27 de Darkember, 34s.C.
Los habitantes de la ciudad más grandiosa de Krynn, Palanthas, la Ciudad de los Siete Círculos, caminaban apresuradamente por las calles llenas de faroles, dirigiendo miradas de preocupación hacia lo alto en su precipitado camino hacia casa desde mercados y plazas, en el crepúsculo de un día más de agitado comercio. Los pensamientos sobre la cena y el descanso competían con la preocupación por el tiempo y por la posibilidad de llegar a casa calados hasta los huesos, ya que un frente nuboso con muy mal aspecto se cernía sobre los tejados de la ciudad, acompañado por el sordo retumbar de los truenos y el crepitar de los relámpagos. Estas aparatosas tormentas de comienzos del invierno se habían convertido en algo muy habitual en los años que siguieron a la Guerra de Caos, pero ésta en particular parecía traer nuevas sorpresas en lo que a furia y destrucción se refiere.
La luz procedente de los miles de faroles de la ciudad y de las ventanas iluminadas daban un matiz gris amarillento a los nubarrones bajos de la tormenta, mientras que en la zona que quedaba justo encima del centro de la ciudad, casi tocando las torres del palacio del Señor, un gran remolino de nubes había descendido amenazador desde la base de la enorme tormenta. Un viento extraño, cálido y húmedo, inundó toda la ciudad y comenzó a arremolinar basura, polvo y arena en torno al centro, y se vaciaron las calles. Envuelta por el viento ascendente avanzaba una figura solitaria, embozada en una pesada capa a pesar de que hacía una noche especialmente cálida para la época.
Aunque caminaba encorvado y con el rostro resguardado del viento cortante y cargado de polvo, lo hacía con el contoneo típico de un marinero, como alguien más acostumbrado a la inestable cubierta de un barco que a las calles empedradas de una ciudad. En la mano derecha blandía un bastón nudoso de color negro, con el que marcaba los tiempos sobre los adoquines con un ligero golpe a cada paso que daba. Al cruzar a grandes zancadas por el paseo llamado del Templo, pasar por delante de sus puertas e introducirse en la Ciudad Vieja, se cubrió el rostro con su ancha capucha.
Una pareja de Caballeros de Takhisis vestidos con oscuras armaduras se acurrucaba al abrigo de una garita al lado de la puerta, y lanzaba al ciclo miradas de expectación. Dieron un respingo al darse cuenta de su aparición, pero como se limitó a cruzar la calle y se metió en el famoso y repugnante callejón del Herrero, lo dejaron pasar sin hacer preguntas. En lugar de eso, uno de ellos dio un golpe seco en la pared de la garita, lo que hizo salir a un tercer caballero a la puerta. Los tres intercambiaron algunas palabras. El tercer guardia garabateó algo sobre un trozo de papel con una pluma y asintió.
La figura embozada hizo caso omiso de ellos. Al entrar en el callejón, el viento amainó un poco. Los edificios, algunos tan antiguos como la propia ciudad, se apretaban unos contra otros a ambos lados del estrecho callejón e impedían la entrada de la luz y el aire. La parte central del callejón se había desgastado y formaba un camino hundido por dos mil años de pasos cansinos, y por él goteaba lentamente un ruidoso sumidero de aguas negras, restos de vegetales podridos, grasa y asaduras. El hedor resultante se removía, aunque con cierta dificultad, con el viento ascendente, pero no lo suficiente como para que se despejase el aire de su nauseabundo olor. Ni siquiera una tormenta, por muy fuerte que fuera, podía purificar estas secuelas características de la raza humana. Sólo el mar inundándolo todo podría aspirar a purgar los adoquines de años de suciedad.
El hombre chapoteó por el callejón con menos precaución que si fuera por un arroyo de montaña. Musitó entre dientes, pero ello no tenía nada que ver con lo que el lodo del callejón estaba haciendo a sus botas, baratas y desgastadas.
