Los caballeros templarios: el lado oculto

Si el final de los caballeros templarios estuvo fraguado de enigmas desconcertantes, a nosotros nos pareció que aún lo estaban más la fundación de la orden y los primeros años de su historia. Nos atormentaba ya cierto número de incongruencias e improbabilidades. Nueve caballeros, nueve «pobres» caballeros, aparecieron como por arte de magia y —entre todos los otros cruzados que como enjambres recorrían Tierra Santa— no tardaron en conseguir que el rey ¡les diera alojamiento en su palacio! Nueve «pobres» caballeros —sin admitir nuevos reclutas en sus filas— pretendían defender sin ayuda de nadie todos los caminos de Palestina. Y no hay absolutamente ningún testimonio de que realmente hicieran algo, ni siquiera de Fulk de Chartres, el cronista oficial del rey, ¡que sin duda habría oído hablar de ellos! Nos preguntamos cómo era posible que sus actividades, su hospedaje en el palacio del rey, por ejemplo, escaparan de la atención de Fulk.

Parece increíble, pero el cronista no dice nada. Nadie dice nada, de hecho, hasta Guillermo de Tiro, medio siglo más tarde. ¿Qué conclusión podíamos sacar de esto? ¿Que los caballeros no se dedicaban al encomiable servicio público que se les atribuía? ¿Que, en vez de ello, quizá andaban mezclados en alguna actividad más clandestina, de la que no estaba enterado ni el cronista oficial? ¿O que el propio cronista estaba amordazado? Esta última parece la explicación más verosímil. Porque pronto se unieron a los caballeros dos nobles ilustrísimos, nobles cuya presencia no habría podido pasar desapercibida.

Según Guillermo de Tiro, la orden del Temple fue fundada en 1118, tenía al principio nueve caballeros y no admitió nuevos reclutas durante nueve años. Consta claramente en los anales, sin embargo, que el conde de Anjou —padre de Geoffrey Plantagenet— ingresó en la orden en 1120, sólo dos años después de su supuesta fundación. Y en 1124 el conde de la Champagne, uno de los señores más ricos de Europa, hizo lo mismo. Si Guillermo de Tiro no se equivoca, no deberían haber ingresado nuevos miembros hasta 1127; pero, de hecho, en 1126 los templarios habían admitido en sus filas a cuatro nuevos miembros.[29] ¿Se equivoca, pues, Guillermo al decir que nadie más entró en la orden durante nueve años? ¿O dice lo correcto en este sentido, pero se equivoca en la fecha que atribuye a la fundación de la orden? Si el conde de Anjou se hizo templario en 1120, y si la orden no admitió nuevos miembros durante los nueve años que siguieron a su fundación, ésta no dataría de 1118, sino de 1111 o de 1112 como máximo.

De hecho, los datos que conducen a esta conclusión son muy persuasivos. En 1114 el conde de la Champagne se estaba preparando para emprender un viaje a Tierra Santa. Poco antes de su partida recibió una carta del obispo de Chartres. Entre otras cosas el obispo decía: «Hemos oído que…, antes de partir para Jerusalén has hecho voto de ingresar en «"la milice du Christ", que deseas enrolarte en esta tropa evangélica».[30] «La milice du Christ» era el nombre que al principio se dio a los templarios y el nombre que emplea san Bernardo para referirse a ellos. En el contexto de la carta del obispo, dicho apelativo no puede referirse de ningún modo a otra institución. No puede significar, por ejemplo, que el conde de la Champagne sencillamente decidió hacerse cruzado, porque a renglón seguido el obispo habla de un voto de castidad que ha entrañado su decisión. A un cruzado corriente no se le hubiera exigido tal voto. Por tanto, la carta del obispo de Chartres deja bien sentado que los templarios ya existían, o al menos que se proyectaba fundar la orden, en 1114, cuatro años antes de la fecha que se acepta generalmente; y también queda bien sentado que en dicho año el conde de la Champagne ya pensaba ingresar en sus filas, cosa que finalmente hizo al cabo de un decenio. Un historiador que reparó en esta carta llegó a una conclusión bastante curiosa: que el obispo no podía hablar en serio.[31] El historiador en cuestión arguye que el obispo no podía referirse a los templarios porque la orden del Temple no fue fundada hasta cuatro años más tarde, en 1118. ¿O sería tal vez que el obispo no sabía en qué año de Nuestro Señor estaba escribiendo? Pero el obispo murió en 1115. ¿Cómo pudo, en 1114, aludir «por equivocación» a algo que aún no existía? Sólo hay una respuesta posible, y muy obvia, a esta pregunta: que quien se equivoca no es el obispo, sino Guillermo de Tiro, así como todos los historiadores subsiguientes que han insistido en considerar a Guillermo como voz indiscutible y autorizada.

