—Veinticinco generaciones de Forjadores se han sucedido desde que a Balgard y Brimbar les arrebataron la Piedra Fundamental —gruñó el enano mientras se mesaba las barbas blancas como la nieve. Cael sonrió con expresión cansada en el otro extremo de la mesa. Había oído aquella historia muchas veces anteriormente—. Nunca nos pagaron nada por ella —concluyó el enano.
—Eso no quiere decir que la hubieran vendido —dijo el elfo con el tono más suave que pudo.
—¡Eso no quiere decir que la hubieran vendido! —exclamó el enano, y dio un puñetazo tan fuerte en la mesa que las dos jarras de cerveza saltaron. La espuma se salió y se desparramó por la superficie de madera pulida de la misma—. ¡Jamás! ¡Por nada del mundo!
—Y, cuéntame, abuelo, ¿por qué el resto del mundo no conoce esta admirable historia? ¿Por qué los juglares no la cantan en cada festival? —preguntó el elfo volviendo a sentarse en la silla y señalando con un gesto a los músicos que cantaban en un rincón de la taberna.
En el exterior, las calles bullían con el ruido de las celebraciones, pero dentro de la pequeña casa común de la Fuente de los Enanos, un grupo de juglares tocaba una alegre pieza para la escasísima concurrencia. Además del elfo y el enano, los únicos clientes de la taberna eran un par de Caballeros de Takhisis fuera de servicio, un joven con túnica roja de mago y un comerciante de seda ergothiano que roncaba con la cabeza sobre la barra. Tras la barra, el camarero levantaba con cuidado una torre de jarras de loza. Algunas ventanas situadas en lo alto de los muros proporcionaban la única luz que iluminaba la estancia. Dichas ventanas daban a la calle a nivel del suelo, con lo que presentaban una interesante vista de lo último en moda de calzado de Palanthas.
—Porque, joven Cael —explicó el enano—, fue olvidada. Sí, ¡olvidada! Ya que su único tesoro se lo habían arrebatado a Balgard y Brimbar, los ciudadanos de Palanthas olvidaron rápidamente el modo en que la piedra fue obtenida, lo que significaba, o por qué les fue arrebatada a los enanos al principio. Verás, los ladrones la robaron del tesoro de la ciudad poco después y nunca se pudo recuperar. La ciudad se olvidó de ella, ya que recordarla hubiera significado recordar su fracaso. Se reescribió la historia y la piedra fue olvidada.
—Hasta ahora —dijo Cael.
—¡Nosotros nunca la olvidamos! —rugió el enano—. Siempre supimos dónde estaba. Intentamos recuperarla, pero fracasamos. Mientras tanto, la ciudad nos dio una miseria a cambio de nuestro «regalo». Hasta hoy, no pagamos impuestos, aunque estoy seguro de que ni la mitad de los necios que forman parte del senado sabe la razón. Tampoco intentarían averiguarla. No, los forjadores han estado siempre exentos de pagar impuestos, y así seguiremos.
—Seguramente, abuelo, tu familia ha ahorrado en impuestos varias veces el valor de la piedra —comentó Cael.
—¡Ésa no es la cuestión, lo sabes muy bien! —rugió el enano—. Eres un bribonzuelo. Parece que siempre me acabas llevando al tema de la Piedra Fundamental. ¿Por qué será? Tú sabes que me hace hervir la sangre.
—Me gusta que me cuentes esa historia —contestó Cael—. Al fin y al cabo soy un elfo. Nunca me canso de los recuerdos.
—Y tanto que lo eres, muchacho —sonrió el enano—. Tú y yo somos tan diferentes como la madera y la roca, y aun así nos entendemos mucho mejor de lo que entendemos a estos humanos, ¿no crees?
El elfo se mostró de acuerdo asintiendo con la cabeza mientras tomaba un trago de su jarra.
Los juglares terminaron la canción y dejaron a un lado los instrumentos. Uno de ellos se dirigió al bar y se acomodó sobre un taburete, mientras que los demás salieron al exterior, subieron rápidamente la escalera que daba a la calle y desaparecieron entre la multitud. Mientras tanto los dos Caballeros de Takhisis pagaron la cuenta y avanzaron tambaleándose hasta la puerta. Se dieron la vuelta y se despidieron del enano agitando la mano.
