10.La tribu exiliada.

¿Era posible que hubiese algo especial en la estirpe merovingia, algo más que una legitimidad académica, técnica? ¿Podía realmente haber algo que, de algún modo, tuviese verdadera importancia para personas de nuestro tiempo? ¿Podía tratarse de algo que tal vez afectara, quizás incluso cambiara, las instituciones sociales, políticas o religiosas de hoy? Estas preguntas seguían importunándonos. Y, pese a ello, de momento no parecían tener respuesta.

Una vez más examinamos minuciosamente la recopilación de «documentos Prieuré» y, especialmente, los importantísimos Dossiers Secrets. Volvimos a leer pasajes que antes no nos habían dicho nada. Ahora les encontramos sentido, pero no explicaban el misterio, ni respondían a las preguntas que ya eran críticas. Por otro lado, había otros pasajes cuya pertinencia seguíamos sin ver con claridad. En modo alguno podíamos decir que estos pasajes resolvieran el enigma; pero, cuando menos, nos hicieron pensar de acuerdo con ciertas pautas, unas pautas que luego veríamos que tenían una importancia primordial.

Ya habíamos averiguado que los merovingios, según sus propios cronistas, pretendían ser descendientes de la antigua Troya. Pero, según ciertos «documentos Prieuré», el árbol genealógico merovingio era más antiguo que el sitio de Troya. Según ciertos «documentos Prieuré», era posible que, de hecho, el árbol genealógico de los merovingios se remontase al Antiguo Testamento.

Entre las genealogías de los Dossiers Secrets, por ejemplo, había numerosas notas a pie de página y anotaciones. Muchas de éstas se referían específicamente a una de las doce tribus de la antigua Israel, la tribu de Benjamín. Una de tales referencias cita, y pone de relieve, tres pasajes bíblicos: Deuteronomio 33, Josué 18 y Jueces 20 y 21.

Deuteronomio 33 contiene la bendición que dio Moisés a los patriarcas de cada una de las doce tribus. De Benjamín dice Moisés: «El amado de Jehová habitará confiado cerca de él; lo cubrirá siempre, y entre sus hombros morará» (33, 12). Dicho de otro modo, a Benjamín y sus descendientes se les hizo objeto de una bendición muy especial y exaltada. Eso, cuando menos, estaba claro. Nos sorprendió, ni que decir tiene, la promesa de que el Señor moraría «entre los hombros de Benjamín». ¿Debíamos relacionar dicha promesa con la legendaria mancha de nacimiento de los merovingios? Es decir, con la cruz roja entre los hombros. La relación se nos antojó un tanto rebuscada. Por otro lado, había otras similitudes más claras entre Benjamín en el Antiguo Testamento y el tema de nuestra investigación. Según Robert Graves, por ejemplo, el día sagrado para Benjamín era el 23 de diciembre:[1] el día de san Dagoberto. Entre los tres clanes que integraban la tribu de Benjamín estaba el clan de Ahiram, lo que podría ser una referencia oscura a Hiram, constructor del templo de Salomón y figura central de la tradición masónica. Además, el discípulo más devoto de Hiram se llamaba Benoni; y Benoni, detalle interesante, era el nombre conferido en principio al infante Benjamín por su madre, Rachel, antes de morir.

La segunda referencia bíblica de los Dossiers Secrets, la de Josué 18, es bastante más clara. Trata de la llegada del pueblo de Moisés a la Tierra Prometida y de la asignación a cada una de las doce tribus de determinadas extensiones de territorio. En virtud de esta asignación, el territorio de la tribu de Benjamín incluía lo que posteriormente sería la ciudad sagrada de Jerusalén. Dicho de otro modo, Jerusalén, incluso antes de ser la capital de David y Salomón, era el patrimonio señalado de la tribu de Benjamín. Según Josué 18, 28, el patrimonio de los benjamitas abarcaba «Zela, Blej y Jebús», lo que representa Jerusalén, Gabaa y Quiriat; catorce ciudades con sus poblados. Este es el patrimonio de los hijos de Benjamín según sus familias.

