—¿Ha pensado alguien en interrogar al búho? —preguntó el hombre mientras se arrodillaba en el suelo. Una túnica voluminosa, del color de la madera a la deriva, ocultaba todo su cuerpo, incluida la cabeza. En el suelo, ante él, se extendía un charco de sangre oscura coagulada.
—¿El búho? —inquirió nerviosamente el señor de la casa, Gaeord uth Wotan. Era un hombre que no solía tener miedo de nada ni de nadie, y le disgustaba esa sensación. Jugueteó con la pesada cadena de oro que colgaba debajo de su mentón y pasó una mano por la pechera de su pijama de seda azul con inquietud.
—El búho que está junto a la puerta —dijo el hombre de la túnica—. El que os dio Amil de Sanction a cambio de ciertas… cómo diría yo… ventajas en la importación de perlas palanthinas.
—No os entiendo, sir Arach —farfulló Gaeord.
El Caballero de Takhisis vestido de gris dio un suspiro, echó hacia atrás su capucha y miró lánguidamente a su corpulento anfitrión.
—El búho mágico del que se dice que tiene el don de la palabra —dijo dando muestras de impaciencia.
—¡Ah, ese búho! —Gaeord acompañó sus palabras con una risita nerviosa—. El poder mágico desapareció hace algunos meses. ¿Cómo os enterasteis? —susurró.
—Saber es mi trabajo, señor Gaeord —respondió sir Arach Jannon—. Mi labor es conocer todo lo que sucede en esta ciudad. ¿Acaso no soy el lord Primer Jurista? Además, soy el Caballero de la Espina de rango más alto de la ciudad y, como tal, todo lo relacionado con la magia está dentro de mi jurisdicción, especialmente desde que la posesión sin licencia de elementos mágicos es ilegal en esta ciudad.
—Sí, señor —reconoció Gaeord.
—Supe sobre ese búho vuestro del mismo modo que sé que la mayor parte de estas cajas y cajones —con un gesto abarcó todo lo que contenía la habitación— no han visto jamás el interior de una aduana, que llegan por la noche en vuestros barcos, entran por la compuerta en su estanque y son descargadas por esa galería, la galería por la cual o bien entro o bien escapó.
—¿Cual de las dos cosas? —preguntó Gaeord tratando desesperadamente de cambiar de tema—. Si entró por la puerta, ¿por qué habría de romper la cerradura de la jaula de la galería? Y si entró por la galería ¿quién entró por la puerta?
—¡Eso digo yo! Y una vez aquí ¿cómo murió y dónde está su cadáver? Si murió aquí ¿quién fue el que escapó? Este caso presenta algunos interrogantes interesantes, señor Gaeord —señaló sir Arach—. Me alegro mucho de que llamarais mi atención sobre ello. Me alegra tanto que estaría dispuesto a pasar por alto ciertas irregularidades sobre la forma como preferís llevar vuestros negocios.
—Ya sabía yo de vuestro interés por ese tipo de enigmas. Doy las gracias porque no se hayan llevado nada —se apresuró a decir Gaeord con un entusiasmo un tanto excesivo. Él no había mandado llamar a sir Arach. El hombre había aparecido inexplicablemente en su casa al amanecer, anunciando su intención de investigar el robo del que sólo Gaeord y el estrecho círculo de sus sirvientes de más confianza tenían conocimiento. Gaeord sospechaba que el Caballero de la Espina tenía espías en su casa, del mismo modo que se rumoreaba que los tenía en la de las familias más importantes de Palanthas.
—Sí. Habéis tenido mucha suerte de que no os robaran nada —respondió Arach con cierto deje de ironía. Gaeord sintió que el sudor le perlaba la frente.
En ese momento apareció en la puerta un sirviente que se aclaró la garganta.
—¿De qué se trata? —preguntó Gaeord secamente.
—La señora Jenna quiere veros, señor —dijo el sirviente con nerviosismo—. Preguntó…
Antes de que pudiera terminar su explicación, una mujer lo empujó a un lado y entró en la habitación. Llevaba un vestido largo color burdeos sujeto en la cintura con un cinturón de oro entrelazado con lo que parecía ser una vid viva. Su larga cabellera gris estaba peinada en una única trenza sencilla pero elegante que permitía ver cómo los aretes de sus orejas se balanceaban y brillaban con la luz.
Aunque pasaba de los sesenta años, la señora Jenna era todavía una mujer de sorprendente belleza. Andaba con paso firme y seguro y con poderosas zancadas. Era probablemente la hechicera más poderosa de la ciudad, respetada e incluso temida. En su tienda, las Tres Lunas, se vendían artículos de magia, pociones, manuscritos y libros de conjuros (aunque estos últimos eran de muy escasa utilidad puesto que las lunas de la magia habían desaparecido de los cielos después de la Guerra de Caos). Era extraño, o tal vez no tan extraño considerando la posición de influencia que tenía en la ciudad, que los Caballeros de Takhisis nunca hubiesen cuestionado su derecho a traficar con magia, aunque la venta de esos artículos estaba estrictamente prohibida en todos los demás casos. Al entrar ella, sir Arach se puso de pie, y en reconocimiento de su posición en la sociedad la saludó con una leve inclinación de cabeza cuando cruzaron sus miradas.