Creer que la orden del Temple fue fundada en una fecha anterior no es en sí mismo algo que deba despertar sospechas. Pero hay otras circunstancias y coincidencias singulares que sí resultan decididamente sospechosas. Cuando menos tres de los nuevos caballeros fundadores, incluyendo a Hugues de Payen, procedían de regiones adyacentes, estaban emparentados entre sí, se conocían antes de fundar la orden y habían sido vasallos del mismo señor. Este señor era el conde de la Champagne, a quien el obispo de Chartres dirigió su carta en 1114 y que en 1124 se hizo templario, ¡prometiendo obediencia a su propio vasallo! En 1115 el conde déla Champagne donó la tierra sobre la que san Bernardo, patrón de los templarios, edificó la famosa abadía de Clairvaux; y uno de los nueve caballeros fundadores, André de Montbard, era tío de san Bernardo.

Asimismo, en Troyes, corte del conde de la Champagne, florecía desde 1070 una influyente escuela de estudios cabalísticos y esotéricos.[32] En el concilio de Troyes de 1128 la orden del Temple fue constituida oficialmente. Durante los dos siglos siguientes Troyes continuó siendo un centro estratégico de la orden; e incluso hoy día puede verse junto a la ciudad una zona boscosa a la que llaman la Forét du Temple. Y fue de Troyes, corte del conde de la Champagne, de donde salió uno de los primeros romances sobre el Grial, muy posiblemente el primero, obra de Chrétien de Troyes.

En medio de esta mezcla de datos empezamos a distinguir una tenue red de relaciones, una pauta que parecía algo más que simple coincidencia. Si tal pauta existía, ciertamente confirmaría nuestra sospecha de que los templarios andaban metidos en alguna actividad clandestina. No obstante, sólo podíamos especular sobre cuál debió de ser dicha actividad. Una de las bases de nuestras especulaciones era el emplazamiento específico del domicilio de los caballeros: el ala del palacio real, el monte del Templo, que de forma tan inexplicable les fue conferida. En el año 70 de nuestra era el templo que a la sazón se alzaba allí fue saqueado por las legiones romanas de Tito. Los romanos se apoderaron del tesoro y lo llevaron a Roma, donde fue robado de nuevo y quizá transportado hasta los Pirineos. Pero, ¿y si en el templo había algo más que el tesoro, algo todavía más importante que las cosas que se llevaron los romanos? Desde luego, es posible que los sacerdotes del templo, al ver avanzar a las falanges de centuriones, dejaran a los saqueadores el botín que éstos esperaban encontrar. Y si había algo más, es posible que lo escondieran en algún lugar cercano. Debajo del templo, por ejemplo.

Entre los pergaminos del mar Muerto que se encontraron en Qumrán hay uno conocido por el nombre de «pergamino de Cobre». Este pergamino, que fue descifrado en la universidad de Manchester en 1955-1956, se refiere explícitamente a grandes cantidades de metales preciosos, vasos sagrados y otros materiales y «tesoros» no especificados. Cita veinticuatro depósitos distintos enterrados debajo del mismo templo.[33]

A mediados del siglo XII un peregrino que visitó Tierra Santa, un tal Johann von Würzburg, escribió sobre la visita que había hecho a los denominados «Establos de Salomón». Estos establos, situados directamente debajo del templo, todavía son visibles. Johann dijo que eran lo suficientemente grandes como para alojar a dos mil caballos; y era en estos establos donde los templarios dejaban sus monturas. Según por lo menos otro historiador, los templarios utilizaban los citados establos para sus caballos ya en 1124, cuando, según se supone, todavía eran sólo nueve caballeros. Parece probable, pues, que la recién fundada orden emprendiera casi inmediatamente excavaciones debajo del templo.

De estas excavaciones cabría deducir que los caballeros buscaban activamente algo. Incluso cabría deducir que fueron enviados deliberadamente a Tierra Santa con el encargo expreso de encontrar algo. Si esta suposición es válida, explicaría diversas anomalías: su alojamiento en el palacio real, por ejemplo, y el silencio del cronista. Pero, si fueron enviados, a Palestina, ¿quién los envió?

