Al empezar nuestra investigación no sabíamos exactamente qué era lo que andábamos buscando. No teníamos teorías ni hipótesis, y no nos habíamos propuesto demostrar nada. Por el contrario, lo único que queríamos era encontrar la explicación de un pequeño y curioso enigma de finales del siglo XIX. No postulamos por adelantado las conclusiones que sacamos al final. Fuimos conducidos hasta ellas, paso a paso, como si los datos que íbamos acumulando tuvieran un cerebro propio y nos estuviesen dirigiendo.
Al principio creímos hallarnos ante un misterio estrictamente local, un misterio intrigante, por supuesto, pero cuya importancia era esencialmente menor, limitada a un pueblo del sur de Francia. Pensábamos que el misterio, si bien llevaba aparejados muchos aspectos históricos fascinantes, era principalmente de interés académico. Creíamos que tal vez nuestra investigación ayudaría a esclarecer ciertos aspectos de la historia occidental, pero en ningún momento soñamos siquiera que tales aspectos tendrían que escribirse de nuevo. Y aún soñábamos menos que descubriríamos algo importante para nuestro tiempo, algo que, por si fuera poco, resultaba explosivo.
Nuestra búsqueda —porque fue realmente una búsqueda— empezó con una narración más o menos sencilla. A primera vista, este cuento no se distinguía mucho de tantos «cuentos de tesoros» o «misterios no resueltos» como abundan en la historia y la tradición de casi todas las regiones rurales. En Francia se había hecho pública una versión del mismo; había atraído mucho interés pero —que nosotros supiéramos en aquel momento— no se le había concedido una importancia mayor de la normal. Más adelante pudimos comprobar que en dicha versión había varios errores. De momento, sin embargo, tenemos que contar la narración tal como se publicó en el decenio de 1960 y tal como nosotros la leímos por primera vez.