Tal como sugiere el Perlesvaus, diríase que el Grial, al menos en parte, fue una experiencia de algún tipo. En su apéndice explicativo sobre las propiedades curativas del Grial y su facultad de asegurar la longevidad, diríase también que Wolfram da a entender algo experiencial así como simbólico: un estado anímico o un estado existencial. Poca duda cabe de que a un nivel el Grial es una experiencia iniciática que, utilizando la terminología moderna, llamaríamos «transformación» o «estado alterado de la conciencia». Otra opción sería reescribirlo como una «experiencia gnóstica», una «experiencia mística», «iluminación» o «unión con Dios». Podemos ser todavía más precisos y situar el aspecto experiencial del Grial en un contexto muy específico. Ese contexto es la cabala y el pensamiento cabalístico. Desde luego, semejante pensamiento estaba muy «en el aire» en la época en que se compusieron los romances sobre el Grial. Había una famosa escuela cabalística en Toledo, por ejemplo, donde, según se dice, Kyot se enteró de la existencia del Grial. Había otras escuelas en Gerona, Montpellier y en otros lugares del sur de Francia. Y no parece coincidencia que hubiera también una de estas escuelas en Troyes. Databa de 1070 —la época de Godofredo de Bouillon— y era dirigida por un tal Rashi, quizás el más famoso de los cabalistas medievales.
Es imposible, huelga decirlo, hacer justicia aquí a la cabala o al pensamiento cabalístico. Sin embargo, hay que hacer diversos comentarios con el fin de establecer la relación entre el cabalismo y los romances sobre el Grial. Muy brevemente, pues, diremos que el cabalismo podría calificarse de «judaísmo esotérico»: una metodología psicológica práctica de origen singularmente judaico cuyo objetivo consistía en inducir una transformación dramática de la conciencia. En este sentido, cabe verlo como un equivalente judaico de metodologías o disciplinas similares que se encuentran en las tradiciones hindú, budista y taoísta: ciertas formas de yoga, por ejemplo, o de zen.
Al igual que sus equivalentes orientales, el adiestramiento cabalístico entraña una serie de rituales: una secuencia estructurada de sucesivas experiencias iniciáticas que conducen a quien las vive a modificaciones cada vez más radicales de la conciencia y la cognición. Y, aunque el significado y la importancia de tales modificaciones pueden interpretarse de modo distinto, su realidad como fenómenos psicológicos es indiscutible. De las «etapas» de la iniciación cabalística, una de las más importantes es la llamada tiferet. Durante esta experiencia, según dicen, el individuo va más allá del mundo de la forma y entra en el mundo amorfo, o, en términos contemporáneos, «trasciende su ego». Hablando simbólicamente, esto consiste en una especie de «muerte» en sacrificio: la «muerte» del ego, del sentido de la individualidad y del aislamiento que tal individualidad entraña; y, por supuesto, un renacimiento o resurrección en otra dimensión de unidad y armonía que lo abarcan todo. En las adaptaciones cristianas del cabalismo, por tanto, el tiferet estaba relacionado con Jesús.
Para los cabalistas medievales, la iniciación en el tiferet llevaba aparejados ciertos símbolos específicos. Entre ellos se hallaban incluidos un eremita o guía o anciano sabio, un rey mayestático, un niño, un dios sacrificado.[30] Con el tiempo se añadieron otros símbolos: una pirámide truncada, por ejemplo, un cubo y una cruz rosa. La relación de estos símbolos con los romances sobre el Grial es bastante visible. En todas las narraciones sobre el Grial hay un eremita anciano y sabio —con frecuencia el tío de Perceval o Parzival— que actúa en calidad de guía espiritual. En el poema de Wolfram es posible que el Grial como «piedra» corresponda al cubo. Y en el Perlesvaus las diversas manifestaciones del Grial se corresponden casi exactamente con los símbolos del tiferet. A decir verdad, el Perlesvaus en sí mismo establece un vínculo crucial entre la experiencia del tiferet y el Grial.[31]