La mayoría de la gente habla del «cristianismo» como si fuera una cosa única y específica, una entidad coherente, homogénea y unificada. Ni que decir tiene que el «cristianismo» no es nada de eso. Como sabe todo el mundo, hay numerosas formas de «cristianismo»: el catolicismo romano, por ejemplo, o la Iglesia de Inglaterra que fundara Enrique VIII. Tenemos las otras denominaciones del protestantismo: desde el luteranismo y el calvinismo de los primeros tiempos de la Reforma en el siglo XVI hasta fenómenos relativamente recientes como el unitarianismo. Existen numerosas congregaciones «marginales» o «evangélicas» como, por ejemplo, los Adventistas del Séptimo Día y los Testigos de Jehová. Y existe también un gran surtido de sectas y cultos contemporáneos, como los Niños de Dios y la Iglesia de la Unificación del Reverendo Moon, por citar únicamente dos de ellas. Si examinamos este desconcertante espectro de creencias —que van de las rígidamente dogmáticas y conservadoras a las radicales y extáticas—, es difícil determinar con exactitud qué es lo que constituye «cristianismo».
Si existe un factor único que permite hablar de «cristianismo», un factor único que vincula a diversos credos «cristianos» que por lo demás son divergentes unos de otros, este factor es el Nuevo Testamento y, más especialmente, la categoría singular que el Nuevo Testamento atribuye a Jesús, así como a su crucifixión y a su resurrección. Incluso en el supuesto de que una persona no suscriba la verdad literal o histórica de tales acontecimientos, la aceptación de su significado simbólico suele ser suficiente para que se la considere como cristiana.
Por tanto, si hay alguna unidad en el fenómeno difuso llamado «cristianismo», esta unidad reside en el Nuevo Testamento y, más específicamente, en las crónicas sobre la vida de Jesús que reciben el título de los cuatro evangelios. Estas crónicas son consideradas popularmente como las más autorizadas que se conocen: y para muchos cristianos son a la vez coherentes e irrebatibles. Desde la infancia se nos enseña a creer que la «historia» de Jesús, tal como se conserva en los cuatro evangelios, es, si no inspirada por Dios, cuando menos sí definitiva. Los cuatro evangelistas, supuestos autores de los evangelios, son considerados como testigos indiscutibles, cada uno de los cuales refuerza y confirma el testimonio de los demás. Entre las personas que hoy día se dicen cristianas, hay relativamente pocas que sean conscientes de que los cuatro evangelios no sólo se contradicen unos a otros, sino que, a veces, discrepan de manera violenta.
En lo que se refiere a la tradición popular, el origen y el nacimiento de Jesús son bien conocidos. Pero, en realidad, los evangelios, que constituyen la base de dicha tradición, son mucho más imprecisos en lo que respecta a estos hechos. Sólo dos de los evangelios —el de Mateo y el de Lucas— dicen algo sobre los orígenes y el nacimiento de Jesús; y discrepan flagrantemente uno del otro. Según Mateo, por ejemplo, Jesús era un aristócrata, si no un rey legítimo que descendía de David a través de Salomón. Según Lucas, por el contrario, la familia de Jesús, si bien era descendiente de la casa de David, pertenecía a un linaje menos alto; y la leyenda del «pobre carpintero» nació de la crónica de Marcos. En resumen, las dos genealogías discrepan de modo tan palpable que bien cabría suponer que se refieren a dos individuos totalmente distintos.
Las discrepancias entre los evangelios no se limitan a los antepasados y la genealogía de Jesús. Según Lucas, Jesús, al nacer, fue visitado por pastores. Según Mateo, los visitantes eran reyes. Según Lucas, la familia de Jesús vivía en Nazaret. Desde allí, según se dice, viajó a Belén —a causa de un censo que la historia sugiere que jamás tuvo efecto en realidad—, donde Jesús nació en un humilde pesebre. Sin embargo, según Mateo, la familia de Jesús gozaba de una posición bastante buena y siempre había vivido en Belén, y el propio Jesús nació en una casa. En la versión de Mateo la persecución de los inocentes por Herodes obliga a la familia a huir a Egipto y hasta su regreso no se establece en Nazaret.
La información que da cada una de estas crónicas es bastante específica y —suponiendo que el censo se hiciera en realidad— perfectamente plausible. Y, sin embargo, la información misma sencillamente no concuerda. Es imposible racionalizar esta conclusión. Las dos narraciones conflictivas no pueden ser correctas y no hay manera de hacerlas compatibles. Quiera reconocerse o no, es innegable que uno de los dos evangelios (o los dos) está equivocado. Ante una conclusión tan evidente e inevitable, es imposible considerar los evangelios como irrefutables. ¿Cómo pueden ser irrefutables si se refutan entre sí?