—Una hermosa noche —refunfuñó para sus adentros.
El callejón del Herrero estaba extrañamente silencioso. Sin duda cientos de ojos vigilantes, quizás incluso unas cuantas flechas, dagas y hondas, apuntaban a su espalda encorvada. Aquel no era lugar para un viajero desprevenido. Poca gente en la ciudad de Palanthas, incluidos temidos Caballeros de Takhisis, se atrevía a caminar sola por aquella calle después del anochecer. Era preferible meterse en las enormes fauces de un dragón antes que dirigirse al callejón del Herrero una vez hubiera oscurecido. Sin embargo aquel individuo parecía saber muy bien a dónde se dirigía, y era muy probable que perteneciera al lugar. Desde luego, por su capa andrajosa y la seguridad con la que caminaba bien podría ser un habitante de la zona. Ya que ningún cuchillo había surgido silencioso de entre las sombras para clavarse tembloroso en su espalda, cosa que les había pasado a muchos intrusos anteriormente, por el momento los espectadores ocultos parecían dispuestos a dejarlo pasar. Continuó su camino ignorante de cualquier peligro, o sencillamente sin prestarle atención.
Quizá los espectadores silenciosos se abstuvieran de atacarlo porque lo tomaban por loco.
—Una hermosa noche, sin duda —volvió a refunfuñar desde la oscuridad de su capucha.
Se detuvo abruptamente, aguzó el oído y blandió con fuerza el bastón. Desde algún punto a su izquierda se elevó un largo y hondo lamento. Quizá fuera tan sólo el viento, que rugía a través de los callejones de Palanthas, quizá fuera el aullido asustado de un perro.
—Un mal presagio —gruñó—. ¡No! ¡Un buen presagio! ¡Un buen presagio para el trabajo de esta noche!
Continuó su camino, mientras el lamento se convertía en un chillido tembloroso, golpeteando con el bastón al son de una extraña cadencia en el largo callejón lleno de ecos. A su espalda una puerta se cerró de golpe, mientras que por delante de él dos chuchos macilentos se escabulleron apartándose de su camino, gruñendo por encima de sus espaldas.
Se detuvo frente a una puerta baja de aspecto sólido, encajada a fondo en una pared de piedra a punto de desmoronarse. Se acercó y con el bastón nudoso golpeó la puerta dando una peculiar serie de golpes: cuatro, tres rápidos, dos lentos y por último uno tan fuerte como un martillazo.
Silenciosamente, la puerta se entreabrió y dejó ver tan sólo la oscuridad que había detrás.
—¿Quién es? —preguntó una voz áspera desde el interior.
—Un viajero de tierras lejanas —dijo el hombre.
—Bienvenido, Avaril —respondió la voz, esta vez en tono más amistoso. La puerta se abrió de par en par y apareció una linterna que iluminó una figura de corta estatura y con una larga barba blanca, la cual asomaba bajo una capucha de color verde—, llegas tarde. Según dicen, el trasgo ya se ha puesto en marcha.
La linterna que sostenía el enano iluminó una pequeña habitación de techo bajo casi abarrotada de gente. Muchos de los presentes llevaban grandes sacos, cajones o cofres, y cuando el enano se apartó a un lado para dejar pasar al hombre llamado Avaril, algunos suspiraron de forma ostensible, mientras que otros volvieron a enfundar sus espadas. Pasó revista a la habitación como si estuviera buscando a alguien.
—Entra. ¿Por qué te quedas ahí fuera? —preguntó el enano al tiempo que salía al callejón y echaba un rápido vistazo a su alrededor—. Hay cosas extrañas moviéndose por ahí, rumores de peligro. Este lugar no es seguro. Nos trasladamos.