Ella le dirigió una mirada rápida y glacial y se volvió hacia el señor de la casa,
—Señora Jenna, qué inesperada sorpresa. —La reacción de Gaeord sonó poco convincente. Tosió y valiéndose de esa excusa se cubrió la boca con la mano de modo que sir Arach no pudiera verla y movió mudamente los labios—. No digáis nada.
La señora Jenna aparentó no reparar en ello. Su mirada se desplazó rápidamente hacia la mancha de sangre que había en el suelo.
—He oído que hubo un robo —dijo mientras sus ojos se dirigían hacia la entrada de la galería abierta y luego recorrían las diversas cajas y cajones que llenaban a medias la habitación.
—No han robado nada —se apresuró a declarar Gaeord. De todos modos ¿cuántos espías tenía en su casa? Tomó la decisión de interrogar concienzudamente a sus sirvientes cuando todo esto hubiera terminado.
Sir Arach se limitó a sonreír entrecerrando sus ojos negros.
—¡Vaya, señora Jenna! —exclamó con fingida sorpresa—. No tenía la menor idea de que vos y el señor Gaeord fueran tan buenos amigos. Es realmente una gran amabilidad por vuestra parte visitarlo en estos momentos de tribulación, pero este caso en apariencia es bastante simple e indudablemente no tendremos necesidad de recurrir a vuestros considerables poderes mágicos para resolverlo.
—¿Tenas idea de quién es el ladrón? —preguntó Gaeord.
—Ni una sola pista —admitió el Caballero de la Espina sin la menor vacilación—, pero tengo absoluta confianza en que llegaré a descubrir su identidad. De todos modos es una pena lo del búho. Que extraño que perdiera sus poderes mágicos justo en este momento.
Tras estas palabras, un extraño silencio se cernió sobre cuantos ocupaban la habitación. Gaeord se preguntaba cuál seria la causa mientras contemplaba con cierta confusión a sus dos huéspedes no invitados que, al parecer, se estaban mirando el uno al otro. Un hombre mis imaginativo podría haber deducido que los ojos grises de la señora Jenna estaban librando un duelo con los agudos y negros del Caballero de la Espina, tratando tanto una como otro de sondear al adversario para encontrar pistas sobre lo que estaba pensando en ese momento. Aunque no se pronunció una sola palabra, fue como si entre ellos tuviera lugar toda una conversación.
De repente, como un luchador que rehuyera a su oponente para escapar de él, el Caballero de la Espina apartó la mirada de los ojos de la señora Jenna. A continuación habló con lentitud, como tratando de recuperar la compostura.
—Sí, podríamos haber obtenido mucha información del búho.
La señora Jenna se volvió hacia Gaeord.
—¿Qué buscaban los ladrones? —preguntó.
—Tengo en mi casa muchas cosas por las que ladrones tan osados como éstos arriesgarían sus vidas —respondió Gaeord con jactancia—. Pero os aseguro que no tuvieron éxito en su intento, fuera lo que fuese lo que pretendían robar. ¡Lo que pasó fue que los interrumpieron y escaparon!
Sir Arach chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.
—Vamos, vamos, señor Gaeord —dijo—. ¿Cómo puede esperarse que resuelva este delito si su víctima retiene información fundamental? Para que prevalezca la justicia es preciso que conozca todos los detalles.
A pesar de su fortuna y de su posición en la sociedad palanthina, la cara de Gaeord uth Wotan adquirió una tonalidad cenicienta al oír esas palabras. Un hombre como él estaba muy habituado a tratar con funcionarios del gobierno en el ejercicio de su negocio de importación y comercio. Su capacidad para garantizar el tipo de beneficios que sus socios e inversores exigían dependía de operar de vez en cuando al margen de la ley. Se abrían caminos y se obtenían medios gracias al uso prudente y discreto de dinero, favores, regalos, intimidación e incluso violencia. No era un delincuente, nadie se hubiera atrevido a darle ese nombre. Simplemente ésa era la forma en que se hacían los negocios en Palanthas.
No obstante, ahora tenía ante sí a un hombre sobre el que, de forma evidente, era imposible influir. A sir Arach Jannon, uno de los hombres más poderosos de toda Palanthas, no era posible sobornarlo y mucho menos intimidarlo. Más bien era él quien intimidaba a los demás. Nada se le podía ocultar. Tenía espías en toda la ciudad —eso se decía—, en todas las casas importantes, incluso en la de los demás Caballeros de Takhisis. Más aún, él mismo era un Caballero de la Espina, un hechicero gris, y la magia preocupaba a Gaeord casi tanto como los elevados impuestos.
Quienes se oponían a sir Arach a menudo se encontraban sometidos a intensas investigaciones. Aquellos cuyas actividades no podían soportar un examen minucioso no tenían el menor deseo de entablar relaciones con quienes estaban bajo la vigilancia de sir Arach. Más de una gran familia palanthina había sido destruida por este hombre, muchas veces incluso sin haber ningún cargo en su contra.