En 1104 el conde de la Champagne se había reunido en cónclave con ciertos nobles de alto rango y como mínimo uno de ellos acababa de volver de Jerusalén.[34] Entre los presentes en el cónclave había representantes de ciertas familias —Brienne, Joinville y Chaumont— que, como descubrimos más tarde, figurarían de modo significativo en nuestra historia. También se encontraba presente el señor feudal de André de Montbard (André era uno de los cofundadores del Temple y tío de san Bernardo).

Poco después del cónclave el propio conde de la Champagne partió para Tierra Santa y permaneció allí durante cuatro años, regresando en 1108[35] En 1114 hizo un segundo viaje a Palestina con la intención de ingresar en la «milice du Christ», pero luego cambió de parecer y volvió a Europa un año después. A su regreso donó inmediatamente unos terrenos a la orden del Cister, cuyo preeminente portavoz era san Bernardo. En dichos terrenos edificó san Bernardo la abadía de Clairvaux, donde estableció su propia residencia y más adelante consolidó la orden del Cister.

Con anterioridad a 1112 los cistercienses se encontraban peligrosamente cerca de la bancarrota. Luego, guiados por san Bernardo, experimentaron un deslumbrante cambio de suerte. En el plazo de unos pocos años fundaron otra media docena de abadías. En 1153 ya había más de trescientas, sesenta y nueve de las cuales habían sido fundadas personalmente por san Bernardo. Este crecimiento extraordinario es directamente paralelo al de la orden del Temple, que se expandió de igual manera durante aquellos mismos años. Y, tal como hemos dicho, uno de los cofundadores de la orden del Temple era el tío de san Bernardo, André de Montbard.

Merece la pena que estudiemos esta complicada secuencia de acontecimientos. En 1104 el conde de la Champagne partió para Tierra Santa después de celebrar una reunión con ciertos nobles, uno de los cuales estaba emparentado con André de Montbard. En 1112 el sobrino de André de Montbard, san Bernardo, ingresó en la orden del Cister. En 1114 el conde de la Champagne emprendió un segundo viaje a Tierra Santa con el propósito de entrar en la orden del Temple, que fue cofundada por su propio vasallo junto con André de Montbard y que, tal como atestigua la carta del obispo de Chartres, ya existía o estaba en trance de ser fundada en aquellos momentos. En 1115 el conde de la Champagne regresó a Europa tras permanecer ausente menos de un año y donó tierra para la abadía de Clairvaux, cuyo abad era el sobrino de André de Montbard. En los años siguientes tanto los cistercienses como los templarios —es decir, tanto la orden de san Bernardo como la de André de Montbard— se hicieron inmensamente ricas y disfrutaron de sendas fases de crecimiento fenomenal.

Al reflexionar sobre estos acontecimientos fuimos convenciéndonos cada vez más de que había alguna pauta subyacente que gobernaba esta intrincada red. Ciertamente, ésta no parecía ser fruto del azar ni de la pura coincidencia. Por el contrario, teníamos la impresión de encontrarnos ante los vestigios de algún plan general complejo y ambicioso, cuyos detalles completos se habían perdido para la historia. Con el objeto de reconstruir tales detalles, trazamos una hipótesis provisional, un «guión», por así decirlo, en el que cupieran los hechos que conocíamos.

Supusimos que en Tierra Santa se había descubierto algo, ya fuera por casualidad o intencionadamente, algo de inmensa importancia que despertó el interés de algunos de los nobles más influyentes de Europa. Supusimos también que dicho descubrimiento llevaba aparejado, de modo directo o indirecto, un gran potencial de riqueza, además, tal vez, de otra cosa, de algo que había que mantener en secreto, algo que sólo debía comunicarse a un reducido número de señores de alto rango. Finalmente, supusimos que este descubrimiento fue comunicado y comentado en el cónclave de 1104.

Inmediatamente después del cónclave el conde de la Champagne marchó a Tierra Santa, quizá para verificar personalmente lo que le habían comunicado, quizá para llevar a cabo algún proyecto: la fundación, por ejemplo, de lo que más adelante sería la orden del Temple. En 1114, si no antes, se fundó la orden citada y el conde de la Champagne desempeñó un papel crucial en dicha fundación, tal vez el de espíritu guía y patrocinador. En 1115 el dinero ya fluía hacia Europa, hacia los cofres de los cistercienses, quienes, bajo san Bernardo y desde su nueva posición de fuerza, apoyaron y dieron credibilidad a la recién fundada orden del Temple.

