Los zelotes

Después de Constantino el curso de la ortodoxia cristiana es bastante conocido y está bien documentado. Ni que decir tiene, culminó en el triunfo final de los «partidarios del mensaje». Pero si «el mensaje» se estableció como principio guía y rector de la civilización occidental, no puede decirse que no fuese objeto de ningún desafío. Al parecer, las pretensiones y la existencia misma de la familia, incluso desde su exilio incógnito, ejercieron una atracción poderosa, una atracción que, con una frecuencia que resulta incómoda, amenazaba a la ortodoxia de Roma.

Esta ortodoxia se apoya esencialmente en los libros del Nuevo Testamento. Pero el Nuevo Testamento en sí es sólo una selección de primitivos documentos cristianos que datan del siglo IV. Hay muchas más obras que son anteriores al Nuevo Testamento en su forma actual y algunas de las cuales arrojan una luz nueva y significativa, a menudo polémica, sobre las crónicas aceptadas.

Tenemos, por ejemplo, los diversos libros excluidos de la Biblia y que comprenden la recopilación actualmente conocida por la Apócrifa. Hay que reconocer que algunos de los libros que integran dicha recopilación son tardíos, pues datan del siglo VI. Sin embargo, otras obras ya circulaban en el siglo II y es posible que tengan tanto derecho a ser consideradas como veraces como los mismos evangelios originales.

Una de tales obras es el evangelio de Pedro, del cual se localizó una primera copia en un valle del alto Nilo en 1886, aunque es mencionado por el obispo de Antioquía en 180. Según este evangelio «apócrifo», José de Arimatea era amigo íntimo de Poncio Pilatos, lo cual, de ser cierto, aumentaría la probabilidad de que la crucifixión fuese fraudulenta. El evangelio de Pedro también dice que el sepulcro en el que fue enterrado Jesús se hallaba en un lugar llamado «el jardín de José». Y las últimas palabras que Jesús pronuncia en la cruz llaman la atención de una manera especial: «Poder mío, poder mío, ¿por qué me has desamparado?».[8]

Otra obra apócrifa que reviste interés es el evangelio de la Infancia de Jesucristo, que data a más tardar del siglo II y posiblemente de antes. En este libro se presenta a Jesús como un niño brillante pero eminentemente humano. Demasiado humano quizá, pues es violento e indisciplinado, propenso a demostraciones escandalosas de temperamento y al ejercicio más bien irresponsable de sus poderes. A decir verdad, en una ocasión mata a golpes a un niño que le ha ofendido. Una suerte parecida corre un mentor autocrático. Es indudable que estos incidentes son espurios, pero atestiguan la forma en que, a la sazón, había que presentar a Jesús si se quería que adquiriese la condición divina entre sus seguidores.

Además del comportamiento más bien escandaloso del niño Jesús, hay en el evangelio de la infancia un fragmento curioso y tal vez significativo. Se dice que, al ser circuncidado Jesús, una vieja no identificada se apropió de su prepucio y lo guardó en un estuche de alabastro utilizado para el aceite de nardo. Y «Este es aquel estuche de alabastro que María la pecadora sacó y del que vertió el ungüento sobre la cabeza y los pies de nuestro Señor Jesucristo».[9]

Así pues, al igual que en los evangelios aceptados, hay aquí un ungimiento que obviamente es más de lo que parece, un ungimiento que viene a ser un ritual significativo. En este caso, empero, está claro que el ungimiento está previsto y ha sido preparado con mucha antelación. Y todo el incidente entraña una conexión —aunque oscura y retorcida— entre la Magdalena y la familia de Jesús mucho antes de que Jesús iniciase su misión a la edad de treinta años. Es razonable suponer que los padres de Jesús no hubieran entregado su prepucio a la primera vieja que lo solicitase, aun en el caso de que no hubiese nada insólito en una petición aparentemente tan rara. Por tanto, la vieja tiene que ser una persona importante o que es íntima de los padres de Jesús, o ambas cosas a la vez. Y el hecho de que más adelante la Magdalena posea la estrafalaria reliquia —o, en cualquier caso, el recipiente de la misma— induce a pensar que existe una conexión entre ella y la vieja. Una vez más parece que nos encontramos ante los vestigios oscuros de algo que tenía más importancia de lo que generalmente se cree ahora.