Gaeord se enjugó la frente con un pañuelo de seda verde y luego puso a tirar nerviosamente de la cadena de oro que llevaba al cuello. No se había afeitado, ya que su lacayo lo despertó antes del amanecer con la noticia de que alguien había forzado la entrada de la casa, y ahora le picaba con desespero el mentón. Dirigió la vista del Caballero de la Espina a la señora Jenna, pero ante la severa mirada de ésta se le heló la sangre en las venas. Seguro que ella ya lo sabía, sin que él hubiera dicho una sola palabra. La noticia sin duda la había disgustado, ya que lo robado era suyo. Lo había pedido y pagado por adelantado (y espléndidamente) el pasado otoño. Claro que también podía ser su tabla de salvación, ya que el trato especial de que gozaban todos los artículos de magia que utilizaba Jenna podría protegerlo de sir Arach. No era muy probable que se lo acusase a él de contrabandear con magia peligrosa si esta estaba destinada a alguien que gozaba de inmunidad ante la ley.
Se aclaró la garganta y se metió el pañuelo en la manga del pijama.
—Era una cantidad… verá, una pequeña cantidad… de polen de flor de dragón —finalizó su declaración con una risa nerviosa que esperó sonara despreocupada.
—¡Polen de flor de dragón! —exclamó sir Arach—. Me sorprendéis, señor Gaeord. Pensaba que vuestras actividades se limitaban a contrabando más mundano. Jamás sospeché que estuvierais importando la sustancia más ilegal de Palanthas. El polen de la flor de dragón sólo se consigue en las Islas del Dragón, donde a los mortales les está vedado comerciar bajo pena de muerte. En pequeñas cantidades prolonga la vida y hace volver a la flor de la juventud, pero en cantidades mayores provoca la locura y la muerte. Supongo que lo sabéis.
—Era para alguien de mi amistad —adujo Gaeord mirando a la señora Jenna. El Caballero de la Espina siguió la dirección de la mirada de Gaeord.
—Ah, eso explica la presencia de la famosa señora Jenna —dijo sir Arach.
—Sí, era para mí —admitió finalmente la mujer sin reparo—. Fui yo y no el señor Gaeord quien financió la expedición a las Islas del Dragón, aunque el barco y la tripulación eran suyos. No puedo costear una segunda expedición y quier que el polen me sea restituido enseguida y —añadió volviéndose al Caballero de la Espina— espero que os ocupéis de que se castigue con la mayor severidad al Gremio de los Ladrones.
—¿Quién dijo nada del Gremio de los Ladrones? —preguntó sir Arach con cierto tono de disgusto—. No existe un Gremio de los Ladrones en Palanthas. Esto es obra de delincuentes menores, nada más.
—Bueno, quienesquiera que sean, quiero que se los atrape. Ustedes, los Caballeros de Takhisis, hablan mucho de su forma de mantener la ley y el orden. Quiero verlos en acción, y si no lo hacen, no les quepa duda de que lo haré yo —dijo la señora Jenna con enfado al sentirse amenazada.
—Sí, y hoy es el festival del Albor Primaveral —dijo Gaeord tratando de cambiar de tema una vez más—. ¿Podríamos acelerar esto? Los festejos van a empezar dentro de un par de horas.
—¡Ya habríamos terminado a estas alturas si vos hubierais sido sincero conmigo desde el principio y si otros no hubieran interrumpido constantemente! —gruñó sir Arach—. Si me permitís examinar esta habitación un momento creo que podre avanzar en mi investigación. Tratad de no entorpecer mi camino.
Dicho lo cual, el Caballero de la Espina se puso a cuatro patas y empezó a andar por el suelo de un lado para otro, metiendo la nariz en los rincones, apoyando la cara contra las baldosas del suelo y dedicando varios minutos a mirar cosas que los demás no podían ver. De vez en cuando sus labios proferían una exclamación de sorpresa o de descubrimiento, pero sólo una vez en el curso de sus cabriolas lo oyeron hablar.
—¿Con qué frecuencia se limpia este suelo? —preguntó.
—Todos los días —respondió Gaeord.
Asintiendo con la cabeza, el Caballero de la Espina sacó una bolsa de un bolsillo de su túnica y la golpeó contra el suelo. De ella salió una nube de fino polvo blanco que se depositó en el suelo. La examinó un momento, volvió a asentir y a continuación centró su atención en la puerta del desván. Estuvo en el alféizar unos segundos contemplando el estanque abajo, luego volvió a mirar las paredes interiores y a continuación el exterior del muro por encima de la abertura. Por fin levantó la barra de madera de las puertas y la examinó con atención.
Atravesó la habitación y estudió minuciosamente la entrada desde el pasillo, prestando especial atención a la cerradura de bronce de la puerta y pasando los dedos por los bordes del marco.
Una vez hecho esto, terminó su investigación en el charco de sangre por donde había empezado. Se arrodilló junto a él y metió dentro la punta de un dedo. A continuación examinó la muestra a la luz, la miró cerrando un ojo, la olió y se metió en la boca el dedo untado en sangre.
—¡Dioses! —dijo Gaeord con cara de asco. La señora Jenna apartó la vista, exasperada.
Sir Arach los miró a ambos sin dejar de chuparse el dedo. Con gesto casi de disculpa se metió las manos en los bolsillos y se puso de pie.
—La prueba definitiva. Tenía que asegurarme —dijo a modo de explicación.
—¿Prueba de qué? —preguntó Jenna con desdén.
—De la causa de la muerte —respondió.
—¿La muerte de quién?
