Basándonos exclusivamente en los manuscritos de Naj’Hammadi, la posibilidad de que existiera una estirpe que descendiese directamente de Jesús adquirió mucha más verosimilitud ante nuestros ojos. Algunos de los llamados «evangelios gnósticos» tenían tanto derecho a ser considerados veraces como los libros del Nuevo Testamento. A causa de ello, las cosas que atestiguan explícita o implícitamente —un sustituto en la cruz, una disputa continua entre Pedro y la Magdalena, un matrimonio entre la Magdalena y Jesús, el nacimiento de un «hijo del Hijo del hombre»— no podían descartarse de entrada, por muy polémicas que fueran. A nosotros lo que nos interesaba era la historia y no la teología. Y la historia, en tiempos de Jesús, era tan compleja, polifacética y orientada a las cosas prácticas como lo es hoy.
La disputa, en los papiros de Naj’Hammadi, entre Pedro y la Magdalena parecía demostrar precisamente el conflicto que formaba parte de nuestra hipótesis: el conflicto entre los «partidarios del mensaje» y los partidarios de la estirpe. Mas fueron los primeros quienes a la larga salieron victoriosos y determinaron el rumbo de la civilización occidental. Debido a su creciente monopolio del saber, la comunicación y la documentación, quedaron pocas pruebas que sugiriesen que la familia de Jesús había existido alguna vez. Y aún había menos pruebas que establecieran un vínculo entre dicha familia y la dinastía merovingia.
No se trata de que a los «partidarios del mensaje» todo les saliera como ellos querían. Si los dos primeros siglos de la historia cristiana estuvieron plagados de herejías irreprimibles, los siglos siguientes lo estuvieron aún más. Al mismo tiempo que la ortodoxia se consolidaba —teológicamente bajo Ireneo, políticamente bajo Constantino—, las herejías continuaron proliferando a una escala desconocida hasta entonces.
Por muy distintas que fuesen en sus detalles teológicos, la mayoría de las principales herejías compartían ciertos factores cruciales. La mayor parte de ellas eran esencialmente gnósticas o acusaban la influencia del gnosticismo, repudiando la estructura jerárquica de Roma y ensalzando la supremacía de la iluminación personal sobre la fe ciega. La mayoría de ellas eran también, en un sentido u otro, dualistas, pues consideraban que el bien y el mal tenían menos de problemas éticos mundanales que de problemas de importancia esencialmente cósmica. Finalmente, la mayoría de ellas coincidían en considerar a Jesús como mortal, nacido en virtud de un proceso natural de concepción: un profeta divinamente inspirado, quizá, pero no intrínsecamente divino, que murió definitivamente en la cruz o que nunca murió en la cruz. Por la importancia que dan a la humanidad de Jesús, muchas de las herejías volvían la mirada hacia la augusta autoridad de san Pablo, que había hablado de «nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne» (Romanos, 1, 3).
Tal vez de todas las herejías la más famosa y profundamente radical fuese el maniqueísmo, que en esencia era una fusión de cristianismo gnóstico y de elementos de anteriores tradiciones zoroástricas y mitraicas. La fundó un individuo llamado Mani, que nació cerca de Bagdad en 214 dC en el seno de una familia emparentada con la casa real de Persia. De joven, Mani fue introducido por su padre en una secta mística no especificada —probablemente gnóstica— que hacía hincapié en el ascetismo y el celibato, practicaba el bautismo y cuyos adeptos llevaban túnicas blancas. Alrededor de 240 dC Mani empezó a propagar sus propias enseñanzas y, al igual que Jesús, era renombrado por sus curaciones espirituales y exorcismos. Sus seguidores le proclamaban «el nuevo Jesús» e incluso le atribuían un nacimiento virgen, lo cual era un prerrequisito para las deidades de la época. También era llamado «Salvador», «Apóstol», «Iluminador», «Señor», «Resucitador de los muertos», «Piloto» y «Timonel». Las dos últimas designaciones son especialmente sugestivas, toda vez que son intercambiables con «Nautonnier», el título oficial que adoptaba el Gran maestre de la Prieuré de Sion.
