La usurpación por parte de los carolingios

Hablando en rigor, Dagoberto no fue el último gobernante de la dinastía merovingia. De hecho, los monarcas merovingios conservaron cuando menos su categoría nominal durante otros tres cuartos de siglo. Pero estos últimos merovingios justificaron el apelativo de rois fainéants. Muchos de ellos eran jovencísimos y, por ende, a menudo débiles, peones impotentes en manos de los mayordomos de palacio, incapaces de imponer su autoridad o de tomar decisiones por iniciativa propia. En realidad, apenas si eran algo más que víctimas; y bastantes de ellos fueron sacrificados.

Asimismo, los últimos merovingios pertenecían a ramas menores en lugar de ser vástagos del linaje principal de descendientes de Clodoveo y Meroveo. El linaje principal de descendencia merovingia había sido depuesto con Dagoberto II. Así pues, a todos los efectos puede considerarse que el asesinato de Dagoberto señaló el final de la dinastía merovingia. Al morir Childerico III en 754, fue una mera formalidad en lo que respecta al poder dinástico. Como gobernantes de los francos, la estirpe merovingia en realidad se había extinguido mucho antes.

A medida que se escurría de entre las manos de los merovingios, el poder iba pasando a las de los mayordomos de palacio. Este proceso ya había empezado antes del reinado de Dagoberto. Fue un mayordomo de palacio, Pipino de Heristal quien maquinó el asesinato de Dagoberto. A Pipino de Heristal le siguió su hijo, Pipino II. Y a Pipino II le siguió su hijo, el famoso Carlos Martel.

A los ojos de la posteridad Carlos Martel es una de las figuras más heroicas de la historia de Francia. Desde luego, los elogios que se le han tributado tienen cierto fundamento. Carlos Martel detuvo la invasión árabe de Francia en la batalla de Poitiers en 732, y debido a su victoria, fue en cierto sentido tanto «defensor de la fe» como «salvador de la cristiandad». Lo curioso es que Carlos Martel, pese a ser un hombre fuerte, nunca llegó a apoderarse del trono, que ciertamente estaba a su alcance. De hecho, da la impresión de que contemplaba el trono con cierto temor supersticioso y, con toda probabilidad, como una prerrogativa específicamente merovingia. Por supuesto, los sucesores de Carlos Martel, que sí se apoderaron del trono, hicieron lo imposible por establecer su legitimidad casándose con princesas merovingias.

Carlos Martel murió en 741. Diez años más tarde su hijo, Pipino III, mayordomo de palacio del rey Childerico III, obtuvo el apoyo de la Iglesia a su petición oficial del trono. «¿Quién debería ser rey?», preguntaron al papa los embajadores de Pipino. «¿El hombre que realmente tiene poder o aquel que, pese a llamarse rey, no tiene ni pizca de poder?». El papa se pronunció en favor de Pipino. Valiéndose de la autoridad apostólica, ordenó que Pipino fuese nombrado rey de los francos, lo cual era una flagrante violación del pacto ratificado con Clodoveo dos siglos y medio antes. Contando con la sanción de Roma, Pipino depuso a Childerico III, lo confinó en un monasterio y —para humillarle, para privarle de sus «poderes mágicos» o para ambas cosas— ordenó que le cortasen la cabellera, que era sagrada. Al cabo de cuatro años Childerico murió y ya nadie pudo disputarle el trono a Pipino.[21]

Un año antes y de forma conveniente había aparecido un documento crucial que más adelante cambiaría el curso de la historia de Occidente. Este documento era llamado la «Donación de Constantino». Hoy en día no existe la menor duda de que se trataba de una falsificación perpetrada —sin mucha habilidad— por la cancillería pontificia. En aquel tiempo, sin embargo, se consideró que era auténtico y su influencia fue enorme.

La «Donación de Constantino» pretendía datar de la supuesta conversión de Constantino al cristianismo en 312. Según el documento, Constantino había dado oficialmente al obispo de Roma sus símbolos e insignias reales, que, por ende, pasaron a ser propiedad de la Iglesia. Además, la «Donación» alegaba que Constantino, por primera vez, había declarado que el obispo de Roma era el «Vicario de Cristo» y que le había ofrecido la categoría de emperador. En calidad de «Vicario de Cristo», el obispo supuestamente había devuelto las insignias imperiales a Constantino, que a partir de aquel momento las llevó con sanción y permiso eclesiásticos: más o menos a modo de préstamo.

Las implicaciones de este documento son bastante claras. Según la «Donación de Constantino», el obispo de Roma ejercía la suprema autoridad, tanto secular como espiritual, sobre la cristiandad. Era, de hecho, un emperador pontificio que podía disponer a su antojo de la corona imperial, que podía delegar su poder o cualquier aspecto del mismo del modo que juzgase conveniente. Dicho de otro modo, poseía, a través de Cristo, el derecho indiscutible de nombrar o deponer reyes. Es de la «Donación de Constantino» de donde procede en esencia el poder subsiguiente del Vaticano en los asuntos seculares.

