Barbara Cavanaugh, en su apartamento de la calle Ochenta y siete, atendió el teléfono y casi no podía creer las palabras de su hija. Pero no había dudas respecto a la horrible noticia que la voz queda y casi sin emoción de Catherine le comunicaba: hacía más de dos horas que Brian había desaparecido.
Barbara se las arregló para no perder la calma en su tono de voz.
—¿Dónde estáis ahora, querida?
—En un coche patrulla entre la Cuarenta y nueve y la Quinta Avenida. Estábamos aquí cuando Brian… desapareció de pronto de mi lado.
—Enseguida voy para allí.
—Mamá, trae las fotos de Brian más recientes que tengas. La policía quiere dárselas a los medios de comunicación. Y el informativo de una radio local va a entrevistarme dentro de unos minutos para que haga una llamada especial. Y… mamá, telefonea a las enfermeras. Diles que se aseguren que Tom no encienda el televisor de su habitación. No tiene radio. Si se entera de que Brian ha desaparecido… —Su voz se apagó.
—Las llamaré ahora mismo, Catherine. Pero no tengo fotos recientes de Brian. Las únicas que puedo llevar son las que hicimos el verano pasado en la casa de Nantucket.
En aquel momento se hubiera mordido la lengua. Había estado pidiendo fotografías de los niños, y no se las habían mandado. Pero el día anterior, Catherine le había dicho que su regalo de Navidad para ella (retratos de los niños enmarcados) se le había olvidado, con las prisas por llevar a Tom a Nueva York para la operación.
—Llevaré las que encuentre —se apresuró a decir—. Ahora mismo salgo.
Después de dar el mensaje al hospital, Barbara Cavanaugh se hundió en una silla y apoyó la frente en una mano. «Es espantoso —pensó—, espantoso».
¿Acaso no tenía siempre la sensación de que todo era demasiado perfecto para ser real? El padre de Catherine había muerto cuando ésta tenía diez años, y hasta que conoció a Tom, a los veintidós, su hija había tenido cierto aire de tristeza en la mirada. Eran tan felices, tan perfectos. «Igual que Gene y yo desde el primer día», pensó.
Por un instante, su mente viajó hasta aquel día de 1943 cuando, a los diecinueve años y en primer curso de universidad, le presentaron a un joven y guapo oficial del ejército, el teniente Eugene Cavanaugh. Desde aquel momento, ambos supieron que estaban hechos el uno para el otro. Se casaron al cabo de dos meses, pero pasaron dieciocho años hasta que nació su primera hija.
«Con Tom, ella encontró el mismo tipo de relación que yo tuve la suerte de tener, pero…». Se levantó de un salto.
Tenía que reunirse con Catherine. «Brian debió de alejarse y perderse —se dijo—. Catherine es fuerte, aunque ahora estará al borde del colapso. ¡Ay, Dios mío, haz que lo encuentren!».
Recorrió el apartamento a la carrera y recogió retratos enmarcados de las repisas y las mesas. Se había mudado de Beekman Place hacía diez años. Y aún tenía más espacio del que necesitaba: comedor, biblioteca, una suite para los invitados… Pero su propósito era que cuando Tom, Catherine y los niños llegaran de Omaha, hubiera espacio suficiente para todos.
Barbara guardó las fotos en el bolso de piel grande que Catherine y Tom le habían regalado en su último cumpleaños, cogió un abrigo del armario del recibidor y, sin molestarse en cerrar la puerta con las dos llaves, salió deprisa a tiempo de apretar el botón del ascensor cuando éste bajaba del ático.
Sam, el ascensorista, era un viejo empleado. Cuando le abrió la puerta, cambió la sonrisa por una mirada de preocupación.
—Buenas noches, señora Cavanaugh. Feliz Navidad. ¿Tiene alguna noticia del doctor Dornan?
Barbara, temerosa de hablar, meneó la cabeza.
—Tiene usted unos nietos preciosos. El pequeño, Brian, me dijo que usted le había dado una cosa a su mamá que curaría a su papá. Ojalá sea verdad.
Barbara trató de decir: «¿Ah sí?», Pero sus labios se negaron a pronunciar palabra.
