20 de Brookgreen, 38 s.C
El crujir de sus ropas entre los rosales que había junto al muro delataba el lugar donde Petor y Marta llevaban escondidos casi una hora. Su aparición llena de tropiezos en el sendero que cruzaba el jardín, junto a la estatua blanca de un centauro que apuntaba a la luna con su marmóreo arco, fue precedida por una risa sofocada y un susurro entrecortado. Un inmenso roble que crecía en medio de una gran extensión de hierba proyectaba su sombra nocturna sobre el camino que atravesaba el jardín, pero las antorchas situadas sobre largas estacas lo iluminaban a intervalos regulares. Petor se abrochó apresuradamente el jubón de terciopelo azul y se acomodó el plastrón blanco de seda que llevaba en torno al cuello, mientras Marca se sacudía el polvo y las hojas del vestido. Rió de nuevo y le quitó a Petor un pétalo de rosa que tenía en el pelo.
—¡Para ya! —bisbiseó—. ¡Nadie debe vernos!
—Oh. ¿Qué más da a estas alturas?
—¡A mí me importa! ¡Tu padre me mataría! —gritó Petor. Era un joven de diecinueve veranos, y su compañera era apenas un mes mayor.
—¿Papá? Es inofensivo —dijo Marta espontáneamente.
—¡Ja! ¡Es el séptimo hombre más rico de toda Palanthas! —dijo Petor entre dientes.
—Dinero y riquezas. La gente no piensa más que en eso —suspiró.
—A mi padre le costó dieciocho años que tu padre lo invitara a una de sus fiestas del Albor Primaveral. Si lo estropeara dejándome pillar entre los arbustos contigo… —su voz se desvaneció con un escalofrío.
Le llevó unos momentos recuperarse y comprobar que sus elegantes ropajes estuvieran en su sitio, mientras Marta jugaba con sus cabellos y con los anillos que llevaba en los dedos. Petor echó un rápido vistazo a su alrededor antes de coger a Marta de la mano. Ella le lanzó una mirada llena de deseo, con la boca entreabierta, expectante.
—Voy a entrar por la cocina. Intenta que no te vean volver a la fiesta —le rogó Petor. Sin mediar palabra, salió corriendo al sendero que cruzaba el jardín, haciendo ruido con sus elegantes zapatos de hebillas doradas.
—¡Haré lo que me venga en gana! —respondió la chica mientras se alejaba, para después girar sobre sus talones y alejarse dando fuertes pisadas. Sus delicadas zapatillas enjoyadas la hacían caminar con dificultad sobre la gravilla suelta. Se dio la vuelta de nuevo y gritó hacia la oscuridad—: ¡Entraré por la puerta principal! —Giró en redondo y se alejó con paso airado—. Eso le enseñará.
No había avanzado demasiado cuando una sombra se dejó caer silenciosamente por encima del muro, aterrizando como un felino tras los rosales donde Petor y Marta habían tenido su cita amorosa. Se deslizó hasta agazaparse tras el centauro de mármol y a continuación atravesó rápidamente el sendero (sin que sus pies hicieran el más leve ruido sobre la gravilla) y pareció fundirse con el tronco del enorme roble sobre el césped. El único ruido que se oyó a su paso fue el de una larga capa deslizándose por encima de los rosales, como si de una ligera brisa se tratara.
Marta siguió su camino descuidadamente, murmurando entre dientes, haciendo crujir el sendero bajo sus pies. La sombra se deslizó de un árbol a otro, de un arbusto a otro, paralela al camino que ella seguía a través del césped. Parecía demasiado rápida y silenciosa para ser un hombre, y se movía con un mortífero propósito. Corrió agazapada con la cabeza echada hacia adelante con impaciencia, precipitándose como un rayo a través de los claros iluminados por la luna, pero cuando se paraba y la capa la envolvía a simple vista no se la podía distinguir de la madera o de la piedra. De alguna manera parecía mezclarse con cada sombra que encontraba en su camino y se fundía con los arbustos y los árboles.