—¡Que tenga un buen día, ssseñorr Forjador! —gritaron con voz de borrachos.
—Hasta otra, muchachos. Nos vemos mañana. —El enano dijo adiós con la mano y se volvió hacia su compañero elfo—. Gracias a ellos conservo los anillos en mis dedos —dijo, encogiéndose de hombros.
El tabernero se acercó a la mesa limpiándose las manos en un trapo grasiento. Era un hombre desaseado, de mandíbulas anchas y sin afeitar, y con un escaso mechón de pelo pegado a una frente sudorosa. Se detuvo frente a su mesa y puso dos monedas delante del enano.
—Han pagado su cuenta con monedas de acero, jefe —dijo.
—No sirven para otra cosa, pero siempre se puede contar con ellos para las monedas de acero —comentó el enano mientras cogía las monedas de encima de la mesa y las guardaba en la bolsa que colgaba de su cinturón—. Puedes irte ya si quieres; las celebraciones estarán a punto de empezar, según creo.
—Mi muchacho está ansioso por verlas —dijo el tabernero, mostrando al sonreír sus dientes amarillentos.
—Vete, entonces, yo cerraré esto. Pero asegúrate de volver al anochecer. Esto estará hasta los topes esta noche, una vez hayan acabado las celebraciones.
—Gracias, señor —dijo el tabernero.
Se despidió de ellos y lanzó su delantal por encima de la barra mientras salía por la puerta. El último de los juglares terminó de tomar su bebida y lo siguió escaleras arriba.
—Bueno, ¿por dónde íbamos? —preguntó el enano una vez se hubieron marchado.
—La Piedra Fundamental —le recordó Cael.
El anciano se mesó la larga barba blanca mientras miraba al elfo con expresión inquisitiva. Tenía el aspecto de un joven corriente de unos veinte años, pero decididamente apuesto, como todos los elfos.
—La Piedra Fundamental —continuó el enano después de hacer una pausa—. Tu tema de conversación siempre acaba siendo ése, joven Cael. Tienes ideas que harías mejor en olvidar.
—Tan sólo quería escuchar la historia de nuevo, ya que dentro de poco vamos a ir a ver ese objeto tan preciado —replicó Cael con expresión inocente.
—Bueno, conoces el resto tan bien como yo. Fue robada por el Gremio de los Ladrones poco después de que el nombre de Horizonte Brillante fuera cambiado por el de Palanthas, hace mucho tiempo incluso para los enanos. La ciudad decidió que era mejor olvidar la existencia de la piedra antes que admitir que su tesoro más preciado se le había escapado de las manos. El Gremio, malditos sean sus dedos codiciosos era intocable. Nadie sabía dónde encontrarlos, ni cómo detenerlos. Todos los intentos por recuperar la piedra fallaron y las ofertas para comprarla no obtuvieron respuesta. Por ello la ciudad fingió que no existía, y al cabo del tiempo fue olvidada por todos… excepto por los Forjadores.
—Y ahora ha vuelto a aparecer —dijo Cael, poniendo fin a la historia—. La encontraron entre los escombros de una de las casas del Gremio cuando los Caballeros de Takhisis la destruyeron hace cuatro años. Y la ciudad ha recordado de repente la herencia de su más preciado tesoro, gracias a las investigaciones de Bertrem, líder de los Estetas de la Gran Biblioteca. Y hoy…
—Hoy verá de nuevo la luz del día, después de más de dos mil años de oscuridad —dijo el enano—. La Piedra Fundamental de Palanthas florecerá una vez más. A pesar de que me entristece verla en las manos de otros, no me perdería esto por nada del mundo. ¿Nos vamos?
Al tiempo que ambos se levantaban de sus sillas, el joven mago que estaba en el rincón arrojó un par de monedas sobre su mesa. Tras saludar con una inclinación de cabeza al elfo y al enano, salió por la puerta y subió la escalera que conducía a la calle. El viejo enano cerró la puerta tras de sí, mientras fuera una fanfarria de trompetas resonaba por toda la ciudad.
