La leyenda y los merovingios

Nos encontramos con que diversos enigmas envolvían los orígenes de la dinastía merovingia. Generalmente pensamos que una dinastía es, por ejemplo, una familia o casa gobernante que no se limita a suceder a otra familia o casa de las mismas características, sino que su sucesión es fruto de haber desplazado, depuesto o suplantado a sus predecesores. Dicho de otro modo, las dinastías comienzan con algún tipo de golpe de Estado, el cual a menudo entraña la extinción del anterior linaje gobernante. La guerra de las Dos Rosas en Inglaterra, por ejemplo, señaló el cambio de una dinastía. Al cabo de más o menos un siglo, los Estuardo subieron al trono inglés, pero sólo después de extinguirse los Tudor. Y los propios Estuardo fueron depuestos forzosamente por las casas de Orange y Hannover.

Sin embargo, en el caso de los merovingios, no hubo ninguna de estas transiciones violentas o bruscas, ninguna usurpación, ningún desplazamiento ni extinción de un régimen anterior. Al contrario, la casa a la que se dio en llamar merovingia parece ser que ya reinaba sobre los francos. Los merovingios ya eran reyes legítimos y reconocidos debidamente. Pero, a lo que parece, había algo especial en uno de ellos, tanto es así que confirió su nombre a toda la dinastía.

El gobernante de quien los merovingios recibieron su nombre es sumamente elusivo y su realidad histórica ha quedado eclipsada por la leyenda. Meroveo (Merovech o Meroveus) fue una figura casi sobrenatural digna de los mitos clásicos. Hasta su nombre es testimonio de su origen y carácter milagrosos. Es un eco de la palabra francesa que significa «madre» y, además, de las palabras francesa y latina que significan «mar».

El principal cronista franco y las tradiciones subsiguientes afirman que Meroveo fue hijo de dos padres. Cuando ya estaba embarazada por obra de su esposo, el rey Clodión, la madre de Meroveo se fue a nadar en el mar. Se dice que en el agua fue seducida o violada —o ambas cosas— por una criatura marina no identificada que llegó de allende los mares: «bestea Neptuni Quinotauri similis», una «bestia de Neptuno parecida a un Quinotauro», palabra esta última que no se sabe muy bien qué significa. Al parecer, esta criatura fecundó a la dama por segunda vez. Y, según se dice, Meroveo, al nacer, llevaba en sus venas una mezcla de dos sangres diferentes: la sangre de un gobernante franco y la de una misteriosa criatura acuática.

Esta clase de leyendas fantásticas, huelga decirlo, son muy frecuentes, no sólo en el mundo antiguo, sino también en las tradiciones europeas de épocas posteriores. Por lo general, no son enteramente imaginarias, sino simbólicas o alegóricas y enmascaran algún hecho histórico concreto detrás de su fachada fabulosa. En el caso de Meroveo la fachada fabulosa bien podría indicar algún tipo de matrimonio entre parientes: una genealogía transmitida a través de la madre, como en el judaísmo, por ejemplo, o una mezcla de linajes dinásticos en virtud de la cual los francos pasaron a ser aliados de sangre de otro pueblo; muy posiblemente con una fuente de «allende el mar», una fuente que, por una u otra razón, las fábulas subsiguientes transformaron en una criatura marina.

En todo caso, en virtud de esta sangre dual se dijo que Meroveo estaba dotado de una impresionante colección de poderes sobrehumanos. Y, sea cual fuere la realidad histórica que hay detrás de la leyenda, la dinastía merovingia siguió envuelta en un aura de magia, brujería y fenómenos sobrenaturales. Según la tradición, los monarcas merovingios eran adeptos ocultistas, iniciados en ciencias arcanas, practicantes de artes esotéricas, dignos rivales de Merlín, su fabuloso casi contemporáneo. A menudo los llamaban «los reyes brujos» o «los reyes taumaturgos». En virtud de alguna propiedad milagrosa que llevaban en la sangre, se les creía capaces de curar por imposición de manos; y, según una crónica, se consideraba que las borlas que adornaban los bordes de sus vestiduras poseían milagrosas propiedades curativas. Se decía que eran capaces de comunicarse de forma clarividente o telepática con las bestias y con el mundo natural que los rodeaba y que llevaban un poderoso collar mágico. También se decía que poseían un hechizo arcano que los protegía y les daba una longevidad fenomenal (por cierto que la historia no parece confirmar esto último). Y se suponía que todos ellos llevaban una mancha de nacimiento que los distinguía de todos los demás hombres, les haría inmediatamente identificables y atestiguaba su sangre semidivina sobre el corazón —curioso anticipo del blasón de los templarios— o entre los omóplatos.