Según historiadores árabes posteriores, Mani produjo muchos libros en los que pretendía revelar secretos que Jesús sólo había mencionado de forma oscura y oblicua. Consideraba a Zaratustra, Buda y Jesús como sus precursores y declaraba que él, al igual que ellos, había recibido esencialmente la misma iluminación de la misma fuente. Sus enseñanzas consistían en dualismo gnóstico unido a un edificio cosmológico imponente y complejo. Impregnándolo todo estaba el conflicto universal de la luz y las tinieblas; y el más importante campo de batalla para estos dos principios opuestos era el alma humana. Al igual que los cátaros más adelante, Mani abrazó la doctrina de la reencarnación. También al igual que los cátaros, insistía en una clase de iniciados, unos «elegidos iluminados». Llamaba a Jesús «el Hijo de la Viuda», palabras de las que subsiguientemente se apoderaría la francmasonería. Al mismo tiempo, declaraba que Jesús era mortal o que, si era divino, lo sería sólo en sentido simbólico o metafórico, en virtud de la iluminación. Y Maní, al igual que Basílides, afirmaba que Jesús no murió en la cruz, sino que fue reemplazado por un sustituto.[1]
En 276 dC. Por orden del rey, Mani fue encarcelado, azotado hasta morir, despellejado y decapitado; y su cuerpo mutilado fue exhibido en público, quizá para evitar una resurrección. Sin embargo, a partir de su martirio sus enseñanzas no hicieron más que cobrar ímpetu; y entre sus posteriores partidarios se contó san Agustín, al menos durante un tiempo. Con una rapidez extraordinaria el maniqueísmo se extendió por todo el mundo cristiano. A pesar de la ferocidad con que se intentó suprimirlo, logró sobrevivir, influir en pensadores posteriores y persistir hasta el presente. En España y el sur de Francia las escuelas maniqueas se mostraron especialmente activas. En la época de las cruzadas estas escuelas ya habían forjado vínculos con otras sectas maniqueas de Italia y Bulgaria. Ahora parece improbable que los cátaros fuesen un retoño de los bogomilas búlgaros. Al contrario, las investigaciones más recientes sugieren que los cátaros nacieron de escuelas maniqueas que llevaban mucho tiempo establecidas en Francia. En todo caso, la cruzada contra los albigenses fue en esencia una cruzada contra el maniqueísmo; y, a pesar de los esfuerzos más asiduos de Roma, la palabra «maniqueo» ha sobrevivido para convertirse en una parte aceptada de nuestra lengua y nuestro vocabulario.
Naturalmente, además del maniqueísmo hubo muchas otras herejías. De todas ellas fue la de Arrio la que representó la amenaza más grave para la doctrina ortodoxa cristiana durante los mil primeros años de su historia. Arrio fue presbítero de Alejandría alrededor de 318 y murió en 335. Su disputa con la ortodoxia era muy sencilla y reposaba sobre una premisa única: que Jesús era totalmente mortal, que no era divino en ningún sentido y que tampoco era en ningún sentido otra cosa que un maestro inspirado.
Proponiendo un solo dios omnipotente y supremo —un dios que no se encarnó y que no sufrió humillación y muerte a manos de su creación—, lo que hizo Arrio fue colocar el cristianismo en un marco esencialmente judaico. Y es muy posible que, residiendo en Alejandría, acusara la influencia de las enseñanzas judías: las enseñanzas de los ebionitas, por ejemplo. Al mismo tiempo, el Dios supremo del arrianismo gozó de gran fuerza de atracción en Occidente. Al adquirir el cristianismo un creciente poder secular, un dios como el que proponía Arrio empezó a resultar cada vez más atractivo. A reyes y potentados identificarse con semejante dios les resultaba más fácil que identificarse con una deidad humilde y pasiva que se sometió al martirio sin ofrecer resistencia y que rehuía el contacto con el mundo.