—Creo que si Gaeord manda a sus sirvientes dragar el estanque podremos encontrar la respuesta —dijo sir Arach.
—¿Qué fue lo que sucedió, entonces? —preguntó Gaeord.
—Dos ladrones entraron en esta estancia, uno por la puerta y otro desde el pasillo… Y uno de ellos tenía una llave. No han forzado la cerradura ni han abierto la puerta con una palanca. El otro ladrón debe de haber entrado por el desván.
—¡Imposible! —exclamó Gaeord—. ¡Hubiera necesitado tener alas!
—Me temo que eso es muy probable. La tranca fue levantada con un cuchillo, como puede verse por el surco que hay en su mismo centro. Si la tranca se hubiera alzado desde el interior, no habría ninguna marca en la madera.
—Puede que realmente tuviera alas —conjeturó Jenna frunciendo el entrecejo con aire de sospecha—. Tal vez se haya valido de la magia para volar.
—Si hubiera tenido ese poder, también podría haber levantado la tranca con magia. No, se trata de un ladrón común —dijo sir Arach—. Sospecho que se descolgó desde arriba.
—¿Del cielo? —rió Gaeord—. Mis mejores guardias patrullan el tejado y vigilan celosamente todas las entradas. Lo que sugerís es imposible.
—Lo único cierto —replicó sir Arach secamente— es que dos ladrones, y digo dos ladrones, señor, entraron en vuestra casa. ¡No tiene sentido sostener que es imposible, porque lo hicieron! Si puedo averiguar cómo, tal vez podamos saber quiénes fueron.
—Continuad —lo conminó Jenna con impaciencia.
El Caballero de la Espina aún dirigió otra mirada furiosa a Gaeord antes de continuar.
—Una vez dentro de la estancia, la encontró ocupada por otro colega, Hubo un forcejeo. Pueden ver la palma de una mano marcada en el suelo allí donde vertí mi polvo, y también una marca donde uno de los dos resbaló. Después de luchar, uno mató al otro atravesándole un ojo con una daga.
—¿Cómo sabéis eso? —preguntó Jenna.
—Por el sabor de la sangre. Pude detectar la presencia de fluido ocular y también fluido cerebral. He estudiado extensamente los fluidos corporales y acostumbré mis sentidos a detectar más de trescientos tipos diferentes. Puedo distinguir entre la sangre de un perro y la de un hombre simplemente por el olor. Si los fluidos están mezclados se requiere un análisis más profundo.
—Es asqueroso —a Gaeord se le escapó el comentario.
—Eso no demuestra nada —añadió Jenna.
—Todo lo contrario, demuestra que uno de los dos murió y, puesto que el cadáver no está en esta habitación, tiene que estar en el estanque. Su identidad podría llevarnos a averiguar la de su enemigo, pero lo dudo. En cualquier caso, buscaba el polen de flor de dragón (se habrán dado cuenta, sin duda, de que eso fue lo único que robó) sin hacer el menor caso de todos estos otros objetos valiosos, lo que sugiere que debía de tratarse de un robo contratado, en realidad de dos robos contratados… —Hizo una pausa y observó a la señora Jenna por debajo de sus pesados párpados.
Ella percibió en su mirada la acusación y enrojeció de ira.
—¡Cómo os atrevéis! —bisbiseó.
—¿Quién sabía lo de esta preciosa mercancía además del señor Gaeord y de vos? —preguntó sir Arach.
—¿Y por qué iba a robarme a mí misma? ¡Ya había pagado el polen de flor de dragón! —protestó Jenna airadamente.
Entonces el Caballero de la Espina se volvió al señor Gaeord. El dueño de la casa se sonrojó.
—¡Sí, había más gente! —empezó a decir con voz insegura—. Yo… uh… el capitán de mi barco… los oficiales… tal vez la tripulación lo haya descubierto… los sirvientes… algún enemigo… ¡Tal vez haya espías en mi propia casa!
—Bueno, de nada vale especular al respecto. Necesito más datos —dijo sir Arach con una sonrisa aviesa. Era evidente que estaba disfrutando de su pequeña puesta en escena—. Como iba diciendo —continuó—, tras haberse apoderado del polen, escapó…
—Pero ¿adónde fue? —preguntó Gaeord.
—Excelente pregunta, una pregunta que nos ayudará a resolver el caso —dijo sir Arach frotándose las manos—. ¿Salió por el desván de la casa?
Una doncella apareció por la puerta de entrada y carraspeó. Cuando sir Arach se volvió hacia ella lo saludó con una reverencia y luego rompió a hablar precipitadamente con una voz que delataba su nerviosismo.
—Mi señor dijo que se le notificase de cualquier cosa fuera de lo habitual.
—¿De qué se trata, Mira? —preguntó Gaeord.
—Hemos encontrado algo en la terraza, señor —dijo con voz chillona.
—¡Llévanos allí! —gritó con entusiasmo el Caballero de la Espina. La doncella salió a toda prisa entre un torbellino de faldas de algodón.