Bajo la dirección de san Bernardo los cistercienses adquirieron ascendiente espiritual en Europa. Bajo la dirección de Hugues de Payen y de André de Montbard, los templarios adquirieron ascendiente militar y administrativo en Tierra Santa, ascendiente que no tardó en hacerse extensivo a Europa. Detrás del crecimiento de ambas órdenes se vislumbraba la presencia indistinta de tío y sobrino, así como la riqueza, la influencia y el mecenazgo del conde de la Champagne. Estos tres individuos constituyen un eslabón vital. Son como mojones que rompen la superficie de la historia, indicando las tenues configuraciones de algún plan oculto y complejo.

Si existía tal plan, no es posible, por supuesto, atribuirlo exclusivamente a estos tres hombres. Al contrario, debió de entrañar un alto grado de cooperación por parte de otras personas, así como una organización meticulosa. Organización es quizá la palabra clave; porque, si nuestra hipótesis era correcta, presupondría un grado de organización que en sí misma equivaldría a una orden, una tercera y secreta orden detrás de las órdenes conocidas y documentadas del Cister y del Temple. No tardamos en encontrar pruebas de la existencia de esta tercera orden.

Mientras tanto dirigimos nuestra atención al «descubrimiento» hipotético en Tierra Santa, la base especulativa sobre la que habíamos creado nuestro «guión». ¿Qué podían haber encontrado allí? ¿Qué secreto conocían los templarios, san Bernardo y el conde de la Champagne? Hasta el final de su orden los templarios guardaron el secreto del paradero y la naturaleza de su tesoro. Ni siquiera quedaron documentos. Si el tesoro en cuestión era sencillamente de valor económico —metales preciosos, por ejemplo—, no habría sido necesario destruir o esconder todos los registros, todas las reglas, todos los archivos. De ello se desprende que los templarios custodiaban algo más, algo tan precioso que ni siquiera con torturas se logró que de sus labios salieran palabras sobre ello. La riqueza por sí sola no habría movido a los templarios a guardar un secreto tan absoluto y unánime. Tenía que ser algo relacionado con otras cuestiones, como, por ejemplo, la actitud de la orden ante Jesús.

El 13 de octubre de 1307 todos los templarios de Francia fueron detenidos por los senescales de Felipe el Hermoso. Pero esta afirmación no es del todo cierta. Los templarios de por lo menos una receptoría se escurrieron, sanos y salvos, a través de la red del rey: la preceptoría de Bézu, adyacente a Rennes-le-Château. ¿Cómo y por qué se libraron de la persecución? Para dar respuesta a esta pregunta tuvimos que investigar las actividades de la orden en las inmediaciones de Bézu. Averiguamos que tales actividades habían sido bastante extensas. De hecho, había alrededor de media docena de preceptorías y otras propiedades en la región, que abarcaba unos 51 o 52 kilómetros cuadrados.

En 1153 un noble de la región —un noble que simpatizaba con los cátaros— pasó a desempeñar el cargo de Gran maestre de la orden del Temple. El noble se llamaba Bertrand de Blanchefort y su hogar ancestral estaba situado en la cima de una montaña que distaba varios kilómetros tanto de Bézu como de Rennes-le-Château. Bertrand de Blanchefort, que presidió la orden de 1153 a 1170, fue probablemente el más significativo de todos los grandes maestres de los templarios. Antes de su régimen la jerarquía y la estructura administrativa de la orden eran nebulosas, por no decir algo peor. Fue Bertrand quien transformó a los caballeros templarios en una institución jerárquica de soberbia eficacia, bien organizada y magníficamente disciplinada. Fue Bertrand quien inició la participación de la orden en la diplomacia de alto nivel y en la política internacional. Fue Bertrand quien creó para los templarios una importante esfera de intereses en Europa, sobre todo en Francia. Y, según los datos que se conservan, el mentor de Bertrand —algunos historiadores incluso lo presentan como el Gran maestre que le precedió inmediatamente— fue André de Montbard.