—Ésa es la señal —dijo el enano excitado—. Deberíamos darnos prisa.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Cael refiriéndose al mercader de seda ergothiano que seguía roncando con la cabeza sobre la barra.
—Deja que duerma la mona —dijo el enano agitando la mano en su dirección—. Vámonos. Saldremos atravesando la herrería.
Atravesaron una puerta baja que se hallaba detrás de la barra. El viejo enano, con su andar torpe y encorvado, iba delante, y el joven elfo, cojeando, detrás, apoyándose con fuerza en su bastón negro a cada paso. Entraron en un almacén lleno de barriles y sacos repletos. Unas cuantas velas colocadas en candelabros de pared junto a la puerta proporcionaban una débil iluminación. En el centro de la habitación había un estanque bastante grande, como las paredes de un pozo, pero lleno hasta los topes de agua cristalina que formaba remolinos y borboteaba. En medio del agua se erguían dos enormes barriles de cerveza cuyos grifos sobresalían por encima del borde del estanque. Aquella era la famosa Fuente de los Enanos, que daba a la taberna su nombre. El agua no hervía, sino que estaba helada y se arremolinaba por acción de la corriente, que la hacía subir por una grieta en el suelo y salir a través de otra. Las paredes de piedra del estanque cuidadosamente unidas capturaban el agua por un breve instante durante su viaje subterráneo y enfriaban el barril de cerveza y el tonel de vino que había allí colocados.
El enano cogió un caldero de una pila y lo sostuvo bajo uno de los grifos. Lo llenó hasta que la espuma empezó a salirse por los bordes.
—Cógete un caldero —le dijo al elfo.
—Una bota de vino me vendría mejor —dijo Cael.
—Llénala entonces. Date prisa. Tengo reservado un sitio en el estrado para ver cómo descubren la piedra. Tú estarás conmigo, amigo mío.
Cael llenó de vino una piel de cabra de gran tamaño y se la echó al hombro. A continuación subieron juntos una escalera hecha con maderos sin pulir hasta una puerta que daba a una herrería de techo bajo. El enano cerró la puerta cuando ambos hubieron pasado y, cogiendo al elfo por el codo, lo guió rápidamente a través de la cerrada y sofocante oscuridad, sorteando una selva de yunques y fuelles, pilas de desechos de acero y montones de productos sin terminar que iban desde herraduras a barandas delicadamente forjadas destinadas a embellecer el balcón de la sala de estar de alguna mujer noble. Se oía el rugir del fuego en algún lugar de las profundidades de la herrería, apenas visible en forma de débil fulgor rojizo, que se reflejaba en un techo suavemente inclinado. Un martillo golpeaba de forma intermitente a un ritmo extraño.
—¿Quién es ése? —preguntó el elfo—. ¿Tienes trabajando a alguien hoy?
—Tan sólo a Gimzig —respondió el enano con el entrecejo fruncido y expresión de desconcierto—. ¡Gimzig! —gritó. El martillo continuó marcando su ritmo atípico.
—¡Gimzig! —rugió el enano.
El martillo se detuvo y unos instantes después una figura achaparrada surgió de entre las sombras. Cael se tambaleó hacia atrás, cubriéndose la nariz con la manga y tosiendo.
Su figura era incluso más baja que la del enano, de huesos más menudos, y sus movimientos eran ligeros como los de un ciervo. La parte inferior de su rostro estaba cubierta por una espesa barba que alguna vez había sido blanca, como se podía comprobar por el cerco blanco como la nieve que rodeaba sus labios, pero que ahora estaba negra de hollín y los dioses sabrán qué más. La parte superior de su rostro estaba casi escondida bajo un par de espesas cejas, de un color parecido al de su barba, pero más grises que negras, que colgaban sobre su rostro como las de un perro ovejero. Sus ojos, que brillaban de alegría, aparecían y desaparecían tras ellas con cada movimiento de la cabeza. Tenía una incipiente calvicie en la coronilla, y de su cuero cabelludo apenas salía un fino halo de cabello encrespado, como si lo hubieran asustado cuando era un bebé y nunca se hubiera recuperado.
