La necesidad de sintetizar

Al llegar aquí, hicimos una pausa para repasar los datos de que disponíamos. Y vimos que nos conducían en una dirección sorprendente y, pese a ello, inconfundible. Pero ¿por qué los eruditos nunca habían hecho uso de tales datos con anterioridad? Ciertamente, la habían tenido a su disposición durante siglos y siglos. ¿Por qué nadie, que nosotros supiéramos, la había sintetizado y sacado unas conclusiones que, aunque especulativas, eran bastante obvias? Preciso era reconocer que unos cuantos siglos antes tales conclusiones hubiesen sido rigurosamente tabú y, en el caso de ser divulgadas, habrían recibido un severo castigo. Pero hacía por lo menos dos siglos que este peligro había desaparecido. ¿Por qué, entonces, nadie había reunido aún los fragmentos del rompecabezas para formar un conjunto coherente?

Nos dimos cuenta de que las respuestas a estas preguntas estaban en nuestra propia época y en las costumbres o hábitos del pensamiento que la caracterizan. Desde la llamada «Ilustración» del siglo XVIII, la cultura y la conciencia de Occidente han estado orientadas al análisis en vez de a la síntesis. A consecuencia de ello, la nuestra es una época de creciente especialización. De conformidad con esta tendencia, la erudición moderna pone un acento desmesurado en la especialización, lo cual, como atestigua la universidad moderna, implica y entraña la segregación del conocimiento en «disciplinas» diferenciadas. En consecuencia, las diversas esferas que abarcó nuestra investigación han estado divididas tradicionalmente en compartimentos muy separados unos de otros. En cada uno de ellos el material pertinente ha sido debidamente explorado y valorado por especialistas o «expertos» en el campo de que se trate. Pero pocos o ninguno de estos «expertos» se han esforzado por establecer la conexión entre su campo particular y otros que puedan coincidir con él. De hecho, tales «expertos» tienden generalmente a contemplar con mucha suspicacia los campos ajenos al suyo; una suspicacia que en el peor de los casos es espuria y en el mejor es inoportuna. Y a menudo la investigación ecléctica o «interdisciplinaria» choca con obstáculos que se colocan deliberadamente a su paso porque se la juzga, entre otras cosas, demasiado especulativa.

Se han escrito numerosos tratados sobre los romances que hablan del Grial, sus orígenes y evolución, su repercusión cultural, su calidad literaria. Y se han hecho muchos estudios, válidos o no, sobre los templarios y las cruzadas. Pero entre los expertos en los citados romances ha habido pocos historiadores, y aún menos han sido los historiadores que han mostrado interés por la historia compleja, a veces sórdida y no muy romántica que hay detrás de los templarios y de las cruzadas. De modo parecido, los historiadores de los templarios y las cruzadas, al igual que todos sus colegas, se atienen casi exclusivamente a testimonios y documentos «basados en datos». Los romances sobre el Grial han sido descartados como simples cuentos, como un «fenómeno cultural» y nada más, una especie de «subproducto» engendrado por la «imaginación de la época». Sugerirle a uno de estos historiadores que los romances sobre el Grial podrían contener un núcleo de verdad histórica equivaldría a una herejía, pese a que Schliemann, hace más de un siglo, descubrió el emplazamiento de Troya a fuerza de leer a Homero.

Es cierto que varios autores ocultistas, basándose principalmente en la expresión de sus propios deseos, han creído literalmente las leyendas que afirman que, de alguna forma mística, los templarios eran custodios del Grial, prescindiendo de lo que éste fuese. Pero no ha habido ningún estudio histórico serio que se esforzara por establecer una conexión real. A los templarios se les considera como un hecho histórico; al Grial, como una tabulación; y no se reconoce la posibilidad de que exista alguna relación entre ambas cosas. Y si, por ende, los eruditos y los historiadores del período en que se escribieron no prestaron atención a los romances sobre el Grial, no hay que extrañarse al ver que tampoco han hecho caso de ellos los expertos en épocas anteriores. La cosa es bien sencilla: a un especialista en la época merovingia no se le ocurriría sospechar que quizá los romances sobre el Grial podrían arrojar alguna luz sobre el tema que él estudia, suponiendo, claro está, que esté enterado de la existencia de tales romances. Pero ¿acaso no es una omisión grave que ninguno de los estudiosos de los merovingios que hemos encontrado mencione siquiera las leyendas sobre el rey Arturo, las cuales, cronológicamente hablando, se refieren a la misma época en la que dicho estudioso afirma ser experto?