A los pocos años de la constitución de la orden de los templarios, Bertrand no sólo había ingresado en sus filas, sino que, además, les había concedido tierras en los alrededores de Rennes-le-Château y Bézu. Y se dice que en 1156, durante el régimen de Bertrand como Gran maestre, la orden importó a la región un contingente de mineros de habla alemana. Se dice también que estos trabajadores estaban sometidos a una disciplina rígida, virtualmente militar. Tenían prohibido confraternizar con la población de la zona y se les tenía estrictamente segregados del resto de la comunidad. Incluso se creó un cuerpo judicial especial, «la Judicatura des Allemands», para que se ocupase de los tecnicismos jurídicos relacionados con ellos. Y su supuesta tarea consistía en explotar las minas de oro que había en las laderas de la montaña en Blanchefort, minas de oro que habían sido totalmente agotadas por los romanos casi mil años antes.[36]

Durante el siglo XVII se encargó a diversos ingenieros que investigasen el potencial mineralógico de la zona y que preparasen informes detallados de sus averiguaciones. En su informe uno de ellos, César d’Arcons, hizo comentarios sobre las ruinas que había hallado, restos de las actividades de los mineros alemanes. Basándose en sus investigaciones, declaró que los obreros alemanes no parecían haber realizado labores propias de la minería.[37] En tal caso, ¿qué clase de trabajos habían llevado a cabo? César d’Arcons no estaba seguro: quizá labores de fusión, de extraer algo por medio de la fusión, de construir algo, incluso era posible que hubiesen excavado algún tipo de cripta para crear una especie de depósito.

Sea cual fuere la explicación de este enigma, lo cierto es que los templarios habían estado presentes en las inmediaciones de Rennes-le-Château desde mediados del siglo XII por lo menos. En 1285 ya existía una importante preceptoría a pocos kilómetros de Bézu, en Campagne-sur-Aude. Con todo, en las postrimerías del siglo XIII Pierre de Voisins, señor de Bézu y Rennes-le-Château, invitó a otro destacamento de templarios a que se desplazase a la región, un destacamento especial procedente de la provincia aragonesa del Rosellón.[38] Este nuevo destacamento se instaló en la cima de la montaña de Bézu, erigiendo un puesto de observación y una capilla. Oficialmente los templarios roselloneses estaban allí para velar por la seguridad de la región y proteger la ruta de las peregrinaciones que atravesaba el valle camino de Santiago de Compostela. Pero no está claro por qué se necesitaron estos caballeros de refuerzo. En primer lugar, no es posible que fueran muy numerosos, no los suficientes para que su presencia cambiara las cosas. En segundo lugar, ya había templarios en la comarca. Finalmente, Pierre de Voisins tenía sus propias tropas, las cuales, junto con los templarios que ya estaban allí, podían garantizar la seguridad de los alrededores. En tal caso, ¿por qué llegaron templarios roselloneses a Bézu? Según la tradición local, para espiar. Y para explotar, enterrar o vigilar alguna clase de tesoro.

Fuera cual fuese su misteriosa misión, es obvio que gozaban de algún tipo de inmunidad especial. De todos los templarios de Francia fueron los únicos a quienes no molestaron los senescales de Felipe el Hermoso el 13 de octubre de 1307. En aquella fatídica fecha el comandante del contingente templario de Bézu era un tal señor de Goth.[39] Y antes de adoptar el nombre de Clemente V, el arzobispo de Burdeos —peón vacilante del rey Felipe— era Bertrand de Goth. Lo que es más, la madre del nuevo pontífice era Ida de Blanchefort, de la misma familia que Bertrand de Blanchefort. Siendo así, ¿conocería el papa algún secreto confiado a la custodia de su familia, un secreto que permaneció en la familia Blanchefort hasta el siglo XVIII, fecha en que el abate Antoine Bigou, cura de Rennes-le-Château y confesor de Mane de Blanchefort, redactó los pergaminos que encontraría Sauniére? Si tal era el caso, es muy posible que el papa hiciera extensiva cierta clase de inmunidad a aquel pariente suyo que mandaba los templarios de Bézu.

Evidentemente, la historia de los templarios cerca de Rennes-le-Château estaba tan cargada de enigmas desconcertantes como la historia de la orden en general. A decir verdad, había varios factores —el papel de Bertrand de Blanchefort, por ejemplo— que parecían constituir un vínculo visible entre los enigmas generales y los más localizados.

Mientras tanto, sin embargo, nos encontrábamos ante una tremenda serie de coincidencias, las cuales eran demasiado numerosas para ser verdaderamente coincidencias. ¿Nos encontrábamos, de hecho, ante una pauta calculada? Si así era, la pregunta obvia era quién la había ideado, pues las pautas tan intrincadas no se inventan solas. Todos los datos en nuestro poder indicaban una planificación meticulosa y una organización muy cuidada, tanto es así que cada vez eran mayores nuestras sospechas de que tenía que haber un grupo concreto de individuos, formando quizá algún tipo de orden, que trabajaba asiduamente entre bastidores. No fue necesario que buscásemos la confirmación de la existencia de tal orden. La confirmación se nos echó encima.