Ciertos pasajes de los libros de la Apócrifa —los flagrantes excesos de la infancia de Jesús, por ejemplo— resultaban indudablemente embarazosos para la ortodoxia posterior. Ciertamente, lo serían para la mayoría de los cristianos de hoy. Pero hay que recordar que la Apócrifa, al igual que los libros aceptados del Nuevo Testamento, fue redactada por «partidarios del mensaje» empeñados en deificar a Jesús. Por consiguiente, no cabe esperar que la Apócrifa contenga algo que pudiera comprometer seriamente el «mensaje», cosa que sin duda haría cualquier alusión a la actividad política de Jesús y, más todavía, a sus posibles ambiciones dinásticas. Los datos sobre asuntos controvertibles como éstos tuvimos que buscarlos en otra parte.

En tiempos de Jesús había en Tierra Santa un número sorprendente de grupos, facciones, sectas y subsectas judaicos. En los evangelios únicamente se citan dos de ellos, los fariseos y los saduceos, y ambos aparecen interpretando el papel de «malos». Sin embargo, este papel sólo se les puede atribuir a los saduceos, que colaboraban con la administración romana. Los fariseos mantenían una acérrima oposición a Roma; y el propio Jesús, si no era en realidad fariseo, actuaba en esencia dentro de la tradición farisaica.[10]

Con el fin de atraer a un público romanizado, los evangelios tuvieron que exonerar a los romanos y denigrar a los judíos. Esto explica por qué fue necesario presentar erróneamente a los fariseos y estigmatizarlos de forma deliberada junto con sus compatriotas genuinamente culpables, los saduceos. Pero ¿por qué los evangelios no mencionan a los zelotes, los revolucionarios y «luchadores por la libertad» fanáticos y místicos que el público romano fácilmente habría considerado como «los malos»? No parece haber explicación alguna de su aparente omisión en los evangelios, a menos que Jesús estuviera tan estrechamente relacionado con ellos que no fuera posible borrar esta asociación y sólo cupiera glosarla y, por ende, ocultarla. Tal como argumenta el profesor Brandon: «El silencio de los evangelios respecto de los zelotes… debe indicar sin duda una relación entre Jesús y estos patriotas, una relación que los evangelistas prefirieron no revelar).[11]

Fuera cual fuese la posible relación de Jesús con los zelotes, no hay duda de que fue crucificado como uno de ellos. De hecho, los dos hombres que supuestamente fueron crucificados con él son calificados explícitamente de lestai, nombre que los romanos daban a los zelotes. Es dudoso que el propio Jesús fuera un zelote. Sin embargo, en algunos momentos de los evangelios Jesús da muestras de un militarismo agresivo que es comparable al de los zelotes. En un pasaje embarazosamente famoso, anuncia que ha venido «no para traer paz, sino espada». En el evangelio de Lucas dice a sus seguidores que no tienen espada que compren una (Lucas, 22, 36); y él mismo comprueba y aprueba que estén armados tras el ágape de la pascua (Lucas, 22, 38). En el cuarto evangelio Simón Pedro lleva encima una espada en el momento en que Jesús es detenido. Es difícil hacer que estas referencias sean compatibles con la imagen tradicional de un dulce salvador pacifista. ¿Habría tal salvador sancionado el portar armas, especialmente por parte de uno de sus discípulos favoritos, aquel sobre el que se supone que fundó su Iglesia?

Si Jesús mismo no era un zelote, los evangelios —al parecer, pese a ellos mismos— revelan y establecen su conexión con la citada facción militante. Hay pruebas persuasivas que relacionan a Barrabás con Jesús; y a Barrabás también se le califica de lestai. Jaime, Juan y Simón Pedro llevan títulos que tal vez aluden de modo oblicuo a que simpatizan con los zelotes, si no están mezclados con ellos. Según las autoridades modernas, «Judas Iscariote» viene de «Judas el Sicario», y «sicario» era otro término que significaba «zelote», además de ser intercambiable con lestai. De hecho, parece que los sicarios eran una élite dentro de las filas zelotes, un cuadro especial de asesinos profesionales. Finalmente, tenemos el discípulo conocido por Simón. En la versión griega de Marcos este discípulo es llamado Kananaios: transcripción griega de la palabra aramea que significa «zelote». En la «Biblia del rey Jacobo»* la palabra griega ha sido mal traducida y Simón aparece como «Simón el Cananeo». Pero el evangelio de Lucas no deja lugar a dudas. Simón es identificado claramente como zelote e incluso la «Biblia del rey Jacobo» lo llama «Simón Zelotes». Parece, pues, bastante indiscutible que Jesús contaba como mínimo con un zelote entre sus seguidores.