Todos juntos, sir Arach, la señora Jenna y Gaeord uth Wotan se dirigieron a la terraza que dominaba la entrada principal de la casa. La doncella había desaparecido rápidamente, y Gaeord condujo a sus acompañantes por un complicado camino que recorría las partes mejor decoradas de la casa, haciendo una pausa que otra para enderezar algún cuadro que estaba torcido, para acariciar alguna pieza de porcelana de valor especial, haciendo gala de todas las triquiñuelas que empleaba habitualmente para impresionar a sus frecuentes pero no tan notables visitantes. Pero, cada vez que tropezaba con la mirada de la señora Jenna, ésta lo miraba como si lo considerara capaz de tratar de engañarla. Mientras tanto, a sir Arach le causaron tanta impaciencia las distracciones de Gaeord que acabó por dejar a un lado al rico mercader y tomar la delantera. Los pasos rápidos y decididos del Caballero de la Espina lo llevaron rápidamente a destino. Gaeord se quedó atónito al ver que sir Arach parecía conocer el camino, hasta tal punto que tomó una puerta secreta que reducía el trayecto en treinta pasos.
Accedieron a la terraza por la gran puerta de caoba con dorados a la hoja. Dos guardias que todavía llevaban sus cintas festivas permanecían cerca de la entrada del salón flanqueada por estatuas de bronce. En el suelo, al pie de una de dichas estatuas, había un trozo de tela negra de un palmo de ancho y alrededor de un metro de largo. Sobre ella llamaron la atención de sir Arach, que la levantó con cuidado cogiéndola por una esquina y la observó a la luz del sol que entraba a raudales por la ventana.
—Curioso material —observó—. Conozco al tejedor y voy a interrogarlo. ¡Vaya! ¿Qué es esto? —extrajo algo del dobladillo—. Una espina de rosa. Empezamos a conseguir algo. El material ha sido cortado por un instrumento afilado. El corte no es recto, lo cual indica que no fue cortado por unas tijeras de sastre. Más bien parece desgarrada por un experto espadachín. —Se quedó mirando las estatuas durante un momento y luego asintió como si se confirmaran sus sospechas. A continuación se acercó la tela a la nariz y la olfateó a fondo mientras sus ojos recorrían toda la estancia sin perder detalle.
De repente dejó caer la tela y corrió hacia lo alto de la escalera donde había uno de varios bustos de mármol colocado sobre un pedestal en un profundo nicho en la pared. Se quedó mirándolo un momento con gran intensidad y a continuación apartó de él sus ojos para fijarlos en el suelo, detrás del pedestal.
Al observar su interés, Gaeord señaló:
—Es un busto de Vinas Solamnus. Fue tallado por el famoso escultor Makennen en el año de…
—¡Sí, ya lo sé! —gruñó sir Arach sin volverse—. Me interesa más su situación que su calidad, que es bastante mala, se lo aseguro. Es una clara falsificación.
—¡Una falsificación! —dijo Gaeord casi dando un chillido—. ¡Pero si pagué más…!
—Fuera lo que fuese —volvió a interrumpirlo sir Arach—, se ha tomado usted tanto trabajo para alinear perfectamente los otros trece bustos que hay en esta pared que me cuesta creer que haya sido tan descuidado con éste. Vea, casi está desviado una cuarta.
—Admirable —dijo la señora Jenna con mal disimulado desdén—. Aplaudo su aguda observación.
Después de echarle una mirada furiosa, sir Arach continuó.
—Eso demuestra que al menos uno de los ladrones entró por la puerta principal.
—Imposible —intervino Gaeord.
—Yo estuve de guardia en la puerta toda la noche —protestó uno de los guardias—. ¡Le aseguro que ningún ladrón pasó a mi lado!
—Sea como sí que «pasó a su lado», como dice usted con tanta elocuencia —replicó sir Arach cáusticamente—. Subió por esta escalera, se escondió un momento detrás del pedestal y luego entró por debajo del arco protegido por esas dos mágicas y totalmente ilegales guardianas de bronce que sólo consiguieron desgarrar un trozo de su capa. Un adversario sin duda muy hábil y con muchos recursos. Será un verdadero placer capturarlo. Ahora vayamos a la puerta de entrada, donde estoy seguro que encontraremos alguna otra cosa de interés.
Dicho lo cual, como un sabueso que va tras una pista, el Caballero de la Espina bajó a toda prisa la escalera con la túnica gris desplegada por la velocidad de la carrera. Los demás lo siguieron con menos prisa. Encontraron a sir Arach a cuatro patas en la hierba que había junto a la entrada. El búho, que seguía apostado en su percha, junto a la puerta, lo miró adormilado.
Cuando los demás salieron a la brillante luz de la mañana, sir Arach se puso en pie lentamente frunciendo el entrecejo. Se dispuso a escrutar el suelo mientras que con sus dedos largos y anchos se frotaba el mentón.
—¿Qué hay, qué pasa? —le preguntó con aire burlón la señora Jenna.
—Curioso, realmente curioso —respondió con aire distraído el Caballero de la Espina—. Aquí, como pueden ver, hay huellas como las que encontramos en el polvo de detrás del pedestal. Son muy peculiares, les aseguro, y no cabe duda de que son idénticas. Observen el dedo cuadrado y la curiosa forma de hoja de roble del talón izquierdo.
Jenna y Gaeord se inclinaron mirando lo que él señalaba, pero lo único que vieron fueron una o dos briznas de hierba que tal vez hubieran sido aplastadas por un pie.
—¿Y dónde está el misterio, entonces? —preguntó Jenna encogiéndose de hombros.