—Lo sé, viejo amigo —dijo Avaril mientras el enano, habiéndose asegurado de que el callejón estaba vacío, se volvió hacia la puerta. Quizás una hormigueante premonición de peligro fue lo que advirtió el enano, ya que sin apenas levantar la mirada se agachó hacia un lado. El hombre corpulento corrigió el golpe e hizo astillas el bastón nudoso sobre la cabeza del enano. Avaril arrebató la linterna de la mano del enano caído, la hizo girar y la lanzó a través de la puerta dentro de la habitación. En el momento en que el cristal se hizo añicos y brotó una espeluznante llamarada, un kender surgió de la sorprendida multitud congregada en la habitación y cerró la puerta de golpe, antes de que Avaril pudiera forzarla con su bastón astillado. Los gritos de rabia, sorpresa y dolor competían con el rugir de las llamas por llenar la pequeña habitación que había tras la puerta, cuando Avaril lanzó el bastón contra ésta.
Siete Caballeros Negros pasaron a toda prisa por su lado. El jefe, cubierto con una armadura negra, llevaba en sus poderosas manos una enorme maza de hierro que le sirvió para hacer astillas la puerta. Detrás de él venían seis Caballeros de Takhisis con ballestas cargadas y preparadas. Mientras el jefe atravesaba las llamas, los otros seis se detuvieron un instante para disparar sus proyectiles hacia el interior de la habitación antes de desenvainar las espadas y seguir adelante.
En el interior, la gente dejó caer sus sacos, cajas y cajones y se precipitó hacia todas las salidas, escaleras y ventanas. Fuera, en la oscuridad, había arqueros esperando que acabaron con todos los que huían hacia el callejón. Los otros fueron perseguidos hasta cortarles la retirada. Más caballeros acudieron a toda prisa desde el callejón para unirse a la persecución y a la matanza, mientras otros reunían rápidamente las distintas cajas y cajones y los llevaban al exterior. Lo que no pudieron mover, o lo que no les interesaba, lo machacaron con mazas. La noche se llenó de sonidos de cristales rotos y gritos de agonía. En algún lugar comenzó a sonar una campana de hierro.
Mientras tanto, Avaril arrastró al enano a través del callejón y lo arrojó encima de un montón de serrín mojado. Después se acomodó encima de uno de los cajones para observar la carnicería. Los gritos de agonía continuaron durante un rato. Había caballeros entrando y saliendo a toda prisa del edificio, y el botín apilado en el callejón seguía creciendo. Los escribas y secretarios de los Caballeros de Takhisis ya habían empezado a clasificar, contar y registrar la mercancía, e interrogaban de vez en cuando a Avaril sobre algún que otro objeto ames de apuntarlo en sus organizados folios. Grupos de porteadores, cada uno escoltado por todavía más caballeros, se llevaban el botín en carros tan pronto como los objetos eran apartados por los secretarios. La tormenta todavía no se había desencadenado, pero daba la impresión de que en cualquier momento podía descargar su ira sobre la ciudad sin tapujos.
El enano abrió los ojos para apartar la sangre que salía a borbotones de su cabeza abierta, corría por su rostro y empapaba su barba. Al otro lado del callejón en el que yacía, caballeros agotados, salpicados de sangre y vísceras, salían tambaleándose del edificio en llamas que había pertenecido al Gremio de los Ladrones de Palanthas. El fuego ya había consumido los pisos superiores, pero habían extinguido las llamas de los inferiores para poder llevarse las cosas que allí había almacenadas. En aquel momento, los dos últimos caballeros que abandonaron el edificio se detuvieron en la entrada y arrojaron sus antorchas dentro de la habitación. Las llamas se extendieron enseguida por la puerta y las ventanas. Parecía, por el fulgor que despedían las nubes que se arremolinaban en lo alto, que se hubieran declarado incendios por toda la ciudad.
Bajo aquella luz, el enano presenció una extraña conversación cerca del montón que formaba el botín. Los porteadores ya se habían llevado casi toda la mercancía obtenida esa noche, pero habían dejado atrás algunas cosas elegidas especialmente y las habían cubierto con cuidado de una capa de pez. En ese momento lo rodeaban tres hombres, que hablaban entre susurros con las cabezas muy juntas.
