Un elfo salió cojeando de la tienda del alquimista, situada en la esquina de las calles del Comercio y de la Verdad e hizo una pausa para observar cómo el dueño, un hombre pequeño y grueso con una pequeña cara redondeada que se había vuelto pardusca y correosa por los años pasados sobre sus calderos, cerraba la puerta y colocaba en el escaparate un letrero que rezaba: «Cerrado por el festival del Albor Primaveral». El elfo se volvió y, sonriente, dio unos golpecitos a la bolsa repleta de monedas que llevaba colgada al cinto. Largos mechones de fino cabello del color del cobre bruñido enmarcaban su estrecho rostro élfico y compensaban con la riqueza de su color el brillo de sus risueños ojos verde mar. Los labios delgados sonreían levemente debajo de su orgullosa nariz. Sus mejillas no tenían ni sombra de vello, ya que no había en Krynn un solo elfo que pudiera dejarse la barba. Iba vestido con una túnica blanca, un poco ajada en las mangas y en el pecho, y un par de ceñidos pantalones marrones de confección casera. Completaba su atuendo un par de botas negras muy gastadas por el uso. En la mano izquierda sujetaba firmemente un bastón nudoso de pulida madera negra.
Al otro lado de la calle, un par de marineros borrachos salió con paso vacilante de un callejón parpadeando, al parecer deslumbrados por la luz del sol, que ya estaba bastante alto en el cielo de oriente. El elfo se dirigió a la derecha y se introdujo en el callejón del Sepulturero, una calleja estrecha y polvorienta bordeada en uno de sus lados por pilas de ataúdes vacíos. Muchos de los enterradores de la ciudad tenían allí sus tiendas, y el ruido de los martillos y las sierras resonaba contra las paredes ahogando cualquier otro sonido, incluso el repiqueteo de un bastón sobre el empedrado. Al parecer, el trabajo de los habitantes de este callejón no paraba nunca, ni siquiera en un día tan lleno de esperanzas y alegría como el del festival del Albor Primaveral.
El elfo avanzaba cojeando, apoyándose fuertemente en su bastón. Detrás de él enfilaron el callejón los dos marineros borrachos. Uno tropezó contra una pila de ataúdes, que cayeron pesadamente sobre el empedrado de la calle. Un hombre apareció en la puerta de Ataúdes Mauris e Hijo y empezó a lanzar improperios en un tono capaz de imponerse incluso al ruido constante de martillos y sierras.
Mientras el elfo los observaba por encima del hombro, alguien chocó con él de frente. El instinto le hizo llevar la mano a la pesada bolsa que llevaba al cinto al tiempo que giraba sobre sus talones con los puños cerrados. Una jovencita se apartó de él vacilante mientras la ropa que llevaba en un cesto se derramaba sobre el sucio empedrado.
Una sarta de escandalosas maldiciones salió de sus labios mientras se pasaba una mano por la mata de largo y mugriento pelo rubio.
—¿Por qué no miráis por dónde vais? —le espetó—. ¡Acaso no me visteis, pedazo de…! —El asombro se reflejó en sus ojos grises cuando cruzaron sus miradas y abrió la boca con estupor.
El elfo sonrió y sus ojos verdes centellearon.
—¿Cómo os llamáis? —le preguntó a la chica.
—Claret —respondió ella en un susurro con los ojos redondos como platos.
—¿Qué edad tenéis? —preguntó el elfo.
—Dieciséis —respondió la chica, y luego reaccionó—. ¡Diecinueve! —se corrigió casi con un grito—. Tengo diecinueve.
»Casi diecinueve —volvió a corregirse ante la mirada escéptica del elfo.
—¿Vivís aquí, Claret?
—Sí, mi padre… —empezó a decir.
—Me he perdido. ¿Podéis indicarme el camino al mercado de Palanthas? —le interrumpió el elfo.
—Haré algo mejor. Os llevaré hasta allí —dijo de repente, cogiéndolo de la mano.
—Pero vuestra ropa… —dijo el elfo.
—No es mía. Sólo estaba haciendo un favor. —Recogió apresuradamente la ropa caída y la metió en el cesto antes de introducirlo todo en un portal abierto—. Vamos. Os llevaré allí —dijo, y cogiéndolo otra vez de la mano empezó a tirar de él, pero el elfo se tambaleaba, incapaz de seguirle el paso.