Cuanto más se estudian los evangelios, más visibles son las contradicciones que se dan entre ellos. A decir verdad, ni siquiera coinciden en el día de la crucifixión. Según el evangelio de Juan, ésta tuvo lugar un día antes de la pascua de los hebreos. Según los evangelios de Marcos, Lucas y Mateo, tuvo efecto el día después de la citada festividad. Tampoco están de acuerdo los evangelios sobre la personalidad y el carácter de Jesús. Cada uno describe una figura que discrepa de forma patente de la que presentan los otros: un salvador humilde como un cordero en Lucas, por ejemplo; un soberano poderoso y mayestático en Mateo, un soberano que no ha venido «para traer paz, sino espada». Y hay más discrepancias en lo que se refiere a las últimas palabras de Jesús en la cruz. En Mateo y Marcos estas palabras son: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». En Lucas son: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y en Juan son simplemente: «Consumado es».
Dadas estas discrepancias, los evangelios sólo pueden aceptarse como una autoridad sumamente discutible y, ciertamente, no definitiva. No representan la palabra perfecta de ningún dios; o, en el caso de que la representen, las palabras de Dios han sido muy censuradas, modificadas, revisadas, glosadas y reescritas por manos humanas. La Biblia, preciso es recordarlo —y esto se refiere a ambos Testamentos—, es únicamente una selección de palabras y, en muchos aspectos, una selección un tanto arbitraria. De hecho, podría incluir muchos más libros y escritos de los que incluye. Y no se trata de que los libros que faltan se hayan «perdido». Al contrario, fueron excluidos deliberadamente. En 367 dC el obispo Atanasio de Alejandría recopiló una lista de obras que debían incluirse en el Nuevo Testamento. Esta lista fue ratificada por el concilio eclesiástico celebrado en Hippo en 393 y de nuevo por el concilio de Cartago cuatro años más tarde. En estos concilios se acordó una selección. Ciertas obras fueron reunidas para formar el Nuevo Testamento tal como lo conocemos hoy y otras fueron desdeñadas olímpicamente. ¿Cómo puede considerarse como definitivo semejante proceso de selección? ¿Cómo podía un cónclave de clérigos decidir infaliblemente que ciertos libros «eran propios» de la Biblia y otros no, especialmente cuando algunos de los libros excluidos tienen perfecto derecho a defender su veracidad histórica?
Asimismo, tal como existe hoy, la Biblia no es sólo fruto de un proceso más o menos arbitrario de selección. También ha sido sometida a modificaciones, censuras y revisiones bastante drásticas. En 1958, por ejemplo, el profesor Morton Smith de la Columbia University descubrió, en un monasterio cercano a Jerusalén, una carta que contenía un fragmento desaparecido del evangelio de Marcos. El fragmento desaparecido no se había perdido. Al contrario, al parecer había sido suprimido deliberadamente… por instigación, cuando no por orden expresa, del obispo Clemente de Alejandría, uno de los más venerados entre los primeros padres de la Iglesia.
Según parece, Clemente había recibido una carta de un tal Teodoro quejándose de una secta gnóstica, la de los carpocracianos. Al parecer, éstos interpretaban ciertos pasajes del evangelio de Marcos de acuerdo con sus propios principios[1], los cuales no coincidían con la postura de Clemente y Teodoro. Por consiguiente, parece ser que Teodoro los atacó y luego dio cuenta de ello a Clemente. En la carta que encontró el profesor Smith, Clemente contesta así a su discípulo:
«Has hecho bien en silenciar las enseñanzas incalificables de los carpocracianos. Porque estas son las «estrellas errantes» a las que alude la profecía, las cuales se desvían de la angosta senda de los mandamientos hacia el abismo sin límites de los pecados carnales y corporales. Pues, enorgulleciéndose de su conocimiento, tal como dicen ellos, «de las profundas [cosas] de Satanás», no saben que se están arrojando al «infierno de las tinieblas» de la falsedad, y, jactándose de ser libres, se han convertido en esclavos de deseos serviles. A tales [hombres] hay que oponerse de todas las maneras y por completo. Pues, aun cuando dijeran algo verdadero, uno que ame la verdad no debe, aun así, estar de acuerdo con ellos. Pues no todas las [cosas] verdaderas son la verdad, ni debe esa verdad que [meramente] parece verdadera según las opiniones humanas ser preferida a la verdad verdadera, aquella que está de acuerdo con la fe».