Si los historiadores no están dispuestos a establecer estas conexiones, aún menos lo están los estudiosos de la Biblia. Durante los últimos decenios se han escrito muchos libros según los cuales Jesús era un pacifista, un esenio, un místico, un budista, un brujo, un revolucionario, un homosexual e incluso una secta. Pero, a pesar de esta plétora de material relativo a Jesús y al contexto histórico del Nuevo Testamento, ni un solo autor, que nosotros sepamos, se ha ocupado de la cuestión del Grial. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba un experto en historia bíblica a mostrar interés por un torrente de poemas románticos y fantásticos compuestos en la Europa occidental más de mil años después? Parece inconcebible que los romances sobre el Grial puedan dilucidar de alguna forma los misterios que envuelven el Nuevo Testamento.

Pero la realidad, la historia y el conocimiento no pueden dividirse en segmentos y compartimentos de acuerdo con el arbitrario sistema de archivo del intelecto humano. Y, si bien las pruebas documentales pueden ser difíciles de encontrar, es evidente de por sí que las tradiciones pueden sobrevivir durante un millar de años y aparecer luego en una forma escrita que contribuya a iluminar acontecimientos anteriores. Ciertas sagas irlandesas, por ejemplo, pueden revelar muchas cosas sobre la transición de la sociedad matriarcal a la patriarcal en la antigua Irlanda. Sin la obra de Homero, escrita mucho después del hecho, nadie hubiese siquiera oído hablar del sitio de Troya. Y Guerra y paz —aunque escrita más de medio siglo después— puede decirnos más que la mayoría de los libros de historia, incluso más que la mayoría de los documentos oficiales, sobre Rusia en la era napoleónica.

Al igual que un detective, el investigador responsable debe seguir todas las pistas que encuentre, por improbables que parezcan. No hay que rechazar de entrada ningún tipo de material, por el simple hecho de que amenace con llevarnos hacia un territorio inverosímil o desconocido. Los acontecimientos del escándalo Watergate, por ejemplo, al principio fueron reconstruidos partiendo de multitud de fragmentos ostensiblemente dispares, cada uno de ellos sin sentido por sí solo, y sin aparente relación entre unos y otros. A decir verdad, algunos de los «trucos sucios», que a menudo son infantiles, debían de parecer tan alejados de los problemas más generales como alejados del Nuevo Testamento puedan parecer los romances sobre el Grial. Y el escándalo Watergate estuvo limitado a un solo país y a unos pocos años. El tema de nuestra investigación abarca la totalidad de la cultura occidental y tiene una duración de dos milenios.

Lo que se necesita es un enfoque interdisciplinario del material que se haya escogido, un enfoque móvil y flexible que permita moverse con libertad entre disciplinas dispares, a través del espacio y del tiempo. El investigador tiene que ser capaz de vincular datos y de establecer conexiones entre personas, acontecimientos y fenómenos muy alejados unos de otros. Tiene que ser capaz de moverse, siguiendo los dictados de la necesidad, del siglo III al XII y al VII y luego al XVIII, recogiendo material de fuentes variadas: textos eclesiásticos antiguos, romances sobre el Grial, documentos y crónicas de los merovingios, escritos de la francmasonería. En pocas palabras, es preciso sintetizar, pues sólo la síntesis permite discernir la continuidad subyacente, el tejido unificado y coherente, que hay en el corazón de cualquier problema histórico. En principio, este método no es especialmente revolucionario ni polémico. Es más bien como tomar uno de los principios del dogma contemporáneo de la Iglesia —la inmaculada concepción, por ejemplo, o el celibato obligatorio de los sacerdotes— y utilizarlo para iluminar el cristianismo de los primeros tiempos. De una manera muy parecida, los romances sobre el Grial pueden emplearse para arrojar un poco de luz significativa sobre el Nuevo Testamento, sobre la carrera y la identidad de Jesús.

Para finalizar, no basta con limitarse exclusivamente a los hechos. Hay que discernir también las repercusiones y ramificaciones de los hechos, tal como las mismas irradian a través de los siglos, con frecuencia bajo la forma de mitos y leyendas. Es cierto que ello puede tergiversar los hechos, como un eco que reverbera entre los barrancos. Pero si es imposible localizar la voz que lo produce, el eco, por deformado que esté, puede indicarnos el camino para llegar a ella. Los hechos, en resumen, son como guijarros que tiramos al estanque de la historia. Desaparecen rápidamente, a menudo sin dejar rastro. Pero producen unas ondas que, si tu perspectiva es suficientemente amplia, te permiten señalar el punto exacto en que cayó el guijarro. Guiándote por las ondas, puedes entonces zambullirte o dragar o recurrir al método que desees. Lo importante es que las ondas permiten localizar lo que sin ellas podría ser irrecuperable.

A estas alturas empezaba a resultarnos evidente que todo lo que habíamos estudiado durante nuestra investigación no era más que una onda, la cual, si la observábamos correctamente, tal vez nos dirigiría a una sola piedra que hace dos mil años alguien arrojó al estanque de la historia.