia atrás su capucha y liberó una cascada de rizos oscuros, que cubrió sus esbeltos hombros y le devolvió la sonrisa; pero no había nada de amistoso en su gesto. Sus ojos se clavaban como puñales.
—Lo queremos ya —dijo la mujer.
—¿El té? Claro que sí. En un momento caliento el agua —dijo Cael.
—No, estúpido —le soltó Alynthia—. No sigáis retrasándolo. Ya nos habéis costado demasiado. Lo queremos ahora.
—Señora, todo lo que tengo es vuestro —dijo Cael—. Decidme sólo de qué se trata y os será entregado.
—Lo sabéis muy bien, Cael Varaferro, porque me despojasteis de él anoche —le arrostró.
—Mis indignas manos guardan buen recuerdo de la ocasión —respondió Cael.
Los dos guardias gruñeron peligrosamente.
—Dejadme que le parta la cabeza, capitana —dijo uno de ellos haciendo crujir sus nudillos.
Alynthia entrecerró sus ojos oscuros y frunció los carnosos labios.
—El polen de la flor de dragón es la especia más apreciada en Krynn —dijo—, sólo crece en las Islas del Dragón. Hace tres días llegó un cargamento a bordo del Estrella de Ansalon, el buque insignia de Gaeord uth Wotan. Yo dispuse un atrevido plan para robarlo y hubiera conseguido huir con él de sus almacenes privados si vos no hubierais interferido. Vuestros infames dedos lo cogieron de mi bolsillo ultrajando mi carne en el proceso.
—Habláis como en una novela —comentó Cael.
—¡Habláis como un hombre que va a morir! —le soltó Alynthia.
—Dejadme que le parta la cabeza —dijo el gigantón.
—Me duele el tobillo, si me permitís señora —se quejó Cael mientras se dejaba caer sobre la cama y se ponía cómodo.
—Haced lo que queráis, pero no os demoréis. No permitiré que juguéis conmigo.
—Por apuesto que no, mi señora Alynthia —sonrió Cael con un brillo juguetón en sus ojos vendes. Mientras con una mano cogía su bastón negro, con la otra se aferraba a la barandilla de la cama y, con movimientos tan rápidos que superan lo imaginable, de repente puso la cama de lado y se refugió detrás. Un instrumento cortante del grosor del dedo de un hombre se incrustó en la pared junto a su cabeza.
Rugiendo de gusto, los matones se abalanzaron y uno hizo a un lado la cama como si fuera un juguete mientras el otro trataba de coger al elfo con unas manos como garras… pero él había desaparecido.