Aunque el arrianismo fue condenado en el concilio de Nicea de 325, Constantino había demostrado siempre simpatía por él y la demostró aún más en los últimos años de su vida. Al morir él, su hijo y sucesor, Constancio, abrazó abiertamente el arrianismo; y bajo sus auspicios se convocaron concilios que empujaron a los líderes de la ortodoxia eclesiástica al exilio. En 360 el arrianismo ya había desplazado prácticamente al cristianismo de Roma. Y, aunque volvió a ser condenado oficialmente en 381, continuó prosperando y conquistando adeptos. Cuando los merovingios subieron al poder en el siglo V, virtualmente todos los obispados de la cristiandad eran arríanos o estaban vacantes.
Entre los devotos más fervorosos del arrianismo estaban los godos, que se habían convertido a dicha herejía, tras abandonar el paganismo, en el siglo IV. Los suevos, los lombardos, los alanos, los vándalos, los burgundos y los ostrogodos eran sin excepción arríanos. También lo eran los visigodos, que, cuando saquearon Roma en 480, respetaron las iglesias cristianas. Suponiendo que los primeros merovingios, con anterioridad a Clodoveo, fueron receptivos al cristianismo, éste sería el cristianismo arriano de sus vecinos inmediatos, los visigodos y los burgundos.
Bajo los auspicios de los visigodos, el arrianismo pasó a ser la forma de cristianismo predominante en España, los Pirineos y lo que en la actualidad es el sur de Francia. Si es cierto que la familia de Jesús halló refugio en la Galia, en el siglo V sus señores ya eran los visigodos arrianos. No es probable que la familia padeciese persecución bajo el régimen. Probablemente gozaría de gran estima y es posible que se aliara matrimonialmente con la nobleza visigoda antes de hacer lo mismo con los francos y producir los merovingios. Y con el patronazgo y la protección de los visigodos, estaría a salvo de todas las amenazas procedentes de Roma. Así pues, no tiene nada de extraño encontrar nombres inconfundiblemente semíticos —Bera, por ejemplo— en la aristocracia y la realeza visigótica. Dagoberto II casó con una princesa visigoda cuyo padre se llamaba Bera. Este nombre aparece repetidamente en el árbol genealógico merovingio-visigodo descendiente de Dagoberto II y Sigisberto IV.
Se dice que la Iglesia de Roma declaró que el hijo de Dagoberto se había convertido al arrianismo[2] y no sería extraordinario que así lo hiciera. A pesar del pacto entre la Iglesia y Clodoveo, los merovingios siempre habían simpatizado con el arrianismo. Uno de los nietos de Clodoveo, Chilperico, no hacía ningún secreto de sus inclinaciones arrianas.
Si el arrianismo no era perjudicial para el judaísmo, tampoco lo era para el islamismo, que subió con la misma velocidad meteórica en el siglo VII. La visión que tenía el arrianismo de Jesús concordaba del todo con la que tenía el Corán. En el libro santo de los musulmanes el nombre de Jesús aparece mencionado no menos de treinta y cinco veces, bajo cierto número de títulos impresionantes: «Mensajero de Dios» y «Mesías» entre otros. Sin embargo, en ningún momento se le considera como otra cosa que un profeta mortal, precursor de Mahoma y portavoz de un dios único y supremo. Y, al igual que Basílides y Mani, el Corán dice que Jesús no murió en la cruz, «no le mataron, ni le crucificaron, sino que creyeron hacerlo».[3] El Corán mismo no se extiende en explicaciones sobre esta afirmación ambigua, pero sí lo hacen los comentaristas islámicos. Según la mayoría de ellos, había un sustituto, que generalmente, aunque no siempre, se supone que era Simón de Cirene. Ciertos autores musulmanes dicen que Jesús se escondió en un nicho de una pared y que desde allí contempló la crucifixión de un sustituto, lo cual concuerda con el fragmento ya citado de los papiros de Naj Hammadi.