El tercer pasaje bíblico que se cita en los Dossiers Secrets lleva aparejada una secuencia de acontecimientos bastante compleja. Un levita que viaja por territorio benjamita es asaltado y su concubina es violada por adoradores de Belial, que es una variante de la Diosa Madre sumeria, conocida por Istar por los babilonios y por Astarté por los fenicios. Llamando como testigos a representantes de las doce tribus, el levita exige venganza por la atrocidad; y, reunidos en consejo, los benjamitas reciben instrucciones en el sentido de que entreguen a los malhechores a la justicia. Cabría esperar que los benjamitas cumpliesen rápidamente tales instrucciones. Sin embargo, por alguna razón no lo hacen y se comprometen a proteger a los «hijos de Belial» por la fuerza de las armas. El resultado es una guerra encarnizada y sangrienta entre los benjamitas y las once tribus restantes. En el curso de las hostilidades estas últimas lanzan una maldición contra cualquier hombre que dé su hija a un benjamita. Sin embargo, al terminar la guerra, virtualmente exterminados los benjamitas, los victoriosos israelitas se arrepienten de su maldición, aunque es imposible retirarla:

Los varones de Israel habían jurado en Mizpa, diciendo: Ninguno de nosotros dará su hija a los de Benjamín por mujer. Y vino el pueblo a la casa de Dios, y se estuvieron allí hasta la noche en presencia de Dios; y alzando su voz hicieron gran llanto, y dijeron: Oh Jehová Dios de Israel, ¿por qué ha sucedido esto en Israel, que falte hoy de Israel una tribu? (Jueces, 21, 1-3).

Unos versículos más adelante, se repite el lamento:

Y los hijos de Israel se arrepintieron a causa de Benjamín su hermano, y dijeron: Cortada es hoy de Israel una tribu. ¿Qué haremos en cuanto a mujeres para los que han quedado? Nosotros hemos jurado por Jehová que no les daremos nuestras hijas por mujeres. (Jueces, 21,6-7).

Y otra vez:

Y el pueblo tuvo compasión de Benjamín, porque Jehová había abierto una brecha entre las tribus de Israel. Entonces los ancianos de la congregación dijeron: ¿Qué haremos respecto de mujeres para los que han quedado? Porque fueron muertas las mujeres de Benjamín. Y dijeron: Tenga Benjamín herencia en los que han escapado, y no sea exterminada una tribu de Israel. Pero nosotros no les podemos dar mujeres de nuestras hijas, porque los hijos de Israel han jurado diciendo: Maldito el que diere mujer a los benjamitas. (Jueces, 21,15-18).

Ante la posible extinción de una tribu entera, los ancianos se apresuran a idear una solución. En Silo, en Betel, debe celebrarse una fiesta dentro de poco; y a las mujeres de Silo —cuyos hombres habían permanecido neutrales en la guerra— hay que considerarlas «presa legítima». Los benjamitas supervivientes reciben instrucciones de ir a Silo y esperar escondidos en los viñedos. Cuando las mujeres de la ciudad se congreguen para bailar en la fiesta, los benjamitas saltarán sobre ellas y las tomarán por esposas.

No está nada claro por qué los Dossiers Secrets insisten en llamar la atención sobre este pasaje. Pero, sea cual fuere la razón, los benjamitas, en lo que se refiere a la historia bíblica, son claramente importantes. A pesar de la devastación ocasionada por la guerra, rápidamente recuperan su prestigio, si no su número. A decir verdad, se recuperan tan bien que en Samuel 1 proporcionan a Israel su primer rey, Saúl.

Sin embargo, sea cual sea la recuperación que hayan logrado los benjamitas, los Dossiers Secrets dan a entender que la guerra en torno a los seguidores de Belial fue un momento crítico y crucial. Diríase que, a raíz de este conflicto, muchos, si no la mayoría de los benjamitas se exiliaron. Así, en los Dossiers Secrets hay una nota solemne escrita con letras mayúsculas:

UN DÍA LOS DESCENDIENTES DE BENJAMÍN ABANDONARON SU PAÍS; CIERTOS SE QUEDARON; DOS MIL AÑOS MÁS TARDE GODOFREDO VI [DE BOUILLON] SE CONVIRTIÓ EN REY DE JERUSALÉN Y FUNDÓ LA ORDEN DE SION.[2]

Al principio no vimos ninguna relación entre estos aparentes non sequiturs. No obstante, cuando reunimos las referencias diversas y fragmentarias de los Dossiers Secrets, empezó a cobrar forma una historia coherente. Según esta crónica, la mayoría de los benjamitas se exilió. Se supone que fueron a Grecia, al Peloponeso central: a la Arcadia, en suma, donde supuestamente se alinearon con la estirpe real arcádica. Se dice que, cercano ya el advenimiento de la era cristiana, emigraron y subieron por el Danubio y el Rhin, mezclándose matrimonialmente con ciertas tribus teutónicas hasta que finalmente engendraron a los francos sicambros: los antepasados inmediatos de los merovingios.

Así pues, según los «documentos Prieuré», los merovingios descendían, a través de la Arcadia, de la tribu de Benjamín. Dicho de otra manera, los merovingios, así como sus descendientes —las estirpes Plantard y Lorena, por ejemplo— eran en esencia de origen semítico o israelita. Y si Jerusalén era verdaderamente el patrimonio hereditario de los benjamitas, Godofredo de Bouillon, al marchar sobre la Ciudad Santa, de hecho reclamó su patrimonio antiguo y legítimo. Además, es significativo que Godofredo fuese el único de los augustos príncipes europeos que participaron en la primera cruzada que se despojó de todas sus propiedades antes de ponerse en marcha, lo cual daba a entender que no pensaba regresara Europa.

Ni que decir tiene, nosotros no teníamos manera de comprobar si los merovingios eran de origen benjamita o no. La información que había en los «documentos Prieuré» se refería a un pasado demasiado remoto, demasiado oscuro, sobre el cual no existían confirmación ni testimonios de ninguna clase. Pero las afirmaciones no eran especialmente únicas ni nuevas. Al contrario, venían circulando desde hacía mucho tiempo en forma de rumores vagos y tradiciones nebulosas. Para citar un solo ejemplo, Proust las utiliza en su obra; y más recientemente el novelista Jean d’Ormesson sugiere que ciertas familias de la nobleza francesa son de origen judaico. Y en 1965 Roger Peyrefitte, a quien parece ser que le gusta escandalizar a sus compatriotas, causó sensación con una novela en la que señalaba el origen esencialmente judaico de toda la nobleza de Francia y de la mayor parte de la de Europa.

De hecho, el argumento, pese a ser indemostrable, no es del todo inverosímil, como tampoco lo son el exilio y la migración que los «documentos Prieuré» atribuyen a la tribu de Benjamín. Esta tribu se alzó en armas para defender a los seguidores de Belial, que es una forma de Diosa Madre que a menudo se asocia con imágenes de un toro o ternero. Hay motivos para creer que los propios benjamitas veneraban a la misma deidad. De hecho, es posible que el culto del Becerro de Oro que se cita en el Éxodo —tema, significativamente, de uno de los cuadros más famosos de Poussin— fuese un ritual específicamente benjamita.

Después de su guerra contra las otras once tribus de Israel, los benjamitas, al huir, forzosamente tendrían que dirigirse hacia el oeste, es decir, hacia la costa fenicia. Los fenicios poseían naves capaces de transportar grandes números de refugiados. Y eran aliados obvios de los benjamitas fugitivos, porque también los fenicios adoraban a la Diosa Madre encarnada por Astarté, reina del cielo.

Si hubo realmente un éxodo de benjamitas desde Palestina cabía albergar la esperanza de dar con algún testimonio del mismo. Lo encontramos en la mitología griega. Existe la leyenda del hijo del rey Belus, un tal Danaus, que llega en barco a Grecia, acompañado por sus hijas. Se dice que éstas introdujeron el culto a la Diosa Madre, que pasó a ser el culto oficial de los arcadios. Según Robert Graves, el mito de Danaus registra la llegada al Peloponeso de «colonos procedentes de Palestina».[3] Graves afirma que el rey Belus es en realidad Baal o Bel o quizás el Belial del Antiguo Testamento. También es digno de tenerse en cuenta que uno de los clanes de la tribu de Benjamín era el clan de Bela.

En la Arcadia el culto a la Diosa Madre no sólo prosperó, sino que duró más tiempo que en cualquier otra parte de Grecia. Quedó asociado al culto de Deméter, luego Diana o Artemisa. Ésta, conocida en la región por Arduina, pasó a ser la deidad tutelar de las Ardenas; y fue de las Ardenas de donde salieron por primera vez los francos sicambros para penetrar en lo que ahora es Francia. El tótem de Artemisa era la osa: Kallisto, cuyo hijo era Arkas, el niño oso y patrón de la Arcadia. Y Kallisto, transportado a los cielos por Artemisa, se transformó en la constelación Ursa Major, es decir, la Osa Mayor. Cabe pues, que haya algo más que coincidencia en el apellido «Ursus» que repetidamente se aplica a la estirpe merovingia.

En todo caso, hay otros datos, aparte de la mitología, que inducen a pensar que hubo una migración judaica a la Arcadia. En los tiempos clásicos la región conocida por la Arcadia era gobernada por el poderoso y militarista estado de Esparta. Los espartanos absorbieron gran parte de la cultura arcádica, que era más antigua; y, desde luego, el legendario Liceo Arcádico puede en realidad identificarse con Licurgo, que codificó la ley espartana. Al llegar a la edad viril, los espartanos, al igual que los merovingios, atribuían un significado especial y mágico a su cabello y, también al igual que los merovingios, lo llevaban largo. Según una autoridad, «la longitud del cabello denotaba su vigor físico y se convirtió en un símbolo sagrado».[4] Lo que es más: ambos libros de los Macabeos en la Apócrifa recalcan el vínculo entre los espartanos y los judíos. Macabeos 2 habla de que ciertos judíos se habían «embarcado para ir a los lacedemonios, con la esperanza de encontrar protección allí debido a su parentesco».[5] Y Macabeos 1 afirma explícitamente: «Se ha encontrado en escritos referentes a los espartanos y a los judíos que son hermanos y son de la familia de Abraham».[6]

Así pues, cabría reconocer cuando menos la posibilidad de una migración judaica a la Arcadia, por lo que los «documentos Prieuré», si no podía probarse que eran correctos, tampoco podían descartarse. En cuanto a la influencia semítica en la cultura franca, había sólidas pruebas arqueológicas. Rutas comerciales fenicias o semíticas atravesaban todo el sur de Francia, desde Burdeos hasta Marsella y Narbona. También remontaban el curso del Rhin. Ya en el período 700-600 aC había asentamientos fenicios en Francia, no sólo a lo largo de la costa, sino también en el interior, en lugares como Carcasona y Toulouse. Entre los artefactos hallados en estos sitios había muchos de origen semítico. Lo cual no es nada extraño. En el siglo IX aC los reyes fenicios de Tiro se habían aliado matrimonialmente con los reyes de Israel y Judá, instaurando así una alianza dinástica que engendraría un contacto estrecho entre sus respectivos pueblos.