Al ver que él cojeaba de mala manera tratando de seguirle el ritmo, dejó escapar un pequeño grito.
—¡Vuestro pie!
—No es nada —la tranquilizó—. No le prestéis atención, sólo tratad de andar un poco más despacio.
Siguieron su camino. La chica lo condujo por delante de las funerarias y las ebanisterías, pasaron frente a una cantería cuya puerta estaba rodeada de lápidas de mármol y a una puerta poco llamativa en la cual se anunciaba la presencia de un dentista y cirujano. Llegaron al final de callejón y los inundó la luz del sol al girar a la derecha para introducirse en la calle del Horizonte, que estaba justo al este de la puerta. El elfo miró hacia atrás y vio a los dos marineros, que seguían su trayectoria vacilante en pos de él.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Claret.
—Caelthalas Elbernarian, hijo de Tanis el Semielfo —respondió.
—¿Hijo de quién? —preguntó la chica por encima del hombro.
—No importa —dijo él con una sonrisa—. Podéis llamarme Cael.
—Nunca había conocido un elfo, ni a nadie can guapo, aunque guapo no es la palabra adecuada… Bello, eso es. Bello. ¿Estáis casado? —le preguntó en una rápida seguidilla.
—Parece que habéis superado la timidez —observó Cael.
—En realidad no soy tímida, ¿sabéis? Es que me sorprendisteis, eso es todo. No todos los días se encuentra una con alguien como vos en aquel callejón. ¿Cómo os lastimasteis el pie? —dijo cambiando de tema—. A mi padre le vendría bien una mano. Era muy buen carpintero, pero en un accidente se cortó la mano con un hacha y ahora no hace más que dormir, beber vino y gritarle a mi madre.
Llevando a Cael a remolque, Claret siguió por la calle del Horizonte adelante hacia la Gran Plaza, situada en el centro de la ciudad. Antes de llegar a un tiro de piedra de la plaza giró a la izquierda por el camino de la Balconada, llamado así por los balcones que daban sombra a ambos lados de la calle. Los mozos de los cafés estaban colocando mesas y sillas de hierro debajo de los balcones o colgando unos manteles blancos inmaculados en los rieles decorativos dispuestos en lo alto en previsión de las multitudes que pronto llenarían la ciudad con motivo del festival.
Cuando habían recorrido por el camino algunas decenas de pasos, la chica lo arrastró hacia un arco que había entre dos columnas y lo metió en un portal donde un tramo de escalera se perdía en la oscuridad. Al volverse, el elfo vio pasar tambaleándose y cogidos del brazo a los marineros. Ninguno de ellos miró hacia él y la chica emitió un suspiro de alivio.
—¿Os estaban siguiendo esos dos? —preguntó.
Cael hizo una pausa y miró a la joven con gesto de admiración. Ella le devolvió la mirada sin sombra de vergüenza, parpadeando, mientras sostenía la mirada con sus ojos grises.
—No, no lo creo —dijo Cael por fin—. Pero ya veo que no podría despistarte a ti tan fácilmente como los hemos despistado a ellos.
—Probablemente eran ladrones del Gremio —respondió ella orgullosamente—. ¿Qué habéis robado? ¿Habéis robado algo que les pertenecía? No os preocupéis, yo no se lo diré a nadie, soy la mejor guardando secretos.
—Os creo —respondió Cael—, pero es mejor que no lo sepáis.
—Lo entiendo, pero os ayudaré de todos modos. Si alguien pregunta por vos le diré que estáis en cualquier sitio donde no estéis.
—Gracias por vuestra ayuda, Claret —dijo el elfo sacando una moneda de su bolsa y poniéndosela en la palma de la mano.
—No quiero esto —dijo la chica mirándolo con un gesto de desdén y evidentemente herida.
—Muy bien entonces —replicó él mientras con habilidad le rodeaba la cintura con un brazo. Las zapatillas de la chica se arrastraron por el suelo polvoriento cuando la atrajo hacia sí. Los labios suaves de Claret se tensaron por la sorpresa cuando los de él se acercaron y le robaron un beso, el elfo la soltó a continuación antes de que tuviera ocasión de resistirse.
Ella se aparró bruscamente, sonrojándose hasta la orejas, casi dispuesta a salir corriendo y con el entrecejo fruncido por la confusión. Los ojos verdes de Cael chispearon con júbilo.
—Espero que baste con eso —dijo.