Si la ausencia —o, mejor dicho, la ausencia aparente— de zelotes de los evangelios es notable, también lo es la de los esenios. En la Tierra Santa de la época de Jesús los esenios constituían una secta tan importante como los fariseos y los saduceos, y es inconcebible que Jesús no entrara en contacto con ellos. De hecho, a juzgar por la descripción que de él se hace, diríase que Juan el Bautista era un esenio. La omisión de toda referencia a los esenios parece dictada por las mismas consideraciones que causaron la omisión de virtualmente todas las alusiones a los zelotes. Resumiendo, las relaciones de Jesús con los esenios, al igual que su conexión con los zelotes, eran probablemente demasiado estrechas y demasiado conocidas para negarlas. Lo único que podía hacerse era glosarlas y ocultarlas.

Gracias a los escritos de historiadores y cronistas de la época, sabemos que los esenios tenían comunidades en toda Tierra Santa y, muy posiblemente, también en otras partes. Comenzaron a aparecer en 150 aC aproximadamente, y utilizaban el Antiguo Testamento, pero interpretándolo más como una alegoría que como la verdad histórica literal. Repudiaban el judaísmo tradicional y preferían una forma de dualismo gnóstico, que, al parecer, incorporaba elementos del culto al Sol y del pensamiento pitagórico. Practicaban la curación y eran estimados por su conocimiento de las técnicas terapéuticas. Finalmente, practicaban un ascetismo riguroso y era fácil distinguirlos por sus vestimentas sencillas y blancas.

* Dícese de la traducción y posterior publicación de la Biblia encargadas por el rey Jacobo I de Inglaterra. (N. del T.).

La mayoría de las modernas autoridades en la materia creen que los famosos pergaminos del mar Muerto encontrados en Qumran son en esencia documentos esenios. Y no cabe duda de que la secta de ascetas que vivía en Qumran tenía mucho en común con el pensamiento esenio. Al igual que la enseñanza esenia, los pergaminos del mar Muerto reflejan una teología dualista. Al mismo tiempo, hacen gran hincapié en la venida de un mesías —de un «ungido»— que es descendiente del linaje de David.[12] Tienen también un calendario especial según el cual el oficio de pascua no se celebraba en viernes, sino en miércoles, lo que concuerda con el oficio pascual en el cuarto evangelio. Y en cierto número de aspectos significativos coinciden, casi palabra por palabra, con algunas de las enseñanzas de Jesús. Diríase como mínimo que Jesús conocía la existencia de la comunidad de Qumran y, al menos en cierta medida, puso sus propias enseñanzas de acuerdo con las suyas. Un experto moderno en los pergaminos del mar Muerto cree que éstos «proporcionan más fundamento para creer que muchos incidentes [en el Nuevo Testamento] son meras proyecciones, en la historia del propio Jesús, de lo que se esperaba del Mesías».[13]

Tanto si la secta de Qumran era realmente esenia como si no, parece claro que Jesús —aunque no tuviese una preparación esenia— estaba muy versado en el pensamiento de la citada secta. A decir verdad, muchas de sus enseñanzas se hacen eco de las que se atribuyen a los esenios. Y, del mismo modo, si se examinan los evangelios con mayor atención, se verá que es posible que los esenios figurasen de modo aún más significativo en la carrera de Jesús.