El más corpulento le llevaba una cabeza al más bajo, pero llevaba una larga capa negra de lana muy gruesa, con una amplia y pesada capucha que le ocultaba el rostro. El que lo seguía en altura era un hombre muy conocido en toda la ciudad, un hombre de expresión pétrea y ojos azules como ágatas que brillaban incluso en el oscuro callejón. Era sir Kinsaid, Caballero de Takhisis y caballero coronel de la ciudad de Palanthas. Aunque oficialmente era un consejero militar, en realidad mandaba en la ciudad. El tercero era un hombre de baja estatura, vestido con sombríos ropajes de mago de color gris. Tenía el rostro afilado, una nariz curiosa y unos ojos que parecían pequeños trozos de carbón incrustados en una cara del color de la masa sin cocer.
Durante unos instantes se quedaron los tres solos, sin guardias ni secretarios. La figura corpulenta se arrodilló junto al montón que formaba el botín y tras lanzar una mirada furtiva a su alrededor levantó una de las cubiertas negras. Los otros dos se arrimaron para ver lo que había descubierto. Desde su posición, el enano no podía ver lo que tanto fascinaba a los tres individuos, aunque no es que le importara demasiado. Sintió que la oscuridad volvía a envolverlo suavemente. Se relajó y miró hacia el cielo.
Los muros del edificio junto al que se hallaba se alzaban cuatro pisos hacia el cielo palanthino, y por su antigüedad y su estado de ruina daba la impresión de que se inclinaba peligrosamente, como si estuviera a punto de derrumbarse. Algunas ventanas oscuras miraban amenazadoras hacia el callejón, pero la mayor parte habían sido tapiadas hacía tiempo. A pesar de ello, el enano observó que desde una de las ventanas vacías se precipitaba de repente un rollo de cuerda. Aunque estaba teñida de negro, destacaba sobre las nubes del color del fuego. Con gran sigilo, se fue desenrollando a medida que bajaba hasta el callejón, hasta quedar a pocos centímetros de la nariz del enano. Sorprendido, lanzó una maldición mientras se protegía de la cuerda con los brazos.
Los tres hombres se dieron la vuelta sobresaltados y dejaron el objeto de su atención. Una espada centelleante apareció en la mano cubierta con un guante de malla de sir Kinsaid al tiempo que una ballesta amartillada surgió en las manos del hombre de la túnica gris. El tercero no sacó ninguna arma, sino que se quedó observando desde el interior de su capucha.
—¿Quién anda ahí? —preguntó sir Kinsaid con tono desafiante.
El hombre de corta estatura bajó la ballesta.
—Tan sólo es el guardián de la puerta —rió—. Todavía sigue vivo. Los cráneos de los enanos son famosos por su dureza.
Nadie pareció fijarse en la cuerda negra que colgaba casi tocando la cabeza del enano.
—Arreglaré ese asunto enseguida, sir Arach —le dijo el hombre de túnica negra a su compañero de menor estatura—, podría identificarme.
Al oír esas palabras, el enano de repente recuperó la consciencia. Luchó por menearse, pero se dio cuenta de que no podía mover las piernas. Clavó las uñas con desesperación en el montón de serrín y ahogó un grito de rabia.
—¡Eres un perro! —dijo mientras lágrimas de frustración caían sobre su barba—. ¡Nos traicionaste! —Se arrastró hasta salir del montón de serrín e hizo avanzar lentamente su roto y frágil cuerpo sobre los adoquines cubiertos de limo, sin fijarse en la figura de negro que a sus espaldas se había deslizado por la cuerda. Los tres hicieron caso omiso de sus gritos—. ¡Nos traicionaste! —gritó el enano.
—El capitán Avaril ha traicionado a mucha gente a lo largo de su vida —dijo con voz bronca la figura que estaba detrás de él.