Asimismo, a los merovingios se les llamaba con frecuencia «los reyes melenudos». Al igual que Sansón en el Antiguo Testamento, eran reacios a cortarse el pelo. Al igual que el de Sansón, su pelo contenía supuestamente su vertu, es decir, la esencia y el secreto de su poder. Fuera cual fuese la base de esta creencia en el poder del pelo de los merovingios, parece ser que se la tomaban muy en serio, incluso en el año 754 de nuestra era. Cuando Childerico III fue depuesto en aquel año y encarcelado, le cortaron ritualmente el pelo por orden expresa del papa.

Por extravagantes que sean las leyendas que rodean a los merovingios, diríase que se apoyan en alguna base concreta, en alguna categoría de la que gozaban los monarcas merovingios durante su vida. De hecho, a los merovingios no se les consideraba como reyes en el sentido moderno de la palabra. Se les tenía por reyes-sacerdotes: encarnaciones de lo divino, algo parecido, pongamos por caso, a los faraones del antiguo Egipto. No gobernaban sencillamente por la gracia de Dios. Al contrario, según parece, eran considerados como la viva personificación y la encarnación de la gracia de Dios, categoría ésta que normalmente se reservaba exclusivamente para Jesús. Y, al parecer, se entregaban a rituales que eran más propios de sacerdotes que de reyes.

Así, por ejemplo, se han encontrado cráneos de monarcas merovingios que muestran en la coronilla lo que parece ser una incisión o agujero ritual. Incisiones parecidas se encuentran en los cráneos de sumos sacerdotes de los primeros tiempos del budismo tibetano. El objeto de tales incisiones era permitir que el alma escapara en el momento de la muerte, así como abrir el contacto directo con lo divino. Hay motivos para suponer que la tonsura clerical es un residuo de la práctica merovingia.

En 1653 se encontró una importante tumba merovingia en las Ardenas: la tumba del rey Childerico I, hijo de Meroveo y padre de Clodoveo, el más famoso e influyente de todos los reyes merovingios. La tumba contenía armas, tesoros e insignias reales como era de esperar que hubiese en una sepultura real. También contenía objetos menos característicos de la realeza que de la magia, la brujería y la adivinación: la cabeza cercenada de un caballo, por ejemplo, una cabeza de toro hecha de oro y una bola de cristal.[1]

Uno de los símbolos merovingios más sagrados era la abeja; y la sepultura del rey Childerico contenía no menos de trescientas abejas en miniatura hechas de oro macizo. Junto con el restante contenido de la tumba, estas abejas fueron confiadas a Leopold Wilhelm von Habsburg, a la sazón gobernador militar de los Países Bajos austríacos y hermano del emperador Fernando III.[2] Al cabo de un tiempo la mayor parte del tesoro de Childerico fue devuelta a Francia. Y al ser coronado emperador en 1804, Napoleón insistió en que las abejas de oro fuesen cosidas a la vestimenta que llevó durante la ceremonia.

Este incidente no fue la única manifestación del interés que los merovingios despertaban en Napoleón. Encargó a un tal abate Pichón que recopilase genealogías con el objeto de determinar si la estirpe merovingia había sobrevivido o no a la caída de la dinastía. Estas genealogías encargadas por Napoleón eran en gran parte la base de las genealogías de los «documentos Prieuré».[3]