Al salir de las sombras, se limpió las mugrientas manos en el pecho del inmundo delantal que le colgaba del cuello. Al ver al enano y a su compañero su barba se abrió para dibujar una amplia sonrisa llena de dientes.
—¡Por los huesos de Reorx, Gimzig! —exclamó el enano al tiempo que se cubría la nariz con un pañuelo—, hueles como la guarida de un enano gully. ¿Es que nunca te lavas?
—Por supuestocuandosurgelanecesidad… quehedeadmitirque últimamentenosemehaocurrido —respondió el gnomo casi sin pararse a tomar aliento.
El Forjador puso los ojos en blanco e hizo un gesto al gnomo para que fuera más despacio.
—Oh. He estado trabajando —dijo el gnomo con toda la lentitud que pudo— en algunas mejoras para varios inventos que ayudarían a ahorrar tiempo. ¿Os gustaría verlos?
Como raza, los gnomos de Krynn eran un grupo peculiar. En principio, y ante todo, eran inventores de máquinas, artilugios, útiles para tareas cotidianas y sistemas de organización, ninguno de los cuales funcionaba jamás para lo que habían sido diseñados. Llevaban unas vidas de frenético ajetreo, siempre planeando, inventando, creando, reparando y reinventando sus (muy a menudo) defectuosos primeros, segundos, terceros y así hasta el infinito, diseños. Incluso su forma de hablar era rápida. Para los que no estaban acostumbrados, sonaba como un idioma distinto, pero sencillamente hablaban la lengua común pronunciada ocho o diez veces más rápido que la media humana. Y lo que es más, dos o más gnomos podían hablar a la vez y entenderse perfectamente. Gimzig llevaba viviendo en Palanthas unos ochenta y cinco años (al igual que los enanos y los elfos, los gnomos eran una raza longeva), y debido a su trato frecuente con los humanos, había aprendido a hablar más despacio hasta resultar inteligible. Como resultado, cada vez que se encontraba con gnomos provenientes de su tierra natal, el Monte Noimporta, lo consideraban lento y poco inteligente.
—Por supuesto —continuó el gnomo—, tú no eres quién para decirme nada, ya que después de todo eres un enano. Los enanos son conocidos por sus hábitos de aseo, o más bien por su falta de ellos. Muchas veces he pensado en hacer un estudio para determinar exactamente cuán a menudo… ¡Oh!, me preguntaba, Cael, ¿qué tal funcionó la barra de cortina autoextensible de bolsillo?
—Perfectamente —contestó el elfo a través de su manga.
—Me alegro mucho. Estaba un poco preocupado al respecto, porque las últimas tres versiones presentaron cierta tendencia a convertirse en proyectiles.
—¿Qué es esto? —preguntó el enano, pasando la vista de un objeto a otro—. ¿Has estado usando sus artilugios de gnomo? ¿Para qué? Seguro que no fue para tender tu ropa.
—Mis inventos tienen varios usos que… —comenzó a protestar el gnomo.
Kharzog lo cortó.
—¡Basta! No quiero oírlo. ¿Vas o no vas a venir al festival del Albor Primaveral? Tengo un sitio en el estrado. No quiero llegar tarde.
—Siporsupuestounmomentovoyacogermiscosas —dijo Gimzig mientras salía a todo correr.
—¡Conmigo no vienes oliendo así! —gritó el enano a sus espaldas.
La voz del gnomo llegó flotando hacia ellos a través de la oscuridad.
—Por supuesto que no. Voy a introducirme en mi último invento, una bañera de lavado rápido. Sobrecalienta el agua y la empuja a gran velocidad a través de unos pulverizadores para ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuh!
Una nube de vapor salió del fondo de la herrería acompañada de olor a carne hervida. Cael se tambaleó, con la náusea subiéndole por la garganta. El enano profirió una serie de juramentos.
—Gimzig, imbécil, ¿sigues vivo? —gritó.
Después de unos instantes, una voz le contestó desde la oscuridad.
—Sí… esto… quizá deberíais ir sin mí.
—¿Necesitas ayuda?