Marta enderezó la espalda y avivó el paso al acercarse a la casa. Los dulces sonidos de una danza primaveral salían flotando por las ventanas abiertas. La casa en sí misma era de construcción monumental. A pesar de contar tan sólo con cuatro pisos, se alzaba amenazante en la noche primaveral como una montaña cubierta de nieve. Grandes extensiones de césped y exuberantes jardines rodeaban la casa por tres de sus lados, pero en el lado norte, un estanque, alimentado por un canal procedente de bahía de Branchala, se extendía hasta los cimientos del edificio. La finca estaba situada en el sector noroeste de Palanthas, al pie de unas laderas formadas por terrazas en una zona denominada las Villas Doradas. La rodeaba un imponente muro de piedra, con una verja de hierro que daba a la calle del Encuadernador. El muro cruzaba el canal formando un arco, y en ese lugar una compuerta en medio del agua y una garita evitaban la entrada de intrusos. El canal era lo suficientemente ancho como para permitir la entrada de pequeños botes. Era evidente que varios invitados habían llegado a la fiesta por allí, va que sus barcazas se alineaban en filas a orillas del estanque.
Exceptuando un estrecho reborde decorativo entre el tercer y cuarto piso, los muros de la casa eran de mármol blanco tan pulido que brillaban como el cristal y parecían no tener junturas ni grietas, mientras que la profundidad de los alféizares de las ventanas dejaba ver que el grosor de los muros era comparable al del tronco del roble que había en el jardín. Todas las ventanas estaban provistas de robustas contraventanas de madera de roble, enmarcadas con tiras de hierro y protegidas por barrotes, también de hierro, y empotradas directamente en el muro. A pesar de que esa noche muchas de las contraventanas estaban abiertas de par en par, lo cual permitía que la luz y los sonidos de la fiesta se extendieran por el jardín, cuando estaban cerradas del todo y atrancadas desde dentro, la casa de Gaeord uth Wotan en tan impenetrable como una fortaleza enana dentro de una montaña.
Era como debía ser. Maese Gaeord era uno de los comerciantes más exitosos de la ciudad, con una flota de diecisiete barcos que surcaban los mares de Krynn y traían a casa cuantiosos beneficios para llenar las arcas de su señor. La casa de Gaeord uth Wotan era conocida en toda la ciudad por la colección de arte, la vajilla final, las joyas y las antigüedades que atesoraba. Pocos palanthinos podían presumir de semejantes riquezas.
A pesar de todo, como no era un noble, su casa no era la casa de un noble, lo cual saltaba a la vista de cualquier visitante de la ciudad, por muy plebeyo que fuera. Comparada con las elegantes villas de la Colina de los Nobles, la casa de Gaeord uth Wotan poseía una estética tan agradable la de una prisión. En realidad, antiguamente había sido un almacén, un enorme bloque de piedra y hierro de tejado plano. Es más, la finca no se hallaba situada dentro de las murallas de la Ciudad Vieja, hecho que había condenado para siempre a los Wotan a pertenecer a la clase mercante, sin que importara la enormidad de sus riquezas. Las familias nobles de Palanthas podían remontar su linaje hasta los fundadores de la ciudad, y no había dinero que pudiera comprar un título de nobleza. Gaeord uth Wotan había amasado su gran riqueza hacía tan sólo treinta años, un período que no era más que una sola gota de un reloj de agua comparado con los dos mil años de historia de muchas de las familias palanthinas. Se lo respetaba y honraba por sus contribuciones a la ciudad, y no pocos temían su poder e influencia. Su fiesta del Albor Primaveral era uno de los acontecimientos más importantes del festival. Una invitación para dicha fiesta otorgaba tanto prestigio al que la recibía que incluso las familias nobles de Palanthas consideraban necesario exhibirse en ella, aunque fuera de forma breve.
Los mejores juglares de la ciudad llenaban el aire con su música. Marta se detuvo cuando la música bajó el ritmo hasta tocar un vals. Entonces comentó a bailar sola sobre el césped, acercándose más y más a la silenciosa sombra. Ésta no se movió, sino que se agazapó junto a una fuente de cuarzo rosa como si fuera un canto rodado. Marta rió y su vestido revoloteó a su alrededor mientras giraba, tan cerca de la sombra que el dobladillo del vestido llegó a rozarla aunque, a pesar de todo, se mantuvo quieta. Finalmente, la chica se alejó bailando y cuando la música volvió a cambiar para entonar una enérgica danza coral típica de la primavera, atravesó brincando el césped y giró por una de las esquinas de la casa. Su sombra la siguió saltando silenciosamente, deteniéndose para escudriñar lo que había a la vuelta de la esquina antes de seguir.