Como acabamos de decir, los esenios eran fáciles de identificar por sus vestiduras blancas, las cuales, a pesar de los cuadros y de las películas, eran a la sazón menos corrientes en Tierra Santa de lo que se suele creer. En el evangelio «secreto» y suprimido de Marcos, una túnica de lino blanco desempeña una importante función ritual, y vuelve a aparecer más adelante incluso en la versión autorizada y aceptada. Si Jesús llevaba a cabo iniciaciones en una escuela mistérica en Betania o en otra parte, la túnica de lino blanco induce a pensar que es muy posible que tales iniciaciones fueran de índole esenia. Lo que es más, el motivo de la túnica de lino blanca se repite más tarde en los cuatro evangelios sin excepción. Después de la crucifixión, el cuerpo de Jesús desaparece «milagrosamente» del sepulcro, en el cual se encuentra por lo menos una figura vestida de blanco. En Mateo se trata de un ángel con un «vestido blanco como la nieve» (28, 3). En Marcos es un joven «cubierto de una larga ropa blanca» (16, 5). Lucas dice que eran «dos varones con vestiduras resplandecientes» (24, 4), mientras que el cuarto evangelio habla de «dos ángeles con vestiduras blancas» (20, 12). En dos de estas crónicas a la figura o figuras que ocupan el sepulcro ni siquiera se les atribuye una categoría sobrenatural. Es de suponer que dichas figuras son totalmente mortales y, pese a ello, da la impresión de que los discípulos no las conocen. Ciertamente, es razonable suponer que se trata de esenios. Y, dada la aptitud de los esenios para curar, tal suposición se hace todavía más sostenible. Si Jesús, al ser bajado de la cruz, realmente aún vivía, está claro que se necesitarían los servicios de un curador. Aun en el supuesto de que estuviera muerto, es probable que un curador se hallara presente, aunque fuera sólo como «esperanza con pocas probabilidades de hacerse realidad».

Y en aquella época no había en Tierra Santa curadores más estimados que los esenios. Según nuestro «guión», ciertos partidarios de Jesús, contando con la colusión de Pilatos, organizaron una crucifixión ficticia en terreno privado. Concretando más: no la organizarían «partidarios del mensaje», sino partidarios de la estirpe o, dicho de otro modo, familiares inmediatos u otros aristócratas o miembros de un círculo secreto (o bien los tres grupos a la vez). Es muy posible que estos individuos tuvieran relación con los esenios o que ellos mismos fueran esenios. Sin embargo, la estratagema no sería dada a conocer a los «partidarios del mensaje», es decir, a las «masas» del movimiento, cuyo epítome es Simón Pedro. Al ser transportado al sepulcro de José de Arimatea, Jesús requeriría cuidados médicos, para lo cual estaría presente un curador esenio.

Y más adelante, cuando se encontró vacío el sepulcro, de nuevo sería necesario un emisario, un emisario al que no conocieran los discípulos que pertenecían a la «masa». Este emisario tendría que tranquilizar a los confiados «partidarios del mensaje», hacer de intermediario entre Jesús y sus seguidores, y adelantarse a las acusaciones de robar o profanar tumbas que se lanzarían contra los romanos y que hubieran podido provocar graves disturbios.

Tanto si este «guión» era correcto como si no, a nosotros nos parecía bastante claro que Jesús estaba relacionado tan estrechamente con los esenios como con los zelotes. Al principio esto podía parecer un poco raro, pues a menudo se cree que los zelotes y los esenios eran incompatibles. Los zelotes eran agresivos, violentos, militaristas y no les hacían ascos al asesinato y al terrorismo. Los esenios, en contraste, suelen presentarse como gente apolítica, quietista, pacifista y gentil. En realidad, sin embargo, en las filas de los zelotes había muchos esenios, pues los zelotes no eran una secta, sino una facción política. Y como tal recibían apoyo, no sólo de los fariseos antirromanos, sino también de los esenios, cuyo nacionalismo podía ser tan agresivo como el de otro grupo cualquiera.

La asociación de los zelotes y los esenios es especialmente evidente en los escritos de Josefo, de quien procede gran parte de la información que tenemos sobre la Palestina de aquel tiempo. José ben Matthias nació en el seno de la nobleza judaica en 37 dC Al estallar la revuelta de 66 dC fue nombrado gobernador de Galilea, donde asumió el mando de las fuerzas alineadas contra los romanos. Parece ser que como comandante militar fue señaladamente inepto y no tardó en ser capturado por el emperador romano Vespasiano. Entonces se convirtió en un Quisling. Adoptando el nombre romanizado de Flavio Josefo, se convirtió en ciudadano romano, se divorció de su esposa, contrajo matrimonio con una heredera romana y aceptó lujosos regalos del emperador de Roma, entre los que había un aposento privado en el palacio imperial y tierras confiscadas a los judíos en Tierra Santa. Alrededor de la fecha de su muerte, en 100 dC comenzaron a aparecer sus copiosas crónicas del período.