—Que van en la dirección equivocada. No entran en la casa sino que salen de ella —respondió—. Y además hay en ellas algo extraño, algo que no puedo precisar, algo relacionado con el modo… —Sus palabras se perdieron a medida que se alejaba y recorría lentamente el frente de la casa examinando minuciosamente el suelo y deteniéndose de vez en cuando para observar una brizna de hierba o tocar una hendidura que sólo él podía ver.
Jenna caminaba a su lado y Gaeord seguía los pasos de la famosa hechicera para no tener los ojos clavados en su espalda. Mientras andaban, la señora Jenna musitaba algo para sus adentros airadamente. Gaeord acortó la distancia que lo separaba de ella.
—Vaya pérdida de tiempo. ¿Por qué no usa de una vez su magia para resolverlo? Tonto con demasiado cerebro. Yo podría rastrear al ladrón con un conjuro cuando quisiera —gruñó.
—Y entonces ¿por qué no lo hacéis? —preguntó Gaeord.
—¿Qué? —giró sobre sus talones y Gaeord se arrepintió de haber hecho su pregunta—. Ése es su trabajo —dijo cortante mientras señalaba al Caballero de la Espina—. No voy a malgastar mi magia buscando… —Dejó que las palabras se extinguieran entre sus labios bajo la mirada curiosa de Gaeord.
Sir Arach se detuvo junto a la fuente y se puso de rodillas. Jenna y Gaeord se aproximaron.
—El ladrón hizo aquí una pausa. Me pregunto por qué, a menos que… —Se alejó a gatas con la nariz casi pegada al suelo.
—¡Aquí! —anunció—. La pisada ligera de la zapatilla de una mujer, tal vez una jovencita. Estaba bailando.
—¿Ha dicho bailando? —preguntó Gaeord empalideciendo.
—¿Una cómplice? —preguntó Jenna.
—No Lo creo. Probablemente ella ni siquiera lo vio. De todos modos me maravilla su sangre fría para permanecer escondido mientras ella bailaba allí cerca. En cualquier caso, los pasos de ella se dirigen hacia la casa, mientras que los de él, inexplicablemente, se alejan. —Una vez más la expresión de perplejidad se reflejó en su rostro. Se puso de pie y siguió la huella que sólo él podía ver.
Eso los fue llevando hacia el jardín y finalmente hasta el seto de rosas que había junto al muro. Sir Arach se detuvo al pie del seto y desapareció por una brecha casi imperceptible de la espinosa barrera. Volvió casi de inmediato mostrando algo brillante en la palma de su mano.
—Estoy asombrado, señor Gaeord, de las chucherías que dejáis tiradas por vuestro jardín. ¿Qué frutos esperáis que dé esto? Según creo, ésta es una de las peinetas laercias, famosas por sus apreciados rubíes, que disteis a vuestra hija como regalo en su decimosexto día de vida. Y aquí hay un botón de marfil que realmente no es de marfil sino de barba de ballena, que las clases medias prefieren por ser mucho más baratos que los de marfil. No imagino que vos permitierais que vuestra propia hija los usara. Puede que lo haya perdido su compañero.
Con un grito ahogado. Gaeord arrebató la prueba acusadora de la mano del Caballero de la Espina. Sir Arach volvió a desaparecer detrás de las rosas. Jenna rió entre dientes y desvió la vista hacia otro lado.
Un estallido de risa enloquecida llegó de entre los rosales.
—He sido tonto de remate. La tuve todo el tiempo delante de mis propias narices, pero no hay nada tan engañoso como una pista evidente. —El Caballero de la Espina se echaba así en cara su estupidez mientras reía estruendosamente. El sonido que producía, como el rechinar de clavos contra una pizarra, hizo estremecer a los demás.
—Vengan, vengan, deben ver esto —dijo asomándose entre los rosales—. Ah, no es posible que estuviera tan ciego. Con cuidado, las espinas son agudas.
Con evidente renuencia, Gaeord atravesó el seto y se encontró en una pequeña y recogida pérgola completamente oculta a los ojos de quienes paseaban por el jardín. Por detrás elevaba unos tres metros la pared exterior de su finca.
Jenna permanecía al otro lado.
—Prefiero no hacerlo —dijo ante las insistencias del Caballero de la Espina.
—Como queráis. Os perderéis la ocasión de ver lo tonto que he sido —dijo sir Arach.
—Estoy completamente seguro de que habrá nuevas oportunidades —respondió con frialdad.
Volviendo al cenador donde Gaeord esperaba con la cara arrebolada y respirando aguadamente en las sombras, sir Arach se acercó al muro. Allí señaló dos huellas claras de bota en la marga del jardín. Gaeord se quedó mirándolas un momento y luego dirigió una mirada inquisitiva al Caballero de la Espina.
—¿No lo veis? —preguntó sir Arach. Gaeord sacudió la cabeza.
Con un suspiro, el Caballero de la Espina continuó.
—Si estuvierais de pie junto al muro listo para saltar al borde ¿qué tipo de marcas dejarían vuestros pies?
—No tengo la menor idea —respondió Gaeord.
—Los dedos muy marcados y restos de la pared arañados. —La respuesta llegó desde el otro lado de los rosales.