—No, no creo. Quizás un poco de mantequilla.
—¡No tengo mantequilla, cacho de mendrugo! —maldijo el enano.
Agarró al elfo y lo condujo a través de una puerta que los introdujo en un cobertizo de techo bajo. Cael se agachó debajo de los aleros y siguió a su compañero hasta el estrecho callejón que estaba más allá.
—¿Por qué Gimzig tendrá que oler siempre a mierda? —preguntó Cael.
—Pasa mucho tiempo en las alcantarillas.
—Pero ¿por qué?
—¿Y me lo preguntas a mí? —bufó Kharzog—. ¿Por qué hacen los gnomos las cosas que hacen? Hay libros enteros sobre la materia, la mayor parte escrita por otros gnomos. Date prisa. Nos lo vamos a perder.
Doblaron una esquina y entraron en un callejón un poco más ancho que el que acababan de dejar. Unas cuantas personas caminaban apresuradamente delante de ellos; una de ellas llevaba una cesta como para una comida campestre, otra una bota de vino lo bastante grande como para emborrachar a un regimiento.
A pesar de tener las piernas más largas, el elfo comenzó a quedarse rezagado con respecto a su compañero enano.
—¿Cómo va tu cojera? —preguntó Kharzog a su esforzado compañero con sarcasmo.
—Mejor, ya casi no pienso en ella —dijo Cael. Su bastón golpeaba con rapidez los adoquines del callejón.
El enano frunció el entrecejo.
—Ya sabes lo que opino de eso —dijo.
—Me ayuda a conservar los dedos dentro de mis anillos —dijo el elfo riendo.
—¿Y qué opina tu shalifi, maese Verrocchio, de ello? —preguntó Kharzog con enfado. Siguió adelante sin esperar una respuesta—. Ya sabes lo que pienso de semejante mentira, y eso por no hablar de tu profesión. Tu maestro se avergonzaría si estuviera vivo.
—Está vivo, en algún lugar —contestó Cael con expresión ceñuda. Era evidente que no tenía intención de seguir con la conversación. Mesándose las barbas de pura frustración, el enano continuó su camino.
Llegaron casi al final del callejón. Los juerguistas se amontonaban en la calle de enfrente, y algunos de ellos se dispersaban por el callejón, donde bailaban en pequeños grupos al son de un tambor y un pífano. El enano se abrió paso a empellones y consiguió llegar basta la calle.
—Por las negras barbas de mi padre, ésta es la mayor multitud que he visto en diez lustros —gritó sobreponiéndose al ruido.
Había gente danzando por la calle en torno a ellos. El ambiente estaba lleno de sonidos superpuestos de bandas, voces que cantaban, risas y gritos. Los petardos, cohetes y silbatos asustaban a los perros y a los niños pequeños y los hacían atravesar la multitud ladrando, aullando o gritando.
Mientras tanto, la gente bailaba, muchos en grandes grupos, de forma que lo único visible eran sus cabezas o sus sombreros moviéndose de arriba abajo. No había manera de pasar por el medio. Llenaban toda la calle del Horizonte, por lo que el elfo y el enano tuvieron que desviarse por calles secundarias y callejones.
Durante todo el camino, la gente trataba de atraerlos de manera amistosa, poniéndoles en las manos botellas de vino y de cerveza espumosa.
—¡Queremos beber con un enano! —gritaban con expresión estúpida.
—¡Fuera de mi camino, estúpidos borrachos! —reía el viejo enano, al tiempo que se abría camino entre ellos. Había vivido en Palanthas toda su vida, y estaba habituado a la poca sensibilidad de los palanthinos con respecto a los «forasteros», es decir, a todos los que no eran humanos, o incluso cualquier humano que no fuera de Palanthas. No es que fuesen mezquinos, simplemente no sabían ser de otra manera.
—Tenemos asuntos que atender en la Ciudad Vieja —exclamó cuando lo agarraron de las mangas.