Esta es una afirmación extraordinaria para ser un padre de la Iglesia quien la hace. En efecto, lo que dice Clemente no es otra cosa que: «Si da la casualidad de que tu oponente dice la verdad, debes negarla y mentir con el objeto de refutarlo». Pero eso no es todo. En el pasaje siguiente la carta de Clemente pasa a comentar el evangelio de Marcos y el «mal uso» que a su juicio hacen de él los carpocracianos:
«[En cuanto a] Marcos, pues, durante la estancia de Pedro en Roma, escribió [una crónica de] los hechos del Señor, no, sin embargo, declarando todos [ellos], ni tampoco insinuando los [hechos] secretos, sino seleccionando aquellos que él juzgaba más útiles para incrementar la fe de aquellos a los que se estaba instruyendo. Pero cuando Pedro murió como mártir, Marcos vino a Alejandría, trayendo tanto sus propias notas como las de Pedro, de las que transfirió a su antiguo libro las cosas idóneas para lo que contribuya al progreso hacia el conocimiento [gnosis]. [Así] compuso un evangelio más espiritual para uso de aquellos a los que se estaba perfeccionando. Sin embargo, todavía no divulgó las cosas que no debían expresarse, ni escribió la enseñanza hierofántica del Señor, sino que a las historias ya escritas añadió otras más y, asimismo, introdujo ciertos dichos de cuya interpretación él sabía, como mistagogo, que conduciría a los oyentes hacia el santuario más recóndito de esa verdad oculta por siete [velos]. Así, en suma, preparó las cosas de antemano, ni a regañadientes ni incautamente, en mi opinión, y, al morir, dejó su composición a la Iglesia de Alejandría, donde incluso ahora se guarda con el mayor cuidado, siendo leída solamente a aquellos a los que se está iniciando en los grandes misterios.
Pero, como los demonios inmundos están siempre inventando la destrucción para la raza de los hombres, Carpócrates, instruido por ellos, y valiéndose de artes engañosas, de tal modo esclavizó a cierto presbítero de la Iglesia de Alejandría que obtuvo de él una copia del evangelio secreto, la cual interpretó de acuerdo con su doctrina blasfema y carnal y, además, ensució, mezclando con las palabras inmaculadas y santas mentiras absolutamente desvergonzadas».[2]
Así pues, Clemente reconoce libremente que existe un evangelio secreto y auténtico de Marcos. Seguidamente, instruye a Teodoro para que lo niegue:
«Ante ellos [los carpocracianos], por tanto, como he dicho antes, uno no debe ceder jamás, ni, cuando proponen sus falsificaciones, debe uno conceder que el evangelio secreto es de Marcos, sino que incluso debe negarlo sobre un juramento. Pues «no todas las [cosas] verdaderas deben decirse a todos los hombres».[3]
¿Cuál era este «evangelio secreto» que Clemente ordenó a su discípulo que repudiase y que los carpocracianos estaban «interpretando mal»? Clemente responde a la pregunta incluyendo una transcripción literal del texto en su carta:
A vosotros, por tanto, no vacilaré en responder a las [preguntas] que habéis hecho, refutando las falsificaciones por las mismas palabras del evangelio. Por ejemplo, después de «Y estaban en el camino que subía a Jerusalén» y lo que sigue, hasta «Después de tres días resucitará» [el evangelio secreto] trae el siguiente [material] palabra por palabra:
«Y entran en Betania, y cierta mujer, cuyo hermano había muerto, estaba allí. Y, acercándose, se postró ante Jesús y le dice: «"Hijo de David, ten piedad de mí". Mas los discípulos la regañaron. Y Jesús, enojándose, se marchó con ella al jardín donde estaba la tumba y en seguida de la tumba surgió un gran grito. Y, acercándose, Jesús apartó la piedra de la puerta de la tumba. Y en seguida, entrando en el lugar donde estaba el joven, extendió la mano y lo levantó, cogiéndole la mano. Pero el joven, alzando los ojos hacia él, le amó y comenzó a rogarle diciéndole que quería estar con él. Y, saliendo de la tumba, entraron en la casa del joven, pues era rico. Y después de seis días, Jesús le dijo lo que debía hacer y por la noche el joven se acerca a él, llevando un paño de lino sobre [el cuerpo] desnudo. Y se quedó con él aquella noche, pues Jesús le enseñó el misterio del reino de Dios. Y levantándose de allí, regresó al otro lado del Jordán.»[4]