La parte de la finca que iba desde la puerta principal hasta la verja estaba iluminada por antorchas en las que se quemaban resinas perfumadas. Carruajes de todos los estilos y períodos cubrían el césped como si fueran bisontes en las llanuras de Abanasinia, mientras que los sirvientes y cocheros atendían a los caballos o formaban grupos para compartir una bota de vino o para jugar a los dados. Marta bailaba siguiendo el círculo formado por la calzada, parando de vez en cuando para hacer una reverencia a un pretendiente o admirador imaginario. Su sombra se movió por entre los carruajes, paralela a ella, hasta la puerta.
Una pareja de guardas con cota de malla, convenientemente engalanados para la ocasión con lazos verdes y blancos que envolvían sus picas como si fueran mayos, ganduleaban cerca de las puertas principales. Al acercarse Marta, se apartaron discretamente y se enzarzaron en una discusión acerca de la luna, y abandonaron sus puestos antes de tener que hacer frente a la escandalosa y joven hija de su señor. Marta sacó la lengua a sus espaldas mientras entraba en la casa bailando. Su sombra se coló dentro casi pisándole los talones, cruzando el vestíbulo sin que nadie se diera cuenta, nadie excepto un búho domesticado que estaba posado en una percha dorada junto a la puerta. Al búho se le encresparon las plumas del susto y giró la cabeza vigilante. Marta se dirigió por el enorme vestíbulo de la entrada en dirección al salón de baile, con un frufrú de faldas sobre el suelo de mármol, mientras su sombra se escabulló hacia un lado, prefiriendo una amplia escalinata que subía en espiral y se internaba en la oscuridad. Los guardias volvieron a sus puestos sin darse cuenta.
El intruso se detuvo en lo alto de la escalera y se quedó tan inmóvil como uno de los bustos de mármol situados sobre pedestales que bordeaban la galería con vistas al magnífico vestíbulo. A su derecha, la galería rodeaba el vestíbulo de forma circular antes de desaparecer bajo un arco de mármol. A ambos lados del arco había estatuas de bronce de guerreras armadas con espadas largas y finas. A mitad de camino entre la escalera y el arco se hallaba una puerta de caoba de color dorado. Se abrió con un chirrido. El intruso se metió rápidamente dentro de una hornacina, colándose de algún modo tras el pedestal que la ocupaba, a pesar de que ni siquiera parecía haber sitio suficiente para un gato. Sujetó la cabeza de mármol sobre el pedestal con la punta de los dedos para que dejara de balancearse y se fundió con las sombras.
Un hombre atravesó la puerta y la cerró con llave tras de sí. Dejó caer una llave de bronce decorada en el bolsillo de su chaleco y se volvió en dirección a la escalera. Era corpulento como un barril, pero caminaba con el contoneo típico de un marinero acostumbrado a moverse por la cubierta de un barco. Llevaba un abrigo confeccionado con el mejor velarte azul, y varios collares de valioso oro colgaban de su grueso y bronceado cuello. Una esmeralda tan grande como un huevo de codorniz brillaba en uno de sus dedos. Mientras andaba, silbaba fuera de tono la música que salía de la sala de baile de debajo. Al pasar junto a la hornacina y empezar a bajar la escalera, una mano enguantada de negro salió vacilante de detrás del pedestal y metió los dedos en el bolsillo donde se hallaba la llave de cobre. Tan deprisa como había salido, la mano se retiró cuando el hombre corpulento, irritado, se pasó la mano por el pecho como si fuera una mosca, y no los dedos de un osado ladrón, lo que estaba hurgando en su bolsillo. Siguió adelante sin detenerse. El intruso salió de la hornacina y observó cómo el señor de la casa, Gaeord uth Wotan, cruzaba el vestíbulo de debajo silbando y todavía desentonando.