Sir Kinsaid se giró de nuevo, sosteniendo su centelleante acero en la mano. Sir Arach Jannon sacó la ballesta. El capitán Avaril, vestido con la túnica negra, se levantó con los enormes puños cerrados.
Una figura de negro saltó desde una ventana al otro lado del callejón, una tercera salió de detrás de un montón de cajas vacías, dos más surgieron a gatas de una boca de alcantarilla que no parecía lo suficientemente grande como para dejar pasar más que a una rata. Algunos más salieron de entre las sombras a ambos lados del callejón. Llevaban uniformes negros, amplios y hechos especialmente para permitir la máxima libertad de movimientos y ser capaces de esconder diversas herramientas y armas. Sus rostros estaban ocultos por máscaras de un material parecido, pero por encima de éstas brillaban ojos llenos de odio.
En poco tiempo, un mortal círculo negro formado por varias espadas centelleantes rodeó a los tres hombres. Como guerreros que eran, acostumbrados durante largo tiempo a la batalla, se situaron espalda contra espalda para enfrentarse a sus oponentes, que cada vez estrechaban más el cerco. El furioso infierno que tenían a sus espaldas iluminó la escena con un destello espeluznante, con una intensidad multiplicada por los frecuentes relámpagos. El enano estaba tendido dentro del círculo cada vez más estrecho de enemigos, confundido, a punto de desmayarse por el dolor, consumido por la frustración.
—Davvyd Nelgaard —gruñó sir Kinsaid—. Jefe del Gremio de los Ladrones de Palanthas. He aquí un pez gordo que vuestras redes no pudieron atrapar, sir Arach.
—No, mi señor. La red se cierra sobre ellos mientras hablamos. Ya lo habíamos previsto —dijo el hombre del manto gris mientras la expresión de su rostro se torcía para dibujar una astuta sonrisa.
La figura de negro que había aterrizado detrás del enano salió a la luz del fuego. Arrancó la máscara que le cubría d rostro y la capucha de su cabeza, y mostró una melena desordenada de espeso pelo negro que enmarcaba un rostro de piel oscura, oscurecido aún más con la ira.
—En efecto —dijo con un gruñido—, la red se cierra por momentos. Estáis atrapado en ella. —Se echó hacia atrás el manto corto y desenvainó una cimitarra, que captó la luz del infierno reinante y la reflejó formando un arco de rojo fuego.
—El Gremio de los Ladrones está a punto de desaparecer —dijo el caballero coronel—. Rendíos y os daremos una muerte digna de un enemigo de los Caballeros de Takhisis. Vos y vuestros seguidores no moriréis como criminales.
Una risa macabra recorrió el círculo formado por los asesinos vestidos de negro.
—¿Dejaremos que nos maten como ovejas, al igual que a nuestros compañeros, cuya carne abrasada todavía apesta? —preguntó el jefe del Gremio a sus compañeros.
Ninguno contestó. Siguieron cerrando silenciosamente cada vez más el círculo. Pasaron por encima del enano y lo dejaron fuera.
—Puede que muramos esta noche, pero antes veremos morir a aquellos que traicionaron a nuestro Gremio —dijo el jefe del Gremio al tiempo que daba un salto, dispuesto a decapitar al capitán Avaril con su centelleante cimitarra. La larga espada de sir Kinsaid se encontró con el acero curvo del jefe del Gremio en medio de una lluvia de chispas.
Con un rugido, los otros se acercaron aún más, blandiendo las espadas, con intención de atacar. Sir Arach disparó la ballesta y abatió al asesino que tenía más cerca, para después arrojar su arma y levantar una mano, con la palma hacia fuera. Delante de él apareció un reluciente escudo de fuerza, que paró la daga dirigida a su corazón en la mitad de su trayectoria y ésta cayó sobre los adoquines con un ruido metálico.
