El gentío de la Quinta Avenida había disminuido, aunque todavía quedaban algunos curiosos cerca del árbol de Navidad del Rockefeller Center. Algunas personas seguían haciendo cola para ver los escaparates de Saks, y una afluencia de visitantes constante entraba y salía de la catedral de San Patricio.
Pero mientras el coche en que iba se detenía detrás del patrullero en que el agente Ortiz y Michael esperaban, Catherine vio que los compradores de última hora se habían retirado.
«Han ido a casa, a envolver los últimos regalos, diciéndose que éste será el último año que van a comprar con prisas el día de Nochebuena», pensó Catherine.
Dejar todo para último momento. Ese había sido su lema hasta doce años antes, cuando un médico que hacía el último año de residencia, el doctor Thomas Dornan, entró en la oficina de administración del hospital y le preguntó: «Eres nueva aquí, ¿verdad?».
Tom, con tan buen carácter, y tan organizado. Si hubiese sido ella la enferma, Tom no habría metido todo el dinero y el carné de identidad en un monedero ya repleto. No se lo habría guardado en el bolsillo del abrigo con tanto descuido como para que cualquiera se lo quitara o se le cayera al suelo.
Se torturaba con esa idea mientras abría la puerta y corría unos pasos hasta el coche patrulla debajo de la nieve que se arremolinaba. Tenía la seguridad de que Brian era incapaz de alejarse por las buenas. Estaban tan ansiosos por ver a Tom que ni siquiera quería perder unos minutos en echar un vistazo al árbol del Rockefeller Center. Seguramente se había alejado por algo. Si no lo habían secuestrado, algo muy improbable, era posible que hubiese visto a la persona que le había robado el monedero —o que lo había recogido del suelo— y la hubiera seguido.
Michael estaba sentado en el asiento delantero, junto al agente Ortiz, bebiendo un refresco. Delante de él, en el suelo, había una bolsa de papel con restos de ketchup. Catherine se apretujó en el mismo asiento que él y le acarició el cabello.
—¿Cómo está papá? —preguntó ansioso—. No le habrás contado lo de Brian, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Como estoy segura de que lo encontraremos pronto, no necesitamos preocuparlo. Y se encuentra muy bien. He visto al doctor Crowley. Está muy contento con papá.
Miró al agente Ortiz por encima de Michael.
—Ya han pasado casi dos horas —dijo en voz baja.
Este asintió.
—Estamos pasando la descripción de Brian cada hora a todos los policías y coches patrulla de la zona. Señora Dornan, Michael y yo hemos estado charlando y él opina que Brian no se fue a propósito.
—Tiene razón. Puedo asegurárselo.
—¿Habló con la gente que había alrededor cuando se dio cuenta de su desaparición?
—Sí.
—¿Y nadie vio que se llevaran a algún niño?
—No, la gente recordaba haberlo visto, pero de pronto había desaparecido.
—Voy a serle sincero. No conozco a un solo violador que se atreva a raptar a un niño delante de la madre, arreglándoselas después para abrirse paso entre el gentío.
Pero Michael cree que quizá Brian siguió a la persona que cogió su monedero.
Catherine asintió.
—Yo he pensado lo mismo. Es la única respuesta lógica.
—Michael me ha dicho que el año pasado Brian enfrentó a un niño de nueve años que empujó a uno sus compañeros.
—Es muy valiente —repuso Catherine.
En aquel momento, el significado de las palabras del policía la sobresaltó. «Piensa que si Brian siguió a la persona que se llevó el monedero, quizá se enfrente a el. ¡Dios mío, no!».
—Señora Dornan, si le parece bien, creo que sería buena idea pedir la ayuda de los medios de comunicación Podemos ponernos en contacto con algunos canales de televisión locales y enseñar la foto de su hijo. ¿Tiene alguna?
—Sólo la que llevaba en el monedero —respondió Catherine con voz monocorde.
Imágenes de Brian enfrentándose a un ladrón desfilaban por su mente. «Mi pequeño. ¿Alguien sería capaz de hacer daño a mi pequeño?», Pensó.
¿Qué decía Michael? Hablaba con el policía.
—Mi abuela tiene un montón de fotografías nuestras. —Levantó la vista hacia su madre—. De todas formas mamá, tienes que llamar a la abuela. Si no volvemos pronto a casa, empezará a preocuparse.
»De tal palo, tal astilla —pensó Catherine—. Brian tiene el mismo rostro de Tom, pero Michael piensa como él. —Cerró los ojos para reprimir las oleadas de pánico que la embargaban—. Tom. Brian. ¿Por qué? ».
Sintió que Michael le metía la mano en el bolso y sacaba el teléfono móvil.
—Llamaré a la abuela —dijo él.