Moviendo la capa, se dio la vuelta y se deslizó hacia la puerta de caoba. Se detuvo a examinar la cerradura. Después se levantó y avanzó hacia el arco y las guerreras de bronce. Sus pasos se hicieron más lentos, y miró a una y a otra figura. Las estatuas parecían de lo más común, aunque su diseño era vistoso. Los rostros femeninos eran increíblemente hermosos y tan iguales como si fueran gemelos. Ambas blandían una espada delgada en una mano larga y proporcionada, una estatua en la mano derecha y la otra en la izquierda. Estaban desnudas de cintura para arriba y exhibían una musculatura sublime, perfectamente moldeada. Bajo la débil luz que jugaba con las oscuras formas metálicas casi daba la impresión de que se movían, de que respiraban.
De repente, el intruso se precipitó hacia adelante y su capa ondeó tras de sí. En reacción a un movimiento que percibió a su izquierda, se agachó y rodó bajo el arco justo cuando dos espadas de bronce afiladas como cuchillas cortaban un palmo del borde de su capa. Continuó rodando una docena de pasos más antes de incorporarse para seguir corriendo. Echó un vistazo por encima del hombro. A sus espaldas, el pasillo estaba vacío. Disminuyó la velocidad y escuchó un instante, pero al no oír nada se encogió de hombros y continuó su camino.
Avanzó presuroso por el pasillo, a oscuras, como si conociera perfectamente la distribución de la casa. Pasó por delante de muchas habitaciones y estancias, de las cuales muchas prometían riquezas incalculables por el aspecto de sus pesadas puertas y cerraduras. Pero no dudó ni un instante. Se detuvo finalmente frente a una pequeña y mediocre puerta, prácticamente escondida tras un hermoso tapiz. Sin detenerse, la abrió rápidamente, la atravesó y la cerró en silencio tras de sí. Se encontró en un estrecho rellano. Una escalera común, iluminada en el rellano por un par de braseros que colgaban del techo, subía desde la planta baja y se perdía hacia arriba, en la oscuridad. Subió la escalera de tres en tres hasta que llegó al rellano superior, que terminaba en otra puerta. La abrió igual que la anterior, salió a otro pasillo y cerró la puerta a sus espaldas.
A su derecha había antorchas en los soportes de la pared que se quemaban sobre una pared desnuda. El suelo era de piedra sin pulir y estaba hundido en el centro debido a desgaste por el paso. De una puerta que había al fondo salían estridentes sonidos de una juerga y resonaban a lo largo del corredor vacío, que a la izquierda estaba oscuro como boca de lobo. Su capa se desplegó como una bandera cuando se dio la vuelta, y desapareció en las tinieblas, invisible gracias al color de las ropas, máscara y capucha, negras como el ébano.
La oscuridad no parecía entorpecer sus movimientos. Atravesó rápidamente el pasillo dando grandes zancadas, rozando apenas la pared con la mano derecha para guiarse. No surgió ningún obstáculo que le impidiera seguir su camino, y después de girar por una esquina, rápidamente llegó a su destino. Era una puerta, no muy distinta de la mayor parte de las que había dejado atrás. Se quitó los guantes negros, se arrodilló junto a ella y buscó una bolsa de cuero en algún bolsillo oculto entre sus ropas. De ella sacó un fino alambre de metal y lo introdujo en la pesada cerradura. Junto a éste, introdujo un segundo alambre, más grueso que el primero, y comenzó a manipularlos dentro de la cerradura.
Pasaron algunos minutos y dejó escapar un suspiro, el primer ruido que había hecho desde que saltó el muro del jardín. Escogió otro alambre y lo intentó de nuevo, pero fue en vano. Se sentó sobre los talones y descansó, volvió a meter un mechón suelto de cabellos cobrizos dentro de la capucha, eligió un tercer alambre y volvió a intentarlo. Seguía sin girar, y estaba sacando un cuarto alambre cuando apareció una luz al final del pasillo.