—¡Un mago! —gritó alguien. A modo de respuesta, sir Arach sacó de repente de algún bolsillo oculto entre sus ropas una varita con la punta de obsidiana. Sus labios se movieron una palabra arcana hizo crepitar el aire y de la varita salió un chorro de fuego que envolvió al ladrón, el cual trataba de atravesarlo con una espada corta. El hombre se convirtió en una antorcha viviente. Se alejó tambaleándose, gritando entre sus camaradas, obstaculizando sus ataques, obligándolos a agacharse para esquivar las antorchas que formaban sus brazos extendidos.
Mientras tanto, la habilidad del Caballero Negro se cobró sus víctimas entre los atacantes. Con un movimiento de su espada, un hombre cayó con la cabeza abierta hasta la mandíbula. Otro se tiró al suelo sujetándose las entrañas para que no se le salieran. Un tercer hombre lanzó un ataque bajo con una daga y se retiró agarrándose el muñón sangriento que quedaba de su muñeca.
Con un crujir de huesos y un chorro de sangre y dientes, el capitán Avaril lanzó por los aires a un hombre, ya inconsciente antes de caer sobre los adoquines. A continuación se llevó los dedos a los labios y dio un silbido, una larga y temblorosa llamada, como el grito de un zarapito. Poco después, le respondió un profundo bramido desde el callejón abajo a cierta distancia.
Al oírlo, el jefe del Gremio animó a sus camaradas ladrones a que redoblasen sus esfuerzos. Un ruido atronador de botas y cascos que golpeaban los adoquines resonó a ambos lados del callejón. Los soldados gritaron que el caballero coronel estaba siendo atacado. Los oficiales escupían órdenes. Sir Kinsaid se tambaleó mientras se llevaba la mano a un terrible corte en su cota de malla del cual manaba sangre que se le escurría por entre los dedos. Tres ladrones cayeron al suelo y empezaron a roncar con gran estruendo, víctimas de otro de los conjuros de sir Arach. El centro de la pelea oscilaba, cambiaba, ora estaba aquí, ora allá. Hubo un momento en que el enano, olvidado en medio de la refriega, tuvo que levantar la cabeza para ver cómo iba la batalla, e inmediatamente se encontró involucrado en ella. Alguien se tropezó con él y le espetó una retahíla de maldiciones, cuando la espada de sir Arach ahogó sus palabras. El enano intentó arrastrarse hacia fuera, pero alguien le pisó la mano. A continuación le dieron una patada en la cabeza. Un dolor sordo le estalló en los oídos, que lo sumergió en la oscuridad y en una piadosa inconsciencia.
Cuando se despertó, la batalla había concluido. Alguien le había dado la vuelta, y ahora yacía boca arriba, mirando hacia el cielo. Una lluvia persistente y uniforme elevaba nubes de vapor desde el edificio en llamas. Era como si una vez concluido el trabajo de los Caballeros de Takhisis, la lluvia hubiera llegado a tiempo de evitar que el fuego se extendiera por el resto de la ciudad. La lluvia que había caído se había convertido en un río de sangre que corría hacia las alcantarillas del callejón del Herrero.
El enano giró la cabeza y se encontró, cara a cara, con el difunto jefe del desaparecido Gremio de los Ladrones de Palanthas. La cabeza de Davvyd Nelgaard yacía junto a la suya, con los ojos sin luz, los párpados medio cerrados y los labios amoratados, formando una mueca de agonía que descubría una lengua igualmente amoratada e hinchada entre los dientes agarrotados. Una rata había estado mordisqueando su nariz. El enano retrocedió horrorizado, pero tropezó con otro cuerpo. Se incorporó un poco y observó que lo habían colocado entre una larga fila de cadáveres que se extendía a ambos lados del sombrío callejón. No era capaz de contar todos los que habían muerto. De entre los que todavía vivían, reconoció a tres.