—¿Por qué estás triste, mamá? —preguntó Gigi mientras se sentaba sobre las rodillas de Cally.
—No estoy triste, Cally. Cuando te tengo a mi lado, siempre me siento alegre.
Gigi sacudió la cabeza. Llevaba un camisón de Navidad con dibujos de angelitos con velas. Los ojazos marrones y el cabello castaño dorado eran un legado de Frank. «Cuanto más crece, más se parece a él», pensó Cally abrazándola instintivamente más fuerte.
Se encontraban acurrucadas, juntas, en el sofá delante del árbol.
—Me alegro mucho de que estés en casa conmigo, mami —dijo Gigi con una voz que de pronto pareció asustada—. No me dejarás otra vez, ¿no?
—No, cariñito, tampoco quería dejarte la última vez.
—No me gustaba ir a visitarte a aquel lugar.
«Aquel lugar». La cárcel de mujeres de Bedford.
—A mí tampoco me gustaba aquello. —Cally trataba de hablar con un tono despreocupado.
—Los hijos tienen que estar con sus madres.
—Sí, estoy de acuerdo.
—Mami, ¿es para mí ese regalo grande? —preguntó Gigi señalando la caja con el uniforme y el abrigo que Jimmy había dejado.
—No, cariño, es para Papá Noel —respondió Cally con la boca seca de repente—. También le gusta que le hagan regalos por Navidad. Ahora, vamos, que es hora de acostarse.
—No, no quiero ir a… —empezó a decir Gigi automáticamente, pero se interrumpió de pronto—. Si me voy a la cama ahora, ¿llegará la Navidad más rápido?
—Sí, sí. Vamos, te llevaré a cuestas.
Una vez hubo arropado a Gigi y vio cómo se abrazaba a su gastada mantita, la indispensable compañera de sueños de su hija, Cally volvió a la sala y se hundió de nuevo en el sofá.
«Los hijos tienen que estar con sus madres…». Las palabras de Gigi la perseguían. Cielo santo, ¿dónde se había llevado Jimmy al pequeño? ¿Qué le haría? ¿Y qué debía hacer ella?
Cally miró la caja envuelta en papel de celofán. «Es para Papá Noel». El vívido recuerdo de su contenido le pasó por la mente: el uniforme del guardián a quien Jimmy había disparado, con el costado y la manga todavía manchados de sangre; el abrigo roñoso… Dios sabía de dónde lo había sacado, o a quién se lo había robado.
Jimmy era malo. No tenía conciencia ni piedad. «Enfréntate a la verdad —se dijo Cally, impulsiva—. No dudará en matar al niño si eso le sirve para tener más probabilidades de escapar».
Encendió la radio para escuchar el informativo de las siete y media. La primera noticia fue que el guardián de la cárcel seguía grave, aunque estable. Los médicos eran moderadamente optimistas.
«Si vive, Jimmy no se enfrentará a la pena de muerte —pensó—. No pueden ejecutarlo ahora por el asesinato del policía de hace tres años. Es listo. No se arriesgará a matar al niño cuando se entere de que el guardián no va a morir».
Lo soltará».
«Esta tarde, el niño de siete años, Brian Dornan —decía el locutor en aquel momento—, se separó de su madre en la Quinta Avenida. La familia está en Nueva York porque el padre…».
Cally, helada delante de la radio, escuchó cómo el locutor daba la descripción del pequeño, y decía a continuación: «Aquí hay una llamada de la madre, solicitando la ayuda de todos».
Mientras Cally oía la voz queda y ansiosa de la madre de Brian, visualizó a la mujer joven que había dejado caer el monedero. Tendría poco más de treinta, como mucho.
El negro y brillante cabello le llegaba al cuello del abrigo. Cally había vislumbrado su rostro sólo un instante, pero estaba segura de que era bonita. Muy bonita, bien vestida y segura de sí.
Al oír cómo pedía ayuda, cómo suplicaba, se tapó los oídos con las manos, corrió hacia la radio y la apagó de un manotazo. Entró en el cuarto de puntillas. Gigi estaba dormida, respiraba suave y tranquilamente, con una mano debajo de la mejilla y la otra cogida a la vieja mantita de la muñeca.