Este episodio no aparece en ninguna de las versiones del evangelio de Marcos que existen. Sin embargo, en sus líneas generales es bastante conocido. Se trata, desde luego, de la resurrección de Lázaro, la cual se describe en el cuarto evangelio, el que se atribuye a Juan. No obstante, en la versión citada hay algunas variaciones significativas. En primer lugar hay un «gran grito» que surge de la tumba antes de que Jesús aparte la piedra u ordene a su ocupante que salga. Esto induce decididamente a pensar que el ocupante no estaba muerto y, por ende, de un solo golpe borra todo elemento milagroso. En segundo lugar, diríase que está claro que el episodio lleva aparejado algo más de lo que dicen las crónicas aceptadas del episodio de Lázaro. Ciertamente, el pasaje citado atestigua la existencia de alguna relación especial entre el hombre de la tumba y el hombre que lo «resucita». Tal vez un lector moderno estaría tentado de ver en ello una insinuación de homosexualidad. Es posible que los carpocracianos —secta que aspiraba a trascender los sentidos mediante la saciedad de los mismos— discernieran precisamente semejante insinuación. Pero, tal como arguye el profesor Smith, de hecho es mucho más probable que todo el episodio se refiera a una típica iniciación en una escuela mistérica, una muerte y un renacimiento ritualizados y simbólicos del tipo que tanto predominaban en el Oriente Medio de aquellos tiempos.
En todo caso, lo importante es que el episodio y el pasaje citados arriba no aparecen en ninguna versión moderna o aceptada de Marcos. A decir verdad, las únicas referencias a Lázaro o a una figura parecida que hay en el Nuevo Testamento se encuentran en el evangelio atribuido a Juan. Así pues, está claro que el consejo de Clemente fue aceptado, no sólo por Teodoro, sino también por autoridades subsiguientes. Ocurrió sencillamente que la totalidad del episodio de Lázaro fue suprimida del evangelio de Marcos.
Si el evangelio de Marcos fue expurgado de modo tan drástico, también fue cargado con añadiduras espurias. En su versión original termina con la crucifixión, el entierro y el sepulcro vacío. No hay ninguna escena de resurrección, ninguna reunión con los discípulos. Hay, ni que decir tiene, ciertas Biblias modernas que sí contienen un final más convencional del evangelio de Marcos, un final que sí incluye la resurrección. Pero virtualmente todos los eruditos bíblicos están de acuerdo en que este final ampliado es una añadidura posterior que data de las postrimerías del siglo II y fue agregado al documento original.[5]
El evangelio de Marcos proporciona, pues, dos ejemplos de un documento sagrado —supuestamente inspirado por Dios— que ha sido manipulado, modificado, censurado y revisado por manos humanas. Y estos dos casos no son especulativos. Al contrario, actualmente los eruditos los aceptan como demostrables y probados. ¿Es posible, pues, suponer que el evangelio de Marcos fue el único que sufrió alteraciones? Evidentemente, si el evangelio de Marcos fue modificado con tanta facilidad, es razonable suponer que lo mismo les ocurrió a los demás evangelios.
A efectos de nuestra investigación, pues, no podíamos aceptar los evangelios como autoridad definitiva e irrefutable, pero, al mismo tiempo, tampoco podíamos desecharlos. Sin duda no eran algo totalmente inventado y proporcionaban algunas de las escasas pistas existentes sobre lo que realmente había ocurrido en Tierra Santa hace dos mil años. En vista de ello, decidimos estudiarlos con mayor atención, analizarlos, separar lo real de lo fabuloso, separar la verdad que contenían de la matriz espuria en que a menudo dicha verdad se hallaba incrustada. Y, con el fin de hacer esto de una manera eficaz, primero tuvimos que familiarizarnos con la realidad histórica y las circunstancias de Tierra Santa al producirse el advenimiento de la era cristiana. Porque los evangelios no son entidades autónomas, sacadas por arte de birlibirloque del vado y flotando, eternas y universales, a través de los siglos. Son documentos históricos, como cualquier otro: como los pergaminos del mar Muerto, las epopeyas de Homero y Virgilio, los romances sobre el Grial. Son fruto de un lugar muy específico, de un tiempo muy concreto, de un pueblo y unos factores históricos muy determinados.