Al elfo no le fue mucho mejor, tal vez incluso peor, ya que algunas mujeres curiosas se le colgaban del brazo y lo invitaban a lugares tranquilos en los que intercambiar unas palabras en privado. Se desembarazaba de ellas graciosamente, casi con reticencia, porque sabía que el viejo enano, a pesar de la sonrisa que asomaba bajo su barba, estaba impaciente por llegar a la Gran Plaza. Mientras tanto Cael resistía la tentación de liberar a aquellos con los que se encontraba de sus riquezas superfluas, pero sólo para evitar la ira del enano.
Palanthas fue construida inspirándose en un diseño que pretendía reflejar la perfección de las esferas celestiales. En el centro de la ciudad estaba situada la Gran Plaza, un enorme recinto de mármol rodeado de los edificios más importantes de la ciudad, incluyendo el palacio del señor, la sala de audiencias y el cuartel de la guardia de la ciudad. Las calles salían de la Gran Plaza como los radios de una rueda, mientras que las calles secundarias formaban círculos concéntricos, extendiéndose como anillos en una charca. Todas las calles que salían de la Gran Plaza iban hacia afuera.
Poco después de la fundación de la ciudad, se construyó una gran muralla alrededor de ésta, y con los años se la modificó y mejoró hasta que fue reconocida como una de las maravillas arquitectónicas de Krynn. En los lugares por los que las calles atravesaban la muralla, había siete puertas imponentes, con torres que se erguían a más de nueve mil metros sobre las calles de la ciudad.
La muralla estaba formada, de hecho, por dos murallas, una dentro de la otra, con un foso hondo y lleno de lodo entre ambas. Formaba un gran círculo, y todo lo que estaba dentro de él era conocido como la Ciudad Vieja. Las familias más antiguas y ricas de Palanthas vivían en la Ciudad Vieja; la Gran Biblioteca fue construida allí, al igual que la ahora desaparecida Torre de la Alta Hechicería. Todo lo que quedaba de la antigua torre era una extraña laguna rodeada de un pequeño bosque de árboles mágicos, el Robledal de Shoikan. En la Ciudad Vieja también estaban el templo de Paladine y el recientemente construido santuario de Takhisis.
Sin embargo, los arquitectos originales habían cometido un fallo al no prever la importancia que cobraría Palanthas.
A medida que la ciudad sobrepasó la primera muralla y siguió creciendo hacia afuera, casas y negocios comenzaron a llenar el valle que había entre las colinas colindantes, y a extenderse en menor número por sus laderas. A la ciudad construida fuera de la primera muralla se la llamó Ciudad Nueva, a pesar de que gran parte de ella era más vieja que muchos de los edificios de la Ciudad Vieja. En la Ciudad Nueva se encontraban los mercados principales, así como el Distrito del Templo Viejo y la Universidad. También se encontraba allí La Fuente de los Enanos, la antiquísima taberna que pertenecía a una de las familias más viejas de Palanthas: los enanos Forjador.
Aquel día, el día del festival del Albor Primaveral, las calles de la Ciudad Nueva estaban abarrotadas de gente proveniente de todo Krynn. Habían venido por las siete carreteras que se adentraban en la ciudad, pero la mayor parte había venido por el camino Real del Caballero, el único camino por tierra que cruzaba las Montañas Vingaard, una batiera natural inexpugnable que rodeaba la ciudad y la protegía del resto del mundo. Muchos más habían llegado por barco y habían fondeado en las tranquilas aguas de la bahía de Branchala. Llenaron las posadas y tabernas, licorerías y calles de Palanthas. Aquellos que no pudieron encontrar alojamiento acamparon en los parques y plazas, en cualquier sitio donde se pudiera levantar una tienda o extender una manta. Llovían en abundancia monedas de acero y plata en los bolsillos de los mercaderes. Los vendedores se amontonaban en los mercados de la ciudad con sus puestos, como si fueran un montón de pescadores a lo largo de un malecón que arrojaban sus redes sobre oleadas de humanos que llegaban a sus orillas. Cientos de carretas con provisiones entraban en el Distrito de Mercancías cada mañana, para después salir otra vez a mediodía para completar los pedidos que llegaban de las tabernas de la ciudad. Sólo los panaderos se quejaban, ya que pasaban todo el día hundidos hasta los codos en la masa: mañana, tarde y noche.