Una criada de la casa giró la esquina con una vela en un candelero de plata que le iluminaba su rostro arrebolado. Atravesó el pasillo apresuradamente mientras manoseaba un manojo de llaves con la mano que tenía libre. El intruso se apartó de ella con facilidad, y avanzó por el pasillo unos siete metros, antes de tenderse cuan largo era junto a la unión entre suelo y pared. La criada se detuvo frente a la puerta que él había estado intentando abrir y probó con varias llaves. El intruso se puso tenso al darse cuenta de que su bolsa de ganzúas estaba tirada en el suelo entre los pies de la criada, la cual, por fin, metió una llave de hierro en la cerradura. La puerta se abrió emitiendo un chasquido; la mujer entró apresuradamente en la habitación y dejó la puerta abierta. El intruso se puso en pie silenciosamente, avanzó con cautela hacia la puerta y recuperó sus ganzúas. A continuación se introdujo en la habitación y se agachó tras un barril. Tras unos instantes, la criada salió con una gran fuente de plata bajo el brazo. Cerró la puerta con llave y se apresuró a volver por el camino por el que había venido.
La habitación estaba oscura, pero no tanto como el pasillo. Era apenas más grande que un armario, larga y estrecha, con un ventanuco al fondo. Algo de luz se colaba por las grietas de las contraventanas y arrancaba destellos de docenas de estantes que albergaban algunas de las mejores vajillas de oro y plata de la ciudad. Sin embargo, la sombra intrusa no hizo el menor caso de las riquezas que tenía al alcance de la mano y se precipitó hacia la ventana. Descorrió el cerrojo y abrió con cuidado las contraventanas.
La ventana daba al jardín delantero. Se inclinó hacia afuera, metiendo la cabeza con facilidad entre los gruesos barrotes. Justo debajo estaban los dos guardias, aún en sus puestos frente a la puerta principal, con los lazos agitados por la brisa proveniente de la bahía. Se subió al alféizar de la ventana. Apenas tenía el tamaño suficiente para un kender, pero de alguna manera logró acurrucarse encima. Pasó una pierna por entre los barrotes y después la otra, a continuación se retorció y contorsionó para pasar los hombros y el resto del cuerpo, y finalmente la cabeza, hasta que quedó colgando de los dedos a unos quince metros por encima de los incautos guardias. Miró hacia abajo por entre sus piernas, respiró hondo y se dejó caer.
El borde más corto de su capa ondeó a su alrededor mientras caía, pero apenas tres metros más abajo tocó con sus dedos el reborde decorativo que había entre el tercer y cuarto piso. Se agarró a él y detuvo su descenso casi sin hacer el menor ruido. Sólo un ligero roce de sus botas sobre la piedra pulida lo traicionó. Se quedó inmóvil, colgado de los dedos, y echó un vistazo abajo. Los guardias no se habían movido.
A continuación, muy cuidadosamente, deslizó una mano por el reborde y avanzó sujetándose alternativamente con una y otra mano. A pesar de que había gente entrando y saliendo de la fiesta, algunos recién llegados y otros que ya se iban, a ninguno se le ocurrió mirar hacia arriba. De todos modos no hubieran visto nada interesante si lo hubieran hecho. Quizás una sombra, sin forma, en apariencia inmóvil. Las antorchas perfumadas que iluminaban los jardines allá abajo, cegaban a la gente. El intruso avanzó despacio por el reborde, pero sin detenerse, cruzó la parte frontal de la casa y dobló la esquina, para después seguir su camino cuidadosamente unos diez metros más. Bajo sus pies se encontraba la parte más profunda del estanque.
Debajo del reborde, pero a unos seis metros por encima del agua, una jaula de hierro sobresalía de la pared, sujeta mediante varios pernos robustos. La jaula no protegía una ventana, sino una puerta de aspecto semejante a la de un desván. A través de esa puerta pasaban de noche muchos de los cargamentos más valiosos de Gaeord, que eran transportados en barcos canal arriba sin siquiera pasar antes la inspección de un empleado de la aduana palanthina. Se podía acoplar un aparejo de polea a la parte interior de la jaula, mientras que el fondo se abría para permitir la subida del cargamento al interior. Dicha apertura de bisagra estaba protegida por un sólido cerrojo que parecía lo suficientemente fuerte como para resistir incluso a La palanca más fuerte, y el techo de la jaula se hallaba resguardado por largos pinchos de hierro.