Un sanador estaba atendiendo a sir Kinsaid, y le vendaron la herida del costado con tiras de tela, mientras dos de los caballeros le extendían un impermeable por encima de la cabeza para protegerlo de la lluvia. Sir Arach Jannon rebuscaba entre lo que quedaba del botín de la casa del Gremio y daba órdenes a los secretarios y porteadores sobre el destino de cada cajón, caja u objeto. Mientras tanto, el capitán Avaril, que volvía a tener el rostro cubierto por su pesada capa, estaba sentado en un cajón, con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, extenuado. La lluvia le caía sobre la espalda y la capucha, pero no le prestaba atención. Los caballeros y guardias merodeaban a su alrededor, registrando a los muertos, catalogando el botín, curando sus heridas o relatando las hazañas de aquella noche.
Escenas como aquélla tenían lugar por todo Palanthas, en cientos de callejones como aquél. Columnas de humo y vapor cargado de aceite se elevaban hacia el cielo tormentoso, mientras los Caballeros de Takhisis, sus oficiales y sirvientes, clasificaban, anotaban y se llevaban las pertenencias que habían arrebatado al Gremio de los Ladrones de Palanthas. Contaban e identificaban a los muertos tomando como referencia un libro de grandes dimensiones que cada oficial llevaba bajo el brazo. Aquel libro, al que posteriormente se le daría el nombre de Libro de los Condenados, contenía los nombres y descripciones de todos los miembros del Gremio de los Ladrones hasta el 27 de Darkember del 34 s.c. Aquellos a los que no habían asesinado eran perseguidos, cazados y sacados ala fuerza de todas las casas del Gremio, refugios y cloacas que había por roda la ciudad. No pasaron por alto ni perdieron de vista uno solo de los secretos del Gremio, ni de sus miembros, simpatizantes, madrigueras de rata, cerraduras, ni siquiera el más insignificante escondrijo, aunque sólo contuviera un par de monedas de poco valor. Habían dejado salir de las cárceles a los criminales menos peligrosos, para hacer sitio al inesperado torrente de ladrones pertenecientes al Gremio que traerían aquella noche. Abrieron las puertas de antiguas celdas de mazmorras que no habían sido inspeccionadas en cientos de años, engranaron los goznes y repararon las cerraduras. Durante las remanas que siguieron, hubo una gran escasez de cadenas y cuerdas en la ciudad. Los precios subieron por las nubes, y los fabricantes de cuerdas y los herreros fueron beneficiados de forma inesperada. Se invirtió apresuradamente una fortuna en obtener nuevas existencias de la mercancía en cuestión, que luego se perdió cuando empezaron las ejecuciones en masa y todo aquel excedente de cuerdas y cadenas se introdujo de nuevo en los mercados palanthinos. Mientras tanto se excavó una fosa común en un valle a unos siete kilómetros al sur de la ciudad. A pesar de que los sepultureros al principio se quejaron de la profundidad que había de tener la fosa según lo ordenado por los Caballeros Negros, a medida que pasaron las semanas temieron que fuera demasiado pequeña.
Aquella noche, mientras la lluvia limpiaba parte de la basura del callejón del Herrero, el enano yacía a pocos pasos del que era su peor enemigo en todo Krynn. A escasos centímetros vio una espada corta, rota cerca de la punta, pero todavía útil. El anciano guardián de la puerta del Gremio de los Ladrones se acercó cuidadosamente al arma, intentando no hacer ruido.
La empuñadura estaba resbaladiza por la lluvia y la sangre, y sus manos debilitadas por el dolor y la sangre perdida. Se le resbaló la espada nada más levantarla y se deslizó por los adoquines con un ruido metálico. El capitán Avaril levantó la vista, pero no se movió. Un relámpago brilló de repente y despejó las sombras. Una en particular atrajo la atención del enano mientras cogía la espada. Se cernió sobre él como una torre. Levantó la vista a tiempo para ver una bota que se elevaba sobre su cabeza. Se sumió en la oscuridad para siempre mientras un espantoso trueno hacía retumbar el suelo.