En La guerra judía Josefo ofrece una crónica detallada de la revuelta de 66 a 74 dC De hecho, fue de Josefo de quien los historiadores que le siguieron obtuvieron la mayor parte de la información sobre la desastrosa insurrección, el saqueo de Jerusalén y la destrucción del templo. Y la obra de Josefo también contiene la única crónica de la caída, en 74 dC de la fortaleza de Masada, situada en el ángulo del sudoeste del mar Muerto.

Al igual que Montségur unos mil doscientos años después, Masada ha pasado a simbolizar la tenacidad, el heroísmo y el martirio en defensa de una causa perdida. Al igual que Montségur, continuó resistiéndose al invasor mucho después de que cesara virtualmente toda otra forma de resistencia organizada. Mientras el resto de Palestina se derrumbaba bajo la embestida de los romanos, Masada se mantuvo firme. Finalmente, en 74 dC la posición de la fortaleza se hizo insostenible. Después de un prolongado bombardeo con maquinaria pesada, los romanos instalaron una rampa que les permitía abrir brecha en las defensas. En la noche del 15 de abril se prepararon para el asalto final. En aquella misma noche los 960 hombres, mujeres y niños que había en la fortaleza se suicidaron en masa. Al día siguiente, cuando irrumpieron en el recinto, los romanos sólo encontraron cadáveres entre las llamas.

El propio Josefo acompañaba a las tropas romanas que entraron en Masada durante la mañana del 16 de abril. Josefo afirma que vio personalmente la carnicería. Y añade que entrevistó a tres supervivientes de la hecatombe: una mujer y dos niños que, según se supone, se escondieron en los conductos de debajo de la fortaleza mientras el resto de la guarnición se quitaba la vida. Josefo dice que estos supervivientes le hicieron una crónica detallada de lo ocurrido durante la noche. Según dicha crónica, el comandante de la guarnición era un hombre llamado Eleazar, nombre que —detalle interesante— es una variante de Lázaro. Y parece ser que fue Eleazar quien, valiéndose de su elocuencia persuasiva y carismática, impulsó a los defensores a tomar su siniestra decisión. En su crónica Josefo repite las alocuciones de Eleazar tal como, según dice, las oyó en boca de los supervivientes. Y estas alocuciones son interesantísimas. La historia dice que Masada fue defendida por zelotes militantes. El propio Josefo usa las palabras «zelotes» y «sicarios» de forma intercambiable. Y, sin embargo, las alocuciones de Eleazar no son siquiera convencionalmente judaicas. Al contrario, son inconfundiblemente esenias, gnósticas y dualistas.

Desde que el hombre primitivo empezó a pensar, las palabras de nuestros antepasados y de los dioses, apoyadas por los actos y por el espíritu de nuestros abuelos, nos han inculcado constantemente que la vida y no la muerte es la calamidad para el hombre. La muerte da libertad a nuestras almas y les permite partir hacia su propio y puro hogar donde nada sabrán de calamidades; pero mientras permanecen confinadas dentro de un cuerpo mortal y comparten sus miserias, en verdad estricta están muertas. Pues la asociación de lo divino con lo mortal es sumamente impropia. Ciertamente, el alma puede hacer mucho incluso cuando está encarcelada en el cuerpo: hace del cuerpo su propio órgano de los sentidos, moviéndolo invisiblemente e impulsándolo en sus actos más allá de donde puede alcanzar la naturaleza mortal. Mas cuando, liberada del peso que la aplasta contra la tierra y cuelga de ella, el alma regresa a su lugar propio, entonces en verdad participa de un poder bendito y de una fuerza totalmente libre, permaneciendo tan invisible a los ojos humanos como el propio Dios. Ni siquiera cuando está en el cuerpo se la puede ver; entra sin ser detectada y parte sin ser vista, poseyendo ella misma una naturaleza imperecedera, pero ocasionando un cambio en el cuerpo; pues cualquier cosa que el alma toque vive y florece, cualquier cosa a la que abandone se marchita y muere: tal es su superabundancia de inmortalidad.[14]