Después de situarse justo encima de la jaula, el intruso se dio impulso hacia afuera apoyando los pies en la pared y voló por los aires como un acróbata o una ardilla voladora.
La trayectoria de la caída lo llevó más allá del borde de la jaula. De caer un poco más cerca de la pared podría haber aterrizado en plena jaula y haber sido atravesado por los pinchos. De caer un poco más lejos se habría dado un chapuzón en el estanque. Pero en realidad sus dedos extendidos habían rozado los barrotes superiores de la jaula antes de agarrarse al escalón inferior y detuvo su caída tan bruscamente que podría haberse dislocado los brazos. La jaula soportó su peso con un pequeño temblor. Se mantuvo colgado de ella durante unos instantes como si quisiera recobrar el aliento, y a continuación se balanceó como un mono bajo la jaula hasta que llegó al candado. Un pez saltó en el estanque, dibujando amplios círculos en la superficie iluminada por la luna. Soltó una mano mientras se aguantaba con la otra para sacar de una bolsa que colgaba de su cinturón un extraño aparato. Era un tubo de metal común, no más largo que su dedo meñique y apenas más grueso. Ambos extremos estaban cubiertos por pequeñas placas de acero. Introdujo el artefacto entre el candado propiamente dicho y el lazo metálico. Una vez en su lugar, apretó cautelosamente en el centro del tubo. Dando un agudo sonido metálico, el candado se abrió de golpe. Lo que quedaba de él, más el artefacto que utilizó para romper el candado, cayeron al agua del estanque. Seguidamente, el intruso abrió el cerrojo y el fondo de la jaula se abrió hacia abajo. Trepó hasta meterse en ella, se balanceó y aterrizó en el alféizar de la puerta.
Se encontró frente a dos puertas de madera, pero que no estaban diseñadas para mantener fuera a los ladrones, sino sólo para proteger de la lluvia y el viento. Bastó con introducir una daga de hoja fina entre las tablas y a continuación dar un tirón hacia arriba para levantar la barra. Abrió una de las puertas lo suficiente como para deslizar una mano dentro y agarrar la barra, después abrió la puerta del todo lentamente y se dejó caer en el interior de la habitación.
Guiado por el instinto, o por alguna extraña intuición, reculó de inmediato. Con reflejos de pantera, agarró la mano que guiaba una daga contra su corazón. Otra parada cegadora desvió el puño que pretendía romperle los dientes y con un rodillazo rechazó la bota dirigida a su ingle. Arrastró a su asaltante hasta la luz de la luna frente a la entrada.
La figura vestía de modo muy parecido a él, pero en vez de llevar una máscara completa para ocultar su rostro, su asaltante tan sólo llevaba una tira de tela en la parte inferior de la cara. Unos ojos femeninos, oscuros y centelleantes lo miraron con furia desde debajo de la capucha. Ella se debatió por unos instantes, en silencio, pero después se quedó quieta, respirando con un sonido sibilante a través de la máscara.
—Me hacéis daño —dijo mordiéndose los labios.
—Vos me habríais hecho algo peor —contestó.
—Me pillasteis por sorpresa —dijo ella—. ¿Quién sois?
—Soy un ladrón —respondió—, igual que vos.
—Sois un ladrón, pero nada tenéis que ver conmigo —le espetó.
—Ah, ya. Debéis de ser una ladrona del Gremio —dijo suspirando.
—Sí, y vos os estáis metiendo en asuntos del Gremio, cerdo independiente.
Hizo caso omiso del insulto. En vez de eso, olisqueó, buscando en el aire una fragancia esquiva. Acercó más a su cara el puño que sostenía la daga. De repente ella tiró para liberarse, pero él la sujetó firmemente. La obligó a acercar la muñeca a su cara, hasta que la punta de la daga le hizo cosquillas en el grueso tendón bajo la oreja.
—El loto amarillo de Ergothia, famoso por volver a los hombres locos de deseo. En Palanthas todos conocen este perfume que lleváis, lady Alynthia —susurró.
—Y vuestra máscara no basta para ocultar que sois un elfo —respondió la mujer.
Se puso rígido, como si lo hubieran insultado.
