Éste, pues, era el credo que se extendió por el Languedoc y las provincias a tan gran escala que parecía amenazar con desplazar al propio catolicismo. Por varias razones comprensibles, el credo resultó atractivo para muchos nobles. Algunos se encariñaron con su tolerancia general. Otros ya eran anticlericales. Hubo quienes se sintieron desilusionados al ver la corrupción de la Iglesia. Otros habían perdido la paciencia debido al sistema de diezmos, en virtud del cual los ingresos que producían sus fincas desaparecían en las lejanas arcas de Roma. Así pues, muchos nobles ya ancianos se convirtieron en perfectos. De hecho, se calcula que el treinta por ciento de todos los perfectos procedía de la nobleza languedociana.
En 1145, medio siglo antes de la cruzada contra los albigenses, san Bernardo en persona se había desplazado al Languedoc con el propósito de predicar contra los herejes. Al llegar, se sintió menos horrorizado por los herejes que por la corrupción de su propia Iglesia. En lo que se refería a los herejes, es evidente que impresionaron a Bernardo. «Ningún sermón es más cristiano que los suyos —declaró—, y su moralidad es pura.»[3]
En 1200, ocioso es decirlo, la situación ya tenía a Roma claramente alarmada. Tampoco escapaba a su atención la envidia con que los barones del norte de Europa contemplaban las ricas tierras y ciudades del sur. Esta envidia podía aprovecharse fácilmente, y los nobles norteños constituirían las tropas de asalto de la Iglesia. Lo único que se necesitaba era alguna provocación, alguna excusa que encendiera la opinión popular.
La excusa no tardó en llegar. El día 14 de enero de 1208 uno de los legados pontificios en el Languedoc, Pierre de Castelnau, fue asesinado. Al parecer, el crimen fue cometido por rebeldes anticlericales que no tenían absolutamente ninguna relación con los cátaros. A pesar de ello, Roma, que ahora tenía la excusa que necesitaba, no titubeó en echarles la culpa a los cátaros. El papa Inocencio III ordenó en seguida que se emprendiera una cruzada. Aunque durante todo el siglo anterior se había perseguido intermitentemente a los herejes, ahora la Iglesia movilizó en serio sus fuerzas. La herejía debía ser extirpada para siempre.
Se reunió un ejército muy nutrido bajo el mando del abad de Châteaux. La mayor parte de las operaciones militares fue confiada a Simón de Montfort, padre del hombre que posteriormente desempeñaría un papel tan crucial en la historia de Inglaterra. Comandados por Simón, los cruzados del papa se pusieron en marcha para reducir a la pobreza y convertir en ruinas la cultura europea más elevada de la Edad Media. En esta santa empresa contaron con la ayuda de un nuevo y útil aliado, un fanático español llamado Domingo de Guzmán. En 1216 este hombre, espoleado por el odio que le inspiraba la herejía, creó la orden monástica que más adelante adoptó su nombre: los dominicos. Y en 1233 los dominicos crearon una institución infame: la Santa Inquisición. Los cátaros no iban a ser sus únicas víctimas. Antes de la cruzada contra los albigenses muchos nobles del Languedoc —en especial las influyentes casas de Trencavel y Toulouse— se habían mostrado extremadamente amistosos con la nutrida población judía nativa de la región. Ahora toda protección y apoyo fueron retirados por mandato.
En 1218 Simón de Monfort fue muerto durante el sitio de Toulouse. Sin embargo, la depredación del Languedoc siguió su curso, con sólo breves respiros, durante otro cuarto de siglo. En 1243, sin embargo, ya había cesado toda resistencia organizada (en la medida en que la hubiera habido en algún momento). En el citado año la totalidad de las principales poblaciones y bastiones cátaros ya había caído en manos de los invasores norteños, exceptuando un puñado de baluartes remotos y aislados. El principal de ellos era la majestuosa ciudadela de Montségur, posada en lo alto de una montaña, como un arca celestial, sobre los valles de los alrededores.
Durante diez meses Montségur fue sitiada por los invasores, resistiendo tenazmente repetidos ataques. Al final, en marzo de 1244, la fortaleza capituló y el catarismo dejó de existir en el sur de Francia, al menos en apariencia. Pero las ideas jamás pueden extirparse definitivamente. En su libro Montaillou, por ejemplo, Emmanuel Le Roy Ladurie, basándose en muchísimos documentos de la época, escribe la crónica de las actividades de los cátaros supervivientes cerca de medio siglo después de la caída de Montségur. Pequeños enclaves de herejes siguieron sobreviviendo en las montañas, habitando en cuevas, manteniéndose fieles a su credo y librando una encarnizada guerra de guerrillas contra sus perseguidores. En muchas zonas del Languedoc, incluyendo los alrededores de Rennes-le-Château, la fe cátara persistió, según se reconoce generalmente. Y muchos autores han atribuido a brotes del pensamiento cátaro subsiguientes herejías europeas: los valdenses, por ejemplo, los husitas, los adamitas o Hermanos del Espíritu Libre, los anabaptistas y los extraños camisardos, grupos de los cuales hallaron refugio en Londres a principios del siglo XVIII.