La Iglesia, basando su autoridad en la «Donación de Constantino», utilizó su influencia a favor de Pipino III. Inventó una ceremonia en virtud de la cual podía hacerse sagrada la sangre de los usurpadores o, para el caso, de cualquier otra persona. A esta ceremonia dio en llamársela «coronación y unción», tal como dichos términos se interpretaron durante la Edad Media y luego hasta bien entrado el Renacimiento. En la coronación de Pipino se autorizó por primera vez la asistencia de obispos, con rango igual al de los nobles seculares. Y la coronación propiamente dicha ya no entrañaba el reconocimiento de un rey, o un pacto con un rey. A partir de ahora consistiría nada menos que en el nombramiento de un rey.

El ritual de la unción fue transformado de forma parecida. Antes, en los casos en que se practicaba, era una investidura ceremonial, un acto de reconocimiento y ratificación. A partir de este momento, sin embargo, adquirió un significado nuevo. Tenía precedencia sobre la sangre y, por así decirlo, podía santificarla «mágicamente». La unción pasó a ser algo más que un gesto simbólico. Se convirtió en el acto literal en virtud del cual la gracia divina era conferida a un gobernante. Y el papa, al ejecutar este acto, pasaba a ser el supremo mediador entre Dios y los reyes. Mediante el ritual de la unción, la Iglesia se arrogaba el derecho de hacer reyes. La sangre era ahora subordinada del aceite. Y todos los monarcas pasaban a ser en esencia subordinados del pontífice.

En 754 Pipino III fue ungido oficialmente en Ponthion, inaugurando así la dinastía carolingia. El nombre tiene su origen en Carlos Martel, aunque generalmente se asocia con el más famoso de los gobernantes carolingios: Carlos el Grande, Carolus Magnus o, como mejor se le conoce, Carlomagno. Y en 800 Carlomagno fue proclamado Sacro Emperador Romano, título que, en virtud del pacto con Clodoveo tres siglos antes, hubiera tenido que reservarse exclusivamente para el linaje merovingio. Roma se transformó en la sede de un imperio que abarcaba la totalidad de la Europa occidental y cuyos emperadores gobernaban únicamente con la sanción del papa.

En 496 la Iglesia se había comprometido a perpetuidad con la estirpe merovingia. Al sancionar el asesinato de Dagoberto, al inventar las ceremonias de la coronación y la unción, al apoyar la pretensión de Pipino al trono, traicionó el pacto. Al coronar a Carlomagno hizo que su traición no sólo fuera pública, sino también un hecho consumado. Tal como dice una autoridad moderna:

Por tanto, no podemos estar seguros de que la unción con crisma de los carolingios tuviera por objeto compensar la pérdida de propiedades mágicas de la sangre simbolizada por el pelo largo. Si compensaba alguna cosa, probablemente era la pérdida de fe en que se incurrió al infringir el juramento de fidelidad de una forma especialmente escandalosa.[22]

Y asimismo, «Roma mostró el camino al proporcionar con la unción un rito para hacer reyes… que de un modo u otro limpiaba la conciencia de “todos los francos”».[23]

No todas las conciencias, sin embargo. Parece ser que los usurpadores mismos sintieron, si no culpabilidad, al menos una gran necesidad de establecer su legitimidad. A tal efecto Pipino III, inmediatamente antes de su unción, se había casado ostentosamente con una princesa merovingia. Y lo mismo hizo Carlomagno.

Además, parece ser que Carlomagno era muy consciente de la traición que representaba su coronación. Según las crónicas contemporáneas, la coronación fue un acto cuidadosamente ensayado, maquinado por el papa a espaldas del monarca franco; y, al parecer, Carlomagno se sintió tan sorprendido como profundamente turbado. De manera clandestina, ya se había preparado una corona de algún tipo. Carlomagno había sido atraído hacia Roma y, una vez allí, persuadido a asistir a una misa especial. Al ocupar su lugar en la iglesia, el papa, sin advertencia alguna, colocó una corona sobre la cabeza del monarca franco, al mismo tiempo que el populacho le aclamaba como «Carlos, Augusto, coronado por Dios, el emperador grande y amante de la paz de los romanos». Citando las palabras de un cronista de la época, Carlomagno «dejó bien sentado que no hubiese entrado en la catedral aquel día, pese a ser la más grande de todas las festividades de la Iglesia, si hubiera sabido de antemano lo que el papa se proponía hacer».[24]

Pero, fuese cual fuere la responsabilidad que Carlomagno tuvo en el asunto, lo cierto es que se infringió desvergonzadamente el pacto que se había establecido con Clodoveo y la estirpe merovingia. Y todas nuestras investigaciones indicaban que la traición, pese a haber ocurrido más de 1100 años antes, seguía escociendo a la Prieuré de Sion. Mathieu Paoli, el investigador independiente al que aludimos en el capítulo anterior, sacó una conclusión parecida:

Para ellos [la Prieuré de Sion] la única nobleza auténtica es la de origen visigodo/merovingio. Los carolingios, luego todos los demás, no son más que usurpadores. En efecto, no eran más que funcionarios del rey, encargados de administrar las tierras, que, después de transmitir por herencia su derecho a gobernar estas tierras, pura y sencillamente se apropiaron del poder. Al consagrar a Carlomagno en el año 800, la Iglesia perjuró, pues había firmado; en el momento del bautismo de Clodoveo, una alianza con los merovingios que había hecho de Francia la hija mayor de la Iglesia.[25]