—Mi nombre es Cael Varaferro —dijo—. ¿Es ése el nombre de un elfo?
—Os llaméis como os llaméis —bisbiseó—, a partir de esta noche el Gremio os cazará como el perro que sois. No podréis huir de nosotros.
—¿Por qué razón iba a querer huir de vos, señora Alynthia? —replicó—. No creo que haya nada más deseable que ser perseguido por vos.
—¡Cerdo! —dijo casi gritando, lanzando puntapiés a sus rodillas e ingle. Él le hizo darse la vuelta y le sujetó los brazos a la espalda hasta que se quedó quieta, con el pecho agitado, mientras respiraba entre dientes produciendo un sonido sibilante.
—¿Lo tenéis? —preguntó con voz severa.
—¿Tener qué? —rugió por encima del hombro.
—Sabéis perfectamente de qué…
Todavía no había tenido tiempo de explorar a su alrededor y ahora se arrepentía de ello. Una puerta en algún lugar de la habitación similar a un almacén se abrió. Apareció una luz que dispersó las sombras que cubrían las paredes. La obligó a agacharse tras un cajón, y le tapó la boca con la mano para impedir que gritara, mientras la sujetaba firmemente con la otra. Por un instante notó cómo se ponía tensa y se debatía, pero después pareció relajarse lentamente apoyándose en él. Sintió las suaves curvas de su cuerpo amoldarse a las suyas, y el calor que desprendía lo hizo estremecerse. La delicada fragancia del loto amarillo de Ergothia empezó a volverlo loco, a pesar del peligro.
De repente un susurro cortó el aire.
—¿Capitana Alynthia? —preguntó—. ¿Estáis ahí? Se acercan unos guardias, creo que deberíamos… ¿Qué diablos…? —El vigía acababa de reparar en la trampilla abierta.
Alynthia se zafó y se liberó por un instante.
—¡Aquí! —dijo con voz bronca—. Mátame a este… —Su voz se extinguió en medio de un torrente de maldiciones apagadas.
La levantó bruscamente y reculó hasta llegar a la trampilla, sosteniéndola entre él y los vigías. Enfrente, un ladrón de nariz ganchuda estaba agachado, medio escondido tras un cajón de madera, con una daga equilibrada junto a su oreja, lista para ser lanzada. Un segundo ladrón se escondía en las sombras junto a la puerta abierta, con una pequeña ballesta en la mano. Alynthia luchó y se retorció hasta que su boca quedó de nuevo libre.
—Matadlo, estúpidos —ordenó a los vigías. Pero ellos dudaron, temerosos de darle a su jefa por error.
El intruso no tenía tal problema. Con una hábil maniobra, arrebató la daga a Alynthia y la arrojó hacia el ladrón de nariz ganchuda. Nariz Ganchuda se agachó tras el cajón justo a tiempo y la daga pasó silbando junto a su mejilla. Ésta se clavó en el ojo del ladrón que estaba junto a la puerta el cual cayó como una res aturdida, muerto antes de tocar el suelo.
Liberada de sus garras, Alynthia se dio la vuelta rápidamente con los puños en alto, pero debido a algún tipo de truco se encontró volando de espaldas por los aires. Cayó sobre sus posaderas con un ruido sordo y se deslizó por el pulido suelo hasta chocar contra Nariz Ganchuda, que se acababa de levantar para lanzar su daga. Con una risa burlona, el intruso se tiró a través de la trampilla y desapareció. Nariz Ganchuda corrió hacia la trampilla, se indinó hacia afuera y silbó asombrado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alynthia mientras sé sacudía el polvo—. ¿Lo has atrapado?
—No, capitana —admitió el ladrón.
—¿Por qué no?
—No está ahí.
—¿Qué quieres decir? Tiene que estar ahí. Estará en el agua —dijo.
—No hay ni una sola onda y no he oído el menor chapoteo —contestó el ladrón mientras se apartaba. Envainó la daga con un golpe seco—. Debe de ser algún tipo de brujo.
—Quizá —admitió ella—. Bueno, al menos no se apoderó del… —Se palpó los bolsillos y un aullido de rabia ahogada brotó de su garganta.