El festival del Albor Primaveral era también una de las pocas épocas del año en la que los Caballeros de Takhisis relajaban el control que ejercían sobre el tráfico de la ciudad. Normalmente se vigilaba cuidadosamente lo que entraba y salía por las siete puertas, pero el día del festival del Albor Primaveral, cuando miles de personas se amontonaban de camino hacia la Gran Plaza, ni siquiera los formidables Caballeros Negros podían seguir a cada una de las personas que pasaba. Habían pasado más de treinta años desde que los Caballeros Negros habían arrebatado la ciudad a los Caballeros de Solamnia, pero la ciudad continuaba prosperando. Ciertamente, algunas personas pensaban que los negocios prosperaban gracias a los caballeros. Parecía que su mayor preocupación era seguir gobernando la ciudad con mano de hierro. A pesar de que las leyes de los caballeros eran las más estrictas que había tenido la ciudad y sus castigos más despiadados de lo que la gente civilizada estaba acostumbrada a ver, no había muchos ciudadanos que no estuvieran contentos con ellos. Pocas veces no se cumplía la ley. Las cárceles de la ciudad estaban llenas, y el antiguo y al parecer intocable Gremio de los Ladrones había sido aniquilado. En los últimos diez años, el festival del Albor Primaveral había pasado de ser una celebración civilizada a convertirse en un verdadero carnaval.
A pesar de que los caballeros hacían una demostración de fuerza en las siete puertas, aquel día vagueaban más que vigilaban. El festival del Albor Primaveral era un descanso también para ellos. Muchos esperaban el banquete tan magnífico que tendría lugar aquella noche en los comedores de sus barracones, mientras que los oficiales se preparaban para los eventos sociales que se celebrarían al caer el día en las casas de los nobles o a bordo de barcos que fondeaban en la bahía. Durante todo el día, la disciplina se relajaba del todo. Los oficiales y los soldados reían y bromeaban los unos con los otros mientras holgazaneaban junto a las puertas, apoyándose en sus picas, señalando personajes pintorescos en medio de la multitud, o escondiendo vasos de vino tras sus escudos. Mantenían a duras penas una vigilancia bastante floja con respecto a las armas y al contrabando. La política estricta de comprobar la documentación se relajaba.
Cael y su compañero enano se encontraron al cabo de un rato apretujados entre la multitud que se agolpaba frente a la puerta de la calle del Horizonte. Cael estaba algo cansado debido a su pierna, por lo que sus cabellos cobrizos caían desmayados sobre su rostro pálido y sofocado, pero el viejo enano de barba gris jadeaba ostensiblemente. Su cubilete de cerveza estaba vacío, y su paciencia de enano era tan escasa como los cabellos que cubrían su sonrojada calva. Profería juramentos y empujaba, tratando en vano de apurar a la multitud a través de la puerta. Mientras esperaban, una tremenda explosión hizo estremecer a los edificios, y al mirar hacia arriba vieron que más allá de la puerta de la ciudad una bola de fuego flotaba en el cielo.
—¡Por las barbas de Reorx! ¡Llegamos tarde! Ésa es la señal para la justa —rugió el enano.
Una fanfarria de trompetas llegó hasta ellos con la débil brisa primaveral, como para reforzar sus palabras. Una segunda bola de fuego estalló en el cielo, y los sacudió hasta los huesos, pero una tercera, que apareció como un punto de luz surgiendo del centro de la ciudad, chisporroteó y falló.
—¡Mira eso! —comentó alguien detrás.
Se dieron la vuelta y vieron un pequeño grupo de jóvenes, todos vestidos con túnicas rojas, que señalaban los fuegos artificiales fallidos.
—Es como yo había dicho —susurró uno. Hicieron un corro y se pusieron a cuchichear.
Cael miró al viejo enano con expresión confusa
—Magia —escupió el enano—. No se debe confiar ella, siempre lo he dicho, y ahora se demuestra que tengo razón. Hay rumores de que la magia está fallando, que los hechizos y encantamientos de los magos están perdiendo fuerza. Además en menos de treinta años desde la aparición de la nueva magia, los hechizos antiguos dejaron de funcionar, después de que Caos robara las lunas de la magia. De buena nos hemos librado, digo yo. Harían mejor en utilizar fuegos artificiales de los gnomos de verdad, a pesar de lo peligrosos que son —gruñó agitando la mano en dirección a la penosa nube de humo aceitoso de la bola de fuego fallida que se difuminaba con la brisa.