La chica permaneció todavía un momento sin saber qué hacer, al pie de la escalera, mirando al elfo. Luego, su rostro se abrió dibujando una sonrisa mientras sus ojos grises bailoteaban.
—¡Basta por ahora! —rió antes de salir corriendo. Cael salió del portal para observar la gracia retozona de la muchacha, que se alejaba a grandes pasos desandando el camino por el que habían venido.
Después de que la chica se alejara, el elfo siguió caminando con tranquilidad por el camino de la Balconada hasta salir al mercado de Palanthas. Anduvo un rato entre los puestos y compró a un librero un pequeño tomo de poesía elfa y luego un alfiler con piedras preciosas a un hombre que exponía su mercancía sobre una manta de lana plegada encima de una jaula llena de gatos vivos. Una mujer trató de arrastrarlo hasta su puesto para mostrarle una figura de alabastro del dios Paladine, que, según ella, había sido tallada por el propio Reorx. Él consiguió escabullirse con gracia de sus dedos grasientos y a continuación lo capturó un joven con la promesa de mostrarle un par de candelabros tallados con los colmillos de un dragón negro. Otra mujer llegó corriendo y sacudió un pollo vivo delante de sus narices mientras cantaba con voz chillona las excelentes cualidades del aterrorizado animal. Se apartó y se encontró dentro de una tienda oscura y caliente que olía a vino avinagrado. La mujer del pollo lo siguió, pero sólo consiguió que el bodeguero la echara fuera blandiendo una escoba. Cael suspiró aliviado y se escabulló por la salida trasera.
Ésta lo llevó al callejón de la Quijada, que se alejaba en dirección a los muelles. Después de dar unas cuantas vueltas, el callejón se ensanchó para formar un camino conocido por todo el mundo como camino de la Bahía, aunque en realidad el nombre le iba grande. A veces era lo suficientemente ancho como para que pasaran tres carros de heno juntos, y otras veces dos hombres que iban en dirección opuesta chocaban entre sí. Más a menudo de lo que debiera, los tramos más anchos estaban llenos de pilas de cajones listos para ser cargados, lo cual hacía que circular por dichas áreas fuera tan difícil como circular por el más ingenioso de los laberintos. El camino de la Bahía separaba la ciudad de la bahía, desde la calle del Almirantazgo en la esquina noroeste de la ciudad hasta el cabo de la Marina en el noreste.
Aquel día los muelles bullían de actividad. Los barcos que habían pasado el invierno en Palanthas estaban cargando y preparándose para desembarcar. Marineros de casi todas las razas de Krynn se amontonaban en los muelles buscando empleo a bordo de cualquier barco que los quisiera. Otros barcos llegaban cada hora procedentes de largos viajes que habían durado todo el invierno, que habían visitado casi todos los puertos de Ansalon y habían vuelto a Palanthas cargados de beneficios y algunas curiosidades. Hasta donde alcanzaba la vista, los mástiles se elevaban muy por encima de los muelles, creando una imagen similar a un bosque de altos barcos. Y por encima de todos ellos, suspendidas en el aire y gritando anhelantes, estaban las gaviotas de Palanthas, famosas por su presencia en historias y canciones.
Cael se abrió camino por el puerto adoquinado, sorteando cajas y cajones y escuadrones de guardias de la ciudad, empleados de aduanas y Caballeros de Takhisis. A pesar de que los Caballeros Negros aflojaban la rienda en lo que se refería al tráfico portuario de la ciudad, tenían reglas muy estrictas sobre lo que podía entrar en la ciudad y lo que no. Dichas reglas estaban expuestas en puntos estratégicos de los muelles a fin de que ningún capitán de un barco visitante pudiera alegar ignorancia en su defensa. Una de sus leyes más rígidas prohibía la posesión o venta de cualquier tipo de arma. Más de una vez Cael fue detenido e interrogado, le revisaron los papeles y examinaron su bastón.
Todo el tiempo, sentía que unos ojos lo observaban, pero en cuanto miraba a su alrededor, no notaba nada fuera de lo común. En una ocasión, se fijó en una mujer que reparaba una vela y que se parecía de forma sospechosa a la vendedora de pollos que lo había seguido hasta la tienda del vendedor de vinos. En otra ocasión lo abordó un mendigo que pensó que se parecía a uno de los marineros borrachos.