—Gracias, señora Jenna —gritó sir Arach como respuesta. Luego, volviendo a las huellas, continuó—: Como podéis ver, los dedos apenas han dejado alguna huella, aunque los talones están muy marcados, lo que indica que alguien aterrizó en el jardín en lugar de saltar al exterior.
—Ya veo —suspiró Gaeord comprendiendo—, pero ¿qué significa eso?
—Significa, querido Gaeord, que o bien vuestro ladrón cruzó el jardín corriendo hacia atrás, o las botas estaban modificadas por medios mágicos para dejar las huellas al revés.
—¡Claro! —exclamó la señora Jenna desde fuera.
—De modo que saltó mi cerca con los zapatos hacia atrás —dijo Gaeord, que seguía confundido.
—No, saltó desde la pared al jardín con los zapatos hacia atrás. —Sujetando al sudoroso mercader por la manga de su pijama, sir Arach lo volvió a conducir hacia el sendero del jardín.
—¿Adónde ha ido la señora Jenna? —preguntó Gaeord cuando salieron de entre los rosales.
Sir Arach miró en derredor, igualmente sorprendido, luego se encogió de hombros y siguió con sus explicaciones mientras conducía a Gaeord de vuelta hacia la casa. La hechicera vestida de rojo había desaparecido, como era su costumbre.
—Una vez dentro del recinto, siguió a vuestra hija desde el lugar de su cita secreta, atravesó el jardín y entró en su casa, pasando por delante de los guardias, que quizá pensaron que lo mejor era no verla entrar por si después los interrogaban. Entonces él subió la escalera, se escondió un momento en el nicho y luego siguió por el pasillo tras salvarse por los pelos del ataque de las mágicas guardianas de bronce.
—Pero no se puede llegar hasta aquella estancia desde el pasillo —sostuvo Gaeord.
—Sí, ya lo sé —dijo sir Arach con aire ausente. Siguió caminando mientras miraba algo que había sacado de un bolsillo de su túnica gris—. Por supuesto, debería haberme dado cuenta enseguida de que las huellas de botas eran un engaño. La espina de rosa que llevaba en el dobladillo de su capa demostraba que había estado en el jardín antes de entrar en la casa.
—¿Y el segundo ladrón? —preguntó Gaeord cuando llegaron a la puerta principal—. Esto no explica lo del ladrón que según vos entró por el desván. Yo diría que es el más talentoso y peligroso de los dos.
—Mi querido Gaeord, ¿por qué preocuparse innecesariamente? Lo de pensar dejadlo a un profesional, no es vuestro fuerte. Ahora que tengo una pista que seguir, lo más seguro es que encuentre a los dos ladrones. Concededme dos vueltas del reloj de arena para recorrer el jardín y la casa y os diré quiénes son vuestros hombres.
Dicho esto, sir Arach se volvió y se alejó en dirección al estanque.
Gaeord estaba terminando su desayuno a base de jamón y patatas fritas mientras un sirviente esperaba a su lado para retirar los platos vacíos, cuando regresó sir Arach, con la cara arrebolada por los esfuerzos realizados y evidentemente entusiasmado. Se dejó caer en una silla junto a la mesa sin esperar a que lo invitaran.
—Sí, gracias, estoy hambriento —dijo también sin que nadie se lo preguntara—, pero patatas no. Prefiero huevos escalfados, con poca sal si no es molestia. Y deprisa, me esperan en las ceremonias del Albor Primaveral dentro de menos de una hora.
El sirviente miró a su amo y cuando éste le hizo una señal de asentimiento salió presuroso hacia la cocina.
Gaeord puso a un lado sus cubiertos y se limpió delicadamente los labios con una servilleta de hilo que por sus proporciones parecía más bien la bandera de un barco.
—O sea que ya lo habéis solucionado —musitó a través de la servilleta.
—Con toda seguridad —respondió sir Arach mientras examinaba la cubertería de plata. Gaeord tenía la incomoda sensación de que todas sus pertenencias habían sido minuciosamente apuntadas, clasificadas y archivadas en el enorme intelecto del lord Primer Jurista de Palanthas.
—Un caso interesante, con varias características notables. Gracias, no me lo hubiera perdido por todas las joyas de Ansalon.
—Entonces ¿quién es el ladrón? —preguntó Gaeord mientras entraba un sirviente y empezaba a retirar el resto de las fuentes y las copas.
—Ladrones —corrigió sir Arach—. No, tal vez tengáis razón… ladrón. Os voy a decir quien no es. No es el hombre que está ahora en el fondo de vuestro estanque atrayendo a los tiburones de la bahía. Tampoco es ninguno de los sirvientes de vuestra casa, ni uno de los invitados de la noche pasada. Todos se han justificado y no falta ninguno de ellos.
¡Entonces uno de los ladrones estaba muerto! Gaeord exhaló un suspiro de alivio y se enjugó la frente con la servilleta. Luego sintió un escalofrío en la nuca porque se dio cuenta de que, en el curso de una hora, sir Arach había averiguado el paradero actual de todos los huéspedes que habían asistido a su fiesta, y también el de todos sus sirvientes. Esto significaba que poseía una enorme red de espías e informadores, una red que superaba a todos los fantásticos rumores que circulaban por Palanthas.
—Entonces ¿quién está en el fondo del estanque? —preguntó Gaeord tímidamente.
