A estas alturas, desde luego, ya habíamos estudiado la dinastía merovingia. En la medida de lo posible, nos habíamos abierto paso a tientas a través de una neblina hecha de fantasía y oscuridad, una neblina todavía más opaca que la que envolvía a los cátaros y a los caballeros templarios. Durante meses habíamos tratado de deshacer una compleja maraña en la que la historia se entremezclaba con la fábula. Sin embargo, y a pesar de nuestros esfuerzos, los merovingios en su mayor parte seguían envueltos en el misterio.
La dinastía merovingia nació de los sicambros, una tribu del pueblo germánico que recibía el nombre colectivo de «francos». Entre los siglos V y VII los merovingios gobernaron grandes extensiones de lo que actualmente son Francia y Alemania. El período de su ascendiente, que coincide con la época del rey Arturo, constituye el marco de los romances sobre el Santo Grial. Probablemente es el período más impenetrable de lo que en la actualidad se denomina «la Edad de las Tinieblas». Pero descubrimos que la Edad de las Tinieblas no había sido verdaderamente tenebrosa. Al contrario, pronto se hizo evidente que alguien la había oscurecido de forma premeditada. En la medida en que la Iglesia de Roma ejercía un auténtico monopolio del saber, y especialmente de la escritura, los testimonios que se conservaban representaban ciertos intereses creados. Casi todo lo demás se había perdido… o había sido censurado. Pero de vez en cuando algo se deslizaba a través de la cortina que ocultaba el pasado y llegaba hasta nosotros a pesar del silencio oficial. A partir de estos vestigios confusos podía reconstruirse una realidad: una realidad interesantísima que, además, discrepaba de los dogmas de la ortodoxia.