Los dos Juan XXIII

Los Dossiers Secrets, en los cuales aparecía la lista de los supuestos grandes maestres de Sion, estaban fechados en 1956. Cocteau no murió hasta 1963. No hay, pues, ninguna indicación de quién pudo ser su sucesor o de quién podría presidir la Prieuré de Sion en la actualidad. Pero el propio Cocteau planteó otra cuestión de inmenso interés.

Según los «documentos Prieuré», hasta la «tala del olmo» en 1188 la orden de Sion y la orden del Temple compartían el mismo Gran maestre. Al parecer, después de 1188 la orden de Sion eligió su propio Gran maestre, siendo el primero de ellos Jean de Gisors. Según los «documentos Prieuré», cada Gran maestre, al pasar a ocupar su cargo, ha adoptado el nombre de Jean (Juan) o, dado que entre ellos ha habido cuatro mujeres, Jeanne (Juana). Así pues, se supone que los grandes maestres de Sion han comprendido una sucesión ininterrumpida de Jeans y Jeannes desde 1188 hasta la actualidad. Es claro que esta sucesión entrañaba un pontificado esotérico y hermético basado en Juan, en contraste (tal vez en oposición) al exotérico basado en Pedro.

Cabía hacerse una pregunta importante: ¿de qué Juan se trataba? ¿De Juan el Bautista? ¿De Juan el Evangelista, el «discípulo amado» del cuarto evangelio? ¿O de Juan el Divino, autor del Libro del Apocalipsis? Nos pareció que tenía que ser uno de estos tres porque, según se decía, Jean de Gisors en 1188 había adoptado el título de Jean II. ¿Quién fue, pues, Jean I?

Fuese cual fuese la respuesta a esta pregunta, en la lista de supuestos grandes maestres de Sion Jean Cocteau aparecía como Jean XXIII. En 1958, cuando es de suponer que Cocteau era aún el Gran maestre de la orden, murió el papa Pío XII, y los cardenales, reunidos en cónclave, eligieron como nuevo pontífice al cardenal Angelo Roncalli de Venecia. Todo papa recién elegido escoge su propio nombre; y el cardenal Roncalli causó mucha consternación al elegir el de Juan XXIII. Esta consternación no era injustificada. En primer lugar, el nombre de «Juan» había sido anatematizado implícitamente desde la última vez que fuera utilizado a principios del siglo XV: por un antipapa. Asimismo, ya había habido un Juan XXIII. El antipapa que abdicó en 1415 y que —detalle interesante— había sido antes obispo de Alet era, de hecho, Juan XXIII. Por consiguiente, era insólito, por no decir algo más fuerte, que el cardenal Roncalli adoptase el mismo nombre.

En 1976 se publicó en Italia un librito enigmático que poco después fue traducido al francés. Se titulaba Las profecías del papa Juan XXIII y contenía una recopilación de oscuros poemas proféticos en prosa que, según se afirmaba, eran obra del pontífice citado, el cual había muerto trece años antes, en 1963, el mismo año en que murió Cocteau. En su mayor parte estas «profecías» son extremadamente opacas y se resisten a toda interpretación coherente. También es discutible que sean obra de Juan XXIII. Pero eso es lo que dice la introducción. Y dice también algo más: que Juan XXIII era secretamente miembro de la «Rose-Croix», a la que se había afiliado cuando era nuncio del papa en Turquía, en 1935.

Ni que decir tiene, esta afirmación resulta increíble. Ciertamente, no puede probarse y no encontramos pruebas externas que la apoyaran. Pero, con todo, nos preguntamos por qué se habría hecho una afirmación semejante.

¿Y si, después de todo, era cierta? ¿Habría cuando menos un granito de verdad en ella? Se dice que en 1188 la Prieuré de Sion adoptó el subtítulo de Rose-Croix Veritas. Si el papa Juan estaba afiliado a una organización de la Rose-Croix, y si dicha organización era la Prieuré de Sion, las implicaciones serían extremadamente intrigantes. Entre otras cosas, sugerirían que el cardenal Roncalli, al convertirse en papa, escogió el nombre de su propio Gran maestre secreto y entonces, por alguna razón simbólica, habría un Juan XXIII presidiendo la orden de Sion y el papado simultáneamente.

En todo caso, el gobierno simultáneo de un Juan (o Jean) XXIII tanto en la orden de Sion como en Roma resulta una coincidencia extraordinaria. Y no cabía la posibilidad de que los «documentos Prieuré» hubieran inventado semejante lista con el fin de crear tal coincidencia, una lista que culminaba con Jean XXIII al mismo tiempo que un hombre que ostentaba el mismo título ocupaba el trono de San Pedro. Porque la lista de los supuestos grandes maestres de Sion había sido redactada y depositada en la Bibliothéque Nationale en 1956 a más tardar, es decir, dos años antes de que comenzara el pontificado de Juan XXIII.

Había otra coincidencia extraordinaria. En el siglo XII un monje irlandés llamado Malachi recopiló una serie de profecías por el estilo de las de Nostradamus. En estas profecías —de las que, por cierto, se dice que son muy estimadas por muchos católicos importantes, incluyendo el actual papa, Juan Pablo II— Malachi enumera los pontífices que ocuparán el trono de San Pedro en los siglos venideros. Para cada pontífice el monje ofrece una especie de lema descriptivo. Y para Juan XXIII el lema, traducido al francés, es «Pasteur et Nautonnier»: «Pastor y Navegante».[29] El título oficial del supuesto Gran maestre de Sion también es de «Nautonnier».

Sea cual sea la verdad que hay debajo de estas extrañas coincidencias, no cabe ninguna duda de que Juan XXIII, más que cualquier otro papa, fue el artífice de una reorientación de la Iglesia católica, y de llevarla, como con frecuencia han dicho los comentaristas, al siglo XX. Gran parte de esta labor la realizaron las reformas del concilio Vaticano Segundo, que fue inaugurado por el papa Juan. Al mismo tiempo, sin embargo, dicho pontífice fue responsable de otros cambios. Revisó la postura de la Iglesia ante la francmasonería, por ejemplo, rompiendo con por lo menos dos siglos de tradición arraigada y declarando que un católico podía ser francmasón. Y en junio de 1960 promulgó una carta apostólica de profunda importancia.[30] En ella abordaba de forma específica el tema de «La Preciosa Sangre de Jesús», a la que atribuía una importancia sin precedentes hasta aquel momento. El papa hacía hincapié en los sufrimientos de Jesús como ser humano y afirmaba que la redención de la humanidad se había efectuado mediante el derramamiento de dicha sangre. En el contexto de la carta del papa Juan, la pasión humana de Jesús y el derramamiento de su sangre adquieren mayor importancia que la resurrección o incluso que la mecánica de la crucifixión.

En esencia, las consecuencias de esta carta son enormes. Tal como ha señalado un comentarista, alteran toda la base de las creencias cristianas. Si la redención del hombre se efectuó mediante el derramamiento de la sangre de Jesús, la muerte y la resurrección de éste pasaban a ser incidentales, cuando no, de hecho, superfluas. Para que la fe conservase su validez, no hacía falta que Jesús muriese en la cruz.