Y, de nuevo:

Ellos son hombres de verdadero coraje que, contemplando esta vida como una especie de servicio que debemos prestar a la naturaleza, la soportan a regañadientes y se apresuran a liberar sus almas de sus cuerpos; y, aunque ningún infortunio los apriete o los ahuyente, el deseo de vida inmortal los impulsa a informar a sus amigos que van a partir.[15]

Es extraordinario que ningún erudito, que nosotros sepamos, haya comentado anteriormente estas alocuciones, pues plantean multitud de interrogantes provocativos. En ningún punto, por ejemplo, habla el judaísmo ortodoxo de un «alma» y menos aún de su naturaleza «inmortal» o «imperecedera». De hecho, el concepto mismo de un alma y de la inmortalidad es extraño a la corriente principal de la tradición y el pensamiento judaicos. También lo son la supremacía del espíritu sobre la materia, la unión con Dios en la muerte y la condenación de la vida como algo malo. Estas actitudes se derivan, de forma inequívoca, de una tradición mistérica. Son patentemente gnósticas y dualistas; y, en el contexto de Masada, son característicamente esenias.

Por supuesto, a algunas de estas actitudes también cabe calificarlas de «cristianas» en algún sentido. No necesariamente en el sentido en que más adelante se definió dicha palabra, sino tal como podía aplicarse a los primeros seguidores de Jesús: a aquellos, por ejemplo, que, en el cuarto evangelio, deseaban unirse a Lázaro en la muerte. Es posible que entre los defensores de Masada hubiera algunos partidarios de la estirpe de Jesús. Durante la revuelta de 66 a 74 dC hubo numerosos «cristianos» que combatieron contra los romanos tan vigorosamente como los judíos. De hecho, muchos zelotes eran lo que ahora denominaríamos «cristianos primitivos»; y es muy probable que hubiera algunos de ellos en Masada.

Josefo, huelga decirlo, no dice nada de esto, aunque, suponiendo que lo hubiera dicho, sus palabras habrían sido borradas más tarde. Al mismo tiempo, cabría esperar que Josefo, al escribir una historia de Palestina durante el siglo I, mencionase a Jesús. Es cierto que en muchas ediciones posteriores de la obra de Josefo se alude a Jesús, pero se trata del Jesús de la ortodoxia establecida, y la mayoría de los eruditos modernos las descartan por considerarlas como interpolaciones espurias que datan de una época no anterior a la de Constantino. Sin embargo, en el siglo XIX se descubrió en Rusia una edición de Josefo que era distinta de todas las demás. El texto mismo, traducido al ruso antiguo, databa aproximadamente de 1261. Era evidente que la persona que lo transcribió no era judía ortodoxa, toda vez que conservó numerosas alusiones «procristianas». Y, pese a ello, Jesús, en esta versión de Josefo, es presentado como un ser humano, un revolucionario político y un «rey que no reinó».[16] También se dice que tenía «una línea en medio de la cabeza a la manera de los nazareos».[17]

Los eruditos han gastado mucho papel y mucha energía en discutir la posible autenticidad de lo que se denomina ahora «el Josefo eslavo». Considerando todos los puntos, nos inclinábamos a considerarlo como más o menos auténtico: una transcripción de una copia o copias de Josefo que sobrevivieron a la destrucción de documentos cristianos decretada por Diocleciano y que eludieron el celo «revisionista» de la ortodoxia restaurada bajo Constantino. Nuestra conclusión se basó en varias razones poderosas. Si el Josefo eslavo era una falsificación, por ejemplo, ¿a qué intereses serviría? Que presentara a Jesús como rey difícilmente sería aceptable para un público judío del siglo XIII. Y que lo presentara como ser humano no sería del agrado de la cristiandad del mismo siglo. Lo que es más, Orígenes, padre de la Iglesia que escribió a principios del siglo III, alude a una versión de Josefo que niega a Jesús la condición de mesías.[18] Esta versión —que en otro tiempo pudo ser la original, auténtica y «clásica»— bien podía ser la fuente del texto del Josefo eslavo.