Caminaba despacio, apoyándose pesadamente en su bastón y pisando con cuidado los resbaladizos adoquines. Aunque su larga cabellera lisa castaño-rojiza no era tan rara en Palanthas como en otras ciudades, lo hacía destacar tanto como el hecho de ser un elfo. Recibía muchas mirada de asombro. Incluso en una ciudad tan metropolitana como Palanthas, no era cosa de todos los días que un elfo cojo se paseara por el escabroso y ruinoso puerto.
Sus fríos ojos verdes curiosos y despiertos parecían darse cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor, y a pesar de su evidente cojera, no tenía ningún problema para agacharse y evitar las redes cargadas de mercancías que se balanceaban demasiado cerca. Manejaba el bastón como si hubiera nacido con él en la mano, y una vez, cuando un gancho suelto se disponía a escorarse en su rostro, lo apartó de un golpe sin aminorar sus zancadas de cojo.
Siguió caminando por el puerto hasta que llegó a la calle de los Esquiladores con sus mendigos. Pasó por delante sin mirarlos siquiera, haciendo caso omiso de sus lamentos y gemidos miserables, hasta volver por fin a la calle del Horizonte, de forma que recorrió la ruta más complicada alrededor de la ciudad para evitar la puerta fuertemente custodiada. En la esquina de Esquiladores con Horizonte, se cruzó con una noble que llevaba un vestido verde y brazaletes de plata en las muñecas. Tras ella iban dos hombres luchando con una enorme alfombra que llevaban sobre los hombros. Sospechó de inmediato y volvió la vista hacia atrás, pero giraron rápidamente, entraron en el callejón del Lavadero y desaparecieron. La mujer se parecía a la vendedora de figuritas de alabastro, y uno de los sirvientes, a pesar de que su rostro iba tras la alfombra, era sin duda el segundo de los marineros borrachos.
Mientras los miraba alejarse, un ruido a sus espaldas lo hizo girarse bruscamente.
—Perdonad, señor, podríais darme… —comenzó el anciano.
Cael había visto un brillo metálico en la mano del anciano y por puro reflejo lo golpeó en la cabeza con su bastón. El anciano se desplomó a sus pies y la escasa recaudación de monedas de cobre que contenía la taza de hojalata se esparció por el suelo.
Cael levanto rápidamente al anciano, lo apoyó contra la pared, se paró un momento para comprobar si tenía pulso y respiró aliviado.
—Lo siento, abuelo —se disculpó—, no deberías acercarte a mí tan sigilosamente.
Recogió las monedas, las arrojó dentro de la taza y se la puso en la mano fláccida. A continuación, pensándoselo mejor, vació la taza del mendigo otra vez en su mano, le devolvió la taza y se alejó apresuradamente.
Tras torcer en la calle del Horizonte, el elfo volvió a adoptar un paso normal. La antigua calzada adoquinada estaba hundida por debajo del nivel del bordillo. Las bocas de alcantarilla de hierro se elevaban para pillar al viajero desprevenido y hacer saltar en su asiento al descuidado conductor de carretas. Donde había una taberna o una tienda, ya estuvieran abiertas de par en par o cerradas a cal y canto y vigiladas, los bordillos estaban desgastados debido al paso de miles de pies. Había una fuente que descargaba agua fresca en un viejo pozo, y allí se encontraba una puerta de hierro recién forjado que cerraba el paso a un pequeño y agradable jardín donde un terrier moteado ladraba enloquecido.
La brisa matinal que se levantó hizo surgir un anhelo en el corazón de Cael. Aquella antigua y gran ciudad se agolpaba en torno a él. Se maravilló ante sus multitudes, sus miles y miles de vidas, amores y odios, sus alegrías y sus penas. Observó sus edificios y calles bien ordenados, algunos antiguos y hermosos, otros nuevos y de aspecto pobre, y floreció en su interior un sentimiento hacia aquel lugar que se expandió y extendió como un estremecimiento por todo su cuerpo. Llevaba en Palanthas, Ciudad de los Siete Círculos, casi un año, aunque para sus sentidos de elfo apenas parecía haber pasado un día. Después de todo, era un elfo, y para los elfos el paso del tiempo es insignificante. Le pareció por ello más extraño que de repente desarrollara tal afecto por una ciudad de humanos, ya que en el corazón de un elfo no hay nada repentino. Negó con la cabeza, incrédulo, mientras la brisa fresca agitaba su cabello cobrizo, y siguió su camino. La brisa traía olor a lluvia, y los truenos retumbaron en las colinas del oeste.