—Lo más probable es que sea uno de los sirvientes contratados para la velada, un mayordomo, un escanciador o un músico. Se escabulló en algún momento de la fiesta. Es posible que contara con la ayuda de alguien de adentro —dijo sir Arach.
Entró un sirviente con el desayuno de sir Arach y pasó algún tiempo antes de que Gaeord pudiera sonsacarle una sola palabra más. Para ser un hombre tan menudo y delgado, el Caballero de la Espina se cepilló unas cantidades increíbles de jamón frito y huevos, eso por no mencionar una tetera completa de té de vainas. Por fin, cuando hubo dado buena cuenta de lodo, se recostó en su silla, se limpió los labios, sorbió para limpiarse los dientes y paseó la mirada por los platos para ver si había alguna migaja que se le hubiera pasado por alto.
—¿Tenéis alguna pista sobre la identidad del otro ladrón? —preguntó finalmente Gaeord. Había llegado a ponerse ansioso y deseaba que el Caballero de la Espina se marchara de una vez. Podía recuperarse del robo en el aspecto financiero, pero temía no poder desprenderse nunca de esa sensación de que sir Arach lo sabía todo sobre él, desde la cantidad de azúcar que le ponía a su té de vainas hasta el número de bolsas de monedas de acero y de oro por las que no había pagado impuestos y que estaban escondidas bajo el suelo, debajo de su cama. Además, la mañana estaba ya avanzada y hoy era el festival anual del Albor Primaveral. Su agenda estaba bastante llena y deseaba con ansia dejar atrás esta enojosa cuestión del robo.
Sir Arach se quedó mirándolo un momento antes de responder a su pregunta, como si disfrutara de la tensión que creaba su largo silencio. Gaeord se movió en su silla y jugueteó con la servilleta, miró a través de las enormes ventanas de su salón de desayuno a la extensión azul de la bahía de Branchala, cualquier cosa menos mirar a su huésped mientras esperaba la respuesta.
—Yo diría que buscamos a un hombre joven —empezó finalmente sir Arach con una risita—. Poco más de veinte años, con pilo cobrizo, delgado y que camina con ayuda de un bastón —dijo sibilinamente mientras observaba la expresión de su anfitrión.
—¿De veras, sir Arach? ¿Cómo pudo…? —empezó a decir Gaeord, pero el caballero lo interrumpió.
—Tenía a un hombre vigilando la finca anoche. Vio a un personaje de esas características pasar por la calle hacia la universidad, pero lo tomó por uno de sus estudiantes. Sin embargo, la hora es aproximadamente la indicada tal como pudimos saber por un interrogatorio más minucioso de vuestros guardias, quienes fijaron la hora en que vuestra hija volvió a la fiesta. Nadie más fue visto en las inmediaciones de vuestro muro meridional a esa hora, aunque mi hombre no vio a nadie trepar por él.
Gaeord se puso de pie con el rostro enrojecido y tiró su servilleta sobre la mesa.
—La verdad, yo…
Sir Arach continuó.
—Tras haber llegado a la entrada de la casa siguiendo a vuestra hija por la puerta mientras los guardias miraban a otro lado, subió por la escalera como ya había dicho. Ahora bien vos no habíais mencionado que hace tres semanas cambiasteis los barrotes de hierro que protegen la pequeña ventana del cuarto piso por encima de la puerta.
—Sí, y vos cómo…
—El espacio entre esos barrotes es mayor que en las demás ventanas, lo bastante ancho como para permitir el paso de un hombre adulto si es delgado —dijo sir Arach.
—Sí, bueno, sería imposible…
—Lo bastante ancho como para permitir que un hombre escapara. Eso es una pista de por sí, ya que probablemente el ladrón tenía conocimiento de la sustitución por barrotes más espaciados. Es probable que lo encontremos entre los empleados del cerrajero que los forjó, o entre los amigos de dicho cerrajero… Un enano llamado Kharzog Forjador, tengo entendido.
—Sí, es correcto —respondió Gaeord medio ahogado.
—El ladrón salió por la ventana —continuó sir Arach—, y luego se valió de la cornisa para rodear la casa hasta dejarse caer sobre la jaula que protege la puerta del desván.
—Pero los pinchos…
—Se las ingenió para evitarlos.
—¡Imposible!
—Señor Gaeord, abusáis de esa palabra —le reprochó sir Arach—. Una vez eliminadas todas las demás posibilidades, lo que queda necesariamente es cierto, por extraordinario que parezca.
—Entiendo —dijo Gaeord aunque nada convencido.
—El resto ya lo sabéis. Entró y encontró que en la habitación ya había otro ladrón. Tuvo lugar una pelea en la cual el ladrón que estaba dentro resultó muerto y el primero escapó con el botín. Luego se zambulló en el estanque, atravesó a nado su compuerta acuática…
Gaeord abrió la boca para hacer una exclamación, pero apretó los dientes antes de emitir sonido alguno.
Sir Arach continuó con una sonrisa.
—… y llegó hasta la orilla, a menos de un tiro de flecha de la muralla norte. Encontré sus huellas en la arena, una vez más hacia atrás, como si hubiera entrado en el agua en ese lugar. Ahora sólo nos resta seguir esas pistas y dar con nuestro nombre. El nombre del ladrón y su inminente captura son sólo cuestión de tiempo.