Pasito a pasito llegaron a la puerta, finalmente atravesaron su imponente arco y llegaron a un pasadizo de techo bajo que había entre las murallas. Estaba agradablemente fresco y oscuro después del cálido sol primaveral y del aire tan denso que había en las calles y callejones de la Ciudad Nueva. A pesar de ello, los tambores de una banda tronaban allí dentro, mientras que los bailarines saltaban arriba y abajo como pistones en un artefacto gnomo. La gente cogió al enano por los hombros y lo obligó a participar en su baile, y entre tanta gente Cael perdió de vista a su compañero, aunque era capaz de seguir el progreso del enano por los juramentos que se oían de vez en cuando entre golpes de tambor. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de ser atrapado a su vez por los bailarines y arrastrado a la refriega. Fue zarandeado, aporreado, pellizcado, apretujado, golpeado, empujado y, finalmente, lo hicieron girar como si se tratara de un trozo de madera en medio de la corriente y lo condujeron hasta el final del túnel y al aire libre de la Ciudad Vieja. De algún modo, había conseguido mantener agarrado su bastón. Al enano no se lo veía por ninguna parte.
—¡Eh, tú! ¡El de allí! —exclamó una voz. Al da se la vuelta para mirar, Cael descubrió a un grupo de Caballeros de Takhisis a la sombra de la torre sur de la puerta. Uno de ellos hizo señas al elfo para que se acercara. Cael avanzó cojeando lentamente entre la multitud. Mientras se acercaba, el caballero que lo había llamado le guiñó el ojo.
—Ven aquí —dijo.
—¿Puedo serviros en algo, sir Garrud? —preguntó Cael al caballero que le había guiñado el ojo.
—Me pareció que eras tú, Cael —preguntó el caballero—. ¿Vas a la fiesta?
—Dentro de poco —contestó el elfo mientras buscaba a su compañero.
—Ten, prueba un poco de esto —dijo el caballero. Sacó una pequeña botella marrón de detrás de su escudo. Sonriendo, Cael se inclinó, cogió la botella y se la llevó a los labios, Inmediatamente un fino vapor plateado salió de sus labios y llenó el aire de un penetrante olor a alcohol.
—¡Aguardiente enano! —rió el caballero—. La mejor.
—Desde luego —balbució Cael.
—¿Qué está pasando aquí? —exclamó una voz a sus espaldas. El viejo enano salió de entre la multitud—. ¡Cael! Así que estás aquí. ¡Estúpidos borrachos! Pensé que iban a ser la causa de mi muerte. —Se juntó a su amigo y, separando sus pesadas botas de enano, dirigió una mirada iracunda al caballero.
»Vos, ¿qué estáis tramando? —increpó a sir Garrud—. ¿Por qué habéis escogido a Cael de entre la multitud? Es porque es un elfo, ¿no es cierto? Supongo que ahora querréis ver mi documentación. ¿Sabéis quién soy yo? —dijo apuntando con el dedo a la nariz del caballero.
—Tenemos órdenes de arrestar a alguien que coincide con la descripción de Cael, maese Forjador —dijo el caballero con dureza—. Afortunadamente, sus documentos están en orden. Me alegro de ello. No querría tener que arrestar a un viejo amigo. Cael y yo somos viejos amigos ¿verdad, Cael?
—Somos amigos —sonrió el elfo con tolerancia.
—Sí, sí, todo eso está muy bien —gruñó el enano—. Si has terminado con él me gustaría irme. Tenemos un sitio en el estrado para la justa y el descubrimiento.
—Ya llegáis tarde. La justa ha empezado —dijo sir Garrud al tiempo que palmeaba la espalda de Cael y se encaminaba en la dirección correcta, profiriendo juramentos al elfo, que iba riendo entre dientes, y al viejo enano.