Cally se arrodilló junto a ella. «Si tiendo la mano, la acariciaré —pensó—, pero esa mujer no puede tocar a su hijo. ¿Qué debo hacer? Si llamo a la policía, y Jimmy hace daño a ese chiquillo, dirán que yo soy la responsable de ello. Lo mismo que dijeron cuando mató a aquel policía. Quizá Jimmy lo suelte en alguna parte. Me prometió que… Ni siquiera Jimmy sería capaz de hacer daño a un niño pequeño, ¿no es cierto? Esperaré y rezaré».
Pero la oración que intentó susurrar: «Dios mío, protege a Brian…» parecía una burla y no pudo terminarla.
Jimmy había decidido que lo mejor era ir por el puente George Washington hasta la ruta 4, después cogería la Ruta 17 hasta la autopista Thruway. Era un camino un poco más largo que ir por el Bronx hasta Tappan Zee, pero su instinto le decía que saliera de Nueva York lo antes posible. Por suerte el puente, que era donde podían pararlo, no tenía peaje para salir.
Brian miró por la ventanilla mientras pasaban el puente. Sabía que cruzaban por encima del río Hudson. Su madre tenía primos que vivían en Nueva Jersey, cerca del puente, y el verano anterior, cuando Michael y él habían pasado una semana extra con la abuela después de volver de Nantucket, habían ido a visitarlos.
Eran muy agradables y tenían hijos de su edad. Al pensar en ellos, tuvo ganas de echarse a llorar. Ojalá pudiera abrir la ventanilla y gritar: «¡Estoy aquí! ¡Venid a buscarme, por favor!».
Tenía mucha hambre, y necesitaba ir al lavabo. Levantó la mirada tímidamente.
—Po… podría… yo… tengo que ir al lavabo.
Ya que lo había dicho, temía tanto que el hombre le dijera que no, que empezó a temblarle el labio. Se lo mordió enseguida, porque oyó la voz de Michael cuando lo llamaba llorón. Pero incluso eso lo entristeció, y pensó que echaba de menos a su hermano.
—¿Tienes pis?
El hombre no parecía muy enfadado con él. Quizá, después de todo, no le hiciese daño.
—S… sí.
—De acuerdo. ¿Y hambre?
—Sí, señor.
Jimmy empezaba a sentirse un poco más seguro.
Estaban en la carretera 4, el tráfico era abundante pero fluido, y nadie buscaba aquel coche. El dueño, por entonces, debía de encontrarse en pijama mirando ¡Qué bello es vivir! Por centésima vez. Al día siguiente, cuando su mujer y él empezaran a gritar por su Toyota robado, Jimmy estaría en Canadá con Paige. Estaba loco por ella.
Paige era la primera cosa segura que tenía en toda su vida.
Jimmy no quería parar aún a comer; pero, por otro lado, le convenía llenar el depósito en aquel momento para no correr riesgos. No sabía qué gasolineras tendrían abierto en Nochebuena.
—De acuerdo —dijo—, dentro de unos minutos nos detendremos a poner gasolina, iremos al lavabo y luego compraremos refrescos y patatas fritas. Después pararemos en un McDonald's y comeremos una hamburguesa.
Pero recuerda, si en la gasolinera intentas llamar la atención… —Sacó la pistola de la chaqueta, apuntó a la cabeza de Brian y dijo—: ¡Pum!
Brian apartó la mirada. Estaban en el carril del centro de la autopista. Un cartel señalaba la salida de la avenida Forest. Un coche patrulla que iba a la par de ellos dobló hacia el aparcamiento de un restaurante.
—No hablaré con nadie. Lo prometo —consiguió decir.
—Lo prometo, papá —soltó Jimmy.
«Papá». Brian, involuntariamente, apretó la medalla de San Cristóbal. Llevaría esa medalla a su padre y se pondría bien. Entonces su padre buscaría a ese hombre, Jimmy, y le pegaría por haber sido tan malo con su hijo. Brian estaba seguro de ello.
—Lo prometo, papá —dijo con voz clara mientras sus dedos recorrían la imagen en relieve de aquella alta figura que llevaba al niño Jesús.