El saqueo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, así como la destrucción del templo, provocó un éxodo masivo de judíos de Tierra Santa. Así, en la ciudad de Pompeya, destruida por la erupción del Vesubio en 79 dC había una comunidad judía. Ciertas ciudades del sur de Francia —por ejemplo, Arles, Lunel y Narbona— fueron un refugio para los judíos fugitivos más o menos en aquella misma época. Y, pese a todo, la llegada de pueblos judaicos a Europa, y especialmente a Francia, era anterior a la caída de Jerusalén en el siglo I. De hecho, había comenzado antes de la era cristiana. Entre 106 y 48 aC una colonia judía se estableció en Roma. No mucho tiempo después se fundó otra colonia a orillas del curso alto del Rhin, en Colonia. En ciertas legiones romanas se encuadraban contingentes de esclavos judíos, los cuales acompañaban a sus amos por toda Europa. Con el tiempo, muchos de estos esclavos ganaban, compraban u obtenían de otro modo su libertad y formaban comunidades.

Por consiguiente, hay muchos topónimos específicamente semíticos esparcidos por toda Francia. Algunos de ellos se encuentran de lleno en lo que era el antiguo país de los merovingios. A pocos kilómetros de Stenay, por ejemplo, al borde del bosque de Woevres, donde fue asesinado Dagoberto, hay un pueblo llamado Baalon. Entre Stenay y Orval se alza una ciudad llamada Avioth. Y la montaña de Sion en Lorena —«la colline inspirée»— se llamaba originalmente Mount Semita.[7]

Así pues, aunque no podíamos probar lo que decían los «documentos Prieuré», tampoco podíamos descartarlos. Ciertamente, había suficientes pruebas como para considerar que, como mínimo, eran plausibles. Tuvimos que reconocer que dichos documentos podían ser correctos, que los merovingios y las diversas familias de la nobleza que descendían de ellos quizás habían surgido de fuentes semíticas.

Pero nos preguntamos si esto sería realmente todo. ¿Sería éste el secreto portentoso que había dado pie a tantas complicaciones e intrigas, a tantas maquinaciones y misterios, a tantas controversias y conflictos a lo largo de los siglos? ¿Nada más que otra leyenda sobre una tribu perdida? Y aunque no fuese leyenda, sino un hecho verdadero, ¿podía realmente explicar la motivación de la Prieuré de Sion y la pretensión de la dinastía merovingia? ¿Podía realmente explicar la adhesión de hombres como Leonardo y Newton o las actividades de las casas de Guisa y Lorena, los esfuerzos secretos de la Compagnie du Saint-Sacrement, los secretos elusivos de la francmasonería «de rito escocés»? Es obvio que no. ¿Por qué el hecho de descender de la tribu de Benjamín constituiría un secreto tan explosivo? ¿De qué manera podía clarificar las actividades y objetivos de la Prieuré de Sion en nuestros días?

Además, si nuestra investigación afectaba a intereses creados que eran claramente semíticos o judaicos, ¿por qué nos encontrábamos con tantos componentes que eran específicamente, incluso fervorosamente cristianos? El pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma, por ejemplo; el cristianismo declarado de Godofredo de Bouillon y la conquista de Jerusalén; el pensamiento, quizás herético pero no por ello menos cristiano, de los cátaros y los caballeros del Temple; instituciones pías como la Compagnie du Saint-Sacrement; una francmasonería que era «hermética, aristocrática y cristiana», y la implicación de tantos eclesiásticos cristianos, desde encumbrados príncipes de la Iglesia hasta curas de pueblo como Boudet y Sauniére.

Podía ser que, en esencia, los merovingios fuesen de origen judaico, pero, suponiendo que esto fuese cierto, a nosotros nos parecía esencialmente incidental. Fuere cual fuese el verdadero secreto que había debajo de nuestra investigación, daba la impresión de estar inexplicablemente ligado, no al judaísmo del Antiguo Testamento, sino al cristianismo. En pocas palabras, la tribu de Benjamín —al menos por el momento— parecía ser una cortina de humo. Por importante que pudiera ser, el asunto llevaba aparejado algo que aún lo era más. Seguía habiendo